Terrible y mortal es la inacabable noche polar. Es la inmolación de todas las cosas hechas para la vida y la luz, es la maldición de un error celestial, el resultado del intrincado mecanismo del sistema solar; terrible y, sin embargo, magnífica; lúgubre y, no obstante, hermosa y bella entre todas las bellas y hermosas cosas de la tierra. Hombres y bestias enloquecen de espanto en los largos meses de tan interminable noche. La noche anunciase siempre por medio de un prematuro crepúsculo. Y después de este crepúsculo hace su aparición el dolor y todas las furias del Averno se diseminan por la Tierra. Así como en el Sur los habitantes de ojos negros y pelo obscuro, descendientes de los franceses, creen todavía en brujas, duendes y trasgos, explicando los padres a los hijos mil fechorías de esos seres misteriosos que carecen de carne y sangre, así también durante la lúgubre noche solar los esquimales se notifican unos a otros que los malos espíritus campean libremente y que los diablos han cubierto el rostro del sol con los vapores infernales. Y en medio de tan tenebrosos auspicios se desenvuelve la lucha por el predominio del más apto. Los mil millones de estrellas, y la luna y la burlona aurora, contemplan con cruel indiferencia la lucha de la vida contra la muerte, la terrible lucha que hombres y bestias sostienen sin tregua ni descanso bajo los cielos irisados con multitud de magníficos colores. La gloria de los cielos no tiene límite, ni lo tiene tampoco la lucha incesante de los seres terrenales. No hay límite para el mar helado, no lo hay tampoco para las torturas de los estómagos hambrientos. No hay límite ni tregua para la tragedia representada, a la luz de las estrellas y de la nueva aurora, en el enorme coliseo de la helada extremidad de la Tierra. No hay límite, tregua, moderación ni atenuante de ningún género para el dolor y el sufrimiento mientras la noche dura y la extremidad norte de la Tierra permanece inclinada en dirección contraria al Sol. Así es de bien venida la primavera, cuando llega, lo propio que el verano, tan deseado por todos los que luchan con ardor.
La monotonía de la interminable noche polar rómpese a intervalos con los ruidos del deshielo. Parece entonces como si los poderes de lo alto quisieran divertirse introduciendo algún cambio en el curso invariable de la noche polar. La temperatura asciende rápidamente. Comparada con los fríos anteriores casi podría calificarse de templada, y este fenómeno es causa de grandes acontecimientos.
Setenta y dos horas después del fin de los renos de Olee John entre los colmillos de Centella y demás lobos de la manada, ocurrió en el golfo de la Coronación esta súbita elevación de la temperatura. El ambiente vibraba con eléctricos estremecimientos; las hechicerías parecían flotar en el aire; el misterio y la grandiosidad de la noche eran más imponentes que nunca. Las estrellas pululaban en el cielo luciendo orgullosas sus más brillantes vestiduras. La luna resplandecía como un ser viviente. La aurora desplegaba su maravillosa luminosidad como un hada de majestuosa belleza. Con su cabeza a cien kilómetros por encima de la superficie de la Tierra, lanzaba por los espacios rayos policromos que adoptaban la forma de una umbela. Bajo tan mirífico[6] dosel retumbaban los bramidos de un viento desencadenado. Este viento llegó a soplar con la fuerza de un verdadero ciclón. No obstante, tan alto soplaba el viento que ni siquiera la más leve ráfaga llegaba a rozar la superficie de la Tierra. Los que escuchaban y contemplaban la tempestad desde abajo creían que eran los malos espíritus quienes producían aquella agitación, y tenían sus almas sobrecogidas de espanto.
Este espanto había penetrado también en el alma de Centella. Setenta y dos horas hacía que había guiado a su manada de hambrientos lobos al lugar de la matanza de los remos de Olee John. Desde entonces los esquimales no habían vuelto a pensar en perseguir a los lobos por creer que dentro del cuerpo de cada una de estas bestias había un espíritu maligno. Y los lobos se habían dado el gran banquete. Todavía llenaban sus estómagos con la carne de aquella hecatombe. Durante un par de semanas más se alimentarían con los restos de los renos sacrificados, hasta que, no quedando ya más carne, triturarían los esqueletos para libar el tuétano de los huesos. Entre todos los lobos únicamente Centella, a causa de sus gotas de sangre de perro, se había alejado de los cadáveres de los cincuenta renos muertos, que yacían medio destrozados sobre la nieve. Porque Centella sentía en aquel momento más que nunca el deseo de estar solo. Los gemidos de la tempestad que se desarrollaba en las alturas, la viveza del brillo nocturno, el temblor eléctrico de los cielos, todo el misterio de la gran noche le acuciaba como un vino embriagador que corriera por sus venas. Durante un rato, influido por todas estas emociones, dejó de ser lobo. Su alma dio un salto atrás y el espíritu de Scaguen, el gran danés, se infiltró dentro del cuerpo de Centella para convertir al lobo en un perro. Centella sintió en sus venas un estremecimiento extraño, un cambio inexplicable, un anhelo de recuperar algo que comprendía que había perdido y que no sabía a ciencia cierta en qué consistía. Era el espíritu del perro, que resurgía misteriosamente en él a través de los años.
Este espíritu se había posesionado de él inopinadamente y Centella habíase alejado del lugar en donde había degollado a tanto reno en compañía de los demás lobos, y se había ido a parar en medio de la soledad del frío y desnudo desierto de hielo. Cualquiera que lo hubiese visto habría dicho que era un perro y no un lobo. Un perro imponente por su fuerza y su tamaño; pero un perro y no un lobo. Centella no tenía pelaje blanco como todos los demás lobos de las regiones árticas, antes bien había heredado la tonalidad ceniza de su antecesor, el gran Scaguen. Y su actitud era absolutamente la de un perro mientras escuchaba, parado en mitad del desierto de hielo, la furia de la tempestad que se cernía sobre su cabeza. Era el viento, más bien que el brillo de las estrellas, o la Luna, o la luminosidad de la aurora, lo que llenaba su pecho de un desasosiego y un anhelo extraños. Necesitaba correr, bajo el viento, como corren los perros, únicamente por el gusto de correr. Y necesitaba correr… ¡solo! El instinto que le impulsara antes a guiar la manada ya no estaba dentro de él. Había dejado de ser un lobo. Y, sin embargo, tampoco se podía decir que fuera exclusivamente un perro. Porque por sus venas corría la sangre ardiente y tremebunda de los lobos. Desde épocas remotas los espíritus que habían vivido alrededor de los hombres blancos, los espíritus que habían conocido el calorcito protector de las perreras, los espíritus que sabían ladrar, le llamaban, y Centella respondió, pero sin saber por qué ni a quién respondía; en realidad, no se daba cuenta de que en aquellos momentos era él un ente extraño en el mundo que le rodeaba.
Corrió parejas con el viento. Corrió sin tomar las precauciones que suelen tomar los lobos, porque aquella noche Centella sentíase confiado. No iba en persecución de ninguna presa ni temía peligro alguno. El lobo no juega nunca, una vez ha alcanzado su máximo desarrollo. Su vida es triste y sombría. Pero en aquellos instantes, con las gotas de sangre perruna circulando por sus venas y arterias, Centella sintió el deseo de jugar. Este deseo era para él un misterio. Porque lo mismo que un adulto que no hubiera vivido nunca una verdadera infancia, Centella no sabía jugar. El alma del perro le hablaba en un lenguaje desconocido para él. Necesitaba Centella entender, necesitaba contestar. Y la única manera que tuvo de contestar a esta invitación al juego fue poniéndose a correr. Y no teniendo a nadie con quien hacer carreras púsose a correr con el viento. Y estuvo corriendo un gran rato bajo el viento que bramaba furioso entre él y las estrellas, sin tocar la tierra. Así respondió Centella a las voces que le impulsaban a jugar. El viento era una cosa con la que podía él correr parejas, aun cuando no pudiera en realidad vencerle. El viento le animaba, le entrenaba, le arrastraba; Centella se burlaba de él y se reía con él. En aquellos momentos el viento, para Centella, era casi un ser viviente. Tan alto soplaba, que a veces Centella se creía que iba a quedarse sin él; más de repente alguna ráfaga le rozaba el lomo obligándole a realizar mayores prodigios de velocidad. Y cada vez que esto sucedía, en el gaznate de Centella se producía un sonido que no se asemejaba en nada a la voz de los lobos. Era un aullido entrecortado y alegre, casi un ladrido, una respuesta dada en medio del mayor regocijo a las voces del viento.
Kilómetro tras kilómetro corrió a la velocidad del viento. La lengua le colgaba y la respiración comenzaba a realizarse con dificultad. Al fin. Centella se detuvo. Se sentó sobre sus cuartos traseros, con su larga lengua colgando por su boca entreabierta. Más que nunca, un hombre se hubiera creído que era un perro. Mientras descansaba en aquella posición se reía como una persona. Y mientras se reía como una persona y jadeaba como un perro, colocaba las orejas de un modo impropio de los lobos. El viento había acabado por vencerle, como siempre. De tal modo se le había adelantado que ya no se oían sus bramidos, y Centella miró inquisitivamente a las estrellas y a la aurora. Durante algunos minutos hubo una calma que Centella aprovechó para escuchar y avizorar. Y después de esta calma, Centella percibió cómo por detrás de él iba acercándosele otra vez el viento con sus gemidos, y dejó caer sus orejas más bajas que nunca. Cerró la boca, apretando bien sus mandíbulas, como un luchador que reconoce su derrota. El viento no solamente le había vencido, sino que, dando un gran rodeo en torno de él, volvía a provocarle a nueva carrera.
El largo cuerpo gris de Centella dio un salto y se lanzó nuevamente a la carrera como una exhalación. Una o dos veces únicamente en su vida había corrido Centella como corría en aquellos instantes. Sin embargo, las terroríficas voces del viento que corría por encima de él iban ganándole otra vez gran ventaja. Cuando Centella se detuvo por segunda vez había recorrido quince kilómetros más. Esta nueva carrera, sin embargo, no le había acabado las fuerzas, antes bien, la tremenda velocidad desarrollada le había dejado más ganas de correr. Su cuerpo estaba cargado con las eléctricas vibraciones de la noche. Pero no se decidió a volver a aceptar el desafío del viento. Conteniendo un poco los impulsos de su exuberante energía vital, púsose a correr, bajo el maravilloso dosel de la noche estrellada, a un trote moderado, aguzando los sentidos en expectativa de otras emociones. En qué pudieran consistir esas otras emociones era cosa que no acertaba él a presagiar. No serían emociones de caza, porque ni estaba entregado en aquel momento a ella, ni tenía deseo alguno de cazar. Vagaba por aquellas inmensidades del mismo modo que un perro hubiera vagado por lugares abundantes en perreras y dominados por el hombre blanco. Así habían vagado, años atrás, los ascendientes de Centella, trotando a la luz de la luna por las carreteras y los senderos y los campos, sin más fin ni propósito que disfrutar del misterioso goce de vivir. Y Centella continuó corriendo, sin prisa, igual que sus antiguos ascendientes, atraído por el misterio de las cosas que le rodeaban, por el encanto de las voces que le llamaban a través de la noche.
Dos horas llevaba trotando cuando el capricho de los genios de la noche lanzó algo inesperado delante de Centella. Mistapoos era una fornida liebre ártica, un animal grande y barbudo, lleno de experiencia y de recursos estratégicos. En el declive de una llanura bajo cuya superficie helada los helechos crecían abundantes y apetitosos. Mistapoos y una veintena de liebres más, jóvenes unas y viejas otras, se habían reunido para dar cara al viento. En las horas de tormenta las grandes liebres árticas siempre hacen lo mismo: pónense cara al viento, cierran los ojos, husmean y escuchan. Es esto en ellas un instinto invencible, un instinto que les permite rendir los peligros del modo que las palabras «atención», «curva rápida», «cruce» evitan un gran número de accidentes a los automovilistas. Porque en el tumulto y confusión de la tempestad, los lobos, las zorras y los armiños suelen surgir inopinadamente por todas partes. Y en aquella ocasión Mistapoos y sus compañeras, astutas y precavidas, obraron lo mismo que si hubiese habido tempestad. No la veían; pero oían los gemidos del viento y debieron de pensar que la tempestad no tardaría en llegar. Porque los bramidos del viento sonaban en sus oídos como una gran baraúnda. Durante algún tiempo habían oído el viento quejándose y gimiendo y bramando sobre sus cabezas, sin comprender por qué no comenzaba la verdadera tempestad. Y habían permanecido un buen rato estoicamente sentadas, de cara al viento, con los ojos cerrados, las orejas tiesas, el hocico olfateando el aire y todos los sentidos aguzados. Parecían blancos almohadones diseminados por una superficie de unos diez o veinte metros cuadrados. Mistapoos pesaba siete u ocho kilos y era tan exquisita y sabrosa como todas las demás liebres de las regiones árticas.
Centella cruzó aquella reducida extensión de llanura en otro loco impulso de velocidad. No trataba de correr más que el viento que soplaba furioso en las alturas; pero quería vencer, sí, al viento que barría la superficie helada de la Tierra. Tan de prisa corría que no tenía tiempo de olfatear ni de vislumbrar la caza, y Mistapoos y las liebres que estaban con Mistapoos oyeron los pasos de Centella antes de que éste hubiera podido percatarse de la proximidad de ellas. Abrieron las liebres los ojos y, apenas los hubieron abierto, vieron a Centella casi encima, y Centella en aquel mismo momento vio la primera liebre de la partida de Mistapoos. No había tiempo que perder, ni podían titubear las liebres a propósito de la dirección que les convenía seguir, y así, tan pronto como divisaron a Centella, partieron todas sin rumbo, como disparadas por invisibles resortes. Únicamente Mistapoos, liebre que un naturalista hubiera incluido en el grupo de las Lepus articus, pegó una poderosa embestida. Intentó, probablemente, caer por sorpresa sobre Centella, pero era pesada, demasiado gorda, y algo vieja, y no pudiendo dar tan gran salto fue a chocar como un blando proyectil contra el pecho de la corpulenta bestia. El empuje de los siete u ocho kilos fue tal que a Centella le faltó poco para caerse al suelo. Mistapoos, al dar contra el pecho de Centella, produjo un sonido sordo, y en seguida con ayuda de sus potentes patas traseras dio otro salto, sin perder tiempo tampoco esta vez en considerar las posibles consecuencias de lo que hacía. Esta vez fue a chocar contra un costado de Centella, y el lobo más temible de toda la región ártica se tambaleó como un edificio que se derrumba. Dando un gruñido, Centella recobró su espíritu e hizo cara al enemigo, pero la liebre ya había desaparecido en la noche, recorriendo a saltos de seis u ocho metros varias millas de tierra llana, en unión de sus compañeras.
Vencido por el viento, y casi derrotado por una liebre, Centella perdió por breves instantes toda su iniciativa. Sentado en el centro del espacio, todavía saturado del olor de carne sabrosa, ocupado pocos segundos antes por Mistapoos y sus compañeras, Centella sentíase despegado del mundo entero. Cuando se puso a andar lo hizo con la cabeza baja y el lomo arqueado, como si temiese que algún enemigo suyo hubiera podido ver su ignominiosa derrota, y existiese el peligro de que la noticia se difundiera por todas las regiones árticas. Y en su cabeza zumbaba el sonsonete de una nueva impresión: la de que no siempre las cosas que le rodeaban eran lo que aparentaban ser. Probablemente aquellos animales que él había encontrado y que al principio se había imaginado ser liebres no eran liebres, sino enormes osos polares. Porque era imposible que Mistapoos, la liebre, hubiese podido más que el viento y hasta hubiese llegado casi a vencerle a él, a Centella.
Fue recuperando el buen humor a medida que marchaba. Durante la hora siguiente, la noche ofreció un nuevo cambio. El viento desapareció del cielo. La aurora lanzó sus destellos de luz amarilla por los espacios infinitos. En donde poco antes todo era tumulto y furia se hizo el silencio más profundo. El aire superficial, apenas perceptible en su movimiento, cambió de dirección hasta llegar a soplar en dirección Nordeste. Las carreras que Centella había hecho le habían apartado unos treinta kilómetros de la manada, internándose más y más en el inmenso desierto de hielo. Para aspirar la brisa sutil que rozaba la superficie de la Tierra, Centella cambió de dirección, encaminando sus pasos a la costa. Habíase extinguido en él la llama de su anterior alegría, y los instintos de la fiera habían vuelto a surgir. Su afinado olfato volvía a husmear la noche. En sus movimientos había anticipación, expectación; no obstante, pasó algún tiempo sin que descubriera signo de aventura alguna.
Llegó a la áspera y helada costa y la recorrió junto al mar durante unos dos o tres kilómetros. Estaba en una nueva comarca y cada tres o cuatrocientos metros se detenía a observar, a escuchar, a husmear el aire en todas direcciones. Llegó a un punto en donde el terreno hacía desnivel facilitando la llegada hasta el mismo océano glacial.
Apenas llevaba un minuto parado en la parte alta de aquella pendiente cuando llegó hasta su cerebro un mensaje que no podía haberle sido enviado desde muy lejos. Por aquellas cercanías había, sin duda, algo que él no podía ver. Un estremecimiento de alerta e interés recorrió todo su cuerpo. Aguardó, rígido como un peñasco, esforzándose en traducir el presentimiento de lo que podría ocurrir en alguna imagen mental de las cosas que él presumía habían de ocurrirle. No acertó a imaginarse nada verosímil y comenzó a descender lentamente la pendiente. Con tanta cautela andaba que tardó un cuarto de hora en recorrer la distancia que le separaba de la estrecha banda de terreno que bordeaba el mar. Allí vio lo que no había podido divisar hasta entonces.
Tratábase de la vivienda de un esquimal. No era la primera vez que Centella había visto aquel tipo de habitación; pero siempre había procurado no acercarse, porque la vivienda de un esquimal se le había presentado siempre en la imaginación rodeada de perros adiestrados para el arrastre y de hombres dispuestos al ataque. La vivienda de un esquimal no ejercía en él el atractivo que había ejercido la cabaña del hombre blanco levantada junto al borde de la lejana quebrada. Pero en aquella ocasión había algo que le retenía junto a la vivienda del esquimal. Era algo que flotaba en el aire. Algo absorbido por el silencio. Algo identificado con la fría desolación de la estrecha banda de terreno en donde estaba socavada la solitaria vivienda. Y Centella, atraído por ese algo extraño y misterioso, fue acercándose paulatina pero progresivamente a la vivienda del esquimal.
Era la vivienda una mera concavidad construida con témpanos de hielo y pedazos de nieve helada, sostenido todo por medio de maderos hallados en el mar y en la playa como restos de algún naufragio. Parecía simplemente un mero montículo de nieve, o alguna gran colmena pintada de blanco. La entrada de la vivienda tenía unos cuatro o cinco metros de largo, entrada que, en realidad, era un túnel de hielo y nieve, de un metro aproximadamente de diámetro. Los esquimales que habitaban aquella vivienda tenían que penetrar en ella gateando a lo largo del túnel. Con el orificio de entrada, a unos cuatro o cinco metros de la única habitación de la vivienda, se conseguía evitar que el frío exterior penetrase en ella, conservándose el calor interior gracias al calor natural de los propios cuerpos humanos y al que despedía la llama de una torcida impregnada en aceite de foca. Era una especie de marmita noruega en la que la temperatura interior quedaba perfectamente substraída a los efectos del frío exterior. Una vez la temperatura interior había llegado a los cincuenta grados Fahrenheit, los cincuenta grados manteníanse uniformes durante muchas horas con sólo tomar la precaución de cerrar el orificio de entrada herméticamente. Con esta precaución manteníase invariable la temperatura, sobre todo cuando dentro de la vivienda había mucha gente, pues el calor natural de los cuerpos contribuía a impedir el rápido enfriamiento del aire.
La cortina de piel de foca sin curtir con que se cerraba el orificio de entrada y salida de la vivienda de los esquimales estaba, en aquel momento, tapando herméticamente el paso del aire. No obstante, las voces misteriosas que guiaban todos los pasos de Centella desde hacía algunas horas le susurraron que a la sazón no había perros ni personas en el interior de la vivienda. Faltaba en el aire el tufillo de los unos y de las otras. La nieve estaba llena de huellas; pero estas huellas no indicaban forzosamente la proximidad de seres vivos y Centella se acercó todavía más a la vivienda de los esquimales. A despecho, y a pesar de todas las voces de precaución y cuidado que oía dentro de él, fue aproximándose siempre más y más a la vivienda. Describió círculos alrededor de ella tres, cuatro, cinco, diez, doce veces, y, por fin, se detuvo con su hocico casi pegado a la misma entrada de la vivienda. Allí estiró el cuello y husmeó la piel de foca que obstruía el orificio. Husmeando, husmeando, percibió perfectamente el inequívoco olor de los hombres y de las bestias. Y además del olor hubo de percibir también un sonido. Este sonido le hizo retroceder dando sofocados y sordos aullidos, con la cabeza alta, y con los ojos brillando de una manera extraña. Trotó unos cien metros siguiendo la dirección trazada por las últimas huellas y después volvió a la vivienda de los esquimales. Y una vez allí, volvió a husmear el orificio de entrada, y volvió a oír también el mismo sonido. Un estremecimiento le recorrió el cuerpo. Aulló. Sus grandes molares castañetearon. A través de todas las generaciones de lobos que le separaban de Scaguen, una voz le llamaba. Era la voz de una criatura que había puesto en él su confianza y que había jugado con él, y que le había amado durante muchos años en época anterior a la era cristiana. Era la voz de un ser viviente a cuyos pies los perros se habían prosternado con mística adoración, y en cuya defensa los perros de todas las razas habían luchado siempre con gran ardor. En la obscura habitación, practicada en el extremo del estrecho túnel, lloraba un niño.
La vocecita del niño provocó una emoción nueva en el alma de Centella. Él había oído los vagidos de los lobeznos. Pero aquel vagido era distinto. Todos los nervios de su cuerpo respondieron al estímulo de aquel sonido del mismo modo que las cuerdas de un piano responden y vibran al martilleo de las teclas. La vocecita del querubín que lloraba conmovió a Centella, sacudió sus nervios, le llenó de emoción y desasosiego. Así alterado corrió Centella un centenar de metros como huyendo de la criatura que lloraba. Mientras corría, olfateaba el aire sin cesar, procurando penetrar el misterio que le rodeaba. Suspendió, sin embargo, la huida, y por tercera vez volvió a la morada de la criatura que lloraba. Y de nuevo volvió a oliscar el aire describiendo círculos hasta que, al fin, fue a detenerse, por tercera vez también, a la entrada de la vivienda. La criatura ya no lloraba; todo estaba, por el contrario, en silencio. Durante un minuto Centella escuchó. Pasaron unos minutos más y el lloriqueo volvió a oírse. Era un lloro inconfundible, un lloro que todas las madres, lo mismo las de la raza blanca que las de las razas negra, cobriza o amarilla, hubieran reconocido; era, en fin, el lloro rabioso de una criatura que tenía hambre. En aquella rústica vivienda, socavada en el extremo más inclemente del mundo, un crío pedía la teta con los mismos lloros con que la piden los recién nacidos en los palacios y lujosas casas de las grandes capitales. Era un lloro viejo como el mundo, un lloro invariable a través de los millares de pueblos y generaciones, un lloro idéntico en todas las gargantas de la misma edad. A todos los corazones del mundo ha permitido Dios que entendieran el significado de tal lloro. En aquel lloro había reminiscencias de civilización, nostalgias de cordialidad, evocaciones de ternura y de cariño, y Centella, poseído como estaba por el alma de perro que había ido a infiltrarse en él desde los años en que animaba el cuerpo de Scaguen, el gran danés, Centella, decimos, respondió a aquel lloro con un aullido de simpatía. Si en vez de Centella hubiera estado allí el propio Scaguen, el Scaguen que había conocido la vida del hogar, y que había jugado con los niños, el noble animal hubiera penetrado sin vacilar en la vivienda de los esquimales, y en la obscuridad se hubiera ido a postrar con su gran cuerpo a los pies de la criaturita que lloraba; pero si bien el espíritu de Scaguen estaba dentro de Centella, éste seguía siendo por su cuerpo un lobo. El espíritu deseaba penetrar en la vivienda del esquimal; necesitaba y quería volver a sentir la caricia suave de las manos infantiles, volver a oír el dulce acento de la voz de un niño, volver a estar echado una vez más junto al ser delicado que el gran Arbitro del universo había creado para que fuera amo y dominador de los perros. Pero aquellas incitaciones no tenían fuerza para mover a un cuerpo formado por muchas generaciones de lobos. El cuerpo se negaba a poner en práctica las incitaciones del espíritu. Centella, por un misterioso atavismo de su espíritu, experimentaba en aquel momento todas las emociones que hubiera experimentado un perro; no obstante, sentíase incapaz de sacudir el peso de la carne. Y la carne era carne de lobo. Para él, el haberse acercado a la entrada de la vivienda, destrozando la piel de foca que obstruía el paso, a fin de penetrar en el interior, como Scaguen hubiera hecho, para Centella, decimos, el haber penetrado en aquella vivienda hubiera sido lo mismo que volver a nacer. Pero, aun cuando en su alma los sentimientos del perro se desarrollaban cada vez con mayor claridad, la sangre y los instintos del lobo eran las fuerzas que determinaban sus movimientos físicos, y mientras algo eminentemente psíquico salió de él para penetrar en la vivienda del esquimal, su sangre, sus huesos y sus músculos se negaban a secundar la acción que hubiera convertido a Centella en el gran danés que le había legado sus sentimientos a través de tantas generaciones. De la misma manera que el espíritu del perro incitaba a Centella a entrar en la vivienda, el cuerpo del lobo le mantenía a cierta distancia de ella.
Describió desasosegadamente unos cuantos círculos en la estrecha banda de terreno en donde estaba la vivienda de los esquimales, alejándose y acercándose a intervalos. Por fin no pudo resistir más tiempo el lloro de la criatura. Le faltó, no obstante, el impulso para continuar sus correrías. Rápida y misteriosamente se había desarrollado en él un instinto de posesión. Había descendido de la estrecha banda de terreno iluminada con la tenue luz de la Luna y las estrellas, y había hallado allí algo que había ejercido en él una atracción mucho mayor que la que había ejercido antes la luz de la cabaña levantada en el borde de la quebrada; algo que tuvo fuerza bastante para detenerle, que disipó la pena de su soledad, que le produjo una extraña excitación nerviosa. La causa de su extraña emoción no era la representación mental del niñito que lloraba, porque él nunca había visto un niño. Era el lloro mismo lo que le había emocionado, el grito ancestral, la expresión de debilidad, la evidencia del abandono, del desamparo y del hambre. Centella no asoció el sonido a ninguna representación visual. No sabía si aquel sonido saldría de alguna forma determinada a base de carne y sangre. Aquel sonido era un misterio para él. Era un misterio como lo eran también todas las voces, casi humanas, que había estado oyendo aquella noche en las regiones en donde soplaba el viento. Pero el misterio de la vivienda del esquimal le había atraído con la fuerza de un poderoso imán. El misterioso llanto de un ser débil había hecho olvidar a Centella su propia ferocidad y permanecer largo rato en el lugar del encanto.
Veinte veces lo menos volvió Centella a la estrecha banda de terreno recorriéndola sin rumbo. Aquella banda de terreno estaba llena de las huellas de los hombres y de los perros; pero las huellas ya no olían. Para ojos humanos la historia de aquellas huellas y de aquella vivienda no hubiera podido encerrar misterio alguno. Algo había ocurrido, porque en el interior de la vivienda la temperatura había descendido, a pesar del espesor de las paredes y de estar la abertura de entrada y salida herméticamente tapada. Y dentro de la vivienda una criaturita estaba poco menos que a punto de morir de inanición.
Centella comprendió que allí ocurría algo; pero no pudo comprender ni presumir la verdad. Del mismo modo que una hora antes había sabido vaticinar los acontecimientos, sus presagios en aquel momento tenían para él el valor de las cosas ciertas. Aumentó su vigilancia. No dejaba de escuchar ni un segundo con la mayor atención. Oliscó el aire desde mil diferentes puntos. Olfateó las heladas huellas. Volvió una y otra vez a la vivienda del esquimal, y aulló delante de ella, y permaneció un buen rato aguardando. La vivienda era el único objeto concreto y palmario que se presentaba de un modo claro ante su comprensión. El permanecer en las cercanías de aquella vivienda era para él una gran satisfacción. Más de seis veces se echó Centella cuan largo era delante de la vivienda, no para descansar, sino para esperar y vigilar. No quería apartarse de aquella vivienda, aun cuando el corazón le advertía del peligro de permanecer cercano a ella. Esperaba que la vivienda concluiría por abrirse en una explosión formidable. Esperaba, en fin, que sucedería algo malo. Y estaba dispuesto y preparado a huir… ¡o a luchar!
Al fin se dirigió, despacio, al extremo de un gran promontorio de hielo que dominaba el mar a cierta distancia de la vivienda. Una voz interior le aseguraba que sería desde el mar de donde había de surgir el peligro, y sus ojos sondearon con suspicacia el brillo de la Luna y de las estrellas. El viento le soplaba de cara, en dirección Este. Dos veces vio tenuemente el movimiento de una sombra misteriosa, cuyo olor él hubiese podido percibir distintamente si el viento hubiera soplado en dirección Oeste. Su cuerpo temblaba, mas no de pavor, sino de ira, mientras sus ojos trataban de distinguir la sombra por tercera vez. Pero la sombra no se volvió a exhibir y Centella trotó otra vez hacia la vivienda.
Diez minutos después la sombra subió por el montículo de hielo en donde estaba Centella y pasó a la banda de terreno que se extendía frente a la vivienda, dirigiéndose a ésta. Centella volvió a ver la misteriosa sombra cuando ésta pasó a unos cien metros de distancia, y todos los músculos de su cuerpo se pusieron en tensión como resortes dispuestos a saltar al primer golpe. La sombra seguía marchando y, a medida que avanzaba, Centella iba distinguiendo mejor su color blanco, casi brillante a la pálida penumbra de la noche, hasta que concluyó por divisar perfectamente la cabeza caída, lentamente balanceada de un lado a otro, del caballero de la blanca túnica, Wapusk, el oso polar. Wapusk se detuvo a unos cincuenta metros de distancia. Su cabeza balanceaba como un péndulo y sus ojos brillaban. Había tenido poca suerte en la caza y estaba hambriento. No era la primera vez que visitaba la vivienda de un esquimal. Dos veces, en aquel año de hambre, había probado la carne humana. De su garganta salió un sonido ronco cuando vio a Centella ante la vivienda que él pretendía invadir.
A cualquier lobo el sordo ronquido que salió de la garganta de Wapusk hubiera bastado para hacerle buscar la salvación en la huida; pero en aquella ocasión Centella se sentía más perro que lobo, y en todo pensó menos en huir. De sus fauces salió otro ronquido de contestación feroz. Presentía la invasión de la vivienda. Su corazón le había hecho presentir el peligro y se presentó Wapusk. Wapusk era, por lo tanto, el daño y la amenaza que el destino le deparaba. Su inteligencia no analizaba ni iba más allá. Wapusk estaba delante de él, con su enorme cabeza meciéndose de un lado a otro, con un gruñido de amenaza en la garganta, con sus ojos brillándole como ascuas. No alcanzaba Centella a comprender cuán deliberadamente el oso blanco había buscado la vivienda del esquimal, pero sabía que Wapusk estaba allí, que el más mortal de sus enemigos codiciaba la vivienda y lo que había dentro. Y dio un gruñido de aviso y de amenaza. Y se acercó, con los agudos colmillos al descubierto, a la entrada de la vivienda.
Wapusk se acercó también, lentamente. Sus grandes patazas golpeaban el suelo como enormes mazas; sus uñas sonaban tétricamente al golpear la superficie helada; su cabeza no cesaba de balancearse como un péndulo. ¡Terrible balanceo que llenaba de terror el corazón de todo ser viviente! Pero Centella, al contemplarlo en aquel momento, todavía se acercó más a la piel de foca que tapaba la entrada de la vivienda. Uno de los nudos que la sujetaban se aflojó y la piel de foca destapó en parte el orificio de entrada. Fue entonces cuando Centella oyó con perfecta claridad el mismo sonido que había oído antes saliendo del interior de la vivienda. El niñito lloraba. El sonido llegó también hasta los oídos de Wapusk, quien veinte pasos más allá estaba al acecho. Durante unos segundos la cabeza de Wapusk suspendió el movimiento. El ronquido que salía de su garganta adquirió una intensidad tenebrosa. Y en seguida el oso blanco avanzó lentamente, como un alud, hacia donde estaba Centella.
Centella se había dado cuenta de que la entrada de la vivienda ya no estaba interceptada, y cuando Wapusk dio el primer paso hacia él, retrocedió metiéndose completamente dentro del túnel. Wapusk, con su gran cabeza y su enorme cuerpo, apenas podía moverse dentro del estrecho pasaje, y Centella aprovechó rápidamente la oportunidad saltando ferozmente sobre su enemigo. Sus colmillos herían y desgarraban como cuchillos. Produjo una herida atroz en el hocico del oso, y al gruñido de ira y dolor que lanzó Wapusk, las gruesas paredes de nieve y hielo retemblaron. No pudo hacer, sin embargo, otra cosa más que avanzar desafiando al terrible animal de los colmillos como cuchillos. Wapusk no sabía luchar solamente con los colmillos, como Centella, antes bien necesitaba emplear en la lucha sus patas delanteras y su cuerpo. En la estrechez del túnel no había modo de utilizar tan terribles armas, y durante un minuto, quizá, hubo de soportar el terrible dentelleo de Centella. Reuniendo todas sus fuerzas trató de incorporarse y el techo y las paredes del túnel medio se desmoronaron. La entrada al interior de la vivienda quedó así cortada como cosa de un tercio de su longitud.
Centella estuvo a punto de quedar semienterrado entre los trozos de nieve y hielo desprendidos. Retrocedió todavía más hacia el interior de la vivienda y Wapusk avanzó de nuevo hacia él. Con el mismo denuedo con que Centella luchó con Baloo disputándole la jefatura de la manada, luchó en aquel momento con Wapusk defendiendo la entrada al interior de la vivienda. Destrozó a mordiscos la cara y el hocico del oso blanco. Y destrozó también la mitad de una de las orejas del invasor. Wapusk adelantó una de sus manazas para dar un tremendo zarpazo, y Centella mordió la garra desarticulándole uno de sus artejos. El grito de dolor del oso pudo haberse oído a un kilómetro de distancia. Volvió a tratar de incorporarse y las paredes del túnel volvieron a desmoronarse a lo largo de un par de metros más. La victoria final había de ser de él, por más que el suelo del túnel estuviese encharcado con su sangre. Con otro empujón que diera al techo y a las paredes del túnel podría llegar, indudablemente, al interior de la vivienda, y una vez allí, con los movimientos libres, el triunfo sería suyo.
Con sus patas delanteras todavía en el túnel, pero con el resto del cuerpo ya en el interior de la vivienda. Centella aguardó el último ataque de Wapusk. Se daba perfecta cuenta de que aquel ataque había de ser el definitivo. Sabía perfectamente que en el amplio espacio que se abría detrás de él la superioridad correspondería a su enemigo. No pensó, sin embargo, en escapar. Con su cabeza todavía en el túnel, no solamente aguardó al oso blanco, sino que le desafió con sus aullidos. Durante unos segundos, Wapusk, ante la amenaza de aquellos colmillos, vaciló. Pero sus ojillos, acostumbrados a la obscuridad, le dijeron que ya estaba casi en el espacio ancho de la vivienda. Un esfuerzo más y la lucha se verificaría con todas las ventajas de la corpulencia y de la fuerza en su favor. Y por consiguiente, no podía tardar en comer carne. No obstante, la amenaza de los colmillos que tenía delante le habían paralizado todo movimiento.
Y en aquellos mismos instantes ocurrió otra cosa.
Tres figuras envueltas y bien cubiertas de pieles atravesaron apresuradamente la desolada llanura. Eran Nape el esquimal, su mujer y su hijo. Habían salido a cazar focas; mas la suerte no les había favorecido y estaban ya, de regreso, casi en su hogar, cuando oyeron con pavor los gruñidos del oso blanco.
El oso, en cambio, ni oyó, ni husmeó a los esquimales. Su atención estaba fija en un solo objetivo y por tercera vez forzó el pasaje que había de darle acceso al amplio interior de la vivienda. La proximidad de la muerte causa siempre una gran impresión en las bestias, y Centella comprendió que había llegado para ellos el momento decisivo. Concentró su energía en todos los nervios y músculos de su cuerpo, preparándose para el último gran esfuerzo. Durante unos segundos atacó con tal furia que Wapusk, con la cabeza baja, no pudo incorporarse para ensanchar a empujones el estrecho paso del túnel. Quizá transcurrió medio minuto antes de que Wapusk consiguiera aporrear las paredes con todo el peso de su cuerpo. De la misma manera que se habían desmoronado antes, se desmoronaron techo y paredes al empuje de los nuevos golpes, y el paso al interior de la vivienda quedó expedito. Pero, apenas habían acabado de caer los últimos trozos de hielo y nieve, un grito humano retumbó en el silencio de la noche y a la escasa luz de los astros brilló un arpón. Este arpón fue a clavarse en la espaldilla de Wapusk. Las arrebujadas criaturas gritaban como demonios y Centella dio un salto de retroceso para apartarse de ellas y de la masa de hielo y nieve que amenazaba con sepultarle si caía encima de él. Pero el salto que dio le colocó frente por frente de la mujer; la mujer madre de la criatura en cuya defensa él había aceptado el gran combate con el enorme oso blanco. La mujer tenía en su diestra un gran venablo y, dando un grito salvaje, hundió el arma en el flanco de Centella. Centella sintió la acerada punta en sus carnes y huyó arrastrando el arma hasta que el venablo se desprendió, desgarrándole el costado. También Wapusk huía apresuradamente en busca del refugio salvador de sus grandes témpanos de hielo.
En la cresta del montículo desde donde había mirado por primera vez la estrecha banda de terreno que se extendía a sus pies, Centella se detuvo unos instantes ensangrentado y exhausto. Y un extraño lamento salió de su pecho, mientras respiraba con dificultad. Al fin el misterio de la noche le había dado a entender algo. Y con la nueva experiencia adquirida volvió otra vez a los desiertos helados sin que el espíritu de Scaguen y la alegría de la noche volvieran a circular por sus venas, disueltos en su sangre, mientras corría en dirección de su gran manada de lobos blancos y de los restos de los renos de Olee John.
Y al marchar, la herida que le dolía más era la causada por una mano humana.