Me incorporé en la cama de un salto, con una mano cerrada alrededor de mi colgante y la otra envuelta entre las sábanas. Luché por retener los retazos del sueño que se alejaban de mí revoloteando. Algo acerca de un sótano y de una niña pequeña… ¿Podía ser yo? Pero no recordaba haber tenido nunca sótano… Nosotros siempre hemos vivido en pisos.
Una niña pequeña en un sótano, una cosa aterradora. ¿Acaso los sótanos no eran siempre aterradores? Me estremecí sólo con pensar en ellos, en la oscuridad, la humedad y el vacío. Pero aquél no estaba vacío. Había… No podía recordar qué. ¿Un hombre detrás de una caldera…?
Un golpe en la puerta de mi dormitorio me hizo dar un respingo.
—¡Chloe! —gritó Annette—. ¿Por qué no ha sonado tu alarma? Soy el ama de llaves, no tu niñera. Como vuelvas a llegar tarde, llamaré a tu padre.
Las amenazas continuaron, pero no eran exactamente lo que se llama un asunto de pesadilla. Incluso en el caso de que Annette consiguiese localizar a mi padre en Berlín, él se limitaría a simular escucharla con los ojos puestos en su BlackBerry y su atención centrada en algo más importante, como por ejemplo la previsión meteorológica. Le iba a murmurar un vago «sí, me ocuparé de ello en cuanto regrese», y después olvidaría todo lo referente a mí en el instante en que colgase.
Encendí mi radio, le di a la ruedecita del volumen y me arrastré fuera de la cama.
* * *
Media hora después estaba en mi cuarto de baño preparándome para ir a la escuela.
Me sujeté las mechas del pelo con horquillas, le eché un vistazo al espejo y me estremecí. Ese estilo hacía que pareciera tener doce años… Y para eso no necesitaba ninguna ayuda. Acababa de cumplir quince años y en los restaurantes los camareros aún me ofrecían el menú infantil. No podía reprochárselo. Medía 1,53 metros y sin ninguna curva a la vista, a menos que llevase vaqueros ajustados y una camiseta más ceñida aún.
La tía Lauren juraba que crecería a lo alto, y a lo ancho, cuando por fin tuviese el período. A ese respecto, me imaginaba que debía de ser un «si» en vez de un «cuando». Muchas de mis amigas lo habían comenzado a tener a los doce, e incluso a los once. Intentaba no pensar demasiado en eso pero, por supuesto, lo hacía. Me preocupaba que algo funcionase mal en mí, me sentía como un bicho raro cuando mis amigas hablaban acerca de sus menstruaciones, y rogaba para que no descubriesen que yo no la tenía. La tía Lauren decía que yo estaba bien y, dado que ella era médico, supuse que sabría de qué hablaba. Sin embargo, el asunto me fastidiaba, y mucho.
—¡Chloe! —la puerta se estremeció bajo el contundente puño de Annette.
—¡Estoy en el baño! —respondí a voces—. ¿Sería posible tener un poco de intimidad?
Probé colocando un solo prendedor por detrás de la cabeza, sujetando los lados levantados. No quedaba mal. Al volver la cabeza de perfil para verla, el prendedor resbaló por mi fino pelo de bebé.
Nunca debí habérmelo cortado, pero ya empezaba a fastidiarme tener aquel pelo largo y liso de niña pequeña. Me decidí por una longitud hasta los hombros al estilo de una rala media melena. El corte le quedaba genial a la modelo. ¿A mí? No tanto.
Observé el bote de tinte aún sin abrir. Kari juraba que unas mechas rojas serían perfectas en mi pelo rubio rojizo. No podía evitar pensar que parecería un palo de caramelo. Pero, a pesar de todo, me daría aspecto de mayor…
—Voy a coger el teléfono, Chloe —gritó Annette.
Cogí el bote de tinte, lo metí en mi mochila y abrí la puerta.
* * *
Bajé por las escaleras, como siempre. El edificio podría cambiar, pero mi rutina no. El día que comencé en la guardería mi madre me cogió de la mano, pasándose mi mochila de Sailor Moon alrededor del otro brazo, mientras nos situamos en el rellano de las escaleras.
—Prepárate, Chloe —había dicho—. Una, dos y tres…
Y salimos disparadas escaleras abajo hasta llegar al portal. Jadeábamos, nos reíamos como tontas y el suelo se balanceaba deslizándose bajo nuestros inestables pies, pero todos los miedos ante mi primer día de escuela habían desaparecido.
Corrimos escaleras abajo todas las mañanas durante toda la etapa de la guardería y la mitad del primer curso, y después…, bueno, después ya nunca más hubo nadie que corriera escaleras abajo.
Me detuve abajo tocando el colgante bajo mi camiseta, luego aparté mis recuerdos, me eché la mochila al hombro y me alejé del hueco de las escaleras.
Después del fallecimiento de mi madre, nos mudamos muchas veces por los alrededores de Buffalo. Mi padre flipaba con los apartamentos de lujo; quiero decir que los compraba mientras el edificio se encontraba en las últimas fases de la construcción y después los vendía cuando la obra estaba concluida. Como la mayor parte del tiempo se encontraba lejos, por razones de negocios, echar raíces no era un asunto importante. En cualquier caso, no lo era para él.
Aquella mañana, bajar por las escaleras no fue una idea tan fantástica. Ya sentía mariposas en el estómago por los nervios del examen parcial de español. La había pifiado en la última prueba, pues me pasé el fin de semana en casa de Beth entre fiestas de pijamas cuando debería haber estado estudiando, y a duras penas conseguí aprobar. El español nunca fue mi asignatura preferida, pero, si no lograba superar ese suficiente, mi padre podría tomar cartas en el asunto de verdad y comenzar a preguntarse si enviarme a una escuela de Bellas Artes había sido una elección tan acertada.
Milos me esperaba dentro del taxi, junto al bordillo. Ya llevaba dos años conduciendo para mí, a través de dos mudanzas y tres escuelas. Al entrar ajustó la visera de mi lado; el sol de la mañana aún me daba en los ojos, pero no se lo dije.
Los nervios de mi vientre se relajaron al frotar los dedos sobre el ya conocido desgarrón del reposabrazos e inhalar el aroma artificial de pino emanado por un ambientador que vibraba colocado sobre la rejilla de ventilación.
—Anoche vi una película —dijo mientras hacía que el taxi se deslizase atravesando tres carriles—. Una de esas que te gustan.
—¿De suspense?
—No —frunció el ceño. Sus labios se movían como tanteando las opciones léxicas—. Una de acción y aventura. Ya sabes, muchas armas y cosas volando por los aires. Una verdadera película de tiro va y tiro llega.
Odiaba corregir el inglés de Milos, pero él insistía en que lo hiciese.
—Quieres decir una película de tiro va y tiro viene.
Alzó una ceja oscura.
—Entonces, cuando le disparas a un hombre y te responde, ¿el tiro no llega?
Reí, y pasamos un rato hablando de películas. Mi tema favorito.
Eché un vistazo por la ventana cuando Milos hubo de responder a una llamada de la central de taxis. Un joven melenudo salía disparado desde detrás de un grupo de hombres de negocios. Llevaba una fiambrera de plástico pasada de moda con el dibujo de un superhéroe en ella. Estaba tan ocupada intentando averiguar quién era el superhéroe que no advertí hacia dónde se dirigía el chico hasta que saltó frente al taxi, aterrizando entre nosotros y el coche de enfrente.
—¡Milos! —grité—. ¡Cuidado con…!
La última palabra fue arrancada de mis pulmones al abalanzarme contra el cinturón de seguridad. El conductor que iba detrás de nosotros, y el situado detrás de él, tocaron el claxon formando enseguida una cadena de protestas.
—¿Qué? —preguntó Milos—. ¿Chloe? ¿Qué pasa?
Miré por encima del capó y vi…, no vi nada. Sólo un carril vacío al frente, y el tráfico desviándose rebasándonos por la izquierda con los conductores mostrándole a Milos el dedo corazón mientras pasaban.
—E-e-e-el —apreté los puños como si, de alguna manera, así forzase la pronunciación de la palabra. Como siempre decía mi logopeda, «si te bloqueas en un camino, prueba con otro»—. Creí haber visto una especie de…, d-d…
«Habla despacio. Piensa primero tus palabras».
—Lo siento, creí haber visto a alguien saltar justo frente a nosotros.
Milos hizo avanzar el taxi.
—Eso me pasa a veces, sobre todo si he vuelto la cabeza a otro lado. Creo ver a alguien, pero no hay nadie.
Asentí. Volvía a dolerme el estómago.