Tesoro era un perro que no había conocido más amo que Gastón Rouget, y Gastón Rouget no había querido tener nunca más perro que Tesoro. Este perro, fiel a su amo, a su ama y a la niña Juanita, que adoraba, no pudo ocupar un sitio en la canoa cuando las personas tuvieron que ponerse a salvo a toda prisa. Después de la gran inundación que destruyó el rancho de Gastón, hubo en el nuevo rancho que se construyó un período de tristeza y otro de alegría; porque Tesoro, cuando ya sus amos lo consideraban definitivamente perdido, llegó al nuevo rancho, hambriento y flaco.
Tesoro era un gigante y la sangre que corría por sus venas era en su mayor parte sangre de mastín. Cinco años antes, Gastón y Juana tuvieron que abandonar el país en donde se hallaban para trasladarse a otro más rico en animales de piel aprovechable, y Tesoro les había arrastrado el trineo con todos sus útiles, enseres y herramientas. Con buen tiempo, o con mal tiempo, cuando el corazón estaba lleno de esperanzas o cuando el valor faltaba y el ánimo desfallecía, el magnífico cuerpo de Tesoro había tenido siempre el vigor necesario para tirar del trineo, y gracias a tan fornido perro habían podido llegar, Gastón y Juana, hasta las márgenes del río Rocher. Y allí fue donde nació Juanita.
Por no haber conocido más amos que a Gastón Rouget, a Juana y a la niña. Tesoro se diferenciaba notablemente de los demás perros. A pesar de haber vivido siempre en mitad de las selvas, no tenía instintos salvajes. Cuando mataba, no mataba por el mero placer de matar, sino por necesidad. Y nunca se iba a buscar la compañía de los lobos, ni salía durante la época del celo, en busca de una hembra, lo cual dejaba atónito a Gastón Rouget. Durante el celo, sin embargo, sentía él, más que nunca, la depresión y la tristeza de la soledad, porque su alma anhelaba la posesión de una compañera.
Gastón comprendía la causa de la tristeza de Tesoro y le acariciaba diciéndole:
—Tú, pobre amigo, necesitarías una compañera. ¿Por qué no sales por ahí y te buscas una loba? ¡Hay lobas muy bonitas por estos contornos!
Y Gastón se estremecía luego, pensando en lo que Juana diría si oyera tan monstruoso consejo.
Pero Tesoro no quería nada con las lobas, y vagaba solitariamente por las noches, a la luz de la luna, deteniéndose a escuchar los aullidos, pero sin contestarlos. Porque, para él, aquellos aullidos que llenaban la extensión de los bosques, por la noche, eran la expresión de una alianza imposible. Sabía perfectamente que él era un perro, y esperaba que el destino le pondría algún día a alguna hembra de su misma especie en su camino, y con esta esperanza vivía y se consolaba año tras año, porque el rancho más próximo distaba del de Rouget más de cincuenta kilómetros, y las perras que había en aquel rancho eran feas, tan feas que más parecían lobas que perras, y no ejercían sobre Tesoro ningún atractivo.
—También tú eres caprichoso —le decía a veces Gastón—. No te gustan las lobas, no te gustan las perras feas: eres un romántico.
Y luego se volvía hacia Juana, para decirle:
—No hay otro perro como nuestro Tesoro. Mira si nos tiene ley, que ni siquiera en la época del celo nos deja en busca de pareja.
Y Juana cogía la cabeza de Tesoro entre sus brazos, y juntos soñaban, hombre, mujer y perro, en las regiones más meridionales pobladas de ranchos, personas, amigos… Porque, a pesar del afecto que ligaba a aquellos tres seres, había momentos en que los tres sentían en su alma el frío de la soledad.
Una noche, iluminada por las estrellas y la luna llena, Tesoro oyó una voz que no había oído nunca en aquellas selvas. No era el maullido de un lince, no era el ladrido de una zorra, no era el bramido de un alce, no era, tampoco, el aullido de un lobo: era la voz del ser que él tanto anhelaba encontrar, era el ladrido de una perra.
A más de un kilómetro de distancia, en la meseta formada por un cerro, Firefly ladraba a un alce que pasaba cerca de ella. Junto a Firefly estaba Centella su marido. Desde que la linda perra escocesa había abandonado el buque y su tripulación para emprender la vida errante a través de selvas y desiertos, en compañía de Centella, no dejó de ladrar, ni una sola vez, a cuantos seres vivientes pasaban cerca de ella, lo cual era muy del agrado de Centella, porque el ladrido era para él una música deliciosa que evocaba en su alma reminiscencias de Scaguen, el gran danés.
Desde la meseta, iluminada, casi, como durante el día, Firefly y Centella miraban hacia una llanura que se extendía delante de ellos como un mar. Los objetos aparecían ante sus ojos, a la luz de los astros, indistintos y como lejanos. Así fue como, cual si pasase envuelto en vaporosa neblina, habían visto Centella y Firefly el cuerpo voluminoso del alce. Y Centella escuchaba y miraba a Firefly con el alma henchida de alegría, porque para él no había en el mundo entero un ser más encantador que aquella hermosa y gentil compañera suya. Centella ya no era el lobo carnicero y sanguinario de antes, el jefe de la manada, el dominador; ya no corría con los vientos para medir su velocidad con la de Eolo, ni provocaba a las fieras a combate tan sólo por el placer de vencerlas. A muchas cosas había renunciado; pero había hallado la felicidad a cambio. En vez de dominar, como antes, era dominado, y en vez de mandar obedecía, exceptuando, sin embargo, los momentos en que se ventilaba algún negocio de vida o muerte. Del mismo modo que los hombres se dejan dominar, a veces, por las mujeres, Centella aceptó con gran satisfacción la dulce tiranía de Firefly. Y Firefly, con el instinto peculiar a su sexo, abusaba de su poder, imponiendo a Centella todos sus gustos, antojos y caprichos. Si Firefly deseaba vadear un arroyo y Centella no quería vadearlo, lo vadeaban. Si ella quería dormir y él deseaba andorrear, dormían. Si a ella se le antojaba marchar hacia el Este, y él pretendía marchar hacia el Oeste, marchaban hacia el Este. Deliciosa esclavitud que Centella aceptaba gustoso y lleno de felicidad, porque sabía que su abdicación era sólo aparente, y que la superioridad real continuaba perteneciéndole como siempre. En la caza, cuando el hambre los apretaba, Firefly se colocaba a su lado, mirándole con atención para adivinar sus pensamientos. Y cuando los rayos, y los truenos, que ella tanto temía, conmovían el espacio, acudía también a él, en busca de protección, colocando la cabeza debajo de su cuello. Y cuando el sueño la acosaba, se tumbaba a su lado sabiendo que cerca de él estaba defendida y protegida. Pero cuando veía a Centella en peligro, como la noche de la terrible pelea con el lince, se olvidaba de su feminidad y luchaba denodadamente en defensa de su esposo. Ella fue la que, con sus dientes, ayudó a dar muerte a Pisew, y ella continuaba siendo la que, en un momento dado, sabía atacar y defenderse con el valor característico de la raza escocesa.
Aquella noche Centella contemplaba satisfecho a Firefly, en la meseta iluminada por la luz de la luna y las estrellas. Varias veces habían ido a aquella meseta, en donde les gustaba descansar, después de un día caluroso, disfrutando del fresco de la noche. Pero aquella noche ladró Firefly, por primera vez, desde la meseta, más allá de la cual nunca se habían atrevido a ir, ni ella ni Centella, en dirección del rancho de Gastón Rouget, y por Id tanto no sabían nada de lo que pasaba por allí. Nunca habían sentido aún el olor del humo que salía por la chimenea del rancho, no habían tropezado con ninguna pista humana, porque Gastón solía alejarse poco en aquellos días calurosos del verano. Ni necesitaban, tampoco. Centella y Firefly, ir a buscar lejos la felicidad, porque en aquellas selvas vivían como en un paraíso. En ellas el sol brillaba de día, y por encima de ellas las estrellas y la luna lucían su espléndida belleza por la noche. Y Firefly, a pesar de no tener en sus venas ni una sola gota de sangre de lobo, era feliz en aquel mundo. Gustábale cazar. Gustábale correr velozmente al lado de su esposo. Amaba las frescas selvas, los húmedos pantanos, los ocultos lagos y los retorcidos arroyos con sus misteriosos meandros, sus sorpresas y sus invitaciones a la caza y a las aventuras. Y aquella noche, aun después de haber desaparecido Eyapas, el gigantesco alce, Firefly continuó ladrando, sólo por el placer de ladrar, llenando con ello de felicidad el corazón de Centella.
Atraído por los ladridos, avanzó Tesoro algunos pasos. No estaba ya Tesoro en la época del celo; pero no importaba. Con los años que llevaba de anhelar la compañía de una hembra, hubiera contestado al ladrido de una perra lo mismo en invierno que en verano, y, a pesar de no estar ya en primavera. Tesoro se internó en los bosques deseoso de encontrar al ser que conmovía el aire con el eco de aquella voz tan melodiosa. Marchó en línea recta, sin detenerse en rodeos para salvar pasos difíciles. Si su amo o su ama le hubieran llamado en aquel momento. Tesoro no los hubiera oído, o, si los hubiera oído, no los hubiera obedecido. Y si en vez de uno o dos kilómetros, hubiera habido entre él y Firefly setenta u ochenta kilómetros, estos ochenta kilómetros hubiera recorrido de una sola tirada, en el supuesto de que hubiese podido oír milagrosamente la voz de Firefly a pesar de la gran distancia. Llegó, al fin, al pie del cerro, deteniéndose allí, para escuchar y dar algunos aullidos, aunque en vano. Firefly ya no volvió a ladrar y Tesoro subió al cerro, husmeando el aire, en busca del ser cuya voz ya no podía oír. Subió por el sendero trazado por Kak, el puerco espín, que solía subir dos veces al día a la meseta que coronaba el cerro, para pacer su verde hierba y abrevarse en las aguas que salían de uno de sus extremos dando origen a un claro riachuelo.
Firefly fue la que primero notó la llegada de Tesoro. Firefly había ido a colocarse al borde de la meseta, junto a la trocha del puerco espín, dejando a Centella en el otro borde de la meseta, contemplando el llano, y fue ella quien primero husmeó la llegada de Tesoro. El viento era contrario, y Centella, distraído, nada olfateó; pero Firefly, tan pronto como percibió el nuevo olor, sintió la diferencia. El nuevo olor no era el olor de un lobo. No era tampoco el olor repugnante de los perros esquimales que había conocido a bordo del ballenero. Era el mismo olor de su padre, y de su madre, y de los hermanitos y hermanitas con quienes había jugado en su infancia. Aquel olor la hizo temblar de emoción, lo mismo que si hubiera vuelto a hallar el amo a quien había dejado enterrado debajo de un gran túmulo de piedras amontonadas. No avanzó para salir al encuentro del recién llegado, ni tampoco retrocedió. Se acostó sobre su vientre y esperó. Y Centella, mirando perezosamente al llano, desde el otro extremo de la meseta, no advirtió lo que sucedía a poca distancia de él. Tesoro, con todos sus músculos en tensión, llegó hasta unos tres metros de Firefly. La vio, y ni notó, ni husmeó nada que no fuese ella. Al mirarla le brillaban los ojos como dos ascuas, y Firefly, para mejor exhibir su belleza, se puso en pie, y aguardó. Tesoro avanzó despacio. Ni uno ni otra hicieron ruido, permaneciendo los dos mirándose un buen rato, y examinándose con interés.
Al cabo de un rato. Tesoro exhaló un ronquido de júbilo y Centella volvió la cabeza. Y vio a la enorme bestia que contemplaba a Firefly, y, con una impresión que pareció helarle la sangre, vio a Firefly contenta y satisfecha frente al intruso. Durante medio minuto permaneció más quieto que una estatua. Se levantó luego, con la cólera retratada en sus ardientes ojos, y de su garganta salió un ronquido de mortal amenaza. Firefly comprendió la significación de aquel ronquido, y Tesoro también la comprendió. De repente, Firefly corrió a situarse entre los dos rivales. Paso a paso, terrible y amenazador. Centella avanzó. Sus músculos estaban tan tensos como cuando luchó con Baloo, el jefe de la manada. Y a medida que Centella avanzaba, también avanzaba Tesoro, de tal modo, que al cabo de treinta segundos cualquiera de los dos rivales hubiera podido salvar de un solo salto la distancia que los separaba. Firefly temblaba aterrorizada. Pero pronto, con su habilidad de hembra, supo dominar la situación. Meneó la cola alegremente y púsose a hacer monadas a la luz de la luna, de tal modo, que la atención de los dos rivales fue a fijarse únicamente en ella. En seguida corrió hacia Centella, mordiéndole varias veces en broma, y corriendo luego a situarse de nuevo entre los dos rivales. Para Centella todo aquéllo era sorprendente e inexplicable. Volvió nuestro lobo a mirar nuevamente a Tesoro; mas en los ojos de Tesoro no había provocación ni amenaza. El mastín era todavía más fornido y corpulento que Centella. Su pecho era más ancho, su cabeza era más maciza, sus mandíbulas eran casi tan fuertes como las de un león. Pero no era la provocación ni la amenaza lo que expresaba su mirada. Expresaba más bien la contrariedad y el desaliento. Con sus mandíbulas hubiera podido triturar las vértebras cervicales de un toro; pero no tenía sangre de luchador, porque era un perro domesticado, esclavo del hombre, siervo de la mujer y adorador de una niña.
Centella, dispuesto al combate, vio, a la luz de la luna, lo que nunca en su vida había visto. Tiempo atrás Mistic se le había acercado del mismo modo, sin querer luchar. Pero entre él y Mistic, entonces, no mediaba ninguna hembra, pues de haber mediado la hembra hubieran luchado hasta que uno de los dos hubiese caído muerto al suelo. La sangre le corría roja y cálida por las venas. De su garganta continuaban saliendo ronquidos amenazadores. Pero empezaba a hacerse cargo de la situación. El intruso no era un lobo. Tampoco era un perro como los perros que había conocido a orillas del océano Glacial. Porque el olor de aquel animal era idéntico al de Firefly, su compañera.
El odio se apagó en su corazón. La amenaza desapareció de sus ojos. Dentro de él el instinto realizó un milagro, y Centella no se fijó ya en Firefly, sino en Tesoro únicamente. Y de nuevo, volando a través de las varias generaciones de lobos que le separaban de sus más lejanos ascendientes, el espíritu de Scaguen, el gran danés, volvió a introducirse en el cuerpo de Centella. Y con el espíritu del gran danés volvieron los antiguos anhelos, los deseos, los ensueños. Porque en el corazón de Centella había claras reminiscencias de los tiempos en que Scaguen, su tatarabuelo, vivía en contacto con el hombre blanco, y Tesoro era, en aquel momento, un representante, un emisario del hombre de raza blanca a cuyo servicio había estado Scaguen. Durante un rato, sobre la verde meseta que coronaba el cerro, Centella dejó de ser Centella para convertirse en el Scaguen de muchos años atrás; realizada la transformación, salió de su garganta un sonido muy distinto, y las dos bestias, un minuto antes rivales, avanzaron algo más, hasta tocarse con el hocico, de tal modo que la luna y las estrellas pudieron contemplar aquella noche el espectáculo sorprendente de una perra, un perro y un lobo unidos con lazos de verdadera amistad.
Aquella noche Tesoro permaneció poco rato en la meseta. Nacido y educado en casa del hombre de raza blanca, y acostumbrado a respetar la propiedad marcada por los setos, las tapias y los mojones, comprendió que estaba invadiendo un terreno que no le pertenecía y no quiso permanecer allí demasiado tiempo. A la meseta habían llegado antes que él Centella y su coima[13], y a ellos pertenecía aquel terreno. Y lo que pensaba de la verde meseta, pensaba también de Firefly. Firefly era de Centella. Era la hembra, la compañera de Centella, y él no tenía el derecho de disputársela. El perro es polígamo. Pero los muchos años que Tesoro había vivido en contacto con la selva, habían infundido en él instintos selváticos, del mismo modo que a Firefly se los había infundido el corto tiempo que llevaba de vida nómada y errante al lado de Centella. Si Tesoro hubiera tenido una hembra, habría salido a pelear por ella. Habría peleado hasta morir. Pero no estaba dispuesto a pelear por una hembra que pertenecía a otro. Era la ley de la monogamia aceptada por él, no en virtud de instintos heredados, sino merced a razonamientos impuestos por las circunstancias. Cuando volvió aquella noche al rancho de su amo y de su ama, estaba descorazonado y alicaído a pesar de la alegría de su descubrimiento. Centella y Firefly le acompañaron un rato, cuando él abandonó la meseta; pero a cierta distancia Centella se detuvo, y Firefly, viendo que su compañero no quería ir más lejos, se detuvo también. Aquella noche no quiso imponer sus caprichos, y, haciéndose cargo de la situación, cuando vio a Centella decidido a no seguir andando, desistió también ella de continuar junto a Tesoro.
En el cerebro de Centella proseguía el debate entre dos seres distintos: el lobo y el perro, representado por el espíritu de Scaguen, el gran danés. Y, por segunda vez en su vida, comprendió Centella que la lucha no era su ideal, y que Tesoro, al marcharse, había dejado en su alma un vacío análogo al que le dejó Mistic al abandonarle, Al mismo tiempo sentía una inquietud extraña, una sensación de intranquilidad y de alarma, parecida a la angustia que sintió cuando el buque y los hombres que componían la tripulación le desposeyeron durante unos días de su querida Firefly. No era miedo a la rivalidad de Tesoro. Con Tesoro hubiera podido luchar lo mismo que luchó con Baloo y con los perros del buque. Pero existían rivales a quienes no podía combatir con los colmillos. Había sentido el olor de esos rivales en la piel de Tesoro. Porque Tesoro llevaba impregnada la piel del olor del rancho, del olor de las manos del hombre, de las manos de la mujer, de las manos de la niña.
Durante el resto de aquella noche se esforzó en llevar a Firefly lejos de la meseta del cerro y de las huellas de Tesoro, no consiguiendo más que a medias su propósito, pues Firefly se dio tal maña en hacerle dar falsos rodeos que, después de mucho andar, no se habían alejado ni un kilómetro de los lugares frecuentados por Tesoro. Centella comprendió perfectamente el cambio que se había operado en su compañera. Era evidente que Firefly deseaba retroceder. Parábase a veces, y permanecía quieta durante algunos minutos, con los ojos fijos en las huellas que dejaba tras de sí. En cualquiera otra ocasión, después de una noche de andorrear ella hubiera sido la primera en hallar un lugar en donde tumbarse a dormir antes de que saliera el sol. Era ésta una costumbre que Firefly había tomado fácilmente de los hábitos de los lobos. Aquella noche fue Centella el que dio la señal de acostarse, y Firefly se acostó pronto, preparándose a dormir hecha un ovillo. Pero no pudo pegar los ojos. Su cerebro estaba demasiado excitado. Pero aunque no durmió, permaneció tan quieta que Centella la creyó dormida. Y dando un suspiro de satisfacción, se acomodó lo mejor que pudo y se durmió en el instante en que el sol comenzaba a secarle, con sus rayos, el rocío de que estaba cubierto.
Cuando se despertó, el sol ya estaba algo por encima del horizonte. Volvió rápidamente la cabeza hacia donde pensaba hallar a Firefly; pero Firefly ya no estaba allí. Miró un rato alrededor suyo, esperando verla u oírla. Fue luego al lugar en donde la había dejado y olfateó; levantó en seguida la cabeza, y en sus ojos se retrataron las inquietudes y el recelo. El lecho de Firefly estaba frío y apenas olía, señales claras de que Firefly había partido mucho rato antes.
Centella aulló e hizo rechinar los dientes de un modo extraño. Encontró la pista y comenzó a seguirla. Esta vez la pista no era tortuosa, sino recta, y se dirigía a la meseta que coronaba el cerro.
Centella llegó a la meseta con el temor en el corazón. Temor y esperanza: temor de no encontrar allí a su hembra, y esperanza de encontrarla. Pero en el prado que cubría la meseta no había más ser viviente que Kak, el puerco espín. Y Centella, merced a su fino olfato, descubrió que Tesoro había estado allí pocos minutos antes. El olor de sus huellas estaba todavía caliente, lo mismo que el de las huellas de Firefly, y de nuevo todos los músculos de Centella pusiéronse tensos como el acero, y de nuevo, también, un ronquido amenazador salió de las terribles fauces. Nuestro lobo siguió las pistas lentamente, paso a paso, vigilante y alerta; nuevamente preparado a la lucha y a la venganza. Tesoro y Firefly habían marchado sin detenerse hasta llegar a cierto punto más allá del cual Firefly se había negado a continuar. Las huellas acreditaban la obstinación de la una en no seguir adelante, y la del otro en querer proseguir la marcha. Firefly, por fin, había cedido; pero desde aquel punto las vacilaciones se multiplicaban cada vez con más frecuencia. Pero siempre Tesoro lograba hacerse seguir.
Para Centella no había ya duda posible: Tesoro le robaba su hembra. En su sangre ardía el deseo de venganza, con el mismo ímpetu que se dejó sentir este afán cuando luchó con Baloo a causa de la joven loba. Siguió el rastro de los fugitivos, lentamente y con cuidado. En su alma de animal no sentía ninguna amargura contra Firefly. No le parecía a él que ella fuera la responsable de la felonía. El criminal era Tesoro, y a Tesoro quería él castigar, matándolo, a ser posible.
Pero no tardó en encontrarse con algo que echó todos sus planes de venganza por tierra. Como el viento no le era favorable, llegó hasta un calvero sin husmear antes lo que había de ver en el instante mismo en que los troncos y la espesura no le obstruyeran la vista. En el extremo opuesto de la pradera desprovista de árboles, vio Centella el nuevo rancho de Gastón Rouget, a unos trescientos o cuatrocientos metros de distancia. A medio camino entre él y el rancho estaba Firefly, y un poco más allá Tesoro. Y, fuera de la cabaña, contemplando el drama que se avecinaba, estaban Gastón Rouget, Juana y Juanita, la hija de ambos. El deseo de venganza tuvo que ceder lugar, en el corazón de Centella, al abatimiento y la desesperación. En sus ojos se retrató una angustiosa expresión de inteligencia, de temor y de desamparo. En el sitio en donde se alzaba la cabaña, creyó ver Centella una vez más el buque anclado entre los hielos, el túmulo de piedras, y todo cuanto había sido capaz de seducir a Firefly cuando ésta le abandonó durante unos días. Y como Tesoro era una de las cosas que seducían a Firefly, Centella volvió a odiar al mastín con toda la fuerza de su corazón salvaje. Pronto oyó la voz de la mujer, y su sonido le hizo estremecer. Era la misma voz de la mujer de larga cabellera que les había lanzado, a él y a Firefly, piltrafas de carne de Pisew, el lince.
Su corazón dejó de latir. Firefly avanzaba hacia la mujer. La mujer adelantaba también hacia Firefly, llamándola con tal suavidad y dulzura que su voz apenas llegaba hasta los oídos de Centella. Firefly dio algunos pasos más y se detuvo de nuevo; Tesoro insistió una vez más para que siguiera adelante. Sucedió, entonces, una cosa extraña. La niña despegó su mano de la del hombre, y pasando por delante de su madre, sin que ésta pudiera detenerla, se dirigió corriendo hacia Firefly. Ésta no retrocedió, antes bien permaneció mirando a la niña, mientras Juanita se detenía para acariciar a Tesoro. En aquel momento el hombre empezó a andar, detrás de la mujer, adelantando también las manos y llamando con suaves inflexiones de voz. El temor de Centella creció de punto. Porque Centella no había olvidado cómo había intentado matar Gastón Rouget a Firefly, en la almadía, durante los días de hambre. Tampoco Firefly había olvidado la cuchillada. La cicatriz aparecía aún ancha y profunda encima de la espaldilla. Centella levantó la cabeza y lanzó al aire un aullido de atención y alarma. Este aullido tuvo la virtud de volver a Firefly a la realidad, y como si la voz de su marido la hubiese sacado de un profundo sueño, volvió rápidamente la cabeza y como una exhalación voló hacia él, mientras Gastón, señalando a los dos animales, decía a la mujer:
—El lobo; mira, el lobo que Dios nos envió para que matara al lince y no tuviéramos que morirnos de hambre en el Kwahoo.
Y mientras el hombre y la mujer observaban al lobo, Tesoro empezó a trotar despacio siguiendo a Centella y Firefly, que volvieron a buscar refugio en la espesura.
Y una vez allí, todo el temor y la zozobra de Centella se trocaron nuevamente en gozo, porque Firefly comenzó a hacerle zalemas, como si comprendiera que le había jugado una mala partida y que le debía un desagravio. Centella la perdonó pronto, y luego, con profunda sorpresa por su parte, levantó la cabeza y vio a Tesoro, de pie, a poca distancia.
En la actitud del mastín no había el menor signo de amenaza. Parecía haber ido allí más bien para presentar sus excusas y disculparse que para batirse. Movía, incluso, amablemente, el rabo, cosa que un mastín no hace sino en muy contadas ocasiones. Y Centella, al mirarle cara a cara, y sostener su mirada, pareció sentir algo muy parecido a la antigua amistad y camaradería que le había unido a Mistic, el gran lobo gris. Y se acercó a Tesoro y le olió la cabeza y cuerpo, sin que Tesoro mostrara temor ni recelo alguno, y, por segunda vez, las dos temibles bestias contemplaron lado a lado, y en santa paz, a Firefly.
A pesar de su amistad hacia Tesoro, amistad que le era imposible dejar de sentir. Centella se halló más y más bajo la influencia de una gran depresión, a medida que los días fueron transcurriendo. No podía lograr nunca que Firefly le siguiera a demasiada distancia del rancho de Rouget, y apenas se pasaba día, o noche, sin que el gran mastín les hiciera una visita y permaneciera un buen rato con ellos. Centella, en su cerebro de animal, comprendía perfectamente que Firefly aguardaba siempre con impaciencia la llegada de Tesoro. En la vida de las bestias los celos se convierten en una pasión terrible; pero en el alma de Centella esta pasión permanecía en estado latente. Porque una voz interior le decía que algo más fuerte que los colmillos y los dientes, y contra lo cual no le sería posible luchar, acabaría por arrebatarle definitivamente a Firefly. Ese algo no era Tesoro; ese algo era el rancho construido en una extremidad del calvero, con toda la gente que lo habitaba. Si Tesoro hubiera sido un lobo, el asunto se hubiera decidido en cruel combate. Pero Tesoro no era un lobo; era una parte integrante del rancho. Y era un animal de la misma especie de Firefly, un verdadero perro. Centella, a ratos, se sentía demasiado exótico con respecto a Firefly. Porque, al fin, llegó el día en que Firefly se dejó tocar por Juana y la niñita, y Centella sintió el olor de las manos humanas en el pelo de la perra. Y este olor fue para él un mal presagio.
Para Firefly, Juana, la niñita, Tesoro y el rancho, eran cosas que le recordaban el mundo en que había nacido. No había gran diferencia, al fin y al cabo, entre la mujer de la voz dulce y pelo negro y la hermosa mujer rubia que Firefly había adorado en una ciudad del Sur. Y tampoco había gran diferencia entre Juanita y las otras niñas con quienes había jugado antes de embarcarse en el buque ballenero, ni entre Tesoro, el mastín, y los demás perros que había conocido. Pero Firefly no podía explicar, ni dar a entender todo esto a Centella. Ella había aceptado contenta la vida errante y selvática, para seguir al lobo; pero le era imposible lograr que él, en justa correspondencia, llegase, por seguirla a ella, hasta las puertas de la civilización. Centella no podía comprender la índole de amistad que Firefly sentía por Tesoro, y era lástima que no la comprendiera, porque hubiera sufrido menos. Dondequiera que Tesoro les acompañara, la actitud de Firefly le mantenía a prudente distancia. Nunca Firefly jugaba con él como jugaba con Centella, ni le mordía zalamera como mordía a este último. Cuando los tres se echaban a descansar, Firefly iba siempre a hacerse un ovillo bien pegada al cuerpo de Centella, y Tesoro tenía que ir a echarse más lejos. Dos veces, Firefly le había dado a entender claramente lo que él podía esperar de ella. Las dos veces que Tesoro se le había acercado más de lo conveniente, ella le había hundido fieramente los colmillos en su carne, y el gran mastín había tenido que comprender melancólicamente que jamás poseería a la perra que pertenecía a Centella.
Una semana después de la primera visita de Firefly al rancho. Centella se clavó una espina en una pata. Durante dos o tres días anduvo cojeando. Encontró luego un lugar fresco y sombreado, cerca de un manantial, y allí se dejó caer muellemente, vencido por el dolor. La pata se hinchó y la fiebre le retuvo en aquel sitio durante varios días. El primero de su enfermedad, Firefly permaneció junto a él, lamiéndole la pata y mirándole con sus brillantes ojos. Tesoro fue también a visitarle, permaneciendo un rato con ellos. Cuando Tesoro se marchó, Firefly no mostró ningún deseo de acompañarle. El segundo día, al llegar la hora de la vuelta de Tesoro al rancho, Firefly le acompañó un rato; pero a la media hora ya había regresado al lado de Centella. Pero aquella noche, mientras cazaba a la luz de la luna, no llevaba por compañero a Centella, sino al gran mastín.
El cuarto día de su enfermedad, Centella, al despertarse, se encontró con que Firefly no estaba a su lado. Púsose penosamente en pie, llamándola con repetidos aullidos, y marchó luego cojeando hasta el manantial. Bebió hasta apagar la sed, y se detuvo después un rato a escuchar. Se echó de nuevo y volvió a expresar la tristeza de su soledad por medio de unos aullidos llenos de melancolía. Mas ni siquiera entonces sintió deseos de vengarse de Tesoro. Pasó una hora y oyó pasos de repente. A los pocos minutos Tesoro estaba en presencia de él.
En las miradas de ambas bestias había la misma pregunta. ¿Dónde estaba Firefly? Centella miró detrás de Tesoro. Tesoro olfateó el aire y miró y escuchó alrededor de él. Quizá no pasó más de un minuto sin que uno y otro animal se hicieran cargo de la situación. Firefly no había estado con Tesoro. Y tampoco estaba al lado de Centella. Al aullido interrogante de Centella, respondió Tesoro con otro aullido de interrogación. Comenzó a olfatear, y a buscar, en seguida, por los lugares más próximos; pero había tantos rastros de Firefly, cruzándose en todas direcciones, que las pesquisas resultaron completamente infructuosas. Volvió Tesoro a reunirse con Centella y durante media hora aguardaron ambos animales sin apenas moverse.
En vista de que Firefly no volvía, Tesoro regresó de nuevo al rancho de Gastón Rouget.
Pero a un par de kilómetros más lejos, junto a un recodo del río Rocher, Firefly estaba echada debajo de unos matorrales, con los ojos brillándole de entusiasmo. A unos quince o veinte metros de ella ardía el fuego que un indio había encendido delante de su cabaña. Hacía media hora que Meea, el indio, había encendido aquel fuego, de vuelta de la pesca, para cocer un pescado, y porque Waps, la perra, único ser viviente con quien Meea vivía, había intentado robarle el pescado, el indio había pegado a la infeliz bestia casi hasta dejarla sin vida. Firefly oyó los quejidos de la pobre Waps, y se fue a esconder debajo de las matas, desde donde la contempló largo rato con infinita simpatía. Waps era una perra preciosa, que había pertenecido a una familia de raza blanca antes de caer en poder de Meea, el indio, que se había adueñado de ella, tiempo atrás, robándola. Meea la maltrataba enormemente, habiéndole pegado aquel día más de lo ordinario, para castigarla del delito de haber querido comer, acuciada por el hambre, sin pedir permiso.
Hasta pasado un buen rato después de que Meea, el indio, se echó a dormir la siesta, Firefly no se movió del sitio en donde estaba oculta. Mientras tanto, pensaba y cavilaba en su rústico cerebro, sin dejar de contemplar con un interés extraordinario a Waps. Waps era una perra algo más pequeña que ella, pero de una belleza indiscutible. La pobre bestia vio, de repente, a Firefly, que había salido de su escondite y que la invitaba a seguirla moviendo el rabo y haciendo zalemas que ningún perro del mundo hubiera dejado de entender. Dos minutos más tarde ambas perras se olían amigablemente, y Waps daba saltos de alegría y movía el rabo frenéticamente. No le fue difícil a Firefly expresarse. «He de enseñarte algo que te gustará —parecía decir a Waps con todas sus zalemas—, sígueme». Y Waps, dolorida por la gran paliza que acababa de recibir, se dejó convencer fácilmente y siguió de buen grado a Firefly.
Y una hora después, Juana, desde la puerta de su rancho, vio algo que hizo que llamara en seguida a su marido. Gastón acudió al lado de Juana, y el asombro de ambos fue extraordinario cuando observaron que junto a Tesoro estaba Firefly con otra perra, y que Centella no estaba allí.
Tesoro oliscaba a Waps y cada pelo de ésta parecía llenarle a él de felicidad. Saltaba el mastín, triscaba y hacía mil locuras para demostrar su gozo, porque, al fin, después de muchos años de espera, había hallado una hembra, libre, bonita y de su misma especie, como Firefly, la compañera de Centella.
Y Firefly, comprendiendo que su misión allí había concluido, volvió grupas a Gastón y Juana, y se puso a trotar en dirección del bosque. Waps no intentó seguirla y Tesoro ni siquiera notó su marcha. Orondo y satisfecho, condujo a Waps hasta la puerta del rancho, en donde Juana y Gastón Rouget contemplaban atónitos el milagro que la vida había realizado ante sus ojos: Tesoro, al fin, había encontrado su pareja.