Más poderosos que todas las fuerzas de la Naturaleza, más poderosos que las olas y las tempestades son los hielos. Tienen ellos también su misión en la Tierra. En los siglos pasados han ido formándose y creciendo sobre la superficie de las regiones polares, fabricando un lugar habitable para el hombre. Han socavado sus lagos y sus ríos; han apretado y prensado y dispuesto los estratos de las capas terrestres; han cambiado de un modo radical el curso de las aguas, y han representado a maravilla el papel que se les distribuyó en el bello y complicado espectáculo de la creación. Mas, en los momentos a que nos referimos, después de haber cumplido admirablemente su misión, comenzaban a rendir su tributo a la muerte.
En el extremo del Océano Ártico, la misión de los hielos se reducía a pagar todos los años al océano la contribución de millones de carámbanos. Desde tiempos inmemoriales el Ussisooi, llamado también el Ice Chisel, era una enorme montaña de hielo, que se movía lentamente y que libraba de tarde en tarde alguno de sus secretos al mundo, dejando descubrir en sus entrañas, al disgregarse, los enormes esqueletos de los mastodontes.
La ladera del Ussisooi que daba al mar estaba resquebrajada y agrietada, llena de cavernas y de hendeduras; durante las tormentas veraniegas las mareas chocaban contra él con voz de trueno, y las hendeduras acababan de rajarse con terribles detonaciones, lanzando al mar algún témpano flotante.
Pero por la parte que miraba a la tierra, el Ussisooi era llano en su cima, como una meseta.
Aquella noche, el inmenso depósito de hielo relucía majestuoso a la luz de la luna invernal y de las estrellas. La aurora se había desvanecido. En el cénit brillaba el resplandor rojizo de las noches polares, como un reflejo sangriento de los inmensos desiertos de hielo. La temperatura se había elevado, no estando ya el termómetro sino a unos veinte grados Fahrenheit por debajo del cero.
En el centro de la meseta de hielo, Centella, el lobo con sangre de perro, conductor, hasta entonces, de los lobos blancos, y el más formidable de todos los lobos árticos, manteníase en pie. Y al lado de él, con su hermoso cuerpo de un rubio dorado, resplandeciendo a la luz de la luna y de las estrellas, estaba Firefly, la perra escocesa que había vagado por los desiertos de hielo después de haber abandonado el barco detenido por los hielos. Durante algunas horas el milagro había continuado operando su decisiva influencia en la sangre de Centella, sin cesar ni un instante de operar, desde el momento mismo en que Centella había comenzado a seguir el rastro de la perra escocesa, y había luego buscado con ella el lugar oportuno para luchar con Wapusk, el oso blanco. Las heridas de Centella ya no sangraban; ya no le quemaban ni dolían, porque, al fin, el alma de Scaguen, el gran danés, se había encarnado dentro de su cuerpo, y su corazón no le latía más que para hacerle sentir la felicidad de sus desposorios. Dentro de él, después de varias generaciones, las gotas de sangre de perro habían vencido a la sangre de lobo. En la cima del Ussisooi, Centella sintió los latidos de una nueva vida. Esta nueva vida bullía dentro de su gran cuerpo gris; gris, mientras el de los demás lobos polares era blanco. Los nuevos latidos de su corazón le calentaban la sangre, y en sus ojos brillaba un nuevo fuego. Y Firefly le aullaba dulcemente, sin darse gran cuenta de lo que pasaba por su alma, pero comprendiendo que había hallado, por fin, al compañero de su vida en aquel mundo helado.
Centella respondió a los afectuosos aullidos, tocando cariñosamente con su hocico el sedoso pelo de Firefly. Y luego sondeó de nuevo, con la mirada, las inmensidades heladas, desde la agonizante montaña de hielo. Del lado del mar se extendían los inacabables campos de hielo. Del lado de la tierra se extendían las blancas llanuras no cortadas sino por las escasas sinuosidades que rompían de vez en cuando la mortal monotonía de la nieve. Desde que nació, hacía unos tres años, Centella no había conocido más mundo que aquél. Había vivido en él, luchado en él, se había desarrollado en él, hasta adquirir el gran tamaño y la fuerza de que tan orgulloso podía estar; pero siempre había sentido el estímulo y la atracción de algo que él nunca había visto, y que no sabía a ciencia cierta en qué consistía. Eran los efectos de su herencia de Scaguen, el perro servidor del hombre blanco, su antepasado.
Y era también una perra, servidora del hombre, o mejor dicho, servidora de una mujer, la que estaba a su lado aquella noche, en la cima del Ussisooi. Alerta y esbelta, con la belleza y la esbeltez de un ejemplar de lujo, Firefly era la perfecta encarnación de los ensueños y anhelos que habían distinguido a Centella de todos sus hermanos los demás lobos polares. Los recuerdos de Firefly se conservaban perfectamente frescos y vivos en su memoria. No hacía tanto tiempo, en realidad, que la suave y blanca mano de una dama la había acariciado millares de kilómetros más al Sur; la mano de una dama en cuyo rostro se retrataba a la vez la pena y el orgullo, el dolor y el amor, el día en que ella entregó a Firefly al amo que partió con la perra a bordo del ingente buque. Luego la perra había ido con su amo al mundo vacío y helado de las regiones boreales; y el hombre la había llamado, desde el momento de la separación, Firefly, porque éste era el nombre favorito de la mujer. Mas luego el amo murió, y a unos cuantos centenares de metros de la costa se levantaba el túmulo de piedras bajo el cual descansaban los restos del infortunado. La mujer, el ama que la perra escocesa había adorado, estaba a miles de kilómetros de distancia, esperando, soñando y rezando, sin saber una palabra de lo ocurrido. Firefly se acordaba siempre de la mujer con profundo cariño. Estaba convencida de que vivía, acordábase también de ella, pensaba en ella, pero no sabía dónde estaba. Únicamente comprendía que tenía que haber quedado atrás, muy lejos. Y con relación al amo comprendía que estaba muerto, que no volvería a salir más de debajo del túmulo en donde había quedado enterrado, que ella no volvería a oír nunca más el tono de su voz. Debajo de aquellas piedras todo el mundo de Firefly había quedado sepultado y roto. Muchas veces se había echado Firefly delante de aquellas piedras, pasando allí horas y horas entregada a su dolor y a su soledad. Cada vez con más y más frecuencia, había salido del buque para ir a colocarse delante del túmulo que cubría la sepultura de su amo. Y luego la misteriosa mano del destino que rige la vida de las bestias la había impulsado a remontar la costa, buscando, buscando…, ¡llena de extrañas esperanzas! Y Centella había acertado a encontrar su pista, y se había puesto a seguirla, iluminada también el alma de una nueva esperanza. Y ella y él se habían encontrado, y juntos habían luchado con Wapusk, el oso blanco, y por fin estaban reunidos en la cima del Ussisooi, llenos de calor y de la vital alegría que da el compañerismo.
No obstante, a pesar de su felicidad, Firefly tenía miedo. Menos de dos horas hacía que habían luchado con Wapusk a la orilla del mar, y habían escapado a la muerte encaramándose al Ussisooi, por una estrecha hendedura practicada en el hielo. Temblaba Firefly, mientras permanecía al lado de Centella. En el dulce aullido de su voz había interrogación e incertidumbre. Los suaves sonidos que salían de su garganta tenían la virtud de poner todos los músculos de Centella en tensión. Las regiones polares constituían para Centella todo su mundo. Él lo sabía. Él sabía que, para él, vivir era lo mismo que luchar. Durante toda su vida no había hecho otra cosa que luchar y matar. Y necesitaba volver a luchar con algo. El deseo le quemaba la sangre. Este deseo era en él más vivo a causa de la bella compañera que estaba con él. En la irresistible exuberancia de aquellas horas de su luna de miel necesitaba exhibir y demostrar su empuje, su valor y su fuerza. Y en el mundo en que vivía no había para él mejor modo de exhibirse que luchando, venciendo y matando. No había quedado satisfecho con su lucha a la defensiva sostenida con Wapusk. Así, pues, se apartó unos pasos de Firefly, con su cabeza erguida, con sus pelos erizados, su paso airoso y gallardo.
«Mírame. Firefly», parecía decir. «No tengo miedo de nada en la Tierra: ni siquiera temo a Wapusk. Puedo vencer a cualquier lobo, y corro más de prisa y durante más tiempo que ningún otro individuo de mi raza. Si quieres, retrocederé para volver a encontrar a Wapusk, con el fin de luchar con él y vencerle».
Y Firefly le miraba. La salvaje y magnífica belleza de aquella bestia, que hacía ostentación de su fuerza delante de ella, la fascinaba. Corrió hacia él, y exhaló unos aullidos de aprobación.
La sangre circulaba con tal presión por las venas de Centella que parecía iba a concluir por buscar salida a través de los poros. ¿Por qué no se le presentaría alguna aventura? Volvió a la hendedura que les había facilitado la ascensión a la cima del Ussisooi y allí dio algunos aullidos. Pero Wapusk, en aquellos momentos, estaba empeñado en otra contienda. Desde el borde de la hendedura Centella y Firefly oyeron una gran baraúnda: ladridos de perros y gritos humanos mezclados con los gruñidos espantosos de Wapusk. Durante uno o dos minutos Centella escuchó. Dobló luego las orejas hacia atrás, e inició un trote aullando para rogar a Firefly que le siguiera. Habían cubierto doscientos o trescientos metros cuando la superficie del Ussisooi comenzó a descender hacia el mar. Centella bajó por la pendiente, tomando más precauciones hasta llegar al borde de un precipicio de unos quince o veinte metros. Firefly se pegó a su costado y ambos animales dirigieron sus miradas al fondo del precipicio.
Debajo de ellos se desarrollaba una gran batalla a la luz de las estrellas. Pudieron distinguir perfectamente a los luchadores: el enorme cuerpo blanco de Wapusk, una docena de perros, y las sombras de los esquimales moviéndose rápidamente. Instintivamente, olvidándose de sus deseos de aprovechar cualquier oportunidad que le permitiera mostrar su valor, Centella se agazapó sobre su vientre. Firefly, en cambio, permaneció en pie, con su silueta destacándose claramente del fondo tenuemente iluminado del cielo. Lo que veía había paralizado en ella todo movimiento. Había allí tres hombres, y los tres vociferaban y gritaban, yendo de aquí para allá, entre su jauría de perros feroces, y agitando en el aire sus arpones de relucientes puntas. Wapusk, con la montaña de hielo detrás de él, se defendía como un monstruo. Había rechazado ya a un perro, sacándole los intestinos de un zarpazo. Otro perro yacía por tierra con unas cuantas vértebras y costillas rotas. Y mientras Centella y Firefly contemplaban la lucha, Wapusk alcanzó a un tercer perro y lo aplastó lo mismo que un gigante hubiera podido aplastar a un niño. A Firefly se le heló de espanto la sangre en las venas al oír el aullido de agonía del perro derribado. En aquel mismo instante uno de los esquimales dio un salto y hundió su arpón en el pecho de Wapusk. Dando un feroz gruñido se inclinó Wapusk hacia su enemigo, y en aquel mismo instante otro esquimal se acercó a él asestándole otro golpe todavía más certero. Wapusk vaciló unos segundos, y los nueve perros que quedaban aprovecharon la vacilación de su enemigo para lanzarse todos juntos sobre él, en el mismo momento en que un tercer cazador se acercó tanto a Wapusk que casi le tocó la piel con las manos al hundirle con feroz saña el tercer arpón en el cuerpo.
Todavía, a pesar de tan graves heridas, se levantó Wapusk sobre sus patas traseras, tratando de acometer a los perros. Ya no gruñía. No habiendo hecho durante toda su vida otra cosa que matar y vagar por los desiertos helados alimentándose de toda clase de carne, incluso de carne humana, le había llegado, por fin, el momento de pagar sus culpas. Los esquimales se le acercaron de nuevo provistos de nuevos arpones, mientras Wapusk se defendía golpeando ciega y débilmente. Y llegó el instante en que ya ni siquiera tuvo fuerza para rechazar a los perros. Wapusk, entonces, rodó por tierra. Los gruñidos de dolor y agonía fueron apagándose en sus fauces, y los cazadores, usando los arpones a guisa de estacas, ahuyentaron a los perros a estacazos. Wapusk había dejado de existir.
Durante esta espantosa lucha, Firefly apenas se había atrevido a respirar. Dentro de ella las visiones y los recuerdos de otro mundo más grato se desvanecían ante las truculentas realidades que presenciaba. Ni siquiera a bordo del buque le habían faltado nunca a ella la protección ni los mimos. Pero en aquellos momentos contemplaba la muerte bajo la luna y las estrellas, y olía el olor de la sangre roja y caliente. Este olor se hizo más penetrante cuando los tres esquimales se pusieron a descuartizar con sus cuchillos el cuerpo de Wapusk, antes de que el calor desapareciera de los tejidos y de las vísceras. Comenzaron por quitarle la piel, amontonando la carne, después de bien cortada, y echando las partes menos delicadas a los perros, como premio de su colaboración. Después de un rato, uno de los esquimales levantó la vista y vio a Firefly destacándose su silueta sobre el azul del cielo. En su excitación, ni siquiera los perros habían notado su presencia. El cazador balanceó su cuerpo y arrojó un arpón con la fuerza de una flecha. El arpón fue a clavarse en el hielo a unos treinta centímetros del sitio en donde se encontraba Firefly. Un poquito más de fuerza y el arpón hubiera atravesado el cuerpo de la perra escocesa. Este suceso despertó en Firefly el sentido del peligro, y el prudente animal retrocedió. En el mismo instante Centella se reunió con Firefly, y la condujo al trote lejos del lugar donde se había desarrollado la truculenta escena que acababan de presenciar.
Tal escena, sin embargo, distaba mucho de ser una tragedia para Centella. Para él, aquello no había sido sino una contienda, el más común y frecuente de los acontecimientos. No sentía él las emociones que conmovían a Firefly, porque no estaba temeroso ni asombrado como ella. Estaba pura y simplemente descorazonado. Había presenciado una lucha, precisamente lo que él había estado ambicionando, y no había podido tomar parte en ella. Esto era lo que más le disgustaba de todo lo referente a la muerte de Wapusk. Cuando dejaron la parte del Ussisooi que daba al mar, muy lejos detrás de ellos, volvió a calentarse la cabeza con el deseo de dar a su espléndida compañera alguna prueba del valor que le animaba. Para presentar las cosas tal cual eran, diremos que Centella, por primera vez en su vida, se sentía dominado por el vanidoso prurito de exhibir sus méritos. Así como el vino excita el cerebro, así la dicha había excitado en él la vanidad, y esta vanidad había tomado la forma de un vehemente deseo de exhibir su valor.
Imbuido de tales sentimientos condujo a Firefly a la extremidad del Ussisooi que se inclinaba del lado de la tierra. Por este lado la montaña de hielo conducía en suave pendiente a las inmensas llanuras heladas. En cualquiera otra ocasión hubiera tomado más precauciones para bajar la pendiente que conducía al inmenso llano blanco; pero en aquel momento Centella era una especie de diablo desdeñando todos los peligros, y avanzaba con la confianza de quien cree que el destino no puede jugarle ninguna mala pasada. A Firefly no le parecía que aquella pendiente coruscante[9] pudiera ocultar ningún peligro. Nada había para ella en la pendiente que pudiera justificar la alarma. Al mirarla a la luz de la luna y de las estrellas le pareció muy fácil de descender.
Y no obstante, el accidente ocurrió. Centella dio un resbalón. Toda la parte anterior de su cuerpo se precipitó sobre sus patas delanteras y durante algunos segundos se mantuvo firme únicamente gracias a los desesperados esfuerzos que hizo con sus patas posteriores. Luego fue resbalando poco a poco, y sin poder frenar inició una humillante caída ante los ojos asombrados de Firefly. Durante unos diez o doce metros resbaló lo mismo que un trineo. Después tropezó con un trozo de hielo que se movió bajo su peso; perdió entonces el equilibrio, y desde aquel instante ya no pudo darse cuenta de lo que le ocurría. Lo último y lo primero que vio fue a Firefly mirándole extrañada desde la parte alta del Ussisooi. Durante un centenar, o más, de metros, fue dando tumbos y volteretas cada vez con más velocidad a medida que el hielo se le presentaba más inclinado y resbaladizo. Cuando llegó al final de la pendiente parecía un monigote apaleado, hasta el punto de haber perdido la forma. Púsose en pie con dificultad. Tenía todo el cuerpo magullado. En el estómago, todos los jugos se le habían revuelto. Pero no había quedado ciego, y lo que vio le devolvió en seguida el sentido de la realidad. El resbalón le había hecho caer en medio de un grupo de enormes liebres blancas. Las enormes criaturas habían quedado sin movimiento, como paralizadas por el terror que les había producido la rápida e inopinada presencia de Centella. Quizá creyeron que era un témpano de hielo que se desprendía. Antes de que las liebres tuvieran tiempo de darse cuenta de que era un lobo lo que había caído como un bólido entre ellas, Centella ya tenía uno de los pobres animales entre sus dientes. Lo mató, y echándose luego sobre el vientre, cogió a la liebre entre sus patas delanteras y respiró para reponer sus fuerzas.
Había capturado a la liebre instintivamente. Fue un fenómeno producido como si el cuerpo de Centella, educado para la caza, hubiese respondido en sus movimientos al impulso de algún resorte, lo mismo que una máquina. Una vez el cerebro de Centella comenzó a despejarse, nuestro lobo paró mientes en la liebre que tenía entre sus patas. Lo primero en que pensó fue en llevar la liebre a Firefly, como una compensación a su ridícula caída. Su orgullo y su dignidad habían recibido un duro golpe; pero fue recuperando su presencia de espíritu a medida que el dolor de la caída fue desapareciendo y pudo contemplar con más tranquilidad la magnífica liebre que había cazado. Tomó la determinación de volver con aquella presa a Firefly, para ofrecérsela. Y le daría a entender que, para apoderarse de la liebre, había tenido que dejarse caer de aquel modo tan aparatoso y ridículo por la pendiente del Ussisooi. Trotó en dirección de la helada pendiente, y al llegar allí se detuvo de pronto. De nuevo todos sus planes fueron por tierra. Oyó unos sonidos que le llenaron de sobresalto.
Dejó caer la liebre al suelo y permaneció un rato inmóvil como una estatua de hielo. Oía a Firefly, sin verla. Oyó sus aullidos de terror, y a los pocos segundos la vio resbalando como una pelota, lo mismo que él había resbalado y caído por la pendiente. Cuando Firefly llegó abajo. Centella cogió la liebre con los dientes y trotó para ofrecérsela a la perra escocesa. Firefly estaba ya de pie, describiendo torpemente amplios círculos en el suelo.
Centella corrió a ponerse en la parte exterior de estos círculos. «Mira, Firefly —parecía querer decir— esta liebre es lo que me decidió a tirarme por la pendiente. La he cazado para ti».
Mientras Firefly fijaba la mirada en él, él se le acercó dando saltos y cabriolas. El minuto siguiente fue el minuto más trabajoso de su vida. Sin obedecer a otras consideraciones más que a sus impulsos de momento, Firefly se lanzó contra él con toda la irreflexión y todo el atrevimiento propios de su sexo. Fueron treinta segundos durante los cuales Centella recibió la sensación de que le descuartizaban. No obstante, salió de la acometida sin recibir gran daño. Es verdad que sintió que le arrancaban mechones de pelo; pero los mordiscos de Firefly no pasaban de la superficie, y así, tan pronto como a Firefly le pasó el arrechucho, Centella sintió lo mismo que si le hubieran dado una paliza, pero sin haber salido herido. Centella no hizo nada para rechazar el inmotivado ataque. En su asombro y desconcierto ni siquiera había abierto la boca dejando caer la liebre. Al cabo de los treinta segundos que duró el ataque, Firefly comprendió la injusticia de su arrebato precisamente a causa de la mansedumbre y paciencia de Centella. Retrocedió unos pasos, y le miró. Centella, con la gran liebre siempre entre sus dientes, miraba a Firefly sin rencor. Los gruñidos de Firefly fueron apagándose en su garganta. Miró en frente de ella, y volvió a mirar luego a Centella. Éste continuaba mirándola dispuesto a reconciliarse. La perra se dignó menear un poco su hermosa cola. Luego, de repente, corrió hacia el lobo y le colocó el hocico en su cuello. Con un aullido de alegría Centella dejó caer su ofrecimiento a los pies de Firefly. Y en seguida, olvidando lo que había ocurrido, se comieron la liebre, juntos y en buena compañía.
Durante las primeras horas de su unión, Centella y Firefly vagaron sin rumbo ni método. Únicamente cuando comenzó Firefly a cansarse de corretear, empezó a fijarse en su mente una idea determinada. Firefly había seguido a Centella, sin querer, no obstante, internarse excesivamente por los desiertos helados. Las inmensas llanuras la aterraban y dondequiera que se detenía no dirigía sus miradas hacia el lado del mar, sino hacia el Sur, hacia las regiones de la vegetación y del sol, del calor, de la luz y de la abundancia. Las regiones en donde habían quedado su hogar, su casa. Pero el cansancio la hacía pensar más bien en lo más próximo: la tumba de su amo y el buque.
Apenas hubo Firefly dado algunos pasos en dirección del túmulo y del buque, cuando Centella comprendió el peligro que para ellos entrañaba la resolución de su linda compañera. El instinto le advirtió que en aquella dirección les amenazaba un peligro no menos serio que el que para ellos había representado antes la presencia de Wapusk, el enorme oso blanco. No obstante, no era el peligro lo que le hacía odiar aquella dirección, sino la posibilidad de perder a Firefly, si a ésta le entraban deseos de volver al buque. Firefly, en cambio, consideraba la situación desde muy distinto punto de vista. Había en el buque muchas cosas que ella abominaba, y estas cosas se habían vuelto mucho más aborrecibles después de la muerte de su amo. Lo más aborrecible del buque era la jauría de perros esquimales. Pero, durante muchos meses, el buque le había servido de refugio y de hogar. Allí había alimento y calor, una buena yacija y horas descansadas durante las cuales nada le impedía dormir. Y, por añadidura, no veía Firefly que hubiese razón alguna que impidiese a Centella acompañarla en su vuelta al buque. No tenía la intención de abandonar a Centella y en sus femeninos medios de persuasión, a veces, cuando Centella quedábase algo rezagado, le aullaba llamándole con mimo hasta que Centella se decidía a continuar marchando al lado de ella. Otras veces, en vez de llamarle, zalamera, alejábase fingiendo indiferencia, para hacer sentir a su compañero la amenaza del abandono. Temeroso entonces Centella de quedarse solo, pegaba una carrera loca para dar alcance a Firefly.
De esta manera llegaron por fin, otra vez, frente a la tumba de John Braine, y allí Firefly se acostó en uno de los huecos formados por su mismo cuerpo en anteriores ocasiones. De su garganta salía un aullido lastimero y ahogado. Muchas veces había llamado a su amo, rogándole con aullidos que saliera de debajo de aquel montón de piedras, hasta que, al fin, había logrado entender que su amo estaba muerto. Para ella la muerte era una cosa misteriosa e intangible. Había tardado mucho en comprenderla; pero al fin la había comprendido. Comprendía que su amo ya no se levantaría, ya no saldría jamás de debajo de aquel túmulo; que las rocas y las piedras que los hombres habían amontonado sobre él le mantendrían allí prisionero hasta la consumación de los siglos, y en sus aullidos había la desesperada pena de tal convicción. Tal vez no haya lenguaje entre los animales; pero hay entre ellos buena inteligencia, y Centella comprendió lo que aquel montón de piedras significaba. Aquellas piedras estaban también asociadas, como el buque, a la vida, a la suerte y al destino de Firefly. Y la milagrosa inteligencia de las bestias le hizo comprender a él que aquellas piedras ocultaban la muerte.
Se echó al lado de Firefly. Le pareció que Firefly escuchaba, como si esperara oír alguna voz que hubiera de salir desde el interior de la tumba, y también él escuchó. Durante muchos minutos Firefly permaneció vigilante y en silencio. Se levantó luego y trotó en dirección al mar. Centella la siguió un trecho, deteniéndose luego. Firefly le invitó a continuar siguiéndola. Ya no era el antiguo Centella, porque ni alzaba la cabeza con arrogancia, ni adoptaba ninguna de las actitudes gallardas de antes. Firefly regresaba al buque y esto le tenía mohíno. Firefly le abandonaba. Incapaz de razonar, la inminencia del abandono le ocasionaba una tristeza y un abatimiento que no tenía fuerzas para contrarrestar. Por fin Centella se detuvo a una distancia desde la cual podía sentir perfectamente el olor del buque. Oyó las voces de los hombres, y percibió el olor de los perros. Haciendo un esfuerzo para expresarse, trató de dar a comprender a Firefly que le era imposible seguir adelante, so pena de muerte. No obstante, Firefly no comprendió la nota de desesperación que Centella puso en sus aullidos. Y le rogó la siguiera. Tres veces trotó enfrente de él, y tres veces volvió a recogerle en donde le había dejado, inmóvil y plantado como una estatua de nieve, echado en el suelo, con la cabeza entre sus patas delanteras. Luego, por cuarta vez, se separó de él y ya no volvió más.
Y Centella esperó y esperó hasta que su cuerpo quedó rígido y congelado por el frío y la inmovilidad. Cuando perdió la última partícula de esperanza, se levantó y volvió a andar en dirección de la costa. Veíase de nuevo reintegrado a su antiguo mundo. La belleza de la noche había desaparecido. Una vez más la noche no era sino un obscuro y vacío caos de desdicha, un vasto, inacabable espacio, lleno de locura y de soledad. Nunca había pesado esta soledad sobre él como un peso físico, más que en aquellos instantes. Gracias a que Centella carecía de la facultad de razonar, su desgracia era más llevadera. No obstante, su vida era negra, desesperadamente negra.
Volvió a la tumba de John Braine, y se echó en el lugar mismo en donde había estado echada la perra escocesa. Sentíase cansado; sin embargo, al lado de Firefly no hubiera sentido el cansancio. Durante varias horas había caminado sin descanso, hasta llegar a encontrar a la perra escocesa, y después había vagado y viajado mucho con ella. Durante más de veinticuatro horas seguidas sus infatigables músculos habían trabajado sin darse un minuto de reposo. Lentamente el sueño del cansancio fue rindiéndole. Luchó, sin embargo, contra el sueño. No quería dormirse. Quería permanecer despierto y vigilante, a fin de ver a Firefly, en caso de que se decidiese a volver. Doce veces se levantó antes de caer finalmente rendido al sueño. Durmió inquieto y su sueño se vio turbado por numerosas pesadillas. De nuevo creía estar a la cabeza de su gran manada de lobos blancos, persiguiendo al rebaño de los renos de Olee John; de nuevo creyó estar frente a la cabaña que se levantaba al borde de la cañada, y de nuevo creyó estar corriendo con el viento, a la luz de la luna y de las estrellas, y después de esto, creyó estar en medio de las tinieblas y de los horrores de una tempestad. En imágenes fragmentarias los sucesos que le habían ocurrido volvían a surcar las circunvoluciones de su cerebro. Las vio y las sintió. Si John Braine hubiese podido salir de su tumba hubiera presenciado los mayores lamentos de soledad que hubiera podido haber oído en toda su vida. Porque aun en sueños lloraba Centella la desdicha de su soledad y su desolación.
Durmió durante varias horas. Cuando se despertó, las tinieblas más espesas envolvían la superficie de la Tierra. Las estrellas se habían apagado. La aurora se había extinguido. El rojizo resplandor del cielo había desaparecido. Alrededor del túmulo de piedras dejaba oír el viento plañideros sonidos, como si el alma de la mujer que había quedado a miles de kilómetros de distancia se hubiese trasladado milagrosamente junto al túmulo de John Braine para llorar su muerte. Cuando Centella se despertó y se levantó, la presencia de aquel muerto era una especie de consuelo para él. Lejos de repelerle, le atraía. Se acercó todo cuanto pudo a las piedras del túmulo. Debajo de aquellas piedras yacía el ser que Firefly había amado. Centella aulló llamando a aquel ser oculto bajo el montón de piedras. Permaneció un rato con el cuerpo reclinado contra las piedras, escuchando, atisbando, sondeando con ojos brillantes la obscuridad, mientras el corazón le latía con fuerza y la sangre le quemaba las venas. Y en su fiebre sintió como si una mano fría e invisible saliera de aquel túmulo para tocarle con el afecto y el imperio de un amo. El tacto de aquella mano sofocó los efectos de la sangre lobuna, y Centella permaneció delante del túmulo, absolutamente convertido en un perro al servicio del hombre de raza blanca: Se sentó sobre sus ancas, levantó la cabeza y lanzó a los aires un aullido. Volvió a aullar y se levantó para alejarse de la tumba de John Braine y sumirse en la noche obscura.
Volvió de nuevo a describir anchos círculos en dirección del barco. El viento le azotaba la cabeza y el cuerpo con furia, con las partículas de hielo y viento que arrastraba, de tal modo que llegó a obscurecerle la visión y a suprimirle el olfato. Con aquel viento era inútil olfatear rastros, e imposible cazar. Sin embargo, aquella noche, aquel viento producía en Centella un efecto consolador. El instinto le decía que no corría peligro en acercarse al barco. Porque para los brutos no existe más peligro que el que puede verse con los ojos, oírse con los oídos, u olerse con el olfato. A unos seis metros del buque estaba, cuando divisó su silueta a través de las tinieblas de la noche.
Despacio, parándose con frecuencia para olfatear y escuchar, dio Centella algunas vueltas alrededor del buque, llegando hasta la rampa o puente de hielo que se levantaba desde la superficie del mar, permitiendo el paso hasta la cubierta del buque. Por este puente entraban en el barco y salían de él los hombres y las bestias que pertenecían al ballenero. Por aquel puente habían pasado los hombres, los perros y las pieles de las focas y las de los osos, junto con la carne producto de las cacerías, y el puente, por tal motivo, estaba impregnado de olores que la tempestad más violenta no hubiera tenido fuerza bastante para desvanecer. Estos olores hirieron el olfato de Centella, y produjeron en el alma de este animal, mitad perro, mitad lobo, una mutación mágica y prodigiosa. Centella sintió el deseo de subir al buque. Sintió el deseo de penetrar en donde Firefly había penetrado. Sintió el deseo de trepar al pasadizo de hielo, lo mismo que antes había sentido el deseo de mirar al interior de la cabaña que se levantaba al borde de la cañada.
Y luego, cuando creyó que podía aventurarse a seguir algo más adelante, el viento cesó de repente, las nubes se disiparon y la luna hizo su aparición en todo su esplendor, rielando en el mar como un faro gigantesco. Y la silueta del barco se presentó súbitamente ante los ojos de Centella a tan poca distancia, que nuestro lobo no pudo evitar un estremecimiento de sorpresa.
Y con la súbita aparición de la luna vio, además, a muy pocos metros de distancia, la figura de un hombre que le miraba desde lo alto del pasadizo o puente de hielo. Era Bronson, conocido con el apodo de «Esquimal Blanco», porque de los cuarenta años que tenía había vivido veinte en el Polo. El esquimal reconoció al instante en Centella, a pesar de su color, al lobo. Y era el primer lobo gris que veía en las regiones polares. Bronson, por natural afición, y por instinto de cazador, se interesaba científicamente por todos los seres vivos de la creación. Al ver al lobo, retrocedió rápidamente; pero sin efectuar ningún movimiento que acreditase la precipitación del miedo. Se fue inmediatamente al lugar en donde tenía atados a los perros.
Centella oyó en su retirada el ruido del acero helado. El olor, lo mismo que el sonido, llegaban netamente perceptibles hasta él. Sentía a la vez el olor de los hombres y de los perros. Oyó el movimiento de estos últimos y el ruido de sus cadenas. Pero no corrió. No tenía miedo a los lobos ni a los perros, y en su interior empezaba a sentir las ganas de luchar con las odiosas bestias que estaban promoviendo todo aquel ruido. Su gran soledad y sus tristezas de algunos minutos antes se trocaron en un fuego intenso de animosidad y odio. Trotó despacio alejándose del buque unos doscientos metros. Se desvió luego a un lado, como suelen hacer los lobos, y esperó. Sabía que los enemigos se le acercaban. Oyó claramente el chocar de las uñas contra el hielo. Aparte el leve ruido de las pisadas, los perros de Bronson no producían otro sonido. Pero detrás de los perros oíase la voz de Bronson, azuzándolos, lanzándolos a la caza.
Centella dio la vuelta y se alejó corriendo sobre el hielo. No corría para escapar, sino para elegir el lugar de la batalla. Quería luchar en un campo elegido por él. Ni el reluciente hielo ni la dura nieve helada le agradaban, y corrió sin detenerse hasta encontrar un lugar cubierto por espesas capas de nieve esponjosa.
Bronson le iba al alcance con ocho de sus perros, adiestrados en guardar silencio y en morder y atacar sin hacer ruido. Estos perros no tardaron en percibir el olor de Centella y en comprender la seriedad del negocio a que su amo les invitaba.
En el borde de un montículo de nieve Centella aguardaba echado sobre su vientre. Cuando la jauría enemiga estaba a unos cinco o seis metros, Centella se lanzó, con la fuerza del rayo, sobre él primero de los perros, lo mismo que hubiera podido lanzarse sobre un reno. Con el empuje de una masa de sesenta kilos fue a chocar contra un perro de unos cuarenta kilos, mordiéndole de tal modo que el mejor luchador de la jauría de Bronson apenas tuvo tiempo de exhalar más que un aullido de dolor cuando Centella le desarticuló las vértebras cervicales y le deshizo el cuello en la furia de su venganza. Así como la joven loba le había hecho luchar, mucho tiempo antes, con Baloo, así en aquella ocasión el recuerdo de Firefly encendía su sangre aumentando en él los deseos de destrozar y matar. En su salvaje modo de entender las cosas, presumía que aquellos perros formaban la manada a la que Firefly pertenecía, y que ellos eran los que se la habían secuestrado. No hacía en esto distinción entre individuo e individuo, antes bien, atribuía la responsabilidad a la manada entera, a la que suponía autora del despojo de sus derechos, y en su deseo de venganza se veía obligado a luchar como no había luchado aún en toda su vida. Veinte segundos después de haber dado muerte al primer perro, debatíase Centella en el centro de una caótica masa de seres que se revolvían, agitaban, mordían y atacaban como diablos. En vez de luchar como los lobos, los perros de Bronson se amontonaron encima de Centella como sobre un gato. La fuerza del número logró mantenerlo debajo; pero este mismo número, que en sí mismo era una contrariedad, representaba también, por otra parte, para Centella, una gran ventaja, porque no daba nuestro lobo tarascada que no causase alguna víctima. Sus mandíbulas se cebaban en patas que se rompían como cañas, sus afilados colmillos se hundían como cuchillos en los vientres de sus enemigos, que caían con las tripas afuera: se retorcía y defendía con gran coraje, y cada dentellada que daba era una tremenda herida que abría en el cuerpo de alguno de sus enemigos. El ruido de la batalla llegaba hasta el buque. Bronson, armado con un arpón, se dirigía corriendo al lugar de la lucha. Por una de las ventanillas del buque salió un chorro de luz. Pronto se oyeron los ladridos de otros perros, y una veintena de bestias de refuerzo entró en combate.
Centella no pensó que todo el buque estaba pendiente del resultado de la refriega, porque ya no se acordaba del buque ni de sus tripulantes. Continuaba simplemente luchando con furia ciega debajo de una masa terrible de asaltantes. Ni veía, ni oía nada más que a los perros con quienes luchaba. Tenía encima de sí numerosos cuerpos enemigos, y él hundía ferozmente sus colmillos en la carne palpitante. Varias veces sintió también el agudo dolor de otros dientes y de otros colmillos que le rasgaban los costados, le laceraban la carne y se le hundían en el cuello. La nieve que cubría el suelo absorbía la sangre como una esponja, y del centro de toda aquella masa de cuerpos que se pisoteaban salía un vaho cálido de degollina y matanza. Otro de los perros de Bronson había hallado la muerte en la refriega y todos los demás estaban perniquebrados y maltrechos. Centella tenía a otro perro agarrado por el pecho, con los dientes, cuando la veintena de perros de refuerzo llegó al lugar de la batalla.
A aquellos perros les gustaba tanto la lucha como a los niños les gusta el juego, y no necesitaban ser azuzados. Hubieran luchado con sus propios hermanos, con sus mejores amigos, con todos los demás perros de su raza, y así, cuando se arrojaron sobre el montón de cuerpos que luchaban con Centella, el carácter de la lucha cambió por completo. Ellos no podían distinguir, en aquella confusión, al amigo del enemigo, y el primer perro de refuerzo clavó, por primera providencia, sus colmillos en el cuello de uno de los perros que estaban luchando. El segundo perro que llegó hizo lo mismo, y lo propio hizo también el tercero, de tal modo que medio minuto después aquello era una lucha caótica en que cada cual luchaba en defensa propia, asestando mordiscos a diestro y siniestro. En medio de aquella gran tremolina Centella oyó la voz del hombre. Era la voz de Bronson, que intentaba sujetar los perros a la obediencia, mientras se preparaba a lanzar el arpón. Otros hombres habían salido del buque, y cuando Centella pudo, por fin, escurrirse hacia la periferia de la informe y agitada masa, una docena de látigos chasqueaban por encima de aquellos cuerpos endemoniados. El extremo de uno de dichos látigos le hirió en la punta del hocico en el preciso instante en que él estaba tratando de zafarse de aquella gran baraúnda. Otro látigo restalló encima de él, segándole la piel del cuerpo en el instante mismo en que Centella lograba escabullirse por entre dos cuerpos, lanzándose precipitadamente a correr en la obscuridad de la noche. Durante algún tiempo continuó oyendo los gritos de los hombres y los chasquidos de los látigos. Pero cuando llegó delante del túmulo de John Braine y se sentó allí sobre las ancas, al gran tumulto había sucedido un gran silencio.
En medio de aquel silencio Centella se sentó y aguardó, y mientras aguardaba, la sangre le manaba de sus heridas cayendo sobre la nieve, coagulándose y helándose allí. Tenía el cuerpo magullado y no temía a ninguno de los seres con quienes había luchado, a pesar de lo cual no le acuciaba para nada el deseo de venganza. Sus sueños estaban rotos. La esperanza que los había alimentado se había desvanecido. Dos o tres veces rodeó el túmulo olfateando las pisadas de Firefly y los lugares en donde ella había dormido, después de lo cual dirigió sus miradas hacia el Sur. Muchas veces había sentido la atracción del Sur, sin que nunca se hubiera decidido a responder a la misteriosa llamada que le llegaba desde allá. Pero en aquellos instantes no estaba en él el fiero instinto de conductor de la manada, que hubiera podido retenerle en las regiones nórdicas. Únicamente la sangre de Scaguen, el gran danés, corría aquella noche, dominadora, por sus venas, y a través de las negruras de su pena y de su soledad, Centella vislumbró las extrañas visiones de otro país y otro mundo iluminados por el Sol. Y lentamente trotó en dirección al Sur. Dos veces durante los primeros doscientos o trescientos metros se detuvo y miró atrás. Mas luego miró adelante, y marchó ya sin volverse a detener hasta el lugar en donde Firefly se había separado de él para volver al buque. Pasó por allí mitad por casualidad, mitad por la atracción que todavía ejercía en él aquel sitio, en donde la tempestad no había logrado borrar completamente las huellas de Firefly.
Centella aulló después de olfatearlas. Y volvió su cabeza y escuchó, mientras su corazón latía con una postrera esperanza; con la esperanza de la bestia que carece de razón. Había vencido ya, no obstante, la tentación de permanecer en aquellas regiones. Más fuerte que todo otro estímulo, sentía ya dentro de sí la llamada de los países tibios y soleados del Sur.
Trepó por la pendiente que se elevaba delante de él, y una vez arriba se detuvo en silencio una vez más, antes de continuar definitivamente su camino. Mientras miraba hacia el lugar en donde habían quedado, medio borradas por la tempestad, las delicadas huellas de Firefly, un ser viviente hizo su aparición a cierta distancia de él y se paró Un rato, destacando su bella silueta del fondo débilmente iluminado que se extendía por la inmensidad sin límites. Centella no se movió; parecía haberse convertido, de repente, en una estatua de duro y frío hielo. La criatura que se le había aparecido a lo lejos fue acercándose despacio y majestuosamente. Aquel ser maravilloso no era una zorra, ni un lobo, ni un perro esquimal: era Firefly, la linda perra escocesa que tan honda impresión había hecho en el corazón y en el alma de Centella.
La luna y las estrellas se reflejaban en el hermoso pelo rubio de la perra, mientras ésta se acercaba, dando a su cuerpo la belleza encantadora de una visión. Cuando los dos animales volvieron a estar reunidos, Firefly colocó su hocico en la espaldilla de Centella, en señal de afectuoso saludo. Quizá si la perra hubiera podido hablar, habría contado que había tenido un sueño, y que la lucha de Centella y los perros la había despertado, añadiendo que, harta de aquel ambiente de inclemencia y lucha, estaba por fin dispuesta a seguir a Centella a donde quiera que éste desease llevarla. Centella dejó escapar un amable aullido de su garganta, y al poco rato emprendía decididamente su marcha al Sur.
Y Firefly, rechazando las vacilaciones, púsose a trotar contenta y satisfecha a su lado.