Capítulo IX

La gloriosa primavera de las tierras nórdicas, con su exuberancia de vida y dulces armonías, había terminado. El verano estaba ya en sus postrimerías. El otoño se aproximaba.

Aquel año, primavera y verano habían revestido especial majestad en las yermas regiones que se extienden, a muchos miles de kilómetros de toda civilización, entre el Great Slave y el río Rocher. Después de las abundantes nieves del invierno había llegado una primavera más espléndida y feraz que cuantas recordaban las escasas personas que se habían aventurado a vivir en aquellas regiones apartadas. Y el verano había sido tan óptimo y ubérrimo como pudo haberse esperado tras de tan magnífica primavera. Durante tres meses la tierra parecía fluir en abundancia con que nutrir pródigamente a sus criaturas. Los árboles y los arbustos brindaban sus sabrosos frutos a todo ser viviente. Entre la hierba, junto a los estanques, en todas partes, el hombre podía hallar, sin más trabajo que el de recogerlos, sanos y substanciosos frutos. En el suelo había tantas fresas que, cuando Gastón y Juana salían en busca de ellas, regresaban con el calzado rojo de las muchas que habían aplastado al andar. Las grosellas, las frambuesas y los madroños alegraban con sus vistosos colores el paisaje, y no había árbol que no doblegara sus ramas bajo el peso de la fruta de que estaba cargado. Parecía que aquel año la Naturaleza se había excedido, dando de una sola vez lo que hubiera tenido que ofrecer en varias décadas.

Y los bosques, las selvas y los eriales sonreían embriagados en su propia felicidad. Los escasos habitantes de aquellas regiones trabajaban febrilmente almacenando y recogiendo víveres para el invierno. Los animales silvestres engordaban comiendo hasta saciarse del abundante alimento que por todas partes hallaban. Aquel año los pequeños osos negros estaban tan gordos que parecían verdaderas bolas. Todas las bestias, lo mismo las de pezuña hendida, que las que tienen garras, que las que están cubiertas de pluma, medraban y se multiplicaban prodigiosamente.

Pero el otoño, con sus primeros fríos, se acercaba más que de prisa, y con su llegada todos los seres de la creación comenzaban a perder sus ardores y exuberancia de vida. Era la estación otoñal como un tónico que llegara a tiempo de templar los excesos pletóricos de seres sobrados de bienes y sobrealimentados. Y los bosques agradecían la llegada del mes de septiembre, porque añadía a su eterna belleza los tonos delicados de las hojas que empezaban a palidecer y a secarse. Era una poesía distinta de la de la primavera, pero no menos penetrante y más delicada, la que flotaba en el ambiente durante las primeras semanas del otoño, y una noche, Gastón Rouget, sentado con su mujer y su hija a la puerta de su rancho, cogió el violín y cantó dulces y suaves canciones bajo la luz de las estrellas.

Y como una respuesta a sus gratas canciones, llegó hasta sus oídos un aullido de soledad y melancolía exhalado por algún lobo errante desde algún rincón lejano del bosque. Gastón buscó la mano de Juana, y, apretándola, le dijo verdaderamente emocionado:

—Es el lobo del Kwahoo, Juana. Los primeros fríos se aproximan, y muy pronto abandonará estos parajes definitivamente. Tan pronto como los demás lobos comiencen a reunirse en manadas, él se unirá a ellos y desaparecerá. Casi estoy por decirte que lo siento.

Era, en efecto, Centella el lobo que había proferido el aullido desde unos dos o tres kilómetros de distancia. Dio solamente un aullido, y se sentó después sobre sus ancas, escuchando presa de un sentimiento que iba apoderándose de él cada vez con más fuerza, a medida que la estación adelantaba y los fríos se acercaban. Porque aquel verano, los bosques no habían sido para él el paraíso que habían sido para las demás bestias. El alimento no le había faltado. Los días felices y las noches venturosas, tampoco. Pero, dentro de él, un cáncer le corroía sin cesar, robándole la paz y la felicidad del alma.

No era que suspirara por las regiones árticas de las manadas de lobos blancos, en donde él había nacido, y donde él había disfrutado los honores de la jefatura. No era que él suspirara por las inmensas llanuras blancas en donde, muchos años atrás, Scaguen, el gran danés, había ido a dar vida a él y a sus progenitores, entre los lobos, pues los meses de plenitud en mitad de los bosques le habían hecho olvidar muchas cosas. Ya no se acordaba de las truculentas cacerías realizadas bajo el fantástico resplandor de la aurora, ni de la sangre que caía, caliente y roja, sobre la nieve, coloreándola, ni de los grandes duelos que había sostenido y los grandes combates que había ganado durante aquella obscura época de su vida. Ya no se acordaba de Baloo, el gran jefe de la manada, a quien él había vencido en terrible y enconada lucha. Habíase olvidado ya de los renos de Olee John, degollados en unas cuantas horas al impulso feroz de un hambre loca. La memoria no le presentaba ya a su imaginación los días, y las semanas, y los meses de inanición y de famélica y terrible lucha por la vida. Porque la Naturaleza no borra de un modo total y definitivo, de la memoria de las bestias, el recuerdo de lo pasado; pero lo mantiene apagado y dormido, de suerte que solamente vuelve a resurgir, en toda su viveza y frescura, cuando algún suceso, quizá años después, provoca la reminiscencia. Centella, por ejemplo, no se acordaba ya del olor de los odiosos perros esquimales; no obstante, si aquel olor hubiera vuelto a ofender su olfato, hubiera vuelto a recordar en seguida a las detestadas bestias, y en él hubiera renacido también inmediatamente su inveterada enemistad. De Wapusk no se acordaba ya ni por asomo; pero si, milagrosamente, Wapusk hubiera surgido un día delante de él. Centella hubiera recordado en seguida las terribles luchas que había tenido que sostener con el enorme oso blanco.

Era Firefly, su compañera, la causa de sus tristezas, sus temores y su intranquilidad. Porque una cosa se mantenía siempre viva en su memoria sobrenadando por encima de todo el tropel de recuerdos sumidos en la obscuridad: esta cosa era su experiencia de las relaciones con el hombre. Todo lo que le había pasado en sus relaciones con el hombre, manteníase tan vivo en su memoria como todo lo que se refería a la época pasada en compañía de Firefly. Quizá esto obedeciera, en cierto modo, a la influencia que el espíritu de Scaguen ejercía en él, a través de las varias generaciones de lobos que le separaban del gran danés. Porque Centella continuaba siendo siempre un tornaatrás[14]. Con el espíritu del perro dentro de él y el noventa por ciento de sangre de lobo corriendo por sus venas, anhelaba muchas veces las caricias del hombre, de la mujer y de la niña; pero tenía a estos seres como los más temibles, más implacables, más crueles enemigos suyos.

Firefly, su compañera, no era capaz de darle a entender lo contrario. Y la Naturaleza no era capaz de hacerle razonar. Porque si hubiera podido razonar, muchas cosas hubieran dejado de ser un misterio para él. Hubiera comprendido, por ejemplo, que Firefly era una perra domesticada, una perra sociable, una perra dada por una mujer a un hombre para que éste tuviera a su lado un ser fiel durante el tiempo que hubiera de estar a bordo del ballenero que después había encallado entre los hielos. Que el amo murió y que los tripulantes del barco le enterraron a cierta distancia del mar, colocando encima de su tumba el gran número de piedras que le servía de túmulo; y hubiera comprendido, en fin, por qué Firefly había pasado tantas horas junto a aquellas piedras. Pero Centella no podía comprender nada de esto, porque carecía de razón, pero si no comprendía estas cosas las recordaba, en cambio, perfectamente bien, como recordaba todo cuanto se refería a Firefly: su primer encuentro con ella, el comienzo de su amistad, su adhesión, su valor, el viaje que con ella había hecho desde las eternas nieves árticas a los bosques del Sur en donde se hallaban, y todo cuanto con ella le había sucedido.

En aquellos bosques habían sido felices, muy felices los dos; mas pronto había llegado para él aquello que le roía como un cáncer las entrañas. Porque Firefly, la perra civilizada, la perra sociable, la perra que ya había tenido un amo y un ama, y que conocía las dulzuras de la sociedad humana, descubrió el rancho habitado por Gastón Rouget, por Juana Rouget y por Juanita, la hermosa niña de cabellos sedosos. Y en aquel rancho habitaba, además de los tres seres humanos, Tesoro, el gran mastín, y con Tesoro vivía también en el rancho, Waps, la hermosa perra, y en aquella vivienda había risas, y cantos y felicidad. Y todo esto gustaba a Firefly. Porque Firefly sabía lo agradable que era sentir la mano de una mujer en los lomos, o en la cabeza, y poder jugar con los niños oyendo sus risas y compartiendo su felicidad.

Pero por mucho que gustara todo esto a Firefly, Firefly continuaba siendo siempre la fiel compañera de Centella. Le visitaba a menudo. Iba a buscarle en la profundidad de los bosques. En aquellos días en que el verano iba alejándose rápidamente y en que Centella sentía avecinarse para él la última y gran tragedia, Firefly guardaba para su compañero una fidelidad no superada ni en la especie humana.

Mas Centella, con la sangre de lobo que corría por sus venas y los instintos de lobo que pugnaban por retenerle en la vida selvática, no comprendía el mérito de la fidelidad de Firefly.

El hombre, ése era el enemigo, el destructor, el mal, el peligro. Porque la Naturaleza, en virtud de su mezcla de sangre de perro con sangre de lobo, teníale constantemente balanceado entre dos extremos. Centella no había olvidado nada de lo ocurrido entre él y el hombre. Y mientras su sangre lobuna le hacía temer al hombre, el espíritu de Scaguen, el gran danés, le hacía desear la sociedad humana. Era el espíritu de Scaguen el que le había impelido a colocarse frente a la cabaña desde la que O’Connor, el hombre de raza blanca, le había disparado un tiro. Era ese mismo espíritu el que le había impelido a acercarse varias veces al hombre, habiéndole dado con ello ocasión a comprobar cómo el hombre le recibía siempre igual que a un enemigo. El hombre le había enviado una bala que le rozó la piel; el hombre le había clavado un arpón en el cuerpo; el hombre había soltado contra él la jauría de perros con quienes había tenido que luchar cerca del buque; el hombre, la mujer y la niña, en fin, le desposeían de su Firefly en aquellos últimos días del verano y primeros del otoño.

Y todo ello había ocurrido porque no habían podido adivinar aquellos seres humanos que uno de los progenitores de Centella fue un perro conocedor de lo que era dormir en perrera y comer y vivir en compañía del hombre, aun cuando, a decir verdad, Gastón Rouget conjeturaba algo.

Pero lo que los hombres no podían adivinar, presentíalo, quizá, gracias a alguna inexplicable y misteriosa revelación de la Naturaleza, Firefly, la fiel compañera de Centella, porque durante todo aquel verano Firefly se había esforzado en llevar a Centella al rancho de Gastón Rouget. Pero nunca había conseguido acercarle más de unos quinientos o seiscientos metros. Muchas veces, el hombre y la mujer habían aguardado, anhelantes, que Centella se decidiese y se les acercase, como se les acercaba Firefly, porque a causa de la fidelidad de esta perra habían concluido por sentir gran simpatía por el lobo que se había emparejado con ella. ¡Ah, sí Centella hubiese podido presumir tal simpatía!

Firefly no lograba dársela a entender. Día tras día, y noche tras noche, iba a visitarle con Tesoro y Waps, y los cuatro juntos iban a hacer alguna correría por los bosques; pero, al fin, siempre volvían los tres al rancho de Rouget, dejando solo a Centella, que se negaba a seguirlos. Durante muchos días y muchas noches, Centella permaneció solo, y en aquellas horas de soledad, a medida que el otoño se echaba encima, el cáncer que le corroía la paz y la felicidad del alma trabajaba más intensamente en su espíritu. La sangre del lobo se insurreccionaba, deseosa de dominar, y Centella escuchaba el aullido de los demás lobos como no los había escuchado nunca hasta entonces. Y a medida que las noches refrescaban, y los días se acortaban, y las bestias se volvían más hurañas y desconfiadas, y los lobos comenzaban a reunirse en manadas, sentía más y más Centella el vivo deseo de sacudir por completo sus propensiones a la civilización, entregándose de nuevo en cuerpo y alma a la vida selvática y feroz de los lobos.

Presa de tales sentimientos, aulló aquella noche como un lobo que no tuviera en sus venas el menor cruce de sangre de perro. Firefly oyó aquel aullido en su camino hacia la meseta, adonde se dirigía para visitar a su compañero, y la nota de ferocidad que llegó hasta sus oídos le infundió un nuevo temor y un nuevo recelo.

Firefly aquella noche fue a visitar a Centella completamente sola. Para que Tesoro y Waps no pudieran seguirla, se escabulló en un momento en que nadie se fijaba en ella, y Centella, cuando se aseguró de que no tenía más que a Firefly delante de él, le lamió el cuello y aulló varias veces para demostrar su alegría. Pero pronto, al pasarle el hocico por el cuerpo, descubrió nuevamente en el sedoso pelo de Firefly la causa de todos sus males, porque aquel día la mujer, y el hombre, y la niña, la habían acariciado, y el pelo sedoso y rubio de la bonita perra escocesa olía a tabaco y a manos humanas, olores que ofendían el olfato de Centella como un veneno, porque en ellos veía nuestro lobo el anuncio y la amenaza de lo que él tanto temía: la pérdida de Firefly, arrebatada, engañada, seducida por aquellos seres humanos. Era su maldición. Porque él no era perro ni lobo perfecto, y sentía terriblemente a la vez las atracciones y las repulsiones propias y privativas de cada uno de esos dos animales.

Cuantas veces había sucumbido a la tentación de acercarse al hombre, el hombre le había recibido como a un enemigo, y en aquella ocasión los seres humanos concluirían por desposeerle de su querida hembra.

Centella expresó su enojo por medio de un ronquido. No era contra Firefly contra quien estaba enojado, sino contra la gente de la cabaña. Firefly lo sabía. Era el olor pegado a su pelo lo que le había producido aquel descontento. Y Firefly, comprendiéndolo así, se echó sobre su vientre, y esperó, mirando con fijeza a Centella. Porque así como Centella sabía que el rancho, con todos los seres que lo habitaban, había producido un gran cambio en Firefly, ésta comprendía los encontrados estímulos de que era objeto Centella. Pasaron muchas semanas sin que Centella se alejara nunca más de lo deseable del rancho. Firefly podía hallarle cerca cuantas veces deseara. Centella había procurado sofocar sus instintos de lobo, para poder permanecer junto a ella. Pero en aquellos primeros días otoñales, los ojos le brillaban de un modo extraño. El fenómeno tenía muy impresionada a Firefly. Porque Firefly no sabía que era la rivalidad del hombre, la mujer y la niña lo que empujaba a Centella a la vida salvaje reclamada por sus nueve décimas partes de sangre de lobo. Pero el hecho de que Centella se le escapaba, de que ella perdía poco a poco el macho que había luchado y triunfado por ella, y que le había consagrado hasta entonces su vida entera, producía en su espíritu una gran tristeza.

Aquella noche, sin embargo, todo parecía haber cambiado. Hacía una semana que Firefly no jugaba ni triscaba en torno de Centella. No obstante, todas las noches había ido a visitarle procurando conducirle luego al rancho; pero él nunca había querido seguirla hasta allí. Aquella noche, mientras ella le miraba, penosa de verle tan propenso a sumirse de nuevo en la vida salvaje, llegó hasta ellos el eco de un aullido. Firefly vio cómo los ojos de Centella se animaban, y exhaló un ladrido en son de queja. La rivalidad de aquel aullido lejano se le metió en el alma, y se acercó a Centella, haciéndole mil zalamerías, hasta que Centella, seducido, la tocó con el hocico y la acarició prescindiendo de aquel olor a manos humanas.

Él fue, y no Firefly, quien guió los pasos de ambos aquella noche. Y, naturalmente, los guió en dirección contraria al rancho. Nunca había consentido Firefly en alejarse tanto como llegaron a alejarse en aquel paseo. Con gran satisfacción veía Centella el cambio operado en Firefly. Había en ella algo misterioso, algo que los obligaba a marchar despacio y a detenerse con frecuencia. Pero Firefly le seguía a pesar de que él procuraba alejarla cada vez más del rancho, y esto bastaba para su felicidad. Los aullidos que llegaban hasta él no merecían por su parte contestación alguna, ni le causaban la menor impresión. Anduvieron, contentos y felices, dos horas, al cabo de las cuales Firefly se echó al abrigo de unas matas, sin que Centella hiciese ningún esfuerzo para hacerla salir de allí.

Firefly no volvió a moverse durante el resto de la noche, y al día siguiente apenas quiso andar. Dio un corto paseo y volvió a echarse debajo de las mismas matas junto a las cuales había pasado la noche. Centella estaba sorprendido. No comprendía lo que le pasaba a Firefly. El gran misterio que envolvía todas aquellas anomalías teníale atónito; pero la gloria de los antiguos días había vuelto a llenar su corazón de júbilo.

Volvía a poseer a Firefly, sin rivales que se la disputaran, y esto bastaba para su felicidad. La segunda noche, Firefly ni siquiera manifestó deseos de volver al rancho. Solo cazó Centella durante toda la noche, y a la mañana siguiente, cuando el alba comenzaba a disipar las sombras de la noche, colocó dos liebres ante Firefly.

Al tercer día volvió también con el alba al lugar en donde había quedado Firefly al abrigo de las matas. Allí le aguardaba una gran sorpresa. Los ojos de Firefly brillaban con expresión de felicidad infinita y en su voz había notas de emoción y cariño. Y el misterio quedó aclarado para Centella, porque Firefly había dado vida a unos cuantos cachorritos, fruto del amor de ambos.

Cuando se realiza el gran misterio de la vida, el suave murmullo de la brisa en las copas de los árboles canta la maternidad en las selvas, el murmullo de las corrientes aguas la exalta, y los mil armoniosos sones de la Naturaleza la glorifican. Aquella mañana, el Universo entero parecía haberse enterado del nacimiento de los hijos de Centella. En un árbol próximo un pardillo cantaba con tanto ímpetu que le faltaba poco para reventar; en otro árbol una ardilla pasaba y repasaba ágilmente por delante de Firefly irguiendo sus empenachadas orejitas y su hirsuta y magnífica cola como para darle la enhorabuena, y hasta por el Este el sol parecía alzarse con más esplendor y más gloria que nunca.

A Firefly le latía el corazón con más fuerza y más prisa que nunca. Era la primera vez que conocía las delicias de la maternidad. Todas las fibras de su cuerpo vibraban de placer, y Centella también vibraba de satisfacción y gozo. Una y otra vez se acercaba a su hembra, para alejarse en seguida y volverse a acercar. Cinco veces en una hora se aproximó a Firefly, y aplicó el hocico a sus costillas para oler el calorcito de los diminutos seres que respiraban debajo de ella y cada vez se alejaba boyante, coruscante, con la cabeza levantada, porque al fin había logrado sentir dentro de su pecho todas las emociones de la paternidad. Y la paternidad significaba para él mucho más de lo que hubiera significado para un perro, porque por ley natural los lobos son monógamos, y para Centella, monógamo, no podía caber duda de que las criaturas que respiraban debajo de Firefly eran carne de su carne y sangre de su sangre. Y por ellas estaba dispuesto Centella a luchar, si necesario era, hasta perder la vida, del mismo modo que estaba dispuesto a luchar y morir por la madre que les había dado el ser. Por ese lado Centella, el lobo, era moralmente superior al perro.

Y de las ganas de defender a su hembra y sus hijos pasó pronto Centella al deseo de defender el lugar en donde su hembra y sus hijos estaban. Y con este impulso y deseo, rodeó varias veces las matas que servían de cobijo a Firefly, como buscando enemigo a quien combatir. Aquel terreno era suyo, había pasado a ser propiedad de él, y no lo cedería a nadie, costara lo que costara sostenerse allí. En el calor del entusiasmo, casi deseaba que se le presentara algún enemigo a disputarle sus derechos; pero, por más que buscó, no encontró a nadie con quien luchar, pues el único ser viviente que logró descubrir por aquellos contornos, aparte del pardillo, fue la ardilla, y con ésta no había manera de entrar en conflicto por lo menuda e inquieta. No pudiendo desfogar sus entusiasmos en la pelea, desfogó sus energías en la caza y antes de que se pusiera el sol ya había podido obsequiar a Firefly con tres conejos. Firefly no los comió; pero demostró su agradecimiento sacando la lengua y lamiéndolos. Aunque era Una perra, no por eso dejaba de comprender y apreciar las caballerosidades lobunas, y cada vez que Centella se le acercaba, le recibía bien, sin gruñir ni roncar en son de amenaza, como suelen hacer las perras que amamantan, cada vez que un perro cualquiera se les acerca.

Centella procuraba descubrir, con insistencia, lo que había debajo de Firefly.

Ya sabía que eran lobeznos, porque había oído sus débiles gemidos y había percibido su olor, pero no los había visto; en su impaciente curiosidad se atrevía con frecuencia a hurgar con el hocico para descubrirlos, y cada vez que tocaba a uno de ellos daba un brinco como si hubiese tocado un hierro candente. Y, en seguida, en otro desborde de entusiasmo, salía precipitadamente a cazar, y volvía al cabo de un rato con otro conejo en la boca.

Aquella tarde, Firefly salió por primera vez de debajo de las matas adonde había ido a parir. Pero no hizo más que llegarse hasta el manantial más próximo y beber. Inmediatamente después volvió a dar calor con su cuerpo a sus cachorritos. Por la noche, Centella volvió junto a Firefly y ya no se movió de allí hasta que rayó el alba. Se levantó, entonces, para reanudar la caza. Abundaban de tal modo los conejos, que resultaba facilísimo atraparlos, y pronto volvió Centella con dos nuevas piezas que añadir a las tres que había amontonado junto a la yacija de su hembra. Aquel día, sin embargo, Firefly se comió uno de los dos conejos que Centella le trajo. Quedaban cuatro; pero Centella no los contó. Débil en matemáticas y fuerte en entusiasmo no pudiendo jugar y correr al lado de Firefly, continuó desfogando sus energías en la caza. Los conejos fueron amontonándose delante de Firefly hasta formar una verdadera barricada. Y sucedió lo inevitable. Los cuerpos comenzaron a descomponerse y un olor insoportable empezó a herir el olfato de Firefly. Tanto llegó a molestar a Firefly el mal olor que, al quinto día, Centella, al volver de la caza con otro conejo entre los dientes, se encontró a su hembra ocupada en limpiar de cadáveres la yacija. Uno a uno, trasladó Firefly a gran distancia los cuerpos en descomposición, y los enterró con tierras y hojas secas. Y después de concluida la tarea, se tendió junto a Centella, para devorar con él el nuevo conejo que él le había traído, y por primera vez después del parto dejó un buen rato a sus hijos destapados.

Pocos días después, Firefly dio otra gran sorpresa a Centella, porque cuando éste volvió de sus cacerías vio a su hembra junto a un manantial, rodeada de toda la prole, y el corazón de padre estuvo a punto de reventar de alegría; porque la Naturaleza había querido halagarle, y dos lobeznos habían salido grises y plateados, como él, y otros dos, rubios y dorados, como Firefly.

En los días y noches siguientes, Firefly no tuvo muchas ocasiones de acordarse de Gastón Rouget, su familia y su rancho, porque sus cachorritos vivarachos y exigentes reclamaban toda su atención. El momento más encantador para ella fue el de los primeros pasos y primeros saltitos de sus cachorros; pero para Centella no había emoción comparable a la de ver a su pequeña prole atacando como caníbales a los conejos muertos que él les llevaba. Aún no comían carne; pero ensayaban el mordisco y se divertían arrancando con sus tiernas fauces grandes burujones[15] de pelo. Mas, en aquellos mismos días, los seres que habitaban el rancho de Gastón Rouget daban por definitivamente perdidos a Firefly y Centella. Y sin el incentivo de las visitas que antes les hacían, Tesoro y Waps preferían quedarse todo el día en las cercanías del rancho, en vez de alejarse por los bosques, como solían, y, con la inacción, Waps engordaba.

Pero, a pesar de su felicidad, pasados los primeros días de olvido y distracción, volvió a recordar Firefly el rancho y sus habitantes. Y en su alma creció el deseo de llevar allí toda su prole. Porque las noches empezaban a ser frías y los días amanecían con todo el suelo cubierto de escarcha, y el instinto la impulsaba a buscar para sus cachorritos un cobijo más abrigado.

Pero los hilos misteriosos que mueven y precipitan el destino de los hombres y de las bestias desencadenaron el último dramático episodio de la vida novelesca de Centella, dando entrada en escena al gran viento infernal. El viento infernal no sopla con frecuencia: una vez cada cinco o seis años. Pero cuando sopla, los indios creen que todos los demonios del infierno corren furiosos por la tierra, deseosos de tronchar y asolar todas las cosas. Para el hombre blanco, este viento nada tiene que ver, sin embargo, con el infierno ni con los malos espíritus. Es, simplemente, el viento huracanado del Noroeste. Tiene su origen en las últimas estribaciones de las Montañas Rocosas y recorre con ímpetu arrollador los grandes bosques del Norte, tronchando árboles y causando mil estragos.

Aquel año el huracán se anunció con abundancia de rayos y truenos. Los primeros rumores de tempestad se dejaron oír poco después de la puesta de sol. La temperatura cambió rápidamente. Hacía antes un calor sofocante, y de pronto súbitas ráfagas de viento frío refrescaron el ambiente. Media hora después la tempestad estallaba con toda su fuerza. Durante un cuarto de hora los rayos surcaban el cielo sin darse punto de reposo. Firefly permanecía quieta en su cobijo de espesas matas, y sus cachorritos se apretujaban debajo de ella buscando, asustados, el calor y la protección de su cuerpo. Centella rodeaba el cobijo de su hembra y sus hijos, como si quisiera defenderlo valientemente incluso contra la tempestad. Durante un cuarto de hora la lluvia arreció, como en aquellos días famosos del gran aguacero; mas luego, viajando siempre de prisa, truenos, rayos y lluvia alejáronse hacia el Este, y al cabo de poco rato apenas llegaba su rumor hasta los finos oídos de Centella. A la tempestad de rayos, truenos y lluvia siguió un gran silencio, terrible y tenebroso. En medio de este silencio, Centella pudo oír el rumor de los regueros de agua que se habían formado, y el gotear del agua desde las hojas de los árboles. Y después de un rato oyó a una gran distancia de allí una especie de quejido.

El quejido se prolongó y fue en aumento, hasta convertirse en bramido y concluir en estrepitoso ruido semejante al estruendo de una catarata. Y, en seguida, avanzó el ruido hasta llegar adonde estaba Centella. Éste oyó sonidos más pavorosos que todos los que había oído en las más terribles tempestades del Polo. El huracán no cubría a su paso sino una faja de terreno de poco más de un kilómetro de ancho; pero a siete u ocho kilómetros de distancia, Gastón Rouget y su mujer oían perfectamente el eco de los estragos que causaba. Al paso del huracán los árboles crujían y se tronchaban. Los abetos y los cedros más robustos se quebraban como cañas y el suelo se llenaba de troncos y ramas desgajadas. El ruido del gran cataclismo era tan ensordecedor, que no hubiera sido posible oír un disparo a un metro de distancia. Aquello parecía verdaderamente el fin del mundo.

Uno de los árboles próximos a las matas que cobijaban a Firefly se quebró por su tronco, junto a las raíces, y en medio de un gran estrépito de ramas desgajadas cayó al suelo, cogiendo debajo de él a Centella.

Como había pasado la tempestad de rayos, truenos y lluvia, pasó el huracán, y Firefly, en el silencio que siguió, oyó los quejidos de dolor y de agonía de Centella. Se levantó presurosa la perra, y corrió a prestarle ayuda, encontrando al pobre animal prisionero debajo del árbol caído, con una pata rota y el cuerpo medio aplastado.

Firefly, con su cerebro de perra escocesa, parecido, a veces, al mismo cerebro humano, se propuso salvar a su marido, y trabajó durante cuatro horas socavando la tierra con las uñas y los dientes, para sacarle de debajo del árbol. Presentía la proximidad de la muerte y ponía en el empeño todas sus energías. Después de la tempestad, las estrellas y la luna volvieron a lucir con su claridad acostumbrada. Los cachorritos llamaban a su madre con débiles aullidos, pero Firefly continuaba trabajando para poner en libertad a su marido. Socavó la tierra hasta caer extenuada con las encías y las patas cubiertas de sangre. Pero no pudo sacar a Centella de la prisión que le tenía medio aplastado. Y, mientras tanto, el pobre lobo, con una pata rota y el cuerpo magullado, perdía a marchas forzadas la vida.

Rayaba el alba cuando Firefly, extenuada y convencida de que no podría nunca, ella sola, sacar a Centella de debajo de la inmensa mole, desistió de continuar su tarea. Pero en último extremo surge siempre, en una mente perruna, la idea del hombre, y sacando fuerzas de flaqueza Firefly cubrió al galope los siete u ocho kilómetro; que le separaban del rancho de Gastón Rouget, y cuando llegó allí púsose a ladrar y a arañar la puerta. Saltó Gastón de la cama para averiguar la causa de todo aquel tumulto, y a la luz de los primeros rayos del sol naciente vio a Firefly con la boca y las patas ensangrentadas. La perra jadeaba, miraba con ojos angustiosos, y estaba tan fatigada que casi no podía tenerse en pie. Mas, a pesar de su cansancio, en cuanto vio al hombre hizo ademán de volverse a ir, acercándose de nuevo y repitiendo el intento de marcha dos o tres veces, hasta que el hombre, intrigado por tan extrañas muestras de inquietud, acabó de vestirse, cogió el fusil y siguió al inteligente animal.

El sol estaba ya bastante alto sobre el horizonte, y Centella apenas respiraba ya, cuando delante de él aparecieron el hombre y Firefly. Perdió inmediatamente la visión y el oído; pero Gastón Rouget trabajó con voluntad de un gigante y, valiéndose de una gruesa rama como palanca, consiguió levantar un poco el enorme tronco que aprisionaba a Centella, libertando al pobre animal. Y dos horas después volvía al rancho, cargado con el inválido lobo en los hombros.

En la vivienda de Gastón Rouget, Centella recuperó el sentido. Abrió los ojos y vio el milagro. Pero no podía moverse. Gastón le había entablillado la pata y Juana se la estaba vendando. Ambos le hablaban, y la mujer, una vez concluida la operación, le acarició la cabeza. Juanita, la niña, le miraba con sus grandes y hermosos ojos, y Tesoro y Waps también estaban allí, mirándole. Colocáronle luego en una blanda y caliente yacija, y el hombre salió seguido de Tesoro y Waps. Permaneció un buen rato en su yacija, sin ver junto a él más que a la mujer y a la niña. La mujer se acercaba a él con frecuencia y le tocaba confiada, y le ponía agua y trozos de carne al alcance de su hocico. Varias horas después el hombre volvió al rancho, llevando en la mano una cesta, alrededor de la cual Firefly, a pesar de su cansancio, saltaba y brincaba contentísima. De la cesta sacó Gastón los cuatro lobeznos y los colocó junto a Centella en la yacija, mientras la mujer y la niña reían y prorrumpían en exclamaciones de júbilo, y Firefly, extenuada, se tumbaba gozosa también muy cerca de él. Y Centella, vencido por el encanto de aquel milagro, cerró los ojos y suspiró, porque a través de las varias generaciones de lobos que le separaban de Scaguen, el espíritu del gran danés se había infiltrado definitivamente en él, y se sentía feliz pensando que ya, desde entonces, no tendría que volver a temer nunca más nada del hombre de raza blanca.

Y Gastón, volviéndose hacia Juana, y sonriendo dulcemente, le dijo:

—Sí, querida mía, este lobo vivirá. Quizá pasen muchas semanas aún antes de que pueda moverse, y luego, cuando se mueva, cojeará ya durante toda su vida; pero vivirá y nunca más se alejará de nosotros. No, no se alejará más. He advertido que hay algo de perro en su mirada, y estoy seguro de que concluirá por quererte. No pondrá sus afectos en un hombre moreno y rudo, como yo; los pondrá en ti, Juana, y te querrá, no lo dudes, lo mismo que el más fiel de los perros. Mira, en este instante tiene sus ojos fijos en ti. ¿No es verdad que parecen los de un perro? Cualquiera diría que es un perro que ha vuelto a su primitivo hogar, después de haber andado mucho tiempo perdido por los bosques. ¡No, no hay miedo de que regrese a las selvas!

FIN