Capítulo 10

Llegaron los enfermeros en busca de Liz. La vi marchar, dormida en la camilla, como me habían sacado a mí de la escuela. Transporte de lujo para los críos chiflados.

La señorita Van Dop insistió en que tomase la mitad de un somnífero. Cedí, pero al intentar rematarla con una dosis extra de la pastilla contra las alucinaciones, guardé ésta bajo la lengua.

No había visto ni oído nada desde la hora de comer. Al tiempo que podía deberse al efecto de las medicinas, no podía evitar confiar en que la alocada teoría de Rae era cierta… Que mi «ruptura con la realidad» sólo era un descanso mental producido por el cansancio. Con un poco de suerte, ya estaba comenzando mi viaje de regreso a la cordura.

Tenía que probar esa teoría, así que me ahorré la pastilla; si veía algo la tomaría.

Me ofrecí voluntaria para limpiar la habitación, pero la señora Talbot me llevó al piso inferior a tomar un vaso de leche y después me acomodó en el sofá. Comencé a dejarme llevar, me desperté cuando regresó para devolverme a la cama despacio y con paso cansado y quedé dormida aun antes de poder taparme.

Me desperté con el aroma afrutado del gel capilar de Liz. Me quedé flotando, soñando estar atrapada en un estanque de caramelo de algodón. Su olor dulzón me revolvía el estómago mientras luchaba por librarme de las pegajosas hebras. Al fin me liberé, con los ojos abiertos, desmesurados, tragando aire.

—¿Chloe?

Parpadeé. Sonaba como la voz de Liz, tímida y vacilante.

—Chloe, ¿estás despierta?

Rodé sobre un costado. Liz estaba sentada al borde de su cama, vestida con su camisón de Minnie Mouse y unos calcetines grises cubiertos con jirafas de color púrpura y naranja.

Meneó los dedos gordos de los pies.

—Son muy enrollados, ¿verdad? Me los regaló mi hermano pequeño la pasada Navidad.

Me incorporé a medias, parpadeando con fuerza. El caramelo de algodón creado por el somnífero aún rodeaba mi cerebro, espeso y pegajoso; parecía como si no pudiese concentrarme. La luz del sol se colaba a través de las cortinas venecianas, haciendo que las jirafas bailasen en los calcetines de Liz cuando ella movía los pulgares.

—Anoche tuve el sueño más raro del mundo —dijo con la mirada fija en sus pies.

«Tú y yo, ambas», pensé.

—Soñé que me llevaban a otra parte y que me despertaba en ese hospital. Sólo que no estaba en una cama, sino en una mesa. Una fría mesa de metal. Y allí había una mujer, como una enfermera, cubierta con una de esas máscaras. Se inclinaba sobre mí. Al abrir los ojos dio un salto.

Me miró e intentó esbozar una débil sonrisa.

—Bastante parecido a como haces tú a veces. Como si la hubiese sobresaltado. Llamó a aquel tipo para que se acercase; pregunté dónde me encontraba, pero continuaron hablando entre ellos. Estaban muy enfadados, porque se suponía que yo no debía despertar, y entonces ellos no sabían qué hacer. Intenté sentarme, pero estaba atada a la plancha.

Liz agarró su camisón con los puños, amasándolo.

—De pronto no podía respirar. No me podía mover, ni podía chillar, y entonces… —se estremeció, abrazándose—. Me desperté aquí.

Me senté sobre la cama.

—Voy a ayudarte, Liz, ¿de acuerdo?

Se recostó hundiéndose en la cama y levantando las rodillas. Abrió la boca, pero temblaba demasiado para formar palabras. Me levanté, sentía el suelo helado bajo mis pies, y salvé la distancia para sentarme a su lado.

—¿Quieres que intente hablar con el que provoca los fenómenos?

Asintió con la barbilla golpeándole el pecho.

—Dile que pare. Dile que no necesito su ayuda. Puedo valerme sola.

Me estiré para posar una mano sobre su brazo. Vi mis dedos haciendo contacto, pero siguieron moviéndose. Siguieron progresando. A través de su brazo.

Liz bajó la mirada mientras yo quedaba pasmada de horror. Vio mi mano pasando a través de ella. Y comenzó a chillar.