A las ocho menos diez estaba ayudando a Rae a lavar los platos. Oí a Simon en el vestíbulo, preguntando si podía salir a tirar unas canastas mientras Derek se daba una ducha. La señora Talbot le advirtió que estaba oscureciendo y no podría pasar mucho tiempo fuera, pero que quitaría la alarma y le dejaría salir. Una vez estuvo vacío el lavavajillas, le dije a Rae que la vería más tarde y salí a hurtadillas tras él.
Tal como advirtió la señora Talbot, estaba cayendo la noche. Grandes árboles oscuros bordeaban el profundo patio, creando aún más sombra. La canasta de baloncesto estaba en un pegote de cemento más allá del alcance de la luz del porche, y sólo pude ver el destello blanco de la camisa de Simon y oír el ruido sordo de la pelota al botar. Circunvalé el perímetro.
Él no me vio, siguió driblando con la vista fija en la pelota y una expresión solemne en el rostro.
Me acerqué manteniéndome en las sombras y esperé a que me viese. Al hacerlo dio un respingo, como sorprendido, y después me señaló con un gesto un lugar aún más oscuro al otro lado de la cancha.
—¿Todo bien? —pregunté—. Parecías… ocupado.
—Sólo pensaba —su mirada recorrió la silueta de la valla—. Estoy muy impaciente por salir de aquí. Igual que todos los demás, supongo, pero…
—Rae dijo que llevabais bastante tiempo aquí.
—Puedes asegurarlo.
Una expresión sombría atravesó sus ojos, como si estuviese escrutando su futuro y no viese signos de liberación. Al menos yo ya tenía algo con lo que empezar. Habían estado en centros de adopción, así que, ¿a dónde irían después de allí?
—Estoy perdiendo el tiempo, ¿verdad? Tengo unos diez minutos antes de que Derek me encuentre. Y, lo primero de todo, quisiera pedirte perdón.
—¿Por qué? Tú no has hecho nada.
—Por Derek.
—Él es tu hermano, no tu responsabilidad. No puedes evitar lo que hace —asentí hacia la casa—. ¿Por qué no quieres que nos vea hablando? ¿Se enfadaría?
—No se pondría muy contento, pero… —leyó mi expresión y lanzó una carcajada repentina—. ¿Te refieres a que tengo miedo de que me dé una tunda? De ninguna manera. Derek no es así para nada. Cuando se enfada me trata como trata a todo el mundo, es decir, no me hace ni caso. No es que sea demasiado grave, no, pero tampoco quiero fastidiarlo si lo puedo evitar. Es sólo… —Botó la pelota con la mirada fija en ella. Un momento después dejó de hacerlo y le dio vuelta entre sus manos—. Ya está enfadado porque lo haya defendido, odia que haga eso… Y ahora estoy hablando contigo, intentando explicar cosas que él no quiere que se expliquen…
Hizo girar la pelota sobre las yemas de sus dedos.
—Verás, la verdad es que Derek no es una mala persona.
Intenté no parecer impresionada.
—Cuando decidió que quizás estuvieses viendo fantasmas de verdad, yo debería haberle dicho: «claro, tronco, déjame hablar con ella». Yo lo habría manejado… Bueno, de otro modo. Derek no sabe cuándo retroceder. Para él es tan sencillo como sumar dos y dos. Si no te das cuenta de algo y no lo escuchas cuando te dice la respuesta, seguirá dándote la brasa hasta que te enteres.
—Salir corriendo y chillar no fue de mucha ayuda.
Rió.
—Oye, mira, si Derek hubiese ido por mí yo también habría gritado. Pero hoy no corriste a ninguna parte. Le hiciste frente y, créeme, no es algo a lo que esté acostumbrado —mostró una amplia sonrisa—. Vamos, tía. Eso es todo lo que tienes que hacer, olvida sus tonterías.
Lanzó otra canasta. En esta ocasión la pelota pasó limpiamente por el aro.
—Entonces, ¿Derek cree que soy un… nigromante?
—Tú ves fantasmas ¿no? ¿No viste a un tipo muerto que te hablaba, te perseguía y pedía ayuda?
—¿Cómo lo has…? —me callé. El corazón martillaba en mi pecho y la respiración se hizo más fuerte y rápida. Acababa de convencer a la doctora Gill de haber aceptado el diagnóstico. Por mucho que desease confiar en Simon, no iba a hacerlo.
—¿Cómo lo sé? Porque eso es lo que los fantasmas hacen con los nigromantes. Tú eres la única persona que puede oírlos y todos tienen algo que decir. Por eso andan por aquí, en el limbo o donde sea —se encogió de hombros y lanzó la pelota—. No sé mucho acerca de los detalles. En realidad, nunca había conocido a un nigromante. Sólo sé lo que me han contado.
Tomé aire y lo exhalé antes de decir, con tanta despreocupación como pude:
—Supongo que tiene sentido. Eso es lo que uno espera que hagan los fantasmas con la gente que cree poder hablar con los muertos. Médiums, espiritistas, parapsicólogos o lo que sea.
Negó con la cabeza.
—Sí, los médiums, espiritistas y parapsicólogos son personas que creen poder hablar con los muertos. Pero los nigromantes pueden. Es hereditario —sonrió—. Como el pelo rubio. Puedes taparlo con mechas rojas, pero por debajo seguirá siendo rubio. Y puedes desdeñar a los fantasmas, pero seguirán viniendo. Saben que puedes verlos.
—No comprendo.
Tiró la pelota al aire y la recogió en la palma de la mano. Después murmuró algo. Estaba a punto de decirle que no lo podía oír cuando la pelota se alzó. Levitando.
Me quedé pasmada.
—Sí, lo sé, es casi tan inútil como aquel jirón de bruma —dijo con la mirada puesta en la pelota volante, como si se concentrase—. Y ahora, si pudiese levantarla más de cinco centímetros, quizá por encima del aro y hacer un mate cada vez, eso sería un buen truco. Pero yo no soy Harry Potter, ni la verdadera magia funciona así.
—Eso es… ¿magia? —pregunté.
La pelota cayó en su mano.
—No me crees, ¿verdad?
—No, yo…
Me cortó con una carcajada.
—Crees que se trata de alguna especie de truco o efecto especial. Pues bien, chica cinematográfica, trae tu culo hasta acá y compruébalo.
—Yo…
—Ven aquí —señaló un lugar a su espalda—. Mira a ver si puedes encontrar los hilos.
Me acerqué, despacio. Entonces dijo unas palabras, más alto para que pudiese oírlas. No eran inglesas.
Maldijo cuando la pelota no se movió.
—¿Ya dije que no era Harry Potter? Probemos de nuevo.
Repitió las palabras, más despacio y con la vista en la pelota. El juguete se levantó unos cinco centímetros.
—Ahora busca hilos, cables, o cualquier cosa que creas que la sostiene.
Vacilé, pero siguió dándome codazos y pinchándome hasta que me acerqué más y pasé un dedo entre la pelota y él. Al no encontrar nada, pasé todos los dedos y después los moví. Simon cerró su puño agarrándome de la mano, y yo di un grito cuando la pelota se alejó botando por la cancha de cemento.
—Lo siento —dijo con una sonrisa burlona mientras sus dedos aún sujetaban los míos—. No pude resistirme.
—Sí… Soy asustadiza, como probablemente ya te habrá contado tu hermano —miré la pelota yendo a parar a la hierba—. Vaya.
Su amplia sonrisa se ensanchó aún más.
—¿Me crees ahora?
Intenté encontrar alguna otra explicación mientras miraba pasmada la pelota. No se me ocurrió ninguna.
—¿Puedes enseñarme cómo hacer eso? —pregunté al final.
—Qué va, no más de lo que tú podrías enseñarme el modo de ver fantasmas. O lo tienes o no…
—¿Jugando al baloncesto en la oscuridad, Simon? —preguntó una voz desde el otro lado del patio—. Deberías haberme llamado. Sabes que siempre estoy dispuesta a un pequeño…
Tori se detuvo en seco, entonces ya me veía. Su mirada se movió hasta mi mano, aún sujeta por la de él.
—¿Qué hay, Tori? —preguntó Simon mientras recogía la pelota—. ¿Qué cuentas?
—Te vi jugando y pensé que quizá podrías necesitar un compañero —su mirada se deslizó hacia mí, la expresión en su cara era indescifrable—. Supongo que no.
—Yo creo que debería ir dentro —dije—. Gracias por las ideas, Simon.
—No, espera —dio un paso detrás de mí y después le lanzó una mirada a Tori—. Esto… Tienes razón. Ah, y de nada. Por cierto, está oscureciendo, ¿verdad? Ya debe de ser la hora del tentempié…
Y, dicho eso, se apresuró a entrar en la casa.
* * *
Me tumbé en la cama, otra vez sin poder dormir. Aunque, en esta ocasión, no fueron unos sueños desagradables los que me mantuvieron despierta, sino pensamientos rondando por mi cabeza de una manera tan frenética y persistente que, a medianoche, estaba considerando muy en serio la idea de perpetrar un verdadero asalto a la cocina… Para coger la caja de paracetamol que había visto allí.
Yo era una nigromante.
Tener una etiqueta debería suponer un alivio, pero aquélla no me parecía de ninguna manera mejor que la de «esquizofrénica». Al menos la esquizofrenia era una situación conocida y aceptada. Podía hablar con gente acerca de eso, conseguir ayuda para tratar con ella, seguir mi tratamiento y hacer desaparecer los síntomas.
Esos mismos medicamentos podrían neutralizar los síntomas de la necromancia pero, como dijo Simon, sería como teñir el pelo… Por debajo quedaba igual, con mi verdadera naturaleza esperando a saltar en cuanto se suprimiese el tratamiento.
Necromancia.
¿De dónde venía? ¿De mi madre? En tal caso, ¿por qué la tía Lauren no lo sabía? ¿De mi padre? Quizá no hubiese tenido el temple de advertirme y por eso parecía tan culpable en el hospital, tan ansioso por hacerme feliz y cómoda. O quizá ni mis padres ni mi tía sabían nada de eso. Podría tratarse de un gen recesivo, uno que salta generaciones.
Simon tenía suerte. Su padre debió de hablarle acerca de la magia y de cómo emplearla. Pero mi sentimiento de envidia se esfumó. ¿Afortunado? Estaba metido en una residencia de terapia para grupos reducidos. Allí su magia no parecía servirle de mucho.
Magia. La palabra brotó con toda naturalidad, como si la hubiese aceptado. ¿Lo había hecho? ¿Debería hacerlo?
Había pasado días negando que viese fantasmas y entonces, de pronto, ¿no tenía problemas para creer en la magia? Necesitaría más pruebas. Llegar a explicaciones alternativas. Sin embargo, ya había hecho eso conmigo y, en ese momento, al haberme dado cuenta de que de verdad veía fantasmas, casi sentía cierto bienestar al aceptar que no era la única del lugar con poderes extraños.
Y, por otra parte, ¿qué pasaba con Derek? Simon dijo que Derek poseía una fuerza sobrenatural. ¿Era mágica? Yo había sentido esa fuerza y leído su expediente, y sabía que la policía había cerrado su caso.
Por estrafalario que parezca, la explicación más racional también era la más rocambolesca. Por ahí fuera andaba gente con poderes sólo presentes en leyendas y películas. Y yo formaba parte de eso.
Casi reí. Todo aquello era como algo salido de un libro de cuentos. Chicos con poderes sobrenaturales, como los superhéroes. ¿Superhéroes? Exacto. Sin embargo, no creía que ver fantasmas o hacer levitar pelotas de baloncesto nos ayudara a salvar al mundo del mal en un futuro próximo.
Si tanto Derek como Simon tenían poderes, ¿por esa razón habían terminado juntos, como hermanos de acogida? ¿Qué les dijo su padre? ¿Su desaparición tenía algo que ver con el hecho de ser mágicos? ¿Por esa razón los chicos fueron matriculados en la escuela con nombres falsos y se habían desplazado continuamente de un lado a otro? ¿Era eso lo que teníamos que hacer los de nuestra especie? ¿Escondernos?
Las preguntas se agolpaban en mi mente, y ninguna de ellas estaba dispuesta a desaparecer sin una respuesta… Respuestas que no podía encontrar a las dos de la madrugada. Rebotaban como la pelota de baloncesto de Simon. Un rato después juré que podía verlos… Bolas de color naranja botando por mi cabeza con movimiento de vaivén, de atrás adelante, de atrás adelante hasta quedar dormida.
* * *
Una voz se deslizó a través de la espesa manta del sueño y yo me sobresalté abriéndome paso con esfuerzo hasta el estado de vigilia.
Tragué aire al escrutar la habitación, con ojos y oídos aguzados. Todo estaba tranquilo y en silencio. Lancé una mirada a Rae. Estaba profundamente dormida.
Un sueño. Comencé a recostarme de nuevo.
—Despierta.
El susurro llegó flotando a través de la puerta entornada. Me quedé quieta, resistiendo la tentación de cubrirme con la ropa de cama.
«¿No era yo la que pensaba no volver a esconderme? Ése era el plan, ¿no? No desdeñar las voces sino conseguir respuestas, hacerse con el control».
Una profunda respiración. Después me deslicé fuera de la cama y caminé hacia la puerta.
El vestíbulo estaba desierto. Sólo podía oír el tic-tac del carillón puesto en el piso de abajo. Al volverme, una forma pálida osciló cerca de una puerta cerrada vestíbulo abajo. Un armario, según había supuesto con anterioridad. Pero, ¿qué pasaba en aquella casa con los fantasmas y los armarios?
Bajé por el vestíbulo con sigilo y abrí la puerta despacio. Unas escaleras oscuras llevaban al piso de arriba.
El ático.
Vaya, vaya. Aquello era tan malo como el sótano, quizás incluso peor. No estaba siguiendo a ningún fantasma hasta allí arriba.
«Buena excusa».
No se trata de un…
«No quieres hablar con ellos. La verdad es que no. No quieres saber la verdad».
Magnífico. No sólo tenía que lidiar con las mofas y pullas de Derek, sino que hasta mi propia voz interior comenzaba a sonar como la suya.
Tomé una profunda respiración y avancé un paso adentro.