Había llegado el recrudecimiento del frío, los días de impudente miedo, en que los más esforzados cazadores se quedaban encerrados dentro de sus viviendas subterráneas, como si temieran que el aire exterior contuviese algún veneno mortal; los días en que los esquimales se murmuraban uno al oído del otro: «Los tres están helados», refiriéndose al cielo, a la tierra y al aire. Los días en que hombres y mujeres pronunciaban ensalmos[10], y quemaban a sus dioses mechones de pelo en la llama de las lámparas de aceite de foca, a fin de que las divinidades se dignasen salvar la vida a los amigos a quienes hubiese sobrecogido tan terrible frío.
Porque aquel aire helado era más terrible y traidor que el más mortífero veneno. Un termómetro quizá no hubiera señalado el peligro, porque los hombres no mueren siempre necesariamente a la temperatura de cincuenta o sesenta grados bajo cero, y los termómetros no registran los increíbles fenómenos de los fríos árticos. El aire estaba completamente seco, y tan quieto que si alguien se hubiese atrevido a mojarse un dedo poniéndolo después en contacto con el aire, este dedo se le habría helado simultáneamente desde la punta a la base. Aquel silencio tan completo permitía a todos los sonidos viajar de un modo insólito. Para el oído, los kilómetros se convertían en hectómetros o decámetros. El ruido producido por un reno al andar sobre la nieve helada podía oírse a un par de kilómetros de distancia; la tos de un hombre también podía oírse, igual que las pisadas de un reno. El horizonte parecía haberse encerrado dentro de una bóveda de resonancia. Hubiérase podido oír perfectamente, a poco menos de un kilómetro, una conversación sostenida en voz natural. Un tiro se hubiera oído a quince o veinte kilómetros.
La noche polar marchaba hacia sus postrimerías. Era noche y no era noche. No había sol, ni luz diurna. La Tierra tenía que dar todavía muchas vueltas antes de que el sol se levantara sobre el horizonte en las regiones árticas. Pero el cielo boreal estaba cubierto de estrellas, y en él lucía la luna, iluminándolo todo de un modo fantástico. Hubiérase podido leer perfectamente al resplandor de la clara bóveda celeste.
Pero bajo aquella claridad ningún ser humano podía vivir. Los esquimales, después de tapar perfectamente todas las rendijas de la entrada de sus túneles, permanecían encerrados en sus viviendas subterráneas. En el interior de estas viviendas ardían las lámparas alimentadas con aceite de foca, y los esquimales comían —cuando no carecían de provisiones— y aguardaban elevando plegarias y votos a sus divinidades mitológicas, a fin de que los que faltaban pudiesen volver sanos y salvos. Porque faltaban muchos esquimales de sus viviendas. El recrudecimiento del frío se había presentado inopinadamente, como un pájaro. A muchos cazadores los había pillado fuera de casa. Estos cazadores se habían construido refugios, socavándose cavernas en la nieve helada. Los que estaban en las cercanías del mar se construyeron refugios con carámbanos, y unos y otros se sepultaban materialmente, en vida, dentro de estos refugios, tapando cuidadosamente con nieve todos los orificios y rendijas. Todo con el fin de salvar los pulmones. Porque eran los pulmones lo que primero sucumbía al frío, y nadie sabía que los había perdido hasta el instante mismo en que ya se sentía morir. Aquel frío extraordinario hería de un modo insidioso y terrible: insidioso, porque nadie sentía la herida sino bastante tiempo después de recibida, y terrible, porque el herido concluía por echar indefectiblemente sus pulmones, a trozos, por la boca, entre borbotones de sangre negra.
Bajo aquel frío intensísimo, las bestias todavía podían vivir y viajar, porque la Naturaleza las ha dotado de medios de defensa de que el hombre carece. Así, el gorrión no se muere en las noches más frías del invierno porque su corazón late tres veces más aprisa que el del hombre. La sangre de una golondrina es tan caliente, que su temperatura en las venas de un hombre significaría fiebre y muerte. Los renos y los toros lanudos, las zorras y los lobos, los grandes búhos y las enormes liebres blancas continuaban realizando sus correrías en busca de alimento, sin temor al frío, porque los pulmones de todos estos animales están doblemente protegidos. La sangre de la zorra ártica y del lobo tiene seis grados más de temperatura que la sangre de los esquimales, que temen la congestión pulmonar ocasionada por el frío, y la sangre de los búhos tiene todavía un par de grados más que la sangre de las zorras y de los lobos. En las venas de los renos y de los toros lanudos la sangre circula a una temperatura de ciento dos grados Fahrenheit, mientras que en las de los hombres circula sólo a una temperatura de noventa y ocho y medio. Las bestias de mayor tamaño suelen estar todavía más protegidas, porque la radiación de sus narices es enorme, y respiran libre y profundamente el oxígeno que necesitan, en cantidades y a temperaturas capaces de matar a un hombre; pero no les sucede nada, porque el aire se calienta por las vías respiratorias y su temperatura es normal cuando llega a los pulmones.
Bajo semejante frío viajaban Centella, el lobo con gotas de sangre de perro, y Firefly, la linda perra escocesa que había perdido a su dueño, y que había abandonado el helado buque de los compañeros de su amo para seguir a Centella, como la mujer a su esposo. Veinticuatro horas llevaban ya de camino cuando el frío recrudeció, de pronto, tan intensamente. En dichas veinticuatro horas habían avanzado unos setenta y cinco u ochenta kilómetros, y Firefly comenzaba a sentir el cansancio en todo su cuerpo. A veces se acostaba, para descansar, y se ponía a dar tiernos aullidos en demanda de su barco, de la caliente yacija que allí tenía y del alimento que allí se le daba y al que ella había renunciado, como a todas las demás ventajas y comodidades, a trueque de seguir a aquel esposo salvaje, que la había salvado de las zarpas de Wapusk, y que había luchado por ella con los perros del buque.
Centella, en vez del cansancio, sentía un entusiasmo y una animación crecientes, una satisfacción y una alegría sin límites por verse el indiscutible dueño de Firefly. Su magnífico cuerpo no sentía la fatiga. Detrás de él no dejaba nada que pudiera interesarle. Ya no deseaba correr con los demás lobos, ni conducir la manada. No sentía ya ningún orgullo pensando que él era el mayor de todos los lobos. Era una bestia que había hallado, al fin, el medio de huir de algo desagradable. El Sur le atraía más que nunca; el país meridional en donde sus antepasados habían vivido familiarizados con las perreras, los mimos y todas las comodidades reservadas a las bestias que viven en sociedad con el hombre. Si no hubiera sido por Firefly hubiera marchado más de prisa. Habría recorrido ciento cincuenta kilómetros en el tiempo que ella y él habían empleado en recorrer setenta y cinco. Hubiera corrido hasta que sus piernas se hubieran negado a sostenerle. Pero Firefly, la perra civilizada que había llegado al Norte con un amo que se le había muerto, le contenía. Su débil y suave lamento bastaba para contener los impulsos de Centella. Las tiernas patas de la perra, no acostumbradas al hielo y a la nieve, habían empezado a sangrar a los pocos kilómetros de marcha, y cada vez que la feliz pareja hacía un alto para descansar, Centella lamía las ensangrentadas patas con su lengua cálida, y acariciaba con su hocico a Firefly, del mismo modo que el ama de ésta la había acariciado, multitud de veces, con sus suaves y blancas manos. Firefly no podía olvidar a su ama ni al amo difunto. Una y otro habían constituido para ella todo su mundo. Bajo su túmulo de grises piedras frías yacía el amo, y Firefly no sentía ya sino la atracción del ama. Del ama que aún vivía y respiraba, del ama que en aquellos momentos estaría pensando en el amo, creyéndole todavía vivo, y esperando volver a verle, del ama hacia la cual, según su instinto le decía, caminaban en aquellos instantes ella y Centella.
Hacía ya algunas horas que habían salido de la última sinuosidad del terreno desigual y laberíntico que habían tenido que cruzar al alejarse de la costa y estaban en mitad de una amplia y monótona llanura fantásticamente iluminada por el resplandor del cielo. Mientras trotaban, de sus cuerpos recalentados salía un tenue y vaporoso vaho que flotaba detrás de ellos, a causa del extremado frío, a lo largo de unos cuantos centenares de metros. Un rebaño de renos hubiera dejado tras de sí este mismo vaho, a una distancia cinco veces mayor. Y el que despedían sus cuerpos también llegaba, con el frío, mucho más lejos que de ordinario. Flotaba este olor en el aire, fuerte y penetrantemente. En la época de estos grandes fríos, el olor de un rebaño de renos es capaz de herir la nariz de un hombre a una distancia de tres kilómetros, siendo así que, corrientemente, el hombre no es capaz de percibir el olor del rebaño a más de trescientos o trescientos cincuenta metros. Este olor intenso y penetrante de un rebaño de renos vino a herir de repente el olfato de Centella.
Inmediatamente nuestro lobo se detuvo, y dirigió sus miradas hacia el lado de donde partía el olor. Para Firefly aquel olor carecía de significación. Tenía hambre, porque habían transcurrido ya quince horas desde que había engullido la última liebre con que le había obsequiado Centella; pero el olor que flotaba en aquel momento en el aire no era para ella una promesa de alimento. Era como el olor que despide el cuerpo de una vaca o de un toro; ella conocía ya estos olores, mas nunca habían representado para ella el anuncio de un banquete. Pero Firefly veía que aquel olor había llenado a Centella de alborozo y le había hecho cambiar la dirección.
Firefly le siguió, comprendiendo que alguna razón tendría Centella para alborozarse del modo que se alborozaba con aquel tufillo. Los renos estaban a unos dos o tres kilómetros al Oeste, ocultos por una elevación del terreno que se interponía entre ellos y Centella y Firefly. A la luz del día, desde lo alto de aquel cerrito se hubiera podido ver el vaho que salía del rebaño, a manera de neblina. Pronto el oído agudo de Centella y Firefly percibió el sonido producido por los renos al socavar en la nieve con objeto de desenterrar las muscíneas que les servían de alimento. También se podía oír perfectamente el ruido de sus pisadas en la nieve helada.
A causa de la aparente proximidad del rebaño. Centella se movió despacio y con grandes precauciones. Tardó media hora en llegar al cerro, que subió con Firefly a su lado. En la cumbre del cerro se acurrucó hasta casi tocar el suelo con el vientre, y Firefly, comprendiendo la importancia del movimiento, le imitó. Frente a ellos, en la llanura que se extendía al pie del cerro, estaban los renos. Habría en junto unas cincuenta o sesenta cabezas, la mayoría hembras con sus crías. Un reno jovencito estaba algo separado del rebaño, y Centella midió rápidamente con la vista la distancia que le separaba del suculento animal. Sin pérdida de momento se arrojó sobre él y le dio alcance. Tan repentino fue el ataque que Firefly quedó inmóvil en el suelo, paralizada por la sorpresa. A la luz de la luna y de las estrellas pudo contemplar un espectáculo asombroso. Había visto a Centella luchando con Wapusk, el oso blanco; pero aquella lucha había sido una lucha defensiva. La que presenciaba en aquellos momentos, por el contrario, le permitía apreciar todo el empuje y brío que Centella desplegaba en el ataque. Firefly vio a Centella mordiendo a una bestia tres veces mayor que él, y vio cómo en la lucha los dos animales rodaron por el suelo. La pobre perra escocesa no pudo menos de ponerse a temblar cuando oyó el trueno producido por un centenar de pezuñas que golpeaban a la vez la nieve helada como martillos. Pero los gigantescos renos no atacaban, como Wapusk, el oso blanco, antes bien hablan iniciado una precipitada fuga. Firefly irguió la cabeza. Ante ella, Centella y el reno jovencito se debatían sobre la revuelta nieve. La preciosa perra sintió un estremecimiento en todo el cuerpo. Oyó, en el silencio de la noche, el aullido de Centella, y los dientes se le afilaron y los ojos se le encendieron con un fuego extraño. En seguida su bonito cuerpo rubio como el oro descendió como un alud la pendiente del cerro. Pero llegó demasiado tarde para poder prestar ninguna ayuda a Centella. El reno jovencito agonizaba. Pocos segundos después la lucha había terminado y Centella se puso en pie, como un campeón. Los ojos brillantes de Firefly le miraban fijamente. En aquellos instantes sentía, quizá, el orgullo y la satisfacción de la hembra que envía a su galán a la batalla y le ve regresar vencedor. Durante uno o dos minutos permaneció con su hocico pegado al cuerpo de Centella. Al poco rato Centella descuartizó con los dientes el cuerpo del joven reno.
Juntos comieron Firefly y Centella. Después del festín, Firefly permaneció echada junto a los cálidos despojos y no tardó en dormirse.
Y algún tiempo después, Centella también se durmió, para despertarse una hora más tarde y volver de nuevo a clavar sus dientes en la carne del joven reno. La carne se había congelado ya, y estaba más dura que una piedra. Centella dio un aullido, y Firefly, con los miembros ateridos por el frío, se despertó y se puso perezosamente en pie. Tenía todo el cuerpo entumecido, y debajo de su boca, su aliento había depositado unos cuantos cristales de hielo que ella despegó frotándose con las patas.
Centella indicaba el camino. Su instinto le dijo que habían dormido todo lo que podían dormir bajo aquel frío tan terrible. Su cuerpo estaba aterido. Cuando intentó frotar, Firefly vio que su cuerpo apenas podía moverse. Hacía aún más frío que antes. El aire que respiraban se transformaba en escarcha tan pronto como abandonaba los pulmones. Durante un buen rato. Centella y Firefly anduvieron sin dejar detrás de sí el rastro de vaho tan característico de los grandes fríos, porque tenían todos los poros de su cuerpo opilados a causa del rato que habían estado sometidos, durante su descanso, a la acción de una temperatura tan extraordinariamente baja. Pero la temperatura cambió de repente, ascendiendo de prisa. La sangre volvió a circularles con rapidez. Sus cuerpos fueron perdiendo paulatinamente la rigidez del frío, y un cuarto de hora después las dos bestias trotaban con perfecta libertad de movimientos hacia el Sur. Aunque Firefly había comido y descansado lo suficiente para poder trotar de prisa. Centella no quiso apresurar el paso. No razonaba, sin embargo, su determinación, porque no era con la razón como resolvía los problemas de la vida y de la muerte, sino con algo más útil que la razón en estos casos: el instinto. No solamente le decía el instinto dónde estaba el Sur, sino que le aconsejaba no corriese velozmente, como solía correr, tan sólo por divertirse, en otras ocasiones, sino despacio, al trote corto, pero seguido; porque correr hasta jadear, como antes, o hasta sudar, hubiera sido lo mismo que buscar la muerte bajo la acción de un frío tan extraordinariamente intenso. Marcharon horas y horas, interrumpiendo de cuando en cuando, la marcha para descansar. Tres veces se tumbó Firefly en la nieve, pero las tres Centella permaneció de pie a su lado, y poco tiempo después la obligó a levantarse y a seguir. Cuarenta horas transcurrieron desde que Centella y Firefly abandonaron la costa, antes de que el frío comenzara a atenuar sus rigores. La temperatura se elevó lentamente al principio, y luego, de repente, los termómetros marcaron en dos horas veinte grados más. Hubiérase podido ver el mercurio subiendo. Entonces fue cuando Centella permitió que Firefly tomara todo el descanso necesario. Echáronse ambos sobre la nieve y durmieron muchas horas.
Ni Centella ni Firefly notaron el lento pero continuo cambio que iba operándose, a medida que marchaban, cuando continuaron luego la marcha. Las estrellas parecían ir apagándose y disminuyendo de tamaño. El fantástico resplandor del cielo también parecía ir amortiguándose. Su visión parecía haberse debilitado y ya no podían ver desde tan lejos como antes. Porque Centella y Firefly estaban penetrando en esa misteriosa y extraña faja de terreno que rodea las regiones polares, pasada la cual, las largas noches árticas se truecan en la sucesión de días y noches de duración corta y aproximadamente igual. Cada hora de marcha añadía un nuevo cambio, porque las estrellas iban apagándose y desapareciendo una a una. Volvieron a dormir otras dos veces, y luego llegó un momento en que ya no quedó en el cielo ninguna estrella, no siendo el mundo sino un enorme caos de luz crepuscular.
Otras veinticuatro horas más, y Centella y Firefly se despertaron por cuarta vez para presenciar el gran fenómeno. El sol asomaba por el extremo meridional de la tierra.
El sol, sin embargo, no era más que un disco carmesí que enrojecía el horizonte, como si una gran hoguera estuviese ardiendo detrás de las colinas. Temblorosos y palpitándoles el corazón, Centella y Firefly contemplaron aquel espectáculo sublime. El carmesí acentuó su brillo, y luego desapareció con la misma rapidez con que había aparecido. Aquella luz rojiza había iluminado el cielo, quizá durante diez minutos, dejando, al desaparecer, hondamente conmovidos a Centella y Firefly. Éstos, en su emoción, olvidaron su cansancio, el dolor de sus patas y el hambre. ¡Habían visto el sol! Lo habían visto por primera vez en muchos meses, y este espectáculo había causado en ellos la misma impresión que recibiría un ciego de nacimiento que viese por primera vez la luz del día. Era su primer día; un día de diez minutos de duración, seguido de una noche de veintitrés horas y cincuenta minutos.
Centella y Firefly trotaron rápida e ininterrumpidamente hacia el punto por donde había aparecido el sol. Firefly mató, ella sola, una gran liebre blanca. Algo más tarde. Centella mató otra liebre. Devoraron éstas; pero no se detuvieron a descansar y dormir. Viajaron durante muchas horas de la noche, una noche que no era como la del borde del mar helado. Porque las estrellas no aparecían tan grandes ni tan cerca, y la luna brillaba diez veces más lejos, permaneciendo gran parte del tiempo detrás de las nubes. Al cabo de treinta kilómetros, el cansancio obligó a Firefly a tumbarse en la nieve. No hacía extraordinario frío. La temperatura no estaba sino a unos ocho o diez grados bajo cero. Y por quinta vez durmieron.
Centella, después de algunas horas de sueño, despertó a Firefly con un aullido que salió de su garganta como no había salido aullido alguno hasta entonces. Y Firefly abrió los ojos, levantó la cabeza, y se encontró con el sol brillando frente a sus ojos. Esta vez era el verdadero sol. No calentaba, como no fuera con el calor que todo ser viviente tenía que sentir no más como resultado de la satisfacción de contemplarle. Era como un gran globo de fuego, un globo monstruoso. Ni Centella ni Firefly habían visto nunca un sol tan grande. No se levantaba; pero, si bien permanecía pegado a la línea del horizonte, durante cerca de media hora quedó suspendido en el espacio, y aun después de desaparecido el globo de fuego detrás del horizonte, el glorioso resplandor quedó flotando un buen rato en la atmósfera, de tal modo que aquel segundo día duró una hora y media.
Y más tarde ocurrió un nuevo cambio. La llanura ya no continuó siendo lo que era unos setenta u ochenta kilómetros más cerca de la costa. Aquí y allá se levantaban pequeños grupos de árboles. Los enebros y alerces de las regiones más nevadas iban entremezclándose con los abetos blancos, y, poco después, con los álamos, los abedules, los cedros y las balsaminas. Cuando Centella y Firefly se detuvieron por sexta vez para descansar y dormir, pudieron cobijarse debajo de una espesura. Después, a medida que marchaban, los días iban alargándose, y las noches acortándose. Y las espesuras y grupitos de árboles fueron convirtiéndose en verdaderos bosquecillos. Y los bosquecillos, en selvas, y en grandes bosques, hasta que, al fin. Centella conoció que estaba en un mundo muy distinto del que hasta entonces había conocido, habiéndose realizado una parte de sus sueños.
Cuando llegaron a la región de los bosques fue Firefly la que infundió a Centella valor y confianza en su mundo, porque habiendo éste vivido siempre en los desiertos cuya inmensa monotonía no estaba nunca interrumpida por bosques, ni paúles, ni pantanos, todas estas cosas, nuevas para él, le desconcertaban. A Firefly, en cambio, estas cosas le eran tan familiares, como familiares son al hombre. Pronto encontraron el primer alce, un gran animal con maciza y magnífica cornamenta de casi un par de metros de punta a punta, y mientras examinaban al monstruo desde unos seis u ocho metros de distancia, Firefly no estaba menos asombrada que Centella. Éste no había vacilado nunca en atacar a los toros lanudos, a pesar de sus cuernos; pero Mooswa, el gigantesco alce, le causaba una impresión singular, y por primera vez en su vida. Centella describió prudentes círculos alrededor de un bicho con pezuña hendida.
Después de este desagradable encuentro marcharon despacio, porque Centella no sentía ya, como antes, la atracción del Sur. Los días se sumaban, y las semanas también, y por fin llegaron al país de los grandes bosques, cruzado de ríos y salpicado de lagos y paúles. Centella sintió el júbilo de una nueva vida. Más de una vez oyó las voces de los suyos; pero los lobos que le aullaban no eran blancos, como los del Norte, sino grises. Y en aquellos bosques había alimento del que él había visto, incluso en sueños, durante toda su vida. Las orillas de los pantanos y paúles estaban llenas de animales. Con la caza efectuada únicamente en un día, junto a un pantano, pudieron alimentarse durante más de dos semanas. En la nieve abundaban las huellas de las liebres. Habían miles y decenas de miles, y centenares de miles de conejos. En algunos lugares, las repetidas pisadas de las liebres y de los conejos habían llegado a endurecer la nieve hasta darle la consistencia del hielo. Por la noche, bajo la luz de las estrellas, podían oír los pasos de los tímidos animalejos en sus correrías en busca de alimento. Cazarlos dejó ya de ser para Centella y Firefly una emoción. Y mientas el sol ascendía cada día a mayor altura en el firmamento, Centella y Firefly ganaban cada día en peso y redondez de líneas.
Incluso Firefly llegó a perder las ganas de abandonar aquel delicioso país. Cifraba ella, en aquellos deliciosos días, todo su deseo en estar al lado de Centella, y una vez que por casualidad se alejó bastante de su lado le llamó, al cabo de un rato, con ladridos y aullidos de ansiedad. Tres veces se acercaron a los ranchos de los hombres, y veinte o treinta veces hallaron las huellas dejadas en la nieve por la planta humana. Firefly mostró dos veces el deseo de llegar hasta los mismos ranchos; pero las dos veces Centella la retuvo. La tercera vez, comprendiendo por la insistencia de Centella que los ranchos encerraban algún peligro, Firefly ni siquiera intentó aproximarse.
E insensiblemente llegó la primavera.
Firefly se había convertido ya en una criatura de la selva. Su pelo rubio era más largo y lacio. Muchas veces había dado muerte a otros animales para poder comer y no ignoraba ya lo que era la embriaguez de la caza. Los tres meses de camaradería con Centella habían sido para ella como tres años. No había olvidado al amo que había perdido; pero le parecía haberlo perdido muchos años antes. Centella llenaba toda su vida y todo su mundo. No obstante, recordaba muchas veces con gran viveza al hombre y a la mujer, y a las demás personas y cosas que había conocido. Y aquellos recuerdos la hacían prorrumpir en melancólicos aullidos, y Centella, entonces, se acercaba a ella para consolarla.
Los días que precedieron al gran aguacero. Centella y Firefly los pasaron al Sudoeste del lago conocido con el nombre de Great Slave, en las yermas comarcas comprendidas en el gran meandro formado por el río Rocher y el innominado curso de agua que desemboca en él. Junto a esta corriente de agua señalada, aun en los mapas oficiales del Estado, por una línea insegura e imprecisa. Centella y Firefly hallaron abundante caza. Aquel país era el más hermoso que Centella había visto. Un país pintoresco, lleno de sinuosidades, profundas gargantas, lagos, ríos y maravillosos bosques. Algunas veces los cerros eran tan altos que parecían colinas, y entre ellos se extendían los frescos valles y los arroyos claros y cristalinos que desembocaban en el gran curso del agua que corría hacia el Oeste. Nunca había visto Centella hierba más verde y lozana, ni más espesa y abundante, y nunca había olido aire más perfumado. Porque toda la tierra estaba llena de la alegría y de la plenitud de la primavera. Hasta en los lugares menos soleados la nieve se había derretido. Los abetos y los cedros y las balsaminas se cubrían de nuevo follaje. Las primeras flores habían hecho ya su aparición. Los álamos se cubrían de hojas. Por todas partes el murmullo y los olores y la alegría de una nueva vida llenaban el espacio. Los osos grises salían con sus oseznos a las verdes laderas de las colinas más soleadas, en busca de alimento. En los prados abundaban los renos. Los lagos estaban llenos de aves acuáticas y el canto de los pájaros se unía a las armonías de la Naturaleza.
A Centella y Firefly les gustaba cazar a lo largo de las orillas del río innominado. Este río estaba constituido por una de esas corrientes de agua que tanto abundan en las regiones boreales, anchas de cauce y con multitud de bancos de arena. Era un río agreste y pintoresco, rico en caza. Sus orillas eran lisas, como las de un lago, llenas de arena, guijarros y pedruscos. En estas anchas márgenes peladas, lo mismo que en los bancos de arena que asomaban su dorso venerable por encima de la clara corriente, se habían amontonado grandes cantidades de troncos arrastrados por la corriente. En algunos puntos, estos troncos y leños blanqueados por la acción del tiempo alcanzaban una altura de cuatro o cinco metros. Antes del aguacero, el río arrastraba escasa agua, y Centella y Firefly habían pasado varias veces de una orilla a otra, vadeándolo, o nadando a trechos en puntos de poca profundidad. Los grandes acervos[11] de troncos y leños ejercían en ambos animales una gran atracción y ambos disfrutaban encaramándose a ellos para registrar todos sus rincones y explorar sus misterios.
En un banco de arena que se elevaba en mitad del río en un punto en donde el cauce se ensanchaba hasta separar sus orillas a casi un kilómetro, y donde las aguas corrían sobre un lecho de escasísima profundidad, se había formado el Kwahoo, el gran montón de troncos arrastrados por la corriente. Durante diez siglos los indios que se habían aventurado hasta aquellas latitudes, en sus cacerías, le habían designado con aquel nombre. Fuertemente enclavado el gran acervo en mitad del cauce, había resistido y desafiado durante muchos años el empuje de la corriente. Tenía el montón de troncos treinta metros de ancho por sesenta, o más, de largo, y parecía haber sido construido por un ejército de carpinteros especialmente empeñados en dar solidez y perpetua estabilidad a aquel gran armatoste. Centenares y millares de troncos se habían entrelazado y soldado de tal modo que, en su adquirida blancura, parecían formar un monstruoso y enorme esqueleto.
Una tarde, Centella y Firefly sintieron la atracción del Kwahoo, y a aquel enorme montón de troncos, el mayor de todos, se dirigieron, aprovechando la escasa cantidad de agua que el río arrastraba. La cima del montón, alta de unos cinco o seis metros, era todavía mucho más interesante de lo que a ellos les había parecido desde la orilla. Tan juntos, soldados y compenetrados estaban los troncos, que la superficie del montón parecía un suelo liso. En uno de los extremos del montón los troncos habían sido atraídos en sentido vertical y formaban un refugio que a Centella y Firefly les pareció inmejorable. Este refugio era doblemente atractivo, porque el año anterior las aguas lo habían llenado de cañas que, por haber recibido durante todo aquel día los rayos del sol, estaban en aquel momento calentitas y secas. Era un gran lugar para pasar la noche y Firefly expresó su satisfacción y su deseo de pernoctar allí, oliscando las cañas y revolviéndolas alegremente con las patas.
Obscureció antes de que Centella y Firefly pensaran en abandonar aquel montón de troncos y leños. Y apenas se había puesto el sol, trocando el día en noche, cuando desde el Oeste llegó el sordo rumor del trueno, y poco tiempo después, los rayos, los truenos y los relámpagos hacían vibrar la atmósfera a muy poca distancia del Kwahoo, el gran montón de troncos y leños que Centella y Firefly habían ido a visitar. Centella husmeó el aire y presintió la llegada de la tempestad. El instinto le hizo comprender que le convenía ganar la orilla; pero tan pronto como sonó el primer trueno, Firefly corrió a refugiarse junto a los troncos que tanta atracción ejercían en ella. A Firefly los truenos y los rayos la habían asustado siempre mucho, y unas seis veces Centella corrió hacia ella, instándola con el hocico a levantarse y seguirle. Firefly le miró con ojos cada vez más brillantes en la obscuridad; pero se negó a seguirle, y al fin Centella concluyó por tenderse al lado de su compañera dando aullidos de inquietud. Firefly, por el contrario, cuando vio que Centella se tendía a su lado, respiró con tranquilidad.
La tormenta avanzó rápidamente, acompañada de rayos y truenos. Al ruido de los truenos se unió bien pronto otro ruido parecido al bramar del viento. Era la lluvia. Caía el agua sobre el montón de troncos como si el cielo se desbordara en cataratas, y Firefly, asustada, se arrimó temblando a Centella. Las aguas del río aumentaron de volumen, inundándolo todo. Y los millares de sinuosidades del terreno dieron lugar a otros tantos regatos que se reunieron en arroyos, yendo éstos a alimentar estrepitosamente las corrientes hinchadas del innominado río. El aguacero arreció durante una hora, degenerando luego en lluvia monótona y seguida. Toda la noche continuó la lluvia, y a la mañana siguiente todavía llovía. Ya no se deshacía, como antes, el cielo en cataratas; pero continuaba lloviendo con desesperante monotonía, con obstinación, con persistencia.
Centella y Firefly salieron de su refugio de troncos y cañas y se dirigieron al río, marchando sobre la superficie lisa y resbaladiza del Kwahoo. Ya no sonaban las aguas con el dulce y suave murmullo del día anterior, sino broncamente, con el ruido amenazador de las aguas desbordadas. Los bancos de arena que tanto abundaban antes, se habían sumergido todos debajo de la superficie de la corriente avasalladora. Recorrieron, Centella y Firefly, todo el contorno del Kwahoo, y por todas partes las aguas abundantes, impetuosas y profundas obstruían la salida. Estaban prisioneros, y el Kwahoo se había convertido a la vez para ellos en cárcel y en único refugio posible.
Hora por hora las aguas del río fueron aumentando. Dos veces, aquella mañana, la lluvia volvió a caer a torrentes, y al mediodía el río había subido ya hasta medio metro escaso de la cima del Kwahoo. El ruido del agua era ensordecedor. A pesar de su extraordinaria solidez, el Kwahoo crujía y se tambaleaba. Pero su profunda y misteriosa raigambre le retenía en su sitio, como le había retenido durante muchos años. Asombrados y atónitos. Centella y Firefly contemplaban el terrorífico espectáculo. Los bosques cedían ramas y troncos a la inundación y la corriente arrastraba toda clase de objetos flotantes. De cuando en cuando algún cuerpo sólido iba a chocar contra los duros costados del Kwahoo, y el gigantesco montón de troncos se estremecía como resultas del golpe. Una vez pasó cerca del Kwahoo un tronco flotante en el que un puerco espín había ido a refugiarse para no perecer ahogado. Más tarde. Centella y Firefly vieron el cadáver inflado de un alce flotando a la deriva, como un gran saco lleno de viento.
La obscuridad volvió a cubrir la tierra y durante toda la noche el agua continuó cayendo acompasadamente. El tumulto de las aguas desbordadas fue en aumento. Los rugidos de la inundación atronaron el espacio. La osamenta del Kwahoo parecía querer deshacerse en piezas; pero la íntima trabazón de los troncos resistió el peligro de disgregación. Ni Centella ni Firefly pudieron pegar sus ojos en toda la noche. Desde su refugio de troncos y cañas permanecieron todo el rato observando los efectos de la lluvia mientras aguardaban impacientes la vuelta de la mañana. Hízose de día, al fin, y ambos animales salieron a examinar los troncos que todavía asomaban por encima de las aguas. Parte del Kwahoo faltaba, y el resto estaba mucho más metido en el agua que el día anterior. Pero quedaban todavía unos treinta metros cuadrados donde moverse.
La corriente, amontonó en la parte superior del Kwahoo una cantidad de leña, y Firefly y Centella se adelantaron para examinarla. Habían transcurrido cuarenta horas sin que hubieran tenido ocasión de probar bocado, el hambre se dejaba sentir con fuerza inusitada y el instinto les decía que entre aquella leña podrían hallar acaso algo que comer.
Y, en efecto, allí había algo. Un animal grande, hermoso, con ojos brillantes los miraba fijamente desde su escondrijo de ramas. Desde su llegada a la región de los bosques, Centella había visto linces; pero ninguno tan grande como el enorme felino que había llegado al Kwahoo agarrado a algún leño flotante. No había más que ver a Pisew, el lince, para comprender que también él estaba atormentado por el hambre. Llevaba sin comer todavía más horas que Firefly y Centella. Centella se aproximó algo al lince en medio de grandes precauciones. Al ronquido amenazador de Centella, Pisew no contestó más que arrugando la nariz, adelantando los labios y erizando las patillas. Firefly dio un aullido y corrió a colocarse al lado de Centella, para correr juntos el peligro que pudiera amenazar a su compañero.
Mas, en aquel momento, aconteció algo asombroso, que absorbió por completo la atención de los tres animales.
Arrastrada por las impetuosas aguas, chocó contra el Kwahoo una canoa, tripulada por un hombre, una mujer y una criaturita desesperadamente agarrada al cuello de la madre. La cara de ésta estaba blanca como la muerte; más blanca todavía a causa de las espesas crenchas de cabellos negros que, empapados de agua, le caían por encima del pecho y de los hombros. Y si el bigote y barba no hubieran ocultado más de la mitad del rostro, la cara de Gastón Rouget hubiera parecido tan pálida y exangüe como la de la mujer. Porque había estado viendo a la muerte amenazándoles hosca y terrible, minuto por minuto, durante todo el tiempo que llevaban de inundación y lluvia. Las aguas, entrando impetuosas en su cabaña, le habían obligado a abandonar el rancho, buscando refugio, con su mujer y su hijita, en una canoa que se había fabricado tiempo atrás con el tronco de un árbol. En vano había procurado Rouget ganar la orilla; la corriente había podido siempre más que él, arrastrando a la canoa por el centro del río.
Y como en el centro del río se alzaba el Kwahoo, hacia él en línea recta se dirigió la canoa. Al verlo, el hombre exclamó bravamente, con ánimo de confortar a su esposa:
—Juana, mi querida Juana, ya nada hay que temer. Aquí está el Kwahoo brindándonos refugio. Agarra bien a Juanita, porque pronto chocaremos con su maciza masa.
Centella, Firefly y Pisew, el lince, presenciaron, sobrecogidos de asombro y sorpresa, la escena. La canoa volcó al chocar contra la sólida masa, y la mujer cayó al agua sin soltar de ningún modo a la criaturita que tenía entre los brazos; pero Gastón Rouget acudió en ayuda de aquellos dos seres tan queridos para él, y con esfuerzos sobrehumanos y forcejeos inauditos logró colocarlos a salvo sobre el Kwahoo, poniéndose luego también él en salvo, mientras la canoa, aligerada de su carga y vuelta del revés, se alejaba arrastrada por la corriente, después de haber arrojado al agua todas las provisiones de Gastón Rouget, su fusil y sus mantas.
Gastón, al ver perdidos objetos tan preciosos, abrazó, con el terror en el corazón, a los dos seres que tanto amaba. Rápidamente en su imaginación consideró la imposibilidad de salir de aquel refugio en muchos días, y volvió a pensar en la muerte, en la más horrorosa de todas las muertes, en la muerte por hambre, porque al volcar la canoa había perdido el pan, la carne y las demás provisiones que hubieran podido alimentarlos durante muchos días. Después de un rato, al ponerse en pie, vio a Písete, el enorme lince, acurrucado entre la leña, y los cuerpos lucios y orondos de Centella y Firefly. Instintivamente su mano se dirigió al cuchillo que llevaba sujeto al cinto, única arma que le quedaba. Y un estremecimiento recorrió todo su cuerpo, porque en aquellas tres bestias que tenía delante vio lo que ya consideraba como irremisiblemente perdido: el alimento que había de conservarles, a él y a su mujer e hija, la vida en el cuerpo, durante el tiempo que tuvieran que permanecer en aquel refugio aguardando el descenso de las aguas.
—Alabado sea Dios, Juana —dijo con los ojos clavados en el lince, en el lobo y en la perra—, alabado sea Dios, que no nos dejará morir de hambre sobre estas maderas.
En aquellos momentos, todos los personajes que ocupaban los troncos del Kwahoo se hicieron perfecto cargo de la situación, y Centella y Firefly comprendieron que sobre ellos se cernía la sombra de una espantosa tragedia.
En Pisew, el lince, adivinaron en seguida la presencia de un temible enemigo. Este enemigo los miraba, desde los leños en donde estaba agazapado, con un deseo enorme de saltar al cuello de Firefly. El hambre espoleaba este deseo. Centella no había pensado todavía de una manera precisa que Pisew pudiera convertirse en carne para él y para Firefly, a pesar de lo cual era también el hambre lo que le retenía inconsciente junto a Pisew. A causa del hambre, Centella estaba dispuesto a sostener combate con cualquier ser de carne y hueso, con excepción del hombre. Y Pisew, agazapado siempre encima de su leño, aguardaba con paciencia el momento propicio para saltar a la garganta de Firefly. Y en aquellos momentos de expectación emocionante llegó al Kwahoo el hombre.
Instantáneamente, la presencia del rey de la creación en aquel enorme montón de maderas llevó al corazón de los animales sentimientos distintos del deseo y del odio. Porque en presencia del hombre sintieron miedo, el miedo invencible de todas las épocas. Pisew se acurrucó a fin de no ser visto. Y Centella retrocedió aullando, con sus orejas dobladas hacia atrás. Únicamente Firefly permaneció sin moverse, mirando con atención al hombre, a la mujer y a la criatura que la mujer tenía asida de la mano. Gastón Rouget fijó sus ojos llenos de asombro en Firefly. Nunca había visto Rouget un lobo como aquél. Aquella bestia no era un lobo, era un perro, no cabía duda. Comunicó su convencimiento a su mujer, y seguro de que estaba delante de un animal doméstico, avanzó unos pasos adelantando la mano. Llamó a Firefly con la voz, y Pisew, al ver avanzar al hombre, se fue a refugiar en lo más recóndito de los huecos formados por el entrelazamiento de los troncos. A diez pasos de la perra estaba Gastón Rouget cuando aquélla retrocedió, yendo a refugiarse al lado de Centella.
Centella era quien le transmitía el recelo que él sentía por el hombre. Y Firefly se arrimó al lobo, hasta sentir el temblor de su cuerpo. Vio sus colmillos desnudos, y oyó su característico ronquido de alarma y amenaza. No obstante, acuciábala el deseo de acercarse al hombre, y, más que al hombre, a la mujer y a la niña. Era para Firefly como si su amo se hubiese levantado de la tumba, y, no obstante, sabía perfectamente que su amo no había resucitado. Era como si su ama hubiese ido a encontrarla, y, sin embargo, veía perfectamente que aquella mujer no era su ama. La niña era como una de tantas criaturas con quienes había jugado muchos meses antes; no era, sin embargo, ninguna de ellas. El hombre comprendió lo que pasaba por el espíritu de Firefly, y en su cara se retrató una extraña y nueva expresión de alegría. Aquel hombre adoraba a la mujer de largas trenzas lustrosas, y a la dulce criatura de mirada angelical. Había visto la muerte para los tres, y en Firefly veía vida para muchos días. En una fosforera, preservados de la humedad, tenía unos cuantos fósforos. Socavando entre la apretada leña, podría encontrar algunas ramas secas. En su cinturón tenía un cuchillo. Y esperaba que la perra rubia que se había ido a correr aventuras con un lobo, se dejaría engañar fácilmente y él podría matarla. No se morirían de hambre, él y los dos seres que tanto amaba, en el Kwahoo. Dios les enviaba comida para que vivieran hasta que las aguas descendieran y ellos pudieran ganar la orilla.
Bajo el incesante gotear de la lluvia, Gastón Rouget, llevando a su mujer de la mano, se adelantó hasta la mitad de aquella isla de troncos. El agua se escurría por entre las crenchas mojadas, y la niña también tenía todo el pelo empapado. El hombre se dirigió hacia el lugar en donde habían estado antes Centella y Firefly, y cuando vio la especie de refugio que formaban las maderas levantadas, lanzó una exclamación de alegría. Desde corta distancia, Firefly y Centella miraban a los intrusos. Los vieron entrar en su refugio de troncos, y Centella lanzó unos gruñidos de amenaza. Una vez dentro del pequeño refugio, el hombre desnudó a la niña, para librarla de la humedad de sus vestidos mojados, mientras la mujer le retorcía las hermosas crenchas de pelo para escurrirle toda el agua. Luego, de repente, se inclinó la mujer hacia el hombre y la niña, y, pasándoles a uno y a otro un brazo alrededor del cuello, besó a ambos. Gastón Rouget se rió con cariño, y poco después comenzó a cortar astillas secas con su cuchillo. Transcurrido algún tiempo. Centella y Firefly vieron salir de su antiguo cubil una columna de espeso humo, y Pisew, el lince, percibió el olor del fuego en el aire.
Todo aquel día el Kwahoo estuvo crujiendo y vibrando bajo la fuerza de la corriente, pero la misteriosa raigambre que le sujetaba al firme suelo con la incontrastable tenacidad de los años y de los siglos, le impidió ser arrastrado a la deriva. Una y otra vez el hombre intentó acercarse a Firefly. Tres veces la mujer le acompañó y Firefly se dejó aproximar tanto una vez, que la mujer casi pudo tocarla. En la voz de la mujer no había la traición de la muerte, porque Gastón no le había comunicado sus proyectos. Su voz era dulce y suave. Si deseaba tocar a Firefly, era únicamente para acariciarla, para amansarla. No obstante, Firefly, advertida por los ronquidos de alarma y precaución de Centella, se mantuvo siempre prudencialmente fuera del alcance de los intrusos. Centella y Firefly, para evitar el contacto con Rouget, retrocedieron varias veces hasta el mismo montón de leños en donde se había guarecido Pisew, el lince. El gran felino los miraba cada vez con la ansiedad del hambre, obligando a Centella a prepararse para el combate.
Volvió a hacerse de noche. La obscuridad era total; pero la lluvia había cesado. Pisew salió de su escondrijo, y sus uñas se clavaron en la madera, como preparándose al combate. Centella vigilaba y miraba con sus ojos verdes, y husmeaba el aire con precaución y cuidado. En su refugio de leños, únicamente dormían la mujer y la niña. El hombre estaba despierto y preparado para la batalla. Su mano descansaba en una porra que había elegido entre los varios leños que podían servir de arma defensiva. Mientras dormía, Juanita, la hermosa niña, sollozaba y gemía. Gastón comprendió lo que tenía. Tenía hambre; gemía y se quejaba de hambre. Levantó entonces la cabeza y escuchó. El ruido del agua apagaba todo otro sonido; pero observó el brillo de dos ojos verdes, y sintió débilmente las pisadas de una bestia que se acercaba. Agarró en seguida, fuertemente, la porra que guardaba a prevención. Pero la bestia no se puso al alcance de sus golpes. Transcurrido algún tiempo, sin embargo, Firefly volvió a sentir con vehemencia el deseo de acercarse a la mujer.
En las primeras horas de la madrugada, y en medio de unas obscuridad absoluta, se aproximó al grupo de seres humanos. A unos tres metros de distancia estaba cuando el hombre oyó el sonido de sus uñas sobre los troncos, y soltando la cachiporra asió el cuchillo y contuvo la respiración, aguardando. Firefly se aproximó más y más, a pesar de que a diez pasos de ella quedaba Centella llamándola con aullidos de alarma. Para el hombre los minutos de indecisión se convirtieron en largas horas de espera. Firefly, lentamente y con precaución, metió la cabeza en su antiguo cubil y el hombre sintió la proximidad de su aliento. Tras la cabeza entraron la patas delanteras, y el hombre, aun en la obscuridad, conoció que la perra tenía medio cuerpo dentro del cubil. Con una mano la agarró solapadamente del pelo, mientras con la otra esgrimía el cuchillo. Y en seguida, rápido, con la rapidez de Pisew, el lince, pegó una cuchillada en la obscuridad. El cuchillo chocó con hueso después de desgarrar piel y carne, y Firefly huyó dando un aullido de agonía. La mujer se despertó sobresaltada, y el hombre dio todavía dos cuchilladas en el aire; pero la perra se había marchado dejándole un puñado de pelo en la mano. Firefly estaba herida en la espaldilla y perdía sangre en abundancia, al lado de Centella, donde había ido a refugiarse.
Unos cuantos minutos después, Pisew, el lince, salió de su escondrijo, atraído por el reguero de sangre, hasta que al fin se encontró frente a frente con los ojos relucientes de Centella. Éste fue quien dio el primer salto. En mitad del Kwahoo, mientras buscaba a la perra, que él creía haber sido herida de muerte, Gastón Rouget oyó el tumulto de la batalla mezclándose con el ruido del agua. La esperanza volvió a llenar su corazón, porque pensó que la perra había ido a morirse lejos de él, y que el lobo y el lince se disputaban el cadáver. Se acercó cautelosamente con la cachiporra en la mano, y cuando llegó a donde los cuerpos de las bestias se retorcían y atacaban, dio unos golpes en la obscuridad. Los ojos nictálopes[12] de Pisew le vieron a tiempo y el lince corrió prestamente a esconderse en la parte más recóndita de entre los troncos. Centella huyó con un terrible porrazo en una espaldilla. Gastón Rouget continuó buscando; pero el cadáver de Firefly no estaba allí. Estaba la perra con Centella en el otro extremo del Kwahoo.
El hombre volvió al refugio en donde su mujer y su hija estaban esperándole asustadas. Pisew volvió a salir de su escondrijo y se precipitó hambriento sobre la sangre que había caído al suelo. Centella, con sus flancos desgarrados por las afiladas uñas del lince, trató de evitar sus verdosas miradas. Un instinto superior a los apremios del hambre le impelía a defender a su hembra. Firefly, mientras tanto, lanzaba, arrinconada, lastimeros aullidos de dolor. Centella se le acercó y la acarició con el hocico. Una docena de veces volvió a ver los ojos relucientes de Pisew, antes de que amaneciera.
El día se anunció luminoso, y Gastón Rouget conoció que las lluvias habían cesado; pero comprendió también que el descenso de las aguas se haría esperar aún algunos días. Su decepción fue tremenda cuando vio que Firefly estaba viva al lado de Centella.
Ni siquiera la mujer podría acercarse ya a la perra, que no consentiría en separarse del lobo, único ser que la defendía.
En los grandes y obscuros ojos de la mujer estaba retratado el terror, y la niña lloraba cada vez con más frecuencia pidiendo de comer. Gastón abrazó a una y otra, y les dijo riendo algunas bromas para infundirles valor. Durante todo aquel día estuvo acechando un momento propicio para volver a herir a la perra. Al mediodía tuvo una idea magna. Pensó en formar un nudo corredizo con los cabellos de su mujer y colocar la trampa en alguno de los pasajes que el lince utilizaba para entrar en su escondrijo y salir de él. Cada hebra de aquellos lustrosos cabellos era preciosísima para él, y Rouget, al cortarlas, tuvo que hacer un esfuerzo para que no le salieran las lágrimas de los ojos. Trenzando convenientemente los preciosos cabellos, formó con ellos un lazo que colocó en el punto que juzgó más estratégico.
Aguardó luego, después de entrada la noche, con la cachiporra al alcance de su mano. La mujer arrulló dulcemente a la criatura logrando dormirla, aunque no con sueño tranquilo. Aquella noche ella, en cambio, no pegó los ojos, no permitiéndose más descanso que el de apoyar su cabeza en el hombro de Gastón. Desvelada pasó hora tras hora rezando para que sucediera lo que Gastón le había prometido.
Pisew era un lince viejo, y en sus largos años de vida había escapado a una infinidad de peligros. Conocía el olor y las estratagemas de los hombres, y cuando en la noche obscura llegó hasta el lugar en donde Rouget le había preparado el lazo, el perfume de los sedosos cabellos le hizo detenerse inmediatamente. Era un perfume que el hombre encontraba divino, más divino y exquisito que el de las flores silvestres, pero que a Pisew le pareció entrañar una amenaza de muerte. Retrocedió ante el peligro, yendo a buscar otro paso para llegar a su escondrijo entre la leña.
Aquella noche pudo colarse a través de pasajes más estrechos, porque estaba más delgado que la noche anterior. Su hambre no era ya hambre, era bulimia, era locura. Sus patas se movieron impacientes debajo de los troncos protectores, hasta que sopló una ráfaga de viento que llevó hasta su hocico el olor de Firefly. Durante media hora permaneció agazapado con el vientre tocando al suelo, y después, paso a paso y con todas las precauciones posibles, fue acercándose lentamente a sus enemigos. El hambre le infundió valor. No tenía miedo de Centella, ni lo hubiera tenido de media docena de lobos. Con sus largas y afiladas uñas había abierto en canal a multitud de renos. No tenía más que dos años de edad cuando mató por primera vez a un lobo. Era un verdadero gigante dentro de la especie y tenía un hambre loca.
Centella no percibió el olor de Pisew porque el viento soplaba en dirección contraria; pero al poco rato de haberse acercado a él el lince, percibió sus ojos verdosos y brillantes en la obscuridad. Si Pisew hubiera razonado un poco, habría cerrado los ojos, no abriéndolos hasta el momento mismo de dar el salto decisivo. Del hecho de que los ojos de Centella fueran brillantes, no infirió él que los suyos también tuviesen que resultar visibles en la obscuridad, y así no sospechó que le hubiesen descubierto. Para él no había mejor garantía de encubrimiento que el hecho de que la obscuridad fuera total y el viento soplara en un sentido que él consideraba favorable.
Centella no hizo ningún esfuerzo para evitar la proximidad de lo que él presentía había de ser terrible tragedia. Los aullidos de temor que exhaló Firefly, cuando también ella vio los ojos relucientes que se les aproximaban, añadieron valor a Centella, pues de nuevo volvió él a sentir el deseo de batirse en defensa de su compañera. Aguardó a Pisew sin moverse; Firefly, en cambio, retrocedió un poco. Desde su cobijo, Gastón y Juana sondearon con sus ojos la obscuridad y escucharon atentos, despiertos, vigilantes. También ellos habían visto el movimiento de los ojos brillantes, y en voz baja el hombre había explicado a la mujer lo que iba a ocurrir, y el beneficio que ellos iban a sacar de la lucha que se preparaba. Porque alguno de los animales había de quedar muerto y ellos se apoderarían del cadáver, alimentándose con él los días que tuvieran que permanecer en aquella isla de troncos.
La sangre les circuló más rápidamente por las venas cuando oyeron el ruido del primer encuentro. La mujer se ocupó en tapar los oídos a Juanita, a fin de evitar a la niña el susto consiguiente a un despertar provocado por aullidos y fragor de lucha. Ni siquiera los ojos de Firefly pudieron distinguir lo que sucedía durante el combate. Centella, en vez de aguardar el ataque de Pisew, arremetió el primero contra el lince cuando éste estuvo a tres metros de distancia. Tan rápida fue la acometida, que Pisew tuvo apenas tiempo para ponerse patas arriba, en la posición favorita de los linces en el combate. La lucha se prolongó, truculenta, durante dos o tres minutos, al cabo de los cuales Firefly sintió en sus venas el impulso combativo de los perros escoceses. Comprendió que Centella, su compañero, estaba luchando por ella, y que ella no podía, no debía permanecer neutral en la contienda. Animada por estos sentimientos, se lanzó como un diablo en la refriega. Sus dientes cortaban todavía más que los de Centella, aun cuando no eran tan agudos. Del primer mordisco que dio, dejó desriñonado a Pisew. Sus dientes se clavaban con rabia en el felino, cortándole y rasgándole la piel y carne. Las tarascadas menudeaban, y en aquellos instantes supremos, del mismo modo que Centella había salvado a Firefly librándola de Wapusk. Firefly salvó a Centella librándole de Pisew. Porque Centella luchaba, en aquella ocasión, a obscuras, con un enemigo cuyas estratagemas y táctica de combate le eran completamente desconocidas. Con multitud de heridas, roto y desgarrado el cuerpo casi hasta las entrañas, la valiosa ayuda de Firefly permitió a Centella dar a Pisew la definitiva tarascada al cuello. Un par de minutos más y el temible lince yacía sin vida en el suelo.
Avanzó el hombre en la obscuridad, con la cachiporra en la mano, y Centella y Firefly abandonaron su presa para irse a retirar al otro lado de la almadía, donde durante mucho rato Firefly lamió delicadamente las heridas de su compañero.
Al amanecer, la mujer de la sedosa cabellera se aproximó algo, no demasiado, a las bestias, ofreciéndoles piltrafas de carne cruda que únicamente Firefly comió. Y el hombre, después de santiguarse devotamente, juró que por nada del mundo volvería a molestar a las dos bestias que quedaban, porque era evidente que ellas habían sido colocadas allí por Dios, para que él pudiera alimentar a su mujer y su hija con la carne que le habían proporcionado.
Al segundo día de muerto el lince, también Centella probó las piltrafas que las manos de la mujer le arrojaban, y durante tres días más la carne de Pisew se dividió equitativamente entre los humanos y las bestias. Al séptimo día, Centella y Firefly ganaron nadando la orilla, y el hombre y la mujer los vieron marchar mientras Gastón explicaba a su esperanzada esposa que al día siguiente también ellos podrían abandonar aquella prisión, porque las aguas habían descendido mucho y continuaban descendiendo muy de prisa.