Capítulo IV

Una vez cada siete o cada nueve años hace su aparición en las regiones heladas del extremo norte de la Tierra el hambre. Una vez cada siete años, los conejos, alimento de bestias y de personas en las regiones árticas, sufren una epidemia que los mata a millones, y con la desaparición de los conejos, los linces conocen el hambre y se devoran unos a otros. Las garduñas, las martas y los visones de aquellas latitudes se depauperan, y el hambre invade las habitaciones de los tramperos y cazadores. Los rebaños de renos desaparecen de los lugares a donde el esquimal solía ir a buscar la carne necesaria a su sustento. Los toros lanudos del Norte se desvanecen en el misterio de la noche polar. Los grandes osos disminuyen, e incluso las pequeñas zorras blancas, numerosas como los gorriones, cuando abundan las liebres, parecen haber sido barridas por alguna inmensa red que hubiera pasado por la helada superficie de la Tierra arrastrándolas a todas. Esta horrible plaga del hambre descargaba siempre su furia implacable durante las largas noches. La inanición es la muerte reservada, en épocas de tal azote, a todos los seres vivientes de las regiones heladas.

Y aquél era el séptimo año. Y había transcurrido aproximadamente la mitad de la larga noche. Un mes hacía que los rebaños de renos habían emigrado hacia el Sur o el Sudoeste. Grandes tempestades habían borrado las huellas de su retirada, y los lobos, cuyo instinto no los empujaba a la emigración, habían dejado partir a los renos, sin pensar en seguirlos a las regiones más pobladas del Sur y del Sudoeste. Y en el desierto helado continuaron luchando, y debilitándose, y muriendo, porque en toda la extensión comprendida entre Keewatin y Franklin Bay no había más ley que la ley del triunfo del más apto. Porque, con el hambre, el canibalismo se había introducido en las costumbres de todos los animales carnívoros. El mismo Centella, hasta poco antes jefe de una gran manada de lobos blancos, era víctima del hambre. Seco y depauperado, no era más que un tétrico espectro que se movía en busca del alimento inasequible. Desde que, tres semanas antes, dirigió la gran matanza de los renos de Olee John, el hambre había vuelto a torturarle, y tanto él como Mistic, los dos sostenían la vida en sus cuerpos desenterrando con las patas y comiendo los verdes helechos cubiertos por la nieve. Mistic, el gran lobo gris que se había agregado a la manada de lobos blancos cuando éstos pasaron bastante al Sur, bordeando la línea que separa el límite de las nieves árticas y el comienzo de los primeros arbolillos, se había unido con lazos de franca camaradería con Centella, el lobo que tenía unas gotas de sangre de perro en sus venas.

Estas gotas de sangre de perro habían llevado y retenido a Centella junto a la vivienda del esquimal, en la costa del golfo de la Coronación, en aquellos días de extenuación y hambre. La manada, compuesta de ciento cincuenta lobos en la época de la abundancia, se había desvanecido y disgregado. Individualmente y por parejas, los supervivientes se diseminaron por todas partes. Acuciados por el hambre, afligidos por la debilidad, la blanca horda ya no corría como una legión de demonios bajo el fulgor de las estrellas, con Centella, el mayor de todos los lobos, a la cabeza. En los desiertos helados no se oía ya el grito de caza, porque si por acaso un lobo era bastante afortunado para poder matar algún animal, prefería realizar solo todo el esfuerzo con tal de poder guardar también toda la carne para él.

Una semana hacía que Centella y el gran lobo de los bosques no habían podido comer carne. Durante los tres últimos días se habían alimentado únicamente de los helechos que, igual que los renos, desenterraban escarbando la nieve. Y nunca habían buscado la caza tanto como en aquella semana. Recorrieron grandes extensiones de terreno en el interior del desierto y a lo largo de la costa. Unas seis veces intentaron capturar a las zorras plateadas que habían logrado columbrar; pero los ágiles y astutos animalillos se les escapaban siempre, irremisiblemente, como escamoteados por el caos de la noche. Una vez Centella pudo saltar sobre una foca; pero la lucha era muy nueva para él y la foca se le escapó de entre los dientes antes de que pudiera asestarle una dentellada mortal. Dos veces vieron, él y su compañero, unos osos blancos demasiado grandes, demasiado fornidos para que pudieran pensar en sostener una batalla con ellos. Y ni una sola vez, durante todo aquel tiempo, vieron una liebre, en los mismos lugares en donde antes habían visto millares. Por fin llegó el último y mayor de todos sus desengaños. En medio de una tempestad descubrieron el rastro de un toro lanudo y se pusieron a seguirlo hasta que, después de varios kilómetros de ansiosa persecución, el rastro desapareció debajo de las enormes cantidades de nieve amontonadas por el viento.

En la cresta de un montículo cubierto de hielo y nieve, tendiéronse Centella y Mistic cuan largos eran, espiando una sombra que dos veces vieron moverse en la pálida penumbra de la noche. Así permanecieron durante un cuarto de hora, quietos como criaturas repentinamente heladas. No movieron ni un músculo. No menearon ni siquiera una oreja. Dos veces la sombra se adelantó para retroceder de nuevo, hasta que después de haberse exhibido por tercera vez, desapareció definitivamente de la vista de los lobos.

Wapino, el búho, no había reparado en ellos. También él se moría de hambre. Al desaparecer las gigantescas liebres blancas, Wapino se había quedado también sin comida. E igual que los demás animales carnívoros, Wapino estaba decidido a aceptar el canibalismo como único sistema de alimentación posible. Wapino era un búho monstruoso. Tenía casi dos metros de envergadura. Sus uñas cortaban como cuchillos y eran lo suficientemente largas para llegar hasta las tripas de un lobo, con tal de poder dar un buen zarpazo en el vientre. Y con el pico, Wapino hubiera podido romper fácilmente el cráneo de una zorra.

También él, Wapino, vigilaba. Pero sus ojos, ofuscados con la locura del hambre, no dirigían la mirada hacia el lugar en donde Centella y Mistic se hallaban. Parecían, más bien, estar ocupados en contar idiotamente las estrellas. También Wapino había visto la sombra que había llamado la atención de Centella y Mistic, y tenía la seguridad de volverla a ver. Tres veces se le había aparecido aquella sombra, cerniéndose en el aire, como un espíritu; pero ninguna de las tres Wapino había creído prudente lanzarse al ataque. Con la precaución de quien vive en perpetua lucha con la muerte, Wapino aguardó. Mas se preparó para atacar a fondo a la cuarta aparición de la sombra.

Por encima de la roca a donde había ido a posarse Wapino, describiendo círculos cada vez más estrechos y más bajos, en su ansiosa busca de alimento, se cernía otro búho. En la cabeza de Wapino no por eso penetró el miedo. Durante toda su vida había sido fuerte. Tan fuere que no había encontrado nunca a otro búho capaz de vencerle. Había hecho retroceder siempre, o había matado, a todos los búhos que habían ido a cazar en sus cotos, y por su acometividad y fiereza era el terror de la comarca. Durante la última época de celo, en un rapto de cólera había dado muerte a toda su familia, y el hambre aumentaba en aquellos momentos su ferocidad. Al ver al intruso retrocedió, no para examinar el tamaño y movimientos del contrincante, sino para aguardar el mejor momento de ataque. No se fijó en que Nispa, el intruso, era tan enorme como él mismo, e ignoraba que, unas cuantas horas antes, Nispa había devorado una zorra jovencita, y que, por tal motivo, había de tener más fuerzas, por estar mejor alimentado. Tampoco sabía, ni quería saber, que Nispa, durante toda su vida de rapiña y lucha, había sido un cazador y un pirata todavía más sanguinario y más terrible que él.

La cuarta vez que Nispa apareció con sus ojos avizorando la caza, Wapino salió de su escondite con la violencia y la fuerza de un proyectil. No hirió con sus garras ni con su pico, sino que, atacando oblicuamente de arriba abajo, golpeó con furia loca con su ala. Fueron unos golpes tan formidables y bien dirigidos, que Nispa perdió el equilibrio y se tambaleó en el aire lo mismo que un borracho hubiera podido tambalearse en el suelo. Wapino atacó de nuevo y, con un ruido de alas parecido a un trueno, los dos contrincantes cayeron rodando por la nieve. La ventaja inicial correspondía a Wapino, de tal modo que cualquier búho de mediano tamaño y no muy exagerada fuerza hubiese hallado la muerte en el primer ataque. Su potente ala había golpeado como una maza el cuerpo de Nispa. Con un sordo silbido de rabia y triunfo hundió sus uñas en el pecho forradísimo de plumas de Nispa, y con su poderoso pico martilleó la cabeza de su contrincante con el deseo de partírsela. Pero Nispa era ducho y experto en el arte de batallar. Con el ala que le quedaba libre dio tales golpes a su enemigo que Wapino tuvo que suspender su martilleo. Pero sus uñas se hundieron todavía más cruelmente en el pecho de Nispa. Se hundieron rompiendo y atravesando plumas, piel, carne y hueso, y una vez las uñas de Wapino penetraron en el pecho de Nispa, allí permanecieron aun cuando Nispa, en un supremo esfuerzo, logró colocarse encima. Y obtenida esta ventaja fue Nispa quien martilleó los sesos a Wapino. Su pico penetraba en la cabeza de Wapino como un puñal afilado. A picotazos sacó los ojos a su enemigo, barrenando la herida hasta llegar al cerebro. Wapino murió mucho antes de que Nispa cesara de herir, horadar y quebrantar. Pero la garra de Wapino permanecía siempre dentro del pecho de Nispa y a éste le costó un gran esfuerzo libertarse cuando se cansó de picotear.

Mientras los dos búhos se batían, Centella y Mistic se acercaron a ellos arrastrándose sigilosamente. Estarían a unos diez metros de los contendientes cuando Nispa pudo libertarse de la garra cadavérica de Wapino. Y en aquel momento, rápidos como exhalaciones, sus dos grandes cuerpos dieron un salto en la obscuridad. Nispa los vio, y batiendo las alas se elevó, como pudo, en el aire. Pero la herida mortal que llevaba en el pecho le había debilitado hasta el punto de impedirle casi totalmente el vuelo, y Centella, dando un gran salto, hizo presa en él cuando Nispa estaba ya a un par de metros de altura. Nispa volvió por segunda vez al suelo y Centella clavó sus mandíbulas en una masa informe de plumas. Unos cuantos huesos triturados, y Nispa dejó de existir.

Mistic desgarraba la carne dura y correosa del viejo Wapino, cuando Centella comenzó a comerse a Nispa sin aguardar siquiera a que el aleteo de éste cesara. Con gran voracidad pusiéronse ambos lobos a tragarse huesos, carne y plumas a la vez. A Wapino y Nispa, a pesar de su fuerza y fiereza, se les iba en plumas el noventa por ciento de su peso total. Ni uno ni otro tenían, probablemente, mucho más de tres o cuatro kilos de carne y huesos. Y la carne era dura como el cartílago, y seca y estropajosa como el cuero. A Centella y Mistic les pareció, sin embargo, más sabrosa que la de reno en los buenos tiempos de abundancia y devoraron a los búhos sin dejar migaja. Aquella carne seca y dura constituyó para ambos lobos un gran festín.

Así como la bebida y el alimento devuelven la vida y la esperanza a un hombre depauperado por el hambre, así también aquel festín dio nueva fuerza y ánimo a Centella y Mistic. Su razonamiento, si tal proceso puede desarrollarse en el cerebro de un lobo, les decía pura y simplemente que el hambre había terminado para ellos. Por fin habían encontrado y habían comido carne; el mañana no les inquietaba, porque su sangre volvía a darles calor en sus venas, y al sentirse revivir, su primer instinto fue continuar la busca de la carne, pues su apetito estaba algo aplacado, pero de ningún modo saciado. Varias veces el gran lobo de los bosques había tratado de llevar a Centella hacia el Sur, porque Mistic sabía que en tal dirección estaban los bosques y las lagunas con abundante caza en sus márgenes, los bosques y las lagunas que tan idiotamente había abandonado para unirse a la manada de lobos blancos. Fortalecidos por el alimento que habían hallado en los dos búhos que se habían engullido, ambos lobos sintieron nuevas ganas de aventura y Centella se dejó conducir sin protesta por Mistic.

Nunca habían brillado las estrellas con más claro fulgor por encima de sus cabezas. A través de una atmósfera purificada por la tempestad, las estrellas parecían haberse multiplicado considerablemente, embelleciendo el firmamento como diamantes bajo un hermoso dosel de seda azul. La aurora había cesado el juego de sus espléndidos colores, y como modestamente ruborizada de su propia belleza, se había limitado a iluminar el cielo con un resplandor de plata. En línea recta, Centella y Mistic hubieran podido ver el movimiento de cualquier objeto oscuro a un kilómetro de distancia. Pero en todo aquel mundo blanco y helado no había ser ni objeto alguno más obscuro que el color gris del pelo de Mistic. En aquellas regiones, todos los seres vivientes eran blancos. Los grandes osos polares eran blancos; los búhos eran blancos, y blancas eran también las liebres; los lobos eran blancos, e igualmente blancas eran las zorras. Los únicos seres algo obscuros eran los renos y los toros lanudos del Polo, porque estos seres tenían el instinto de reunirse, para mejor defenderse, en los momentos de peligro, y la Naturaleza les había dotado de un color que resaltaba del fondo blanco, a fin de que pudieran verse mejor unos a otros en la nieve. Mistic, acostumbrado a las selvas y a los ríos, era el que más uso hacía de la vista y del oído en la busca de la caza. Pero a Centella la experiencia le había enseñado que era husmeando como debía descubrir la proximidad de la carne. Mistic podía oír un sonido a mucha mayor distancia que Centella y podía divisar también un objeto más lejano que los que Centella alcanzaba a ver; pero Centella advertía con su olfato la presencia de la presa, o del enemigo, mucho antes de que Mistic pudiera darse cuenta de la proximidad de la una o del otro.

A medida que avanzaban, cada cual aguzaba los sentidos que más desarrollados tenía, porque de nuevo, en uno y otro, el instinto de la caza impelía al organismo entero a la busca. Cuanto más avanzaba la digestión del alimento que habían ingerido, tanto más calientemente les circulaba a ambos lobos la sangre por las venas. Marchaban en dirección al Sur, desafiando el vientecillo que les frotaba suavemente la cara. La temperatura había ascendido después de la tempestad, y el termómetro ya no marcaba sino unos treinta y tres, o treinta y cuatro grados Fahrenheit bajo cero. La noche estaba silenciosa, tan silenciosa que el aullido de Centella hubiera podido oírse a través de un ámbito de treinta o cuarenta kilómetros cuadrados. Era raro que no se oyera, por lo menos, el ladrido de las zorras. Toda la vida parecía haberse extinguido alrededor de los lobos.

No obstante, ninguno de ellos sentía las torturas o la amenaza del hambre. Medianamente alimentados, renació en ellos el ánimo y la esperanza. Marchaban sin apresurarse, pero constantemente alerta. Todos sus instintos de caza obraban como en los mejores tiempos. Después de marchar así unos diez kilómetros, Centella se detuvo y dio un aullido, sordo y ansioso, que hizo parar también a Mistic.

Había sentido débilmente en el viento el olor de una zorra. Pero no pudo precisar la dirección del tufillo, y en un santiamén la zorra desapareció. Marcharon en línea recta otros diez o doce kilómetros, llegando al fin a unas laberínticas sinuosidades trazadas por las luchas sostenidas, desde épocas muy remotas, entre los hielos y la tierra. La superficie de ésta estaba llena de montículos y quebradas y barrancos. Ni las zorras ni los lobos se atrevían casi nunca a efectuar allí sus cacerías; no obstante. Centella y Mistic penetraron en aquel laberinto. Para Mistic aquellas desigualdades eran prometedoras de buena fortuna. La eterna monotonía de la llanura se había convertido en lugar lleno de escondrijos y refugios para seres vivos. Allí no faltaban recodos protectores, ni cavernas de hielo y nieve. Y el instinto le aseguraba, además, que marchaba en dirección de sus bosques, y así, estaba completamente decidido a seguir en aquella dirección. Ya estaba harto de sus compañeros los lobos blancos y de los desiertos sin árboles ni arbustos, y deseaba vivamente volver a sus inolvidables cotos de caza.

Llevaban recorridos cuatro o cinco kilómetros por aquellas sinuosidades cuando Centella dio el aullido de alerta. Detuviéronse en la cima de un cerro de tierra y rocas cubiertas por la nieve, y de nuevo llegó hasta la membrana pituitaria de Centella el tufillo de carne viva que flotaba en el aire. Aquel olor no se parecía en nada, sin embargo, al de la zorra, la liebre o el búho. Era olor de caza mayor, y un temblor de emoción sacudió todo su cuerpo cuando una ráfaga de viento llevó el olor de un modo más perceptible a sus narices. Mistic también pudo husmearlo en aquel momento. Era el olor borreguil e inconfundible de Yapao, el toro lanudo de las regiones árticas. Para Mistic era un ser nuevo, pues no existe el toro de lanas en las regiones de los bosques, y ante el nuevo misterio el lobo de las selvas husmeó el aire lleno de curiosidad. Centella se estremeció hasta la médula de los huesos. Aquel olorcillo llevaba a su cerebro la persuasión de que no muy lejos andaba la anhelada caza mayor que él y Mistic buscaban. El sordo y vehemente aullido que salió de su gaznate, lo mismo que el nervioso temblor que se apoderó de todo su cuerpo, convencieron a Mistic de que cualquiera que fuese el ser nuevo con quien iban a tener que enfrentarse, la refriega tendría que concluir con un banquete para ellos.

Centella guió a Mistic hacia la hondonada abierta al pie del cerro en que se hallaban y, tan pronto estuvieron a mitad de la pendiente, comenzaron a marchar casi arrastrándose sobre el vientre, con la precaución del cazador que necesita avanzar sin hacer ruido. Su instinto les hizo comprender que no debían marchar sesgando el viento, sino rectamente contra él, pues Yapao, de otro modo, hubiera olfateado su presencia con tiempo suficiente para ponerse a salvo. Continuaban Centella y Mistic deslizándose, como dos espectros, por entre montículos de nieve y grupos de rocas, cuando un viejo toro lanudo surgió, quieto como una estatua, en el centro de una estrecha banda de terreno que serpenteaba como un arroyo, a unos trescientos metros de distancia. Era este centinela avanzado el que había permitido a los lobos husmear el olor de la carne de toro, porque Yapao estaba todavía a considerable distancia. Yapao no estaba solo, sino con los demás de su rebaño, diseminados en una superficie de un par de áreas, y casi inmóviles mientras se dedicaban, como grandes manchas negras que mancillaran la impoluta blancura de la nieve, a desenterrar los helechos y el musgo con que tenían que alimentarse.

El rebaño de Yapao no era muy numeroso. Se componía únicamente de doce individuos, y de los doce, Yapao era el más viejo y el de mayor tamaño. Su forma tenía un aspecto monstruoso y grotesco a la luz de la luna. No alzaba más de un metro treinta del suelo a la cruz; tenía, no obstante, una longitud de más de dos metros y medio, y su cabeza, vislumbrando el peligro, en ángulos rectos, a derecha e izquierda, era como la enorme y dura masa de un martillo pilón. La Naturaleza le había dotado de las cualidades necesarias para ser uno de los organismos capaces de vivir en las regiones más septentrionales de la Tierra, y de tal modo se conformaba él con la voluntad de su naturaleza, que habiendo nacido y crecido en las regiones comprendidas dentro del círculo polar ártico, nunca se había decidido a salir de dicho círculo. El cuerpo de Yapao era redondo; sus patas eran cortas y fornidas; su lana era espesa y tan larga que la arrastraba por la nieve, desde su barriga, y le abrigaba el cuerpo con un espesor de cinco o seis centímetros. Incluso las pezuñas estaban cubiertas de espesa lana, siendo el hocico la única parte del cuerpo que quedaba al descubierto. Cubría la parte superior de su cabeza, como una coraza de acero, una gruesa plancha de huesos que defendían su cerebro y remataban en un par de cuernos agudos como un par de bayonetas. Aquellos huesos eran para él su escudo y su defensa. Gracias al inexpugnable baluarte de su grueso cráneo podía combatir a la defensiva; gracias a los afilados puñales podía también tomar la ofensiva cuando fuese necesario. Yapao, sin embargo, raramente atacaba; pero, cuando le atacaban a él, se defendía, y ofendía, si era preciso, hasta dar muerte a su enemigo.

Durante unos cuantos segundos. Yapao permaneció quieto y sin resollar. Después salió de sus pulmones un sordo mugido. El sonido parecía más un redoble de tambor que un verdadero mugido, aunque era más ronco y más sordo, como si saliera más bien del vientre que de los pulmones de Yapao. En el mortal silencio de la noche, aquel mugido sonó como un trueno lejano. Inmediatamente después de haber mugido Yapao, se oyó un fuerte rumor de pisadas. El color obscuro de los toros lanudos era un factor de vida o muerte para ellos. No teniendo los toros una vista excesivamente penetrante, cada uno de ellos podía distinguir a los demás gracias al color obscuro, que se destacaba del fondo blanco de la nieve. Y este color, que era una desventaja ante el enemigo, cuando el toro estaba solo, era una ventaja cuando andaba en rebaño, porque para defenderse mejor se reunían todos, y viéndose, la reunión era más fácil. En aquella ocasión ningún toro pensó en huir, antes bien, prefirieron todos congregarse a la llamada de Yapao. Al segundo mugido de éste, todos los toros marcharon hacia él, y él, al mismo tiempo, marchó hacia ellos para anticipar lo más posible el encuentro. De la misma manera que los primeros pobladores de las tierras americanas disponían en círculo sus carros, para mejor defenderse del ataque de los indios, Yapao y su rebaño, lentamente, pero con la precisión de soldados perfectamente adiestrados, se agruparon todos en círculo para mejor atender a su defensa. Con la grupa hacia el centro del círculo, miraban hacia fuera en espera del enemigo. Con tanta precisión y uniformidad guardaban las distancias que parecía que hubieran seguido un curso de táctica defensiva en alguna célebre escuela de guerra. Una vez colocados, aguardaron el ataque con la cabeza baja.

Centella y Mistic llegaron a unos quince metros del obscuro círculo formado por las enormes bestias. El gran lobo de los bosques, impresionado por aquel formidable despliegue de armas desconocidas para él, aguardó receloso a que Centella, o los toros, comenzaran el ataque. Tres vueltas dio Centella alrededor del círculo de los toros, llegando, la tercera vez, a unos tres metros de las terribles cornamentas. Marchaba con el cuerpo recogido y dispuesto al formidable salto, y al comienzo de la cuarta vuelta se lanzó como un resorte, cayendo como una bomba sobre el cuello de Yapao. Pero Yapao sacudió la cabeza con tal fuerza que Centella resbaló y, una vez perdido el equilibrio, fue arrojado por un testarazo de Yapao a gran distancia, sobre la nieve. El aullido de rabia y dolor que dio Centella al caer repercutía a gran distancia en la noche silenciosa. Al mismo tiempo, Mistic, rechazado también por otro duro testuz, rodaba igualmente por tierra expresando, asimismo, con sus aullidos, la ira y despecho que le encendían la sangre. Dando un gruñido, Centella se levantó y lo mismo hizo Mistic. Centella adelantó unos pasos y Mistic le siguió con lealtad. Durante unos dos o tres minutos los dos lobos convirtiéronse en el pelele de los toros, tanto, que si éstos hubieran tenido algún sentido de lo cómico habrían tenido que acabar por reírse del modo como zarandeaban a sus agresores. Pero Yapao y los demás tétricos toros de su rebaño corneaban con la seriedad de un catedrático.

Jadeantes, magullados y con la lengua fuera, Centella y Mistic concluyeron por apartarse unos cuantos metros de los toros para reflexionar sobre el problema. Volvieron a dar vueltas alrededor de ellos, pero ni un solo testuz osciló, y lo arduo de la situación comenzó a intimidar a Centella. Hasta aquel momento no se había dado nunca cuenta de las ventajas que representaba el reunirse en manadas. Y era la manada lo que en aquel instante necesitaba, la manada que él había llevado a dar caza a los renos de Olee John. Que la reunión de la manada era condición indispensable para la matanza de los toros lanudos era una verdad a cuyo conocimiento había llegado, no en virtud de deducciones y razonamientos, ni en virtud de su ciencia estratégica, sino por vía de experiencia. Y no viendo la manera de matar a los toros sin el auxilio de su manada, su inteligencia le dio a comprender entonces la necesidad de reunir a todos sus lobos tal y como los había reunido siempre que había necesitado perseguir a un rebaño de renos. Se alejó, corriendo, de los toros, unos cuantos centenares de metros, y allí comenzó a aullar. Aulló como no había aullado nunca hasta entonces, y Mistic, que se dio en seguida perfecta cuenta de la importancia de la maniobra de Centella, continuó delante de los toros vigilándolos. Incluso cuando Centella estaba tan lejos que su aullido apenas se oía, continuó Mistic montando su guardia. Y con la amenaza de Mistic delante del rebaño, Yapao no se decidió a romper su frente de batalla.

A cosa de un kilómetro en dirección Oeste, el terreno se extendía dilatado, sin accidentes ni desigualdades, y Centella penetró en la inmensa llanura deteniéndose para aullar a cada trescientos o cuatrocientos metros. Había transcurrido largo tiempo desde que Centella dio el primer aullido de caza, cuando a bastante más de un kilómetro delante vislumbró otra sombra que se volvía hacia él y le miraba. A mayor distancia todavía un segundo lobo oyó la señal de caza, y más lejos aún la oyó también un tercero. Y mientras hubo orejas para oír, y fauces para repetir el aullido, la señal de caza fue propagándose incesantemente. En tiempos de abundancia aquella señal hubiera llegado a reunir lo menos un centenar de lobos; pero en aquella ocasión, los lobos, uno a uno, delgados, con los ojos brillantes, exhaustos y famélicos, se reunieron únicamente en número de doce. Con estos doce lobos volvió Centella a las sinuosidades del laberinto en donde habían quedado los toros, y pronto husmeó el olor del rebaño. Mistic montaba todavía su guardia y Yapao aguardaba estoicamente con sus toros, cuando la manada apareció aullando bajo la tenue luz de las estrellas.

Y se inició la gran batalla. Con el nuevo número de enemigos que tenían ante sí, los toros ya no aguardaban el ataque sin mover la cabeza. Catorce lobos ágiles, crueles, decididos y hambrientos los atacaban, siendo los más fieros de todos Centella y Mistic. Una y otra vez cayeron con furia sobre los testuces de los toros, hasta que el primer aullido de dolor extremo salió de las fauces del primer lobo que probó los mortíferos efectos de la cornamenta de Yapao. Pero no cesaron los lobos un instante en el ataque. Antes de que Yapao pudiera sacar el cuerno del cuerpo que tenía atravesado, otro lobo le había sepultado sus colmillos en el hocico, y en aquel mismo momento ocurrió uno de esos rápidos e imprevistos sucesos que deciden casi siempre la suerte de una batalla. Otro lobo se colocó de un salto sobre el cuello de Yapao, pero permaneció allí pocos segundos, porque el toro más próximo le atravesó el cuerpo con su retorcida asta. Mas tanto Yapao como el toro que había querido defenderle, cargados uno y otro con el peso de los lobos que habían atravesado, quedaron unos instantes en la imposibilidad de defenderse contra nuevas acometidas y los lobos aprovecharon la ocasión con la rapidez de los más feroces y hábiles cazadores de todos los animales. Media docena de lobos acudieron a la brecha, y uno de ellos saltó por encima de las cabezas desarmadas yendo a caer en mitad del círculo. Otro lobo hizo lo mismo y la inmovilidad pétrea del rebaño se convirtió en una gran baraúnda. El sacrificio de los dos lobos no había sido inútil y, aprovechando el desorden y la confusión, el resto de la manada distribuyó en abundancia los mordiscos a los hocicos y a los cuellos. El mismo Yapao temblaba de miedo con un gran lobo blanco en su hocico y Mistic en su pescuezo. Centella y otros dos lobos daban muerte a otro toro. Una vez rota su línea de batalla, los toros lanudos ya no sabían luchar. Poco menos que invencibles cuando estaban en formación, eran facilísimos de vencer cuando cada cual tenía que contar con sus únicas y solas fuerzas. Ni huir sabían, y sus mugidos de bestias en derrota más parecían el balar de la oveja que el mugir del toro. No obstante, tardaban en morir a causa del espesor de su lana, que representaba una gran defensa natural contra los colmillos; media hora tardaron los lobos en poder matar a Yapao y a otros dos toros del rebaño. De la manada de Centella murieron cinco lobos en la batalla que precedió a la rotura del frente de combate de los toros; pero los nueve que quedaron pudieron darse un banquete que les compensó de muchos sufrimientos y trabajos.

El misterioso código de signos y señales que propalan entre los seres de pico, garras y colmillos la noticia de la carne preparada, trabajó en aquella ocasión con gran eficacia. Aun los cazadores más expertos han fracasado siempre en el intento de hallar una explicación racional y satisfactoria al fenómeno de la transmisión rápida y precisa de tal género de noticias a través de las solitarias inmensidades heladas. Allí donde una hora antes Centella y Mistic no habían hallado el menor indicio de ser viviente, multitud de seres animados bullían y se agitaban. Al principio fue sólo una tímida y famélica zorra que asomó su hocico, con toda clase de precauciones, desde un recodo lejano. Al poco rato un búho, surgiendo de la nada, se cernía con vuelo silencioso sobre los preciosos restos de las bestias degolladas. Más tarde apareció una segunda zorra, y luego una tercera, y a continuación un truculento y bravo armiño chiquitín que estaba ya a punto de morir de hambre y que, resurgiendo al olor de la carne, se presentó al festín dando saltitos y haciendo cabriolas. Hasta cierto punto, el que la noticia de la matanza hubiera llegado a conocimiento de estos pocos no era cosa excesivamente sorprendente: pero la noticia llegó mucho más lejos. Muchos seres medio muertos va de hambre sacaron fuerzas de flaqueza para huir de la muerte, y las aves, viendo correr a los animales terrestres, comprendieron, en virtud del mismo maravilloso instinto que había puesto en movimiento a los de abajo, que había habido matanza. Todos los seres hambrientos de las regiones heladas huyen siempre del lobo porque saben que el lobo es la más feroz de las fieras, y, sin embargo, todos le siguen porque saben que detrás de él suelen quedar los sabrosos y nutritivos restos de un banquete. Y las zorras, los armiños y hasta los búhos conocen siempre perfectamente cuándo corren los lobos persiguiendo alguna presa, y cuándo comienza la matanza, de la misma manera que todos los animales que viven de los restos abandonados acuden, en los bosques, al estampido de un tiro, o al gemido de dolor y rugido de fiera que indican la posibilidad de hallar carne muerta. En aquella ocasión existían las pistas de los doce lobos que se habían juntado, y los de los nueve toros que habían huido, y existía, además, para guiar el instinto de los animales hambrientos, el olor de carne recién despedazada que flotaba en el aire.

Y allí donde antes no aparecía la vida por ninguna parte, pululaban después de la matanza los animales. Por todas partes se oían los ladridos de las zorras, y los búhos surgían en el aire, al conjuro de los ladridos, para investigar lo que sucedía, y esos búhos, haciendo sonar sus picos con un ruido sordo que podía oírse a unos cuantos centenares de metros de distancia, parecían llamar a los pequeños armiños de ojos encarnados, que se presentaban deseosos de hallar su parte en el festín que presentían. De todas partes, y no de un solo punto, acudían las criaturas hambrientas al festín que había de librarlas de la muerte que con tanta inminencia les amenazaba.

Pero aquella vez no habían de quedar muchos restos. Así como el hambre extrema lleva a un hombre a luchar en defensa de su propia carne y sangre, incluso contra los demás individuos de su propia familia, así también el largo ayuno que habían tenido que sufrir había acrecentado la ferocidad de los lobos de tal modo, que los nueve estaban dispuestos a luchar contra cualquier criatura que osara acercarse al botín que les pertenecía, aunque esta criatura fuera otro lobo. La casualidad había ligado a los nueve con vínculos de compañerismo y cada cual reconocía los iguales derechos de los demás: pero cualquier otro lobo que hubiera pretendido tomar parte en el festín hubiera sido rechazado con mortal y feroz saña. Unidos por la camaradería del festín, no pensaron en separarse cuando terminaron la comilona, antes bien permanecieron reunidos junto a los restos de la carne, o no muy lejos de ella. El primer búho que se atrevió a descender sobre uno de los descarnados esqueletos, halló la muerte entre los colmillos de un lobo blanco que lo deshizo a mordiscos antes de que hubiera tenido tiempo de hincar el pico en los residuos carnosos que cubrían las articulaciones de la osamenta, y todas las zorras que se aventuraban a acercarse, tenían que huir despavoridas ante los gruñidos de amenaza y las embestidas de los lobos.

Si había una excepción era la de Mistic. También él estaba dispuesto a luchar en defensa de la parte de carne que le correspondía; pero, por encima de este instinto, le instigaba a volver a sus amados bosques el mismo instinto que llevaba instigándole desde bastante tiempo atrás. Porque sus bosques y sus lagunas y pantanos significaban para él las continuas sorpresas, las aventuras y la caza. Y no quería ir solo, sino que pretendía arrastrar tras de sí a Centella. Por fin había tenido un gran éxito en este propósito, porque habían estado marchando en línea recta hacia el Sur y en esta dirección precisamente habían hallado carne. Y, una vez apagada el hambre, la sangre volvió a circular roja y caliente por sus venas, encendiendo en él, cada vez con más fuerza, el deseo de continuar con Centella su marcha hacia el Sur. Se acercó a Centella, dio junto a él unos aullidos, y se alejó al trote aguardándole a cierta distancia como invitándole a seguirle; repitió la operación varias veces hasta que Centella abandonó la guardia, y separándose de los demás lobos corrió al lado de Mistic. Juntos prosiguieron su marcha hacia el Sur. Mistic era el que guiaba; trotaba de prisa, con sus orejas plegadas hacia atrás. Ya no escuchaba, ni olfateaba para descubrir en el aire algún indicio de caza. Corrieron así un rato hasta que al fin, al ver cuán atrás iba quedando el lugar en donde habían matado a los toros, Centella comprendió las intenciones de Mistic. Detúvose y aulló, medio volviéndose hacia el lado de los lugares que acababan de abandonar; y Mistic, pegado siempre a su costado, contestó al aullido con su cara vuelta hacia el Sur. En el Sur residía la fuerza que tiraba de él; en el Norte, la fuerza que retenía a Centella, y mientras Mistic instaba a su amigo a seguirle hasta los frondosos bosques del Sur, en Centella, el espíritu de Scaguen, el gran danés, resurgía invitándole a volver junto a la cabaña del hombre blanco, en el borde de la cañada. Pero, por fin, Centella se decidió a seguir a Mistic; mas le siguió con una lentitud y una indecisión perjudiciales para los progresos del viaje, tanto es así que al cabo de una hora no habían recorrido siquiera cinco kilómetros, contados desde el lugar de la gran carnicería.

Pero los intervalos de indecisión iban haciéndose cada vez menos frecuentes y más cortos. Una hora más y la voz ancestral que todavía llamaba a Centella al borde de la cañada no se dejaría oír ya. En vez de ella sonaría únicamente en el interior de Centella la voz que le llamaría, como a Mistic, a los bosques, al país en donde brillaba el Sol y la Luna, en donde el tránsito del día a la noche y de la noche al día era constante y regular, en donde los árboles y la hierba y las flores abundaban, en donde había lagos de espléndidas orillas. Pero en aquel momento, el espíritu que cabalgaba tras él bajo las pálidas estrellas de la noche polar dio un último y potente grito, y a través de la inmensa llanura Centella oyó la voz que le llamaba, que le retenía, que de ningún modo quería dejarle partir más lejos.

Volviendo la cabeza hacia el Norte, tanto Centella como Mistic oyeron aquella voz. Era la voz de la manada, el viejo aullido de caza, el aullido de matanza, el aullido de invitación al festín y a la orgía de carne palpitante. Llegó hasta ellos débilmente desde el Noroeste.

¡Y no era el aullido de los siete lobos que quedaron montando la guardia junto a las osamentas de los toros devorados!

El aullido provenía de más lejos, y los siete lobos lo oyeron antes de que llegara hasta Centella y Mistic. Y en el aullido aquel. Centella y Mistic, al oírlo, no reconocieron ya la voz de sus compañeros de manada. El espectro de la muerte visto durante las largas semanas de extenuación y ayuno había concluido con el instinto de inconsciente socialismo que formaba parte de sus leyes en tiempos de abundancia.

En aquellas circunstancias ya no eran criaturas capaces de interesarse por los intereses de la comunidad, sino individuos con una propiedad privada en defensa de la cual estaban dispuestos a luchar contra toda clase de rivales, incluyendo los que poco tiempo antes habían sido sus camaradas. En grupos reuniéronse los lobos que habían dado muerte a los tres toros, en torno de las osamentas de éstos. Sus colmillos brillaban a la escasa luz de las estrellas, y de sus gargantas salían gruñidos de alerta y guerra. Y en sus ojos brillaba una llama de amenaza mientras aguardaban a la manada que se acercaba con espíritu invasor. Era una manada compuesta de muy pocos lobos; no obstante, siempre representaba para los otros el tener que luchar uno contra dos, una desventaja que los siete compensaban con el mayor vigor que poseían gracias a la reciente comilona.

La guardia de los de Centella no se movió. Los siete aguardaban valientemente. A un centenar de metros, los intrusos se detuvieron y, diseminándose, avanzaron lentamente, aullando de hambre, castañeteando los dientes como si anticipadamente comenzasen a querer triturar los huesos y la carne entre sus mandíbulas. Llegaban dispuestos a aceptar y a agradecer la hospitalidad; pero también estaban decididos a luchar en el caso de que no se les otorgase un buen recibimiento. No salió de los siete ningún signo ni sonido de bienvenida. Quietos permanecieron todos como estatuas de mármol blanco a la luz de las estrellas: el número de sus adversarios no los asustaba. Si sus enemigos, en vez de ser catorce, hubieran sido cincuenta, tampoco hubieran pensado en abandonar el campo. Con sus gruñidos dieron a entender bien pronto su determinación a los lobos invasores. A la cabeza de la manada invasora iba Oyoo el Aullador. El primer aullido que oyeron Centella y Mistic fue el de Oyoo. Y Oyoo fue el que primero se atrevió a acercarse a los siete que montaban la guardia, y el que, al fin, dio la señal de combate lanzándose como un rayo sobre una de las osamentas. Uno de los siete se arrojó furioso sobre Oyoo, y apenas los dos contendientes se hubieron agarrado cuando los trece invasores restantes se lanzaron también sobre las osamentas como furias del Averno.

Pero los seis de la banda de Centella que habían quedado libres salieron a recibirlos con las fauces abiertas. En la rabia y fragor de la batalla, invasores y atacados se olvidaron de los huesos y de la carne. En los cuerpos extenuados por la inanición, el encono suplantó momentáneamente al hambre, y junto a los descarnados esqueletos de los toros tuvo lugar la más espantosa de las refriegas. Oyoo, en pago de haber sido el primero en atacar, murió con la yugular seccionada y su sangre fue a teñir de rojo los ojos vidriosos de Yapao, el desdichado rey de los toros lanudos. En el primer encuentro, los siete, mejor alimentados que sus enemigos, causaron a éstos terrible daño. En los combates parciales de lobo a lobo la superioridad estaba indiscutiblemente de su parte; pero la ventaja del número no tardó en inclinar la fortuna hacia los más. Mientras los colmillos de los menos estaban hundidos en los cuellos enemigos, otros colmillos salían a la defensa de los heridos. Dos lobos de la manada de los siete y cuatro de la manada de los catorce murieron tan juntos cerca de Yapao que sus cuerpos formaban una mortaja blanca para el rey de los toros lanudos del Polo. Seis lobos de la manada de Oyoo y tres de la de Centella habían hallado muerte en la refriega cuando la victoria se declaró claramente en favor del mayor número. Lacerados y ensangrentados, luchando cuatro contra ocho, los defensores fueron flaqueando, hasta emprender la retirada, no sin morder y herir todo lo posible a medida que retrocedían. Si el espíritu de Yapao hubiera podido presenciar aquella derrota, habría experimentado sin duda el placer de la venganza, porque la nieve se cubrió de sangre, y esta sangre no era otra sino la de los mismos lobos que le habían degollado a él y a los otros dos toros de su rebaño.

En aquel instante Centella y Mistic llegaron. Tan pronto como oyeron los aullidos de los intrusos presintieron batalla y, corriendo a todo correr, llegaron todavía al último acto del drama como dos proyectiles disparados por un invisible cañón. Los doce lobos se revolvían en una masa informe entre mordiscos y gruñidos de cólera y dolor, y sobre aquella masa cayeron Centella y Mistic como dos exhalaciones. Con una simple presión de sus potentes mandíbulas Centella desarticuló las vértebras cervicales de un lobo blanco cuyos colmillos estaban hundidos en la carne de un semejante. Mistic, usando sus colmillos como cuchillos, degolló a otro lobo. Si Centella y Mistic hubieran entrado en la refriega sesenta segundos antes, habrían salvado la vida a los cuatro valientes lobos que habían luchado hasta lo último. Habiendo llegado cuando llegaron no pudieron evitar que de los cuatro murieran dos y otro recibiera en el cuello una herida de la que manaba abundante sangre. Pero los invasores tampoco salieron bien librados. Cinco quedaban únicamente cuando Centella inició la batalla con dos de ellos, hundiendo sus colmillos en el cuello de uno de los dos, mientras el otro le saltaba a él encima. Agarráronse los tres en un duelo a muerte, revolcándose y retorciéndose por encima de la nieve.

Mistic mató a dos intrusos y con el último superviviente de los siete libró batalla a los dos supervivientes de la manada de Oyoo.

Deshecho y fatigado, se encontró Centella por primera vez en su vida casi fuera de combate. Con su sangre regaba abundantemente la nieve. Mientras apretaba el cuello a uno de sus enemigos, el otro adversario le atarazaba el lomo y los costados, lanzándole por fin una tarascada al pescuezo. No fue aquél el mordisco que ahoga o degüella; fue el mordisco que desarticula las vértebras cervicales. Terrible y rápida agonía acometió en aquel instante a Centella. Sintió como si la fría hoja de un cuchillo le penetrara en el cerebro, y la parálisis, como si una descarga eléctrica le hubiese fulminado músculos y nervios, le cerró los ojos y le quitó la fuerza a las mandíbulas. El lobo que estaba debajo de Centella, sintiendo que la presión mortal de la garganta cedía, despegóse apresuradamente y sujetó de un mordisco la mandíbula inferior de Centella. Éste hizo un supremo y último esfuerzo para librarse de sus enemigos. Rodó por el suelo y se retorció, pateando y gruñendo inútilmente durante breves segundos, hasta que sintió penetrar en su cerebro las tinieblas de la muerte. Los dos lobos saltaron encima del vencido con una ferocidad indescriptible. Los colmillos de los vencedores se cebaron sañudos en el cuello de Centella, y la muerte iba a dar ya el guadañazo, cuando hasta los embotados oídos del moribundo llegó el eco de un gruñido iracundo y del encontronazo de dos cuerpos. Al mismo tiempo desaparecía de su nuca la presión mortal. El aire llenó de nuevo sus pulmones. Sus ojos recuperaron la visión. Sus mandíbulas recuperaron la fuerza, sus oídos volvieron a percibir los sonidos, y pronto oyó el aullido de triunfo que dio Mistic inmediatamente después de matar al enemigo que había estado a punto de dar cuenta de Centella. En aquel instante, Mistic, el lobo trashumante de los bosques, se erigía en vencedor de todos los lobos blancos de las regiones árticas. No aguardó Mistic a que su enemigo diera la última boqueada, sino que, tan pronto como le hubo dejado exánime en el suelo, se revolvió sobre el lobo que todavía apretaba la mandíbula inferior de Centella, y sin paliativos ni piedad le hundió los colmillos hasta los intestinos, sacándoselos del vientre.

Y cuando, poco rato después, Centella logró ponerse de nuevo en pie, él, Mistic y el otro lobo superviviente, fue todo lo que quedó de una y otra manada de lobos. Yapao, el rey de los toros lanudos de las regiones árticas, había quedado vengado, pues de la manada de catorce, y de la manada de nueve, únicamente tres lobos habían quedado con vida.

Mistic, de pie junto a Centella, aulló afectuosamente, y en el campo de batalla cubierto con los cadáveres de sus hermanos, los hocicos de ambos lobos se juntaron una vez más. Y el espíritu misterioso que vagaba por aquellas inmensidades, bajo las estrellas, hizo comprender a las pobres bestias el valor y la importancia de la buena camaradería.