Capítulo V

Terrible tempestad se desencadenó en el mar Ártico, acentuando su furia frente al golfo de la Coronación para extenderse luego, cada vez más inclemente, por los helados desiertos que envuelven el extremo boreal del continente americano. Con motivo de esta tempestad, las tinieblas más espesas cubrieron todas las regiones polares. El sol faltaba por completo, y las nubes velaban la escasa penumbra que hubiera podido llegar hasta la tierra gracias al resplandor de la luna y de las estrellas. En su rotación el globo terráqueo había hecho pasar ya el golfo de la Coronación por el meridiano de la larga noche y aquellas regiones atravesaban por los momentos de mayor obscuridad. Sobre las vastas extensiones de hielo, que cubría las orillas de las últimas extremidades de la tierra, bramaba un viento de espantoso y colosal empuje. Barría este viento los desiertos helados, arrastrando partículas de nieve helada que herían como balines. No había ser viviente que no hubiera procurado ponerse a cubierto, porque aguantar la tempestad sin la protección de algún abrigo o caverna, era lo mismo que arrostrar la muerte. En sus viviendas subterráneas los esquimales se apelotonaban en compactos grupos; las zorras buscaban el refugio de sus madrigueras; los lobos, hechos un ovillo, aprovechaban las desigualdades del terreno para ponerse al amparo de la borrasca; los toros lanudos y los renos se apretujaban unos contra otros para buscar la defensa en masa, y hasta los grandes búhos blancos, con sus gruesas fundas de pluma, se veían obligados a protegerse contra la tempestad colocándose en los hoyos y concavidades de la gran llanura sin árboles.

Centella, animal que, a no ser por las gotas de sangre de perro que había heredado de Scaguen, el gran danés, hubiera sido un perfecto lobo, apenas se dio cuenta de la tempestad. Porque varias horas después de la gran sarracina[7] de sangre realizada en uno de los recovecos del laberinto de sinuosidades, cañadas y montículos, yacía aún junto a unas rocas y elevaciones que le protegían. El dolor y la debilidad producidos por las heridas no le habían dejado mover. Su gran cuerpo gris, acribillado y destrozado por los colmillos de los lobos que habían luchado con él, carecía de fuerzas para poner la máquina en movimiento.

En la base de su cráneo sentía aún la herida que le había comunicado la fiebre que le había hecho hervir la sangre. Sus ojos permanecían cerrados. En su cerebro, los gemidos y bramidos de la tempestad iban unidos a los aullidos y a los rumores de lucha, como si continuara todavía la que sostuvieron sus lobos con los de la manada que acudió a aprovecharse de los restos del botín después de la matanza de los toros lanudos. En su interior volvió a reproducirse el conflicto entre instintos encontrados. De nuevo creyó estar corriendo con Mistic, el enorme lobo gris que se había unido a la manada de lobos blancos cuando éstos pasaron por la zona de nieves próxima a la región de los bosques del Sur; de nuevo, compañeros del hambre, volvieron a saciar su bulimia engullendo vorazmente a los búhos blancos, y luego con su manada, y con Mistic siempre a su lado, caían sobre los toros lanudos, mordiéndoles en el cuello y sosteniendo con las enormes bestias una cruel refriega. Y, por fin, soñó Centella con la llegada de la manada enemiga y con la batalla que ella les obligó a sostener en defensa de la carne conquistada, la batalla que había terminado no quedando más vivos que Mistic, él y otro lobo de su manada. En las imágenes que surgían en su cerebro excitado por la fiebre vio de nuevo la épica batalla. Sus mandíbulas castañeteaban débilmente. De su garguero salían débiles aullidos. Su cuerpo temblaba. Sus músculos poníanse cada vez en mayor tensión. Y no se enteró de la tempestad desencadenada en la espantosa noche, ni del frígido viento que todo lo asolaba con su furia.

Cerca de él estaba Mistic, el gran lobo gris de los bosques que tanto se había alejado de sus selvas, y que, en los últimos momentos de aquella terrible lucha de algunas horas antes, le había salvado la vida. Ambos lobos estaban refugiados en una pequeña caverna, formada por la roca, la tierra y la nieve, a poca distancia de lo que antes había sido el campo de batalla. Si hubiera habido luz, Mistic habría visto que los rígidos y helados cadáveres alcanzaban la cifra de tres toros lanudos y veintiséis lobos horriblemente destrozados. A causa de la furia de la tempestad, el olor que antes despedía la carne muerta ya no podía herir el olfato de Centella.

Entre estos dos lobos, Centella, el más fornido de los lobos árticos, y Mistic, el gran lobo de las selvas, había surgido algo más fuerte que la ordinaria camaradería de los lobos. En Centella, esta mayor camaradería era hija de las gotas de sangre de perro que corrían por sus venas. Era la herencia del gran danés, que no le abandonaba un momento. Allí estaba siempre. A ratos ardía dentro de sus venas llenándole de deseos cuyo alcance, objeto y modalidad no acertaba a precisar. A ratos le hacía sentir de un modo terrible la espantosa soledad en que vivía. Este extraño y terrible sentimiento de soledad le impulsaba muchas veces a buscar las cercanías de las habitaciones humanas. Estos sentimientos estaban inspirados por el espíritu de Scaguen, el Scaguen que había aceptado la dominación del hombre, adorándole como a un dios, y durmiendo al calor de las fogatas encendidas por el hombre blanco. Pero la sangre de Mistic estaba desprovista de toda herencia perruna. En los primeros días del hambre que se había extendido por toda la tierra, cuando la monstruosa manada de lobos blancos se había dividido diseminándose, Mistic había sentido a Centella, porque entre los ciento cincuenta lobos de la manada, Centella era el único gris. Porque gris era también el color de los hermanos que Mistic había dejado en los bosques del Sur, de los hermanos en que el espíritu de Scaguen llamaba a Centella hacia las habitaciones de los hombres.

Pero los bosques de Mistic estaban cerca y eran reales. Los había abandonado hacía únicamente un mes, a menos de unos trescientos kilómetros más al Sur. Ahora que ya no desfallecía de hambre, sino que estaba bien alimentado con la carne de los toros degollados, el deseo de volver a sus pantanos y a sus frondosos bosques le acuciaba más que nunca. Hasta en los momentos en que más arreciaba la tormenta sentía deseos de emprender la marcha hacia sus selvas. Pero algo le decía dentro de él que aquella tempestad no era como tantas otras que él había presenciado, y no se atrevía a salir de su refugio escuchando los bramidos y amenazas del viento y recibiendo los mensajes que parecían llegar hasta él desde los cuatro puntos cardinales anunciando muerte. Varias veces trató Mistic de sacar a Centella del profundo estupor en que estaba sumido. Le tocó con la punta del hocico. Aulló. Púsose en pie, mirando desde su refugio el negro caos de la noche, no comprendiendo por qué su compañero no se levantaba también, como él, y se ponía a su lado. Pero a los requerimientos suyos, Centella no respondió, y Mistic tuvo que sondear completamente solo las profundidades de la noche. La tempestad adquiría cada vez mayores proporciones. El trueno retumbaba con hórrido estruendo por encima de los vastos desiertos helados. Durante horas y horas la tempestad continuó atronando los espacios, hasta que, por fin, fue cediendo. Poquito a poco las estrellas fueron reapareciendo en el firmamento. La cerrazón de las tinieblas se trocó en la pálida penumbra formada por el resplandor de las estrellas, y el coral de la aurora tiñó de bermellón los espacios. Y Mistic, viendo que el mundo había cambiado de nuevo ante sus ojos, aulló con mayor vehemencia para despertar a Centella; pero viendo que no se movía se decidió a salir, al fin, solo del refugio que ambos lobos habían encontrado, formado por las rocas y la nieve.

Cuando se convenció de que Centella no le seguía, Mistic se dirigió a uno de los esqueletos de toro lanudo y comenzó a morder la carne todavía adherida a la osamenta. El tercer lobo, único superviviente de la manada de Centella, acompañó a Mistic en la comilona que éste pudo realizar después de la tempestad. Aquel lobo era blanco, como todos los lobos árticos. Mistic enseñó los colmillos cuando el lobo blanco se le acercó. Más que nunca desconfiaba de los lobos blancos. Una vez terminada la comida, volvió a reunirse con Centella y de nuevo le tocó con el hocico, y le aulló y le instó a que se pusiera en pie. Centella, saliendo del sopor en que había estado sumido durante muchas horas, tuvo conciencia de que desde algún sitio, quizá lejano, Mistic le llamaba. Pero Mistic no se dio cuenta del esfuerzo que Centella realizó para contestar. Y de nuevo volvió a salir del refugio. En la pálida gloria de la noche parecíale casi que podía husmear el olor de sus bosques, y en las imágenes que pasaban por su cerebro creyó ver a sus amados árboles alzándose amistosos y acogedores en las lontananzas del horizonte. En su cerebro, la distancia carecía de piedras miliares. Un kilómetro, veinte, cincuenta, lo mismo daba. Su instinto le impulsaba a abandonar aquella tierra extranjera de blancos lobos famélicos, para llegar cuanto antes a sus amados bosques y a las ubérrimas[8] orillas de sus pantanos, en donde sus hermanos eran grises, y no blancos como en aquellas desoladas regiones del hielo y de la nieve. Anduvo durante un buen rato, lentamente. Dos veces se detuvo, después de dar algunos pasos, y aulló llamando a Centella. Y dos veces, también, después de haber aullado, anduvo un poco más deteniéndose luego y aguardando. Por fin, a bastante distancia ya del lugar en donde había dejado a Centella, Mistic se sentó sobre sus ancas y dio un prolongado y postrer aullido, para llamar por última vez a su amigo. Después de esta postrer llamada escuchó un rato. Y luego, con un lamento en su garganta, dio la vuelta y partió corriendo en dirección al Sur.

Sin arredrarse por la distancia de trescientos kilómetros que le separaba de sus bosques, sin pensar en otra cosa sino en que en el extremo de aquel inmenso sudario blanco encontraría sus amados bosques, Mistic continuaba su marcha hacia sus lares.

Varias horas después de la partida de Mistic la fiebre cedió y Centella pudo abrir los ojos y levantar la cabeza, comprendiendo una vez más la existencia. El significado de la vida, no obstante, se le escapaba. Sentía todavía un agudo dolor en la base del cráneo, en el lugar mismo en que los colmillos del lobo que le había mordido se habían hundido, y su cuerpo estaba tan rígido que parecía de hielo. Lentamente los recuerdos volvieron a poblarle la memoria. Y vio con profunda pena que el gran lobo de las selvas le había abandonado. El primer aullido que dio fue para llamar a Mistic, pero le respondió únicamente el solitario lobo blanco que montaba la guardia junto a la carne de los toros degollados. Olfateó Centella el lugar en donde su camarada había dormido y notó que su frialdad databa de muchas horas. Después de un rato, púsose nuevamente en pie. Sentíase muy débil. Al abandonar su refugio, tropezó y cayó varias veces en el mismo suelo cubierto de los cadáveres de la gran refriega. No encontró allí más que al solitario lobo blanco, gruñendo y ahuyentando a los bichos hambrientos que se acercaban con el intento de beneficiarse con algún buen pedazo de carne. Centella, en cambio, no sintió ningún rencor contra las famélicas criaturas. Vio a los búhos cerniéndose, como espíritus, por encima de los cuerpos de los toros lanudos y los lobos degollados; oyó el pavoroso tableteo de sus picos; vio a los chiquitos armiños de ojos colorados llegándose casi hasta sus propios pies; percibió el movimiento rápido y cauteloso de las zorras y oyó sus odiosos ladridos; pero no sintió deseos de perseguir a ninguno de aquellos enemigos. El lobo blanco que montaba la guardia estaba fatigadísimo de las embestidas y carreras que había tenido que dar para defender la carne contra las asechanzas de tantos merodeadores. Le colgaba la lengua. Respiraba con dificultad. Y dirigió a Centella una mirada llena de esperanza, porque creía que Centella le ayudaría a defender la carne. En su cabeza no cabía la suposición de que un lobo pudiera ceder nunca la parte de carne que le correspondía como premio a su contribución en la matanza. Pero, así como, poco tiempo antes. Centella hubiera luchado bravamente para defender, como cualquier otro lobo, su parte de carne, en aquel momento se desinteresó del asunto. Ya no le importaba la carne. En su interior había ocurrido un gran cambio. La fiebre y la enfermedad habían dejado en su alma un profundo sentimiento de la soledad y un anhelo nuevo para él, y durante algunos minutos sus ojos sondearon las sombras de la noche en busca de Mistic, el gran lobo de las selvas.

Volvió a su refugio y se tendió, hecho un ovillo, en el mismo sitio que había ocupado antes. Nunca su herencia de Scaguen, el gran danés, dejó sentir en él sus efectos de un modo más apremiante que en aquella hora de debilidad y soledad. Sus aullidos eran los aullidos de un perro, y no los de un lobo. Necesitaba no estar solo, y, no obstante, no quería ya la compañía del lobo blanco que había quedado junto a los esqueletos de los toros. Las gotas de sangre de perro que corrían por sus venas eran como un poderoso antídoto que contrarrestaba los salvajes impulsos de su voracidad. Poco le importaba que las zorras y el armiño y los búhos blancos se apiñaran alrededor de los cadáveres para nutrirse con su carne, porque cuando el espíritu de Scaguen estaba dentro de él se sentía inclinado a hacer buenas migas incluso con las zorras. Mientras el hambre no le obligó a salir en busca de carne no pensó para nada en molestarlas. Cuando le volvieron a entrar ganas de andar y moverse encontró la última pista de Mistic y la siguió durante algunos kilómetros, después de lo cual se detuvo para olfatear el aire. No aulló porque una voz interior le decía lo que había ocurrido. La pista estaba fría, y Mistic había desaparecido. Volvió nuevamente a su refugio y allí pasó cuarenta y ocho horas. Fue varias veces desde el refugio hasta donde yacían los toros lanudos. Vagó por los alrededores olfateando el aire, por si percibía algún olor que le anunciara el regreso de Mistic. Desapareció el dolor de sus heridas y la rigidez de sus patas. También desapareció el dolor que sentía en la base del cráneo. El tercer día sopló de nuevo el viento y la pista de Mistic quedó borrada con las partículas de hielo y nieve que le cayeron encima. Después de esto Centella marchó directamente hacia la costa, en vez de vagar sin rumbo por los alrededores de su refugio. Cada vez que el hambre le apremiaba volvía al lugar en donde habían quedado los restos de los cadáveres, y concluyó por olvidarse de los sufrimientos de la inanición. La carne volvió a cubrir sus costillas y la fuerza volvió a ser el atributo de sus músculos. No obstante, su soledad era para él causa de un malestar inexplicable y, en su inquietud, se pasaba las horas buscando y buscando lo que él mismo no acertaba a adivinar en qué consistía.

Y otra vez el destino que guía y dispone los sucesos y las cosas del desierto volvió a ocuparse de Centella. Regresaba éste de una excursión sin rumbo a los lugares en donde había dejado las reservas de carne helada, cuando un súbito cambio de viento llevó hasta su olfato un olorcillo, y hasta sus oídos un sonido, que le encendieron la sangre, después de haberle dejado petrificado durante unos instantes. Era olor de hombre y ladridos de perros. El instinto le advirtió en seguida del peligro. Su corazón lanzó en seguida por todo su cuerpo la sangre caliente del lobo. Resurgió en él el temperamento salvaje y de su garguero salieron sordos y feroces aullidos. Porque el olor y el ruido provenían directamente del lugar en donde había quedado la carne que durante una semana le había servido de alimento y de reconstituyente. Adelantó intrépidamente hasta poder ayudarse de la mirada. A la luz de las estrellas no vio ya al solitario lobo blanco, ni a las zorras, ni a los búhos. Cerca de los huesos de Yapao, había un tiro de perros y un largo trineo, y a alguna mayor distancia otro tiro de perros y otro trineo. Y entre estos trineos, bien abrigados y envueltos, había varios hombres trabajando alegre y precipitadamente. La algarabía de su charla llegó hasta los oídos de Centella de un modo bien claro y distinto. Era que unos cazadores esquimales habían hallado los restos de los toros lanudos y de los lobos que perdieron la vida en la refriega. En aquel invierno cruel el hambre se cebaba en los hombres lo mismo que en las bestias, y nunca habían hecho los cazadores mejor hallazgo. Todavía quedaba la mitad de la carne de los tres toros lanudos, y más de la mitad de los lobos muertos estaban todavía intactos. Upi, el gran cazador, cantaba lleno de júbilo, mientras cortaba y preparaba la carne congelada, y los cinco esquimales que le ayudaban trabajaban también como demonios. Cargaron todo lo aprovechable en los trineos; con un hacha, que Upi había adquirido cediendo su mujer al capitán de un ballenero a cambio de tal instrumento, mondaron y escamondaron los esquimales los esqueletos de los toros. De vez en cuando un esquimal suspendía su trabajo para hacer chasquear su larguísimo látigo por encima de los perros. Centella miraba, echado sobre su vientre, la expoliación de que era objeto por parte de los hombres que ambicionaban la carne que él había conquistado a costa de graves heridas y de la pérdida de la manada. El solitario lobo blanco había partido. Los búhos y las zorras habían partido. Únicamente los hombres y los perros permanecían al lado de los toros degollados.

Los esquimales concluyeron su trabajo prestamente. Media hora tardaron en cargar en sus trineos incluso las entrañas de los animales muertos. Terminada la tarea, los humanos expoliadores partieron arreando sus perros con gritos de alegría y frecuentes chasquidos de sus látigos. Centella permaneció largo rato echado sobre el vientre, escuchándolos. Cuando los chasquidos de los látigos ya no llegaban hasta sus oídos, todavía podía oír los gritos de alegría salvaje lanzados por los esquimales.

Cuando no oyó el menor eco de todo aquel ruido, Centella se acercó al lugar en donde le habían robado la carne. Allí acudió también, al cabo de un rato, el otro lobo blanco. Las zorras volvieron a aparecer, y los búhos se cernieron nuevamente sobre aquel paraje. Todo el alimento que quedaba se reducía, sin embargo, a las migajas de carne congelada que habían saltado a los golpes del hacha. Con estos escasos residuos hizo Centella su última colación. Cuando él y el solitario lobo blanco hubieron terminado, ya no quedaba para los búhos y las zorras más que los trozos de nieve empapada en sangre.

Centella, después de haber despachado aquella ligera refacción, se puso a seguir, despacio y con cautela, la pista de los esquimales. Ni llamó al otro lobo con sus aullidos, ni el otro lobo pensó en seguirle. Ni el deseo ni la razón guiaban los pasos de Centella. No sentía la rabia tan natural en todo lobo que se ve despojado de su ración de carne. Las huellas de los perros no suscitaban en él cólera alguna. No esperaba volver a conquistar lo que había perdido, y si seguía aquellas huellas, era sin deseos de venganza contra hombres ni contra animales. Seguía la pista únicamente porque la pista ejercía en él cierta atracción. Le atraía, a pesar de que Centella presentía el peligro. Por esto la seguía con grandes precauciones. La atracción de la pista era tan grande, que Centella hubo de ceder a los impulsos de andar en dirección contraria a la que su prudencia le aconsejaba tomar. En su cabeza actuaban fuerzas paradójicas; fuerzas que le impulsaban en distintos sentidos, venciendo las que le impelían a marchar a las que le aconsejaban no seguir la pista. La sangre de Scaguen, el gran danés, había regado las venas de varias generaciones de lobos; no obstante, a través de estas generaciones, la sangre de perro conservaba en estado latente sus cualidades, y aquella noche Centella sintió dentro de sí un extraño cambio. Mientras seguía la pista de los esquimales notó que marchaba sin ser perro ni lobo. Como muchos hombres inadaptados, también él era un ser exótico en el mundo de que formaba parte. Poco tiempo antes había hallado gran placer en galopar a la luz de las estrellas y al resplandor de la aurora. Pero aquel ejercicio ya no le interesaba. Aquella noche hubiera evitado el contacto con su manada de lobos blancos, con más ahínco aún del que hubiera puesto en evitar el contacto con el hombre. Ningún proceso mental descorría en su cerebro el misterio de todas estas cosas, y no obstante, un hombre de ciencia, merced a una atenta observación, hubiera podido descubrir los motivos de tales anomalías. Centella había heredado sangre de perro y su alma sentíase muy sola, porque carecía de algo que nunca había conocido y que el mismo Centella no podía conjeturar en qué consistía.

Durante varias horas siguió la pista de los esquimales, sondeando siempre con sus miradas la inmensidad que se extendía delante de él, y escuchando siempre con extremada atención. De cuando en cuando se acercaba tanto a los esquimales que podía oír sus gritos. Kilómetros y más kilómetros recorrió Upi cargado con su tesoro. Centella le siguió hasta que pudo oír, a unos cuantos centenares de metros de distancia, los gritos de alegría y triunfo que Upi y los suyos dieron al llegar a su aldehuela. El aire le transmitió las voces al mismo tiempo que el olor de la aldea. No le gustó el olor. Era olor de hombre, y, lo mismo que el de los animales, dábale la sensación de un gusto desagradable en el paladar. No era como el olor que había llegado hasta él desde la cabaña del hombre blanco, que se levantaba en el borde de la quebrada, y Centella procuró evitar la aldea, llegando hasta los hielos del mar, después de dar un rodeo.

Una vez llegó a la costa continuó directamente en dirección Oeste. A la luz de la luna y las estrellas, los anchos desiertos helados brillaban suavemente, reflejando la áurea iluminación. El silencio era tan completo, que en la inmensidad de la noche las uñas de Centella sonaban como herraduras sobre el hielo. Parábase frecuentemente, y vacilaba ante la diversidad de estímulos y emociones. Después de algunos minutos de vacilación se decidió a marchar contra el viento, y gracias a esta determinación le sucedió algo maravilloso. A unos ocho o diez kilómetros de la aldea de Upi, y a unos dos kilómetros escasos de la costa, pudo vislumbrar una sombra cuya presencia no se le había revelado antes por medio de las emanaciones que le hubieran tenido que llegar hasta el olfato. Tan poco perceptible resultaba esta sombra a través de la neblina, que Centella la descubrió cuando ya estaba bastante cerca de ella. Al descubrirla se detuvo dando un gruñido de recelo. La sombra que tenía delante de sus ojos era un buque, un buque fantasma, un buque recubierto de hielo, con grandes mástiles que llegaban hasta el cielo. Centella no había visto nunca una cosa como aquélla. Era una sombra fríamente silenciosa. Centella retrocedió prudentemente, dando amplios círculos con su vientre casi pegado al suelo. En aquel momento llegó hasta él el olor de aquella sombra. Sus ojos brillaban con un fuego extraño, porque aquel olor era el mismo que llegó hasta él desde la cabaña del hombre blanco. No obstante, aquello distaba mucho de ser una cabaña. Aquella sombra no se parecía a nada de lo que él había visto antes. Al cabo de un rato se realizó el último milagro. En la parte interior de aquella sombra había luz. Centella vio de nuevo la luz amarillenta y gloriosa que había visto antes en la cabaña del hombre blanco, y oyó voces de hombre, y el quejido de un perro que había recibido un puntapié. A estas voces y a este quejido siguió el silencio. En el interior del buque la vida se regía por la marcha de un reloj, y los hombres que lo tripulaban dormían, porque según el reloj era de noche para ellos.

Centella dio tres vueltas alrededor del buque, acercándose cada vez más, y la tercera vez concluyó por sentarse sobre sus ancas, para levantar la cabeza y lanzar a los aires un aullido de interrogación. En el silencio de la noche el aullido pareció remontarse hasta las estrellas. No se había extinguido aún el aullido en la garganta de Centella, cuando éste oyó de repente un gran alboroto. Una veintena de perros esquimales respondieron al aullido. Sus ladridos despertaron a los hombres que dormían, y la voz que había llegado antes hasta los oídos de Centella volvió a dejarse oír pronunciando maldiciones. Y todo aquel barullo fue acompañado de los chasquidos de los látigos, sonando en el espacio como el estampido de una pistola.

Centella retrocedió al trote lo mismo que una gran zorra cautelosa. Todo aquel ruido iba revestido de amenaza, y Centella comprendió que había llegado ya para él el momento de huir. No emprendió, sin embargo, una retirada precipitada y en línea recta, sino que se retiró dando grandes rodeos. En uno de estos rodeos su hocico encontró una pista. La siguió durante unos cuantos pasos, y de repente se paró en seco. Hasta él habían llegado las sutiles emanaciones de un olor nuevo. No era olor de zorra. No era olor de lobo. No era olor de perro esquimal. No era ninguno de estos tres olores; pero era, no obstante, olor de especie canina. La diferencia de este olor con el de los demás olores impresionó a Centella mucho más de lo que le había impresionado la presencia del buque fantasma. El misterio de aquel olor le mantuvo quieto y rígido por espacio de algunos minutos. Respiró profundamente. Pegó su hocico a las huellas impresas en el suelo, y continuó marchando en medio de una sensación extraña. Enfrente de él, corriendo sola, vagando a la luz de las estrellas y del resplandor del cielo, divisó una criatura cuyo aspecto delicado hizo nacer en el corazón de Centella el acicate de un nuevo deseo. Arrastróse Centella hacia esa criatura, lentamente, pero con insistencia, llamándola con aullidos diferentemente modulados. Pero aquella figura delicada desapareció pronto de la vista de Centella.

Nuestro lobo volvió a seguir la pista, y a unos centenares de metros más se encontró con un túmulo de piedras en las que, si Centella hubiera sabido leer, habría leído lo siguiente:

A LA MEMORIA DE JOHN BRAINE DEL INSTITUTO SMITH,

MUERTO EN 4 DE ENERO DE 1915

Así dice el Señor de los Ejércitos:

Mirad bien dónde ponéis los pies.

(Ageo, I, 5-7.)

Pero aquellas letras no podían significar nada para nuestro lobo. Si le impresionaron más que lo que generalmente veía, fue porque alrededor de ellas se multiplicaban las huellas de la criatura que él seguía y también porque allí, delante de aquellas letras, el olor de las huellas era más fuerte.

La nieve estaba cubierta con tales vestigios. Y aquí y allá había señales de haber estado Firefly echada delante de la tumba de su amo. Únicamente este hombre hubiera podido decir todo lo que la compañía de aquella perra escocesa había significado para él; porque era una mujer la que le había regalado la perra, una mujer que a miles de kilómetros de distancia rezaba por ellos, por el hombre muerto y por la pobre perra que había perdido a su amo.

Centella dio un aullido. Describió varios círculos alrededor del túmulo, lo olfateó y apoyó sus patas delanteras en él, estirándose hasta llegar a tocar con el hocico la inscripción. La perra también se había puesto muchas veces de pie sobre sus patas traseras, apoyándose con las delanteras sobre el túmulo, para poder tocar con el hocico aquellas letras ininteligibles. Las señales de sus patas estaban todavía grabadas en las piedras del túmulo y en la nieve. Centella descubrió el lugar en donde la perra escocesa había estado echada junto a la sepultura de su amo. Todavía quedaban en aquel lugar algunos pelos rubios, y el olor que salía de allí era más fuerte que el que despedían los demás vestigios. Lentamente prosiguió Centella su camino rastreando la pista. Las pisadas no indicaban la vuelta de la perra escocesa al barco, antes bien remontaban la costa. Cerca de un kilómetro más lejos había en la nieve un lugar con muchas señales en donde Firefly había permanecido unos minutos presa de la duda. Dos veces había corrido desde aquel punto en dirección al buque, como si hubiera deseado volverse a embarcar, pero las dos veces había cambiado el modo de pensar, al llegar a mitad de camino, y había concluido por marcharse en línea recta, alejándose a la vez del buque y del túmulo.

Centella siguió su pista durante una hora, sin hacer ningún gran esfuerzo para alcanzar a la perra; comprendía, sin embargo, que iba acercándose a ella. El rastro indicaba que la perra había estado vagando largo rato sin rumbo. En muchos puntos las marcas de las patas se multiplicaban, demostrando que la perra se había detenido. Un cazador, al reconocer las huellas, hubiera declarado que aquel rastro era el de un perro que se había extraviado o que buscaba algo. Porque las tortuosidades del rastro eran propias de un perro que buscara a su dueño, o, tal vez, su casa. A cinco o seis kilómetros del túmulo, el nivel del blanco desierto variaba, porque allí empezaba la elevación de un gran desierto de hielo. Centella, con la costumbre de sus precauciones y la instintiva repulsión que sentía por el mar, habría dado la vuelta en dirección al interior de la tierra; pero el rastro se dirigía en dirección contraria y, siguiéndolo, llegó nuestro lobo hasta el helado océano. Y una vez allí, continuó de nuevo la marcha en dirección del Oeste. Apresuró el paso. El olor de las patas de Firefly comenzaba a aparecer como caliente en la nieve, y Centella comenzó a trotar, aullando con ansiedad al tiempo que miraba enfrente de él, sin dejar de trotar.

Después de un rato, de repente, vio a la perra. Estaba de pie encima de un pequeño témpano, a unos quince o veinte metros de distancia. El brillo de la luna y de las estrellas parecía reflejarse en la piel del esbelto animal. Precioso, bello animal, cubierto de un largo pelo rubio que resplandecía como el oro. Tenía la cabeza levantada, mirando al mar en actitud de alerta. Parecía un camafeo con el cielo estrellado como fondo. Centella se quedó parado, como objeto inerte y sin vida. Durante toda su vida no había visto nada como aquella perra oriunda de una casa que estaba a más de tres mil kilómetros. Y el olor que despedía aquella criatura era diferente de cualquier otro olor sentido por él. No era olor de lobo, ni olor de perro esquimal. Para su olfato aquel olor era un nuevo y maravilloso perfume. Y mientras su cuerpo permanecía quieto como una estatua de piedra, de su pecho escapó un melancólico aullido. Rápida como una máquina eléctrica, Firefly volvió la cabeza. Centella volvió a aullar, y adelantó, despacio y vacilando, como si rogara a la perra que no se marchase. Desde su pedestal de hielo, Firefly no respondió. Sus ojos brillaban. Rubia y resplandeciente como el oro, aguardaba, invitando a Centella, fascinándole; pero sin producir sonido alguno. Diez segundos más y Centella llegó junto al pedestal de hielo, deteniéndose allí como un galán enamorado. Aulló, alta la cabeza; su cuerpo parecía movido por resortes más bien que por músculos. La magnífica belleza de su cuerpo impresionó a la esbelta criatura que lo contemplaba desde lo alto del pedestal de hielo. Por fin. Centella oyó el sordo y débil aullido con que la perra contestaba a las invitaciones de nuestro lobo. Era un aullido de inefable soledad, una manifestación de simpatía, una respuesta a los requerimientos de camaradería.

El corazón de Centella latió precipitadamente. Entre él y Firefly se levantaba el montículo de hielo, y Centella, en su alborozo, hizo un heroico esfuerzo para encaramarse a él. Clavando con fuerza sus uñas en el hielo consiguió casi llegar hasta la cima; pero resbaló, perdió el equilibrio y cayó con tal fuerza que no pudo contener un gruñido de dolor. Se levantó torpemente y volvió a mirar a Firefly, con naturalidad, como si nada hubiera ocurrido. Trotó luego alrededor del montículo de hielo y halló el lugar por donde Firefly había podido trepar al pedestal. Por allí la ascensión era fácil, y cuando Centella llegó a la cima encontró a Firefly echada sobre su vientre, aguardando, con la cabeza entre sus patas delanteras, y durante medio minuto quizá Centella permaneció de pie al lado de la perra, sin mirar ni una sola vez abajo, antes bien mirando todo el rato el ancho mar. No obstante, ni veía ni buscaba nada. Había en su garganta un rumor de alegría apenas perceptible en aquellos momentos de triunfo. Conservaba difícilmente su compostura y dignidad. Necesitaba saltar y ladrar y hacer locuras para demostrar su alegría. Durante un rato, sin embargo, se mantuvo quieto. Luego, lentamente, miró hacia abajo. Los ojos brillantes de Firefly le miraban fijamente. Centella no había visto nunca unos ojos tan hermosos como aquéllos. Aquellos ojos no le rehuían la mirada, antes bien se la sostenían con un encanto fascinador. Concluyó Centella por bajar la cabeza, tocando con su hocico el pelo sedoso de la perra. Un sonido de atracción infinita salió de la garganta de Firefly. Centella contestó poniendo el alma en un aullido.

A través de veinte generaciones de lobos. Centella llegó al fin a posesionarse de su íntimo, de su verdadero ser.

Unas cuantas horas más tarde, Centella y Firefly, después de haber marchado varios kilómetros en dirección Oeste, llegaron al extremo de los hielos. No habían marchado de prisa, y Centella había renunciado a todo intento de jefatura. Firefly le desposesionó pronto de tal prerrogativa. Con el tacto y habilidad indefectibles en su sexo, se arrogó pronto la facultad de elegir el camino que ella y su compañero debían seguir. Y Centella, lleno de la felicidad que sentía con sus nuevos desposorios, prefirió dejarse llevar a iniciar una disensión en aquellas primeras horas de su luna de miel. Y así, Firefly marchaba adonde le daba la gana, y Centella seguía. El nuevo arreglo le gustaba; no obstante, instintivamente presentía sus peligros. Porque tan desconocido era aquel mundo para ella, como desconocidas hubieran sido para él las calles de una ciudad. Firefly marchaba con una sublime inconsciencia de los peligros que la rodeaban. Esbelta, lucida y bonita, no había conocido nunca los horrores del hambre. Ella no sabía que para vivir en medio de la desolación de aquel desierto necesitaba la vigilancia del cazador a cada paso. A bordo del barco había conocido únicamente dos peligros: la amenaza de los salvajes perros esquimales, y los «caballeros del blanco gabán», es decir, de los osos blancos. Un oso blanco herido estuvo en cierta ocasión a punto de matarla, y desde entonces recordaba a los osos blancos como al más temible de todos los seres vivientes. Pero el lobo había surgido del lado del mar, y allí estaba en tierra firme.

Volvió, por fin, a la boca de una gran hendedura del muro, una hendedura o grieta estrecha producida por el resquebrajamiento de los hielos. Centella hizo allí un esfuerzo para llamarla, a fin de lograr que retrocediera. El instinto le decía que convenía evitar aquellas trampas. Pero Firefly, después de vacilar un momento, le dio a entender que si no quería seguirle, ella continuaría sola. Entonces Centella trotó al lado de Firefly, de buen humor. No obstante, érale imposible dejar de presentir alguna seria contrariedad. Andaba alerta y vigilante. El suelo de la hendedura formaba pendiente, y Centella y Firefly marcharon cuesta arriba durante doscientos o trescientos metros antes de que se detuvieran nuevamente. La luna iluminaba su camino. Su brillo, entre aquellas resplandecientes paredes, era el brillo de un sol pálido; pero Centella no tenía conciencia de su belleza, porque tenía el alma ocupada en otros pensamientos. Mientras estuvieron allí parados, el presentimiento se trocó en sospecha, y la sospecha se trocó pronto en la seguridad de una pavorosa y próxima amenaza. Olía algo. Cuando Firefly hizo ademán de continuar, él aulló. En aquel aullido había una nueva modalidad. Firefly se detuvo. Levantó la cabeza y se puso en guardia comprendiendo que Centella quería advertirla de algún peligro.

Durante un minuto permanecieron sin moverse uno ni otra, y en el silencio de su inmovilidad oyeron unos golpes acompasados, como si algún ser extraño golpease el hielo con una vara de metal, y pocos segundos después apareció Wapusk, el enorme oso blanco. Hasta que Wapusk no llegó a una empinada cuesta de la hendedura. Centella no percibió el olor del oso. Pero una vez el olor llegó hasta su olfato, Centella, lo oliscó con tal eficacia, que adivinó no sólo la proximidad de un oso blanco, sino que identificó por completo la personalidad del intruso, comprendiendo, gracias al olor, que tendría que habérselas con el mismísimo oso con quien había luchado días antes en la vivienda del esquimal. Y Firefly, al ver a Wapusk, reconoció en él al ser que más temía entre todos los que pueblan la Tierra.

Wapusk, al oler la proximidad de su presa, se detuvo un momento. Era un oso cruel, un caníbal, un monstruo comedor de carne humana, y Centella reconoció en él al oso con quien había luchado en la vivienda del esquimal. Pero Wapusk era todavía más feroz que antes. La púa de un arpón esquimal había herido la carne de sus lomos, quedándosele dentro. Fue vano e inútil cuanto intentó por librarse de la molestia. La herida le obligaba a cojear y excitaba su ferocidad. De nuevo Centella oyó el amenazador gruñido en las fauces de su enemigo. Centella respondió con otro gruñido, y Firefly también gruñó, presa de terror y espanto.

Ya no era la hembra orgullosa y triunfante. Temblaba y, llena de presentimientos siniestros, apretaba su cuerpo contra el de Centella, en aquel momento su dueño, su protector, su esposo, enfrente de todo y contra todo.

Del mismo modo que Centella comprendió las desventajas de una batalla en campo abierto con aquel monstruo cuando lo vio por vez primera en la vivienda del esquimal, volvió a comprender la inutilidad de toda lucha en semejantes condiciones. No cabía alternativa. Una única esperanza les quedaba, y consistía en buscar la salvación yendo a buscar una retirada en la parte más estrecha de la hendedura. Emprendió la retirada, pero sin entregarse al pánico. Haciendo signo a Firefly, logró que ésta le siguiera, y ambos comenzaron a correr alejándose del oso. Detrás de ellos oían las pisadas de Wapusk, que corría procurando darles alcance. La hendedura se estrechaba cada vez más y cada vez se hacía más escabrosa. Y luego, de repente, llegaron a la extremidad de la misma. Era como si hubieran estado corriendo por el interior de una botella gigantesca, y al fin hubieran llegado al fondo. Las tres paredes que formaban este fondo se levantaban unos treinta metros del suelo. Centella se hizo en seguida cargo de la situación. No estaba asustado, y, sin embargo, sabía que estaba de nuevo cara a cara con la muerte. Sus ojos buscaron una resquebrajadura, una grieta, una masa de hielo que le ampararan en la lucha que había de sostener en defensa propia y en defensa de Firefly. Al recorrer «el fondo de la botella» con la mirada, sus ojos vieron una sombra que le devolvió la esperanza. Corrió hacia aquella sombra con Firefly a su lado. La sombra era producida por un saliente en el muro de hielo, a unos dos metros de elevación con relación al suelo. Era un último refugio, una última esperanza.

Retrocediendo unos diez o quince metros para tomar carrera, cogió impulso y dio un salto que le permitió colocarse sobre el saliente de hielo. Ésa era la única manera de decir a Firefly lo que tenía que hacer, y una vez él en el saliente, aulló para invitar a Firefly a que se colocara a su lado antes de que fuera demasiado tarde. Las pisadas de Wapusk sobre el hielo sonaban cada vez más cercanas, y desesperadamente Firefly hizo el esfuerzo. Pero dio el salto demasiado corto, y chocando medio metro más abajo de lo necesario cayó exhalando un aullido de dolor y espanto. Probó por segunda vez fortuna, y gracias a un esfuerzo todavía mayor, llegó esta segunda vez hasta el mismo borde del saliente, de tal modo que durante un par de segundos estuvo forcejeando para sostenerse; pero concluyó por resbalar de nuevo y Centella hubo de lanzar un gruñido de rabia y pena, porque vio el enorme cuerpo de Wapusk precipitándose sobre la pobre perra escocesa. Centella se preparó entonces a saltar sobre Wapusk. Veinte segundos más tarde y la terrible lucha hubiera dado principio. Pero, en aquel trance supremo, el miedo y la visión cercana de la muerte puso en los músculos de Firefly la fuerza que hasta entonces le había faltado, y realizando una última tentativa logró colocar sobre la saliente plataforma de hielo las dos terceras partes de su cuerpo, y Centella, entonces, agarrándola con la boca por su sedoso pelo, la ayudó con tal eficacia que esta vez logró verse en el saliente protector.

Un instante más tarde, y la demora le hubiese costado la vida, porque apenas Firefly logró colocarse al lado de Centella, una zarpa gigantesca golpeó con pasmosa fuerza el lugar en donde había estado el cuerpo de la linda perra escocesa. Wapusk, al verla fuera de su alcance, se alzó adelantando las manos para ver si la pillaba. Centella le arreó un mordisco en el hocico y el gruñido de dolor y cólera que dio Wapusk retumbó como un trueno en los espacios infinitos. Acurrucada sobre el saliente protector, Firefly contemplaba la valiente defensa de su esposo. En sus ojos brillaba la llama de un nuevo fuego. Perra de lujo y mimada, no sabía lo que era luchar. No obstante, por sus venas corría la brava sangre luchadora de los perros escoceses. De repente Centella representó para ella todo su mundo. Vio los monstruosos brazos blancos de Wapusk adelantarse amenazadores. Vio cómo uno de ellos golpeaba a Centella, y a éste gimiendo debajo de la temible zarpa, y, sin pensarlo, se lanzó como una exhalación contra aquella manaza. Sus dientes, agudos como navajas, se hundieron hasta las encías en la zarpa de Wapusk, y éste dio un gruñido de dolor intenso. Porque Firefly, mordiendo con furia loca, le había seccionado el tendón más delicado e importante de aquel cuerpo de setecientos u ochocientos kilos de peso.

Ensangrentado y medio aplastado, Centella retrocedió. Firefly saltó a su lado. Sus encías brillaban, hermosas como todas las partes de su cuerpo. Retiráronse Centella y Firefly al otro extremo del saliente, mientras Wapusk se rehacía y reincorporaba, y allí encontraron en el hielo una grieta de poco más de un metro de ancho. Centella hizo que Firefly penetrara antes que él, y Wapusk llegó a la entrada de la grieta cuando Centella estaba ya unos tres metros más adentro. La grieta se estrechaba cada vez más. Se estrechaba tan rápidamente que, unos seis metros más adentro, el gran cuerpo de Wapusk no podía pasar, y el oso, en su despecho, hizo temblar con sus gruñidos las paredes de aquel estrecho callejón. Firefly continuó remontando el estrecho pasillo, y Centella la siguió hasta que, al fin, ambos llegaron a la gran meseta de hielo que se extendía al extremo de aquella estrecha cuesta. Estaban a buena altura sobre el mar y sobre la blanca llanura. En el otro extremo del helero estaba la pendiente hacia las áridas soledades. Alrededor de Centella y Firefly el mundo parecía inmensamente bello, iluminado por el glorioso resplandor de la luna y de las estrellas, y con un aullido, que hubiera podido ser una plegaria de gratitud y acción de gracias, Centella se tumbó sobre su vientre al borde de aquella pendiente de hielo, y contempló la bella inmensidad que se extendía delante de él. Había dejado un rastro de sangre tras de sí. Y continuaba sangrando. Firefly husmeó la sangre y púsose a temblar, porque con el alma canina que Dios le había dado, la pobrecilla comprendió. Y se aproximó a su compañero, echándose al lado de él, con su cálido y suave cuerpo bien arrimado al de Centella. En su garganta temblaba un débil aullido de comprensión, simpatía y promesa. Con gran ternura y cuidado comenzó a lamer la herida de Centella.

Y Centella, con la mirada siempre fija en la inmensidad cubierta de nieve y hielo, no vio ya la soledad, y el vacío, y la fría desolación de su mundo. Porque después de varias generaciones de lobos, su herencia perruna había resurgido dentro de él potente y avasalladora. El espíritu de Scaguen, el gran danés, había triunfado al fin. El milagro estaba ya realizado y su mundo ya no era lo que había sido.