Capítulo II

La luz de las Siete Estrellas había llegado. Pero en vez de brillar las siete brillaban siete billones. La sombría palidez crepuscular había desaparecido y el mundo ártico yacía suavemente en el áureo regazo de la larga noche. A lo alto, en el lugar en donde hubiera estado brillando el sol en un cielo meridional, dejábase ver el pálido resplandor del Norte como una inmensa concha nacarada, corazón de la noche, y cerca de este inmenso y tenue resplandor celeste brillaban las estrellas. Innumerables y silenciosas, como faros suspendidos en los espacios infinitos, sin sol, sin luna, sin luz diurna que ofuscara su esplendor, iluminaban las heladas regiones como inmóviles ojos que estuviesen dirigiendo perpetuamente una mirada envidiosa a la claridad más espectacular de la aurora. Aquella noche, o aquel día, porque las noches y los días han de contarse con arreglo a las horas que pasan, aun en las regiones en donde no hay sol ni luna, la aurora lucía la magia de sus resplandecientes vestiduras. Durante dos horas la Diosa de la Bóveda Celeste habíase estado ejercitando en su papel, y, como si se complaciera en confutar su parentesco con el Polo, mostraba sus misteriosos encantos y fosforescente luminosidad sobre lo que hubiera sido el horizonte del Oeste. Durante dos horas había estado desplegando sus gallardetes de todos los colores del arco iris; durante dos horas habíase estado divirtiendo en su gloriosa apoteosis. Había echado a volar diez mil bailarinas de vaporosa y sutil belleza, había llenado la bóveda celeste de senderos de oro, púrpura, naranja y azul, y después de todo eso, como cansada de su difícil juego, habíase puesto a pintar el cielo de un rojo bermellón, magnífico. Desde la ciudad, la aldea y el campo, había ojos que la miraban, aquella noche, desde más de tres mil kilómetros al Sur, pasmados de la belleza, de la espléndida coloración que flotaba sobre el Polo. Pero inmediatamente debajo de ellas las almas temblaban, y la blancura de un mundo helado reflejaba la luz de las estrellas hacia la pálida claridad de nácar, corazón de las alturas.

Aquel mundo blanco estaba muerto. Hacía allí un frío intenso, tan intenso que en el aire, no removido por el más leve soplo de viento, oíanse a veces leves crujidos metálicos. De cuando en cuando, desde los bordes montañosos y helados del golfo de la Coronación, llegaba el ruido de una explosión parecida al estampido de un cañonazo; era que algún inmenso témpano de hielo se desgajaba o se hendía. Y cada vez que alguna de esas explosiones atronaba los espacios, el eco de tan terrible ruido repercutía varias veces seguidas, como una serie de gemidos, hasta Bathurst Inlet, porque los juegos y entretenimientos de aquel intenso frío eran tan fantásticos y misteriosos como los de la aurora. Parecía a veces que una partida de patinadores huían por el cielo con patines de acero, y por poco que se aguzara la imaginación, parecía oírse el sonido de las voces y, a lo lejos, las risotadas. No obstante, bien cubiertos cuerpo y cabeza con gruesas pieles, la temperatura podíase resistir perfectamente, porque no soplando el viento, como no soplaba, el frío distaba mucho de ser mortal.

Delante de una pequeña cabaña de madera construida en el borde de una gran quebrada, conversaban el cabo Pelletier y el agente O’Connor, de la Real Policía Montada del Noroeste, y a cierta distancia de ellos aguardaba un esquimal con un trineo arrastrado por seis perros. Hacía un mes y medio que Pelletier había enviado al inspector de la división «M», en Fort Churchill, su última comunicación previniendo los males que amenazaban a toda la región: hambre, muerte y lobos.

Pelletier, mirando al rutilante carmesí de la aurora en el Oeste, dijo:

—Mira, O’Connor, estamos en presencia de la primera noche roja del invierno. Tenemos suerte. Los esquimales creen ver en el rojizo resplandor del cielo un signo de amenaza y estoy seguro de que apenas hay esquimal entre estos linderos y Franklin Bay que no esté actualmente entregado a sus plegarias y prácticas religiosas para desterrar los malos espíritus de la faz de la tierra. Y todos los cazadores de la costa deben haberse puesto ya en camino para juntarse a nosotros como un solo hombre.

O’Connor se encogió de hombros con el escepticismo del incrédulo. Confiaba en Pelletier; Tenía verdadero cariño a este pintoresco francés, endurecido en las tempestades y que llevaba ya más de la mitad de su vida metido en el círculo ártico. Pero se permitía disentir de Pelletier en cuanto a la esperanza que éste tenía puesta en el plan que había imaginado. Durante dos semanas había estado sepultando crecidas dosis de estricnina en pellas de grasa de reno. Tenía fe en el veneno. Diseminadas por aquellas inmensas extensiones de hielo y nieve, aquellas pellas envenenadas no podían menos de dar la muerte a un gran número de lobos. Pero en cuanto a los resultados de las cacerías…

—Éste es el momento —añadió Pelletier, sin apartar los ojos de las tonalidades rojas del cielo—. Si logramos atraer la gran manada y podemos destruir nada más que la mitad de los lobos que la componen, salvamos por lo menos cinco mil renos. Y si Olee John no nos falla con sus renos, el éxito es seguro. Y como el éxito se alcanzará por medio de numerosas cacerías efectuadas durante todo este invierno a lo largo de la costa, si de resultas no me ascienden a sargento, y a ti a cabo, es que no hay justicia en la tierra, O’Connor.

Y Pelletier, al decir estas últimas palabras, hizo rechinar los dientes como para dar mayor énfasis a sus esperanzas.

—Por lo menos tendremos la diversión de la caza —replicó el irlandés—. Pero movámonos, Pelletier; el ejercicio nos ayudará a combatir el frío. Mucho me equivoco, o estamos a sesenta bajo cero.

El esquimal cubierto de pieles salió de su impasibilidad. De su boca salieron las palabras precisas para arrear a los perros, su látigo chasqueó por encima de los lomos caninos y, ansiosos de correr, los bravos animales se lanzaron animosos a todo escape sobre la blanca pista, aullando y ladrando, y castañeteando los dientes bajo el resplandeciente bermellón del cielo.

Kilómetros y kilómetros a lo largo de la áspera costa del golfo de la Coronación y de las abruptas orillas de Bathurst Inlet, había movimiento aquella noche. La siniestra mueca del hambre extendíase amenazadora por todos los ámbitos y los esquimales respondieron a la llamada de Pelletier, el Rey Blanco que tenía que realizar el milagro de librar a la tierra de los espíritus malos que se habían introducido entre las manadas de lobos para impulsar a estas fieras a perseguir con extremada voracidad a los fugitivos renos.

El campamento de Topek había sido designado como punto de reunión. Eran los mejores hombres de la tribu Topek quienes se habían encargado de llevar la noticia de la gran cacería de lobos a lo largo de las costas, y era Topek quien había tratado de convencer a los demás esquimales de que, a menos que los hombres limpiaran de lobos toda la región, matándolos, o persiguiéndolos hasta ponerlos en fuga, el hambre tendría que causar estragos. Los de Topek repitieron con toda fidelidad los mensajes de la policía, representada por el cabo Pelletier y el agente O’Connor en la pequeña cabaña construida al borde de la gran quebrada.

El enrojecido cielo daba imponentes respuestas a los requerimientos de los hombres. Porque, desde siglos y siglos atrás, los simplicísimos habitantes del litoral del golfo de la Coronación habían vivido en la creencia de que los demonios del infierno subían de cuando en cuando a la Tierra para penetrar en el cuerpo de los lobos sedientos de sangre y hacerles limpiar de renos los desiertos de hielo y nieve para hacer perecer de hambre a los habitantes de las regiones polares. Y únicamente los más jóvenes y valientes se habían atrevido a ofrecer ayuda a Pelletier. No es lo mismo combatir con los osos blancos que habérselas con los más furiosos espíritus del averno. Con todo, doscientos cazadores llegaron a reunirse en el campamento de Topek. Iban todos provistos de un gran número de amuletos y de cuantas armas habían podido procurarse. Algunos tenían fusiles comprados a los balleneros en épocas de abundancia, otros llevaban arpones, y otros una especie de chuzos que utilizaban para cazar focas. Desde el más lejano Oeste llegó Olee John, un esquimal que estaba casado con una sola mujer, lo mismo que los hombres de raza blanca. Con Olee John llegaron los diez cazadores más bravos de su aldea y un rebaño de cincuenta renos domesticados.

La aurora lucía sus galas como una hermosa lámpara roja, cuando Pelletier y O’Connor llegaron al punto de reunión, después de un viaje de seis horas, y dieron un buen apretón de manos a Topek, y casi abrazaron a Olee John. Durante las cinco o seis horas siguientes los cazadores no cesaron de llegar. Apenas estuvieron todos reunidos, un viento huracanado llevó hasta ellos gran cantidad de agua y nieve desde lejanos ventisqueros. Aquel viento era como una escoba que barriera los desiertos, borrando, rellenando e igualando trochas, pistas y caminos. Setenta y dos horas después de aquella tormenta de viento y nieve, había gran actividad en el campamento de Topek y los suyos. Hallaron una hondonada de imposible salida y el trabajo de atraer a ella a los lobos dio principio. Cinco veces Topek y Olee John, cada cual ayudado de sus hombres, hicieron avanzar el rebaño de los renos, y las cinco veces, hombres y animales volvieron extenuados por la fatiga. No obstante, en la pista abierta por las huellas de los renos no se oyó ningún aullido, y ningún lobo se aventuró a seguir el rebaño. Y, aunque se colocaron cebos envenenados a centenares en las recién practicadas huellas, no se halló nunca ningún lobo muerto.

En las estólidas caras de los jóvenes cazadores esquimales comenzó a retratarse un gran temor. Los médicos y los ancianos de la tribu tenían razón; no cabía duda: «los diablos del infierno» se habían metido en el cuerpo de los lobos y era una gran locura organizar cacerías. Hasta los mismos jefes en persona, Topek y Olee John, comenzaban a titubear, y del corazón de Pelletier se apoderaba una ansiedad profunda, porque el fracaso de su iniciativa entrañaba inevitablemente el total desprestigio de la policía.

Y por sexta y última vez Topek y Olee John, y los demás esquimales, se pusieron en movimiento empujando al rebaño de renos hacia los lugares más adecuados para conducir la manada de lobos hasta la traidora hondonada. Mientras tanto en las cabañas de los esquimales no faltaba quien decía que los dioses y los demonios provocados concluirían por lanzar alguna irrevocable maldición sobre toda la comarca.

Escuálido y chupado por el hambre, con las costillas marcándosele en los costados a causa de los días y de las noches de inútil búsqueda de alimento. Centella y su manada de lobos marchaban hacia el Norte. No viajaban en estrecha formación como en los viajes que realizaban un mes antes, cuando los rebaños de renos bordeaban los desiertos helados. Marchaban diseminados, como un ejército en derrota. Desde la noche en que Centella había luchado con Baloo, venciéndolo y conquistando así la jefatura de la manada, los lobos no habían realizado sino una gran matanza. Después de esta gran matanza había habido una semana entera de grandes borrascas y después de estas borrascas no volvió a verse por aquellas regiones ni un solo reno. De los desiertos de nieve y hielo desaparecieron las huellas de los renos. En aquel mundo monótono e ilimitado las huellas habíanse borrado como si nunca hubieran existido. Sesenta kilómetros más al Sur, Centella hubiera encontrado a los renos buscando refugio en las hondonadas cercanas a la costa, y los lobos hubieran podido devorar a los enflaquecidos renos. Pero después de la tormenta, los lobos se habían dirigido al Sudeste, y el hambre se había apoderado de ellos.

Si los de la tribu de Topek hubieran visto la vuelta de la manada de lobos a sus antiguos lares, todos hubieran impetrado, con sus plegarias, la protección de los dioses. Porque ya nadie creía en la superstición de que los demonios viajaban dentro del cuerpo de los lobos. Creían más bien que todos los lobos eran los propios demonios en persona. La desesperación del hambre había hecho presa en sus corazones y en sus ojos medio ciegos. Los demás animales mueren de inanición al cabo de algunos días de no comer. Pero el hambre enciende en el lobo un furor loco antes de matarle. Bajo el billón de estrellas y la argentina iluminación del corazón del cielo, los ciento cincuenta lobos que componían la manada de Centella marchaban recelosos uno detrás de otro. Habíanse convertido en verdaderos piratas, piratas derrotados, piratas que marchaban acechando la ocasión de caer uno sobre otro. Con los ojos hechos ascuas, desvelados, con los colmillos blancos y afilados por el hambre, avanzaban con el oído atento al aullido de rabia y al grito de angustia que demostraban que había habido una nueva víctima entre sus camaradas. Cruzaron el desierto de hielo y nieve sin que se oyera ni un solo aullido de dolor. Era una horda de espectros vivientes que hacían su camino en silencio a través de la pálida iluminación de la noche.

Centella, con su sangre de perro legada por Scaguen, el gran danés, había resistido a la gran locura. Tenía hambre. También él se moría. Su gigantesco cuerpo se adelgazaba. Sus ojos lanzaban llamas. Poseíale un extraño frenesí; pero su herencia de Scaguen le había salvado, y ni estaba loco ni odiaba. La repulsión que los perros sienten por el canibalismo era muy fuerte en él. Unas veinte veces había visto a la manada precipitarse sobre el lobo más escuchimizado, destrozándole y devorándole. Manteníase a distancia, y en su gaznate, de cuando en cuando, en vez del aullido de muerte y odio, se dejaba oír un débil y tétrico quejido, y a medida que la manada iba acercándose a los lugares de sus antiguas cacerías, iba sintiendo cada vez con mayor apremio el atractivo que la cabaña del hombre blanco ejercía en él. No se había olvidado del tiro que le había disparado O’Connor, del proyectil que había pasado, portador de la muerte, silbando por encima de su cabeza, chamuscándole la piel. Pero el instinto pudo más que el temor y de nuevo fue Scaguen, el perro de varias generaciones atrás, quien respondió a la llamada del amarillento sol que había dentro de la cabaña, y a la del olor del humo y demás atractivos que Centella el lobo no podía comprender.

Con las fauces llenas de flébiles[5] aullidos, Centella volvió a reunirse con sus lobos, y las pavorosas sombras emprendieron la marcha rodeándole. Al lado de los demás lobos Centella era un gigante. No temblaba, ni sentía miedo mientras andaba. Oía el castañeteo de los dientes en la pálida obscuridad de la noche y los aullidos de los demás lobos cada vez que él se acercaba demasiado a cualquiera de ellos. Sentía la parte de amenaza que encerraban aquellos aullidos; pero no experimentó nunca, en cambio, el deseo de matar a los que le deseaban la muerte, mientras marchaban todos con dirección al Este. La cabaña estaba en aquella dirección. No era un propósito deliberado lo que le hacía dirigir sus pasos a la cabaña. Ésta no podía ofrecerle sino una visión lejana de un pedazo de luz amarilla y el olor de humo. De aquella cabaña había salido, rozándole la cabeza, un emisario de la muerte. Marchó, no obstante, moviendo su cuerpo mecánicamente al impulso de las imágenes que vivían en su cerebro. Apartándose un poco de la manada, observó las últimas sombras que pasaron por delante de él. Marchó luego en dirección al Norte, y después al Este. Aceleró el paso. Ya no corría, sin embargo, con la velocidad del Centella que unas semanas antes galopaba, más de prisa que el viento, por las heladas llanuras de Bathurst Inlet. En sus movimientos ya no había la pura alegría de correr. Los músculos ya no respondían como tensos alambres vibrando al deseo de acción. Dolíanle las patas. Una molestia intolerable atormentábale los costados, metiéndosele entre las costillas. La fuerza de sus mandíbulas había disminuido, sus ojos habían perdido parte de su penetrante visión, y su respiración hacíase fatigosa al cabo de correr apenas un kilómetro. Cuando amainó la carrera estaba jadeante. Durante un rato se detuvo y escuchó. Desfallecido, todavía tuvo fuerza, no obstante, para mantener elevada la cabeza, y a la débil luz de las estrellas, sus ojos brillaron siniestramente. Hinchó de aire sus pulmones y husmeó. Y de nuevo, desde el tiempo en que su abuelo había sido el compañero del hombre, el espíritu de Scaguen, el gran danés, volvió a animarle y por sus venas de lobo volvió a circular la sangre de perro. Observó la dirección de la hambrienta manada, con atención fija y encendida. Ya no necesitaba volver a reunirse con los lobos, ni deseaba que los lobos le siguieran a él. En su soledad sintió hondos deseos de ser libre. La manada había desaparecido, los aullidos habían desaparecido, y Centella estaba contento. El aire se había purificado: ya no flotaba en él el olor de las fieras desesperadas por la locura del hambre. Las estrellas brillaban con gran claridad. Y enfrente de Centella extendíase la noche, abierta e infinita, llena de nuevas promesas.

En qué pudieran consistir tales promesas era cosa que él ni sospechaba siquiera. En aquellos instantes lo que más necesitaba era comer y la cabaña que se levantaba en el borde de la quebrada no le había proporcionado otra cosa más que el olor de humo, la visión de una luz amarillenta y la amenaza de una súbita y misteriosa muerte. Sin embargo. Centella volvió de nuevo en busca de la cabaña. Marchó durante un cuarto de hora con la rapidez del viento, no parándose sino dos veces para husmear el aire. La segunda vez se detuvo mayor rato que la primera. Percibió un débil olor en el aire, el típico olor de lobo, y lanzó un aullido. Cerca de un kilómetro más lejos volvió a detenerse y el aullido que lanzó entonces fue más sostenido y más amenazador. El olor iba siendo más y más fuerte, a pesar de que él había estado corriendo en dirección contraria a la que había seguido la manada. Aceleró la marcha y sintió apoderarse de él un sentimiento de encono. El viento era para él un libro. El viento era su único instructor y en aquella ocasión le advertía que detrás de él, en la obscuridad de la noche oculta a sus ojos, había una sombra que le seguía.

Detúvose por cuarta vez y su aullido semejó un grito de alarma. El olor acentuábase de un modo inquietante. Esta vez Centella aguardó, erizóse su pelo y sus músculos pusiéronse en tensión, dispuestos a la batalla. No tardó mucho tiempo en ver una sombra que avanzaba lentamente a la débil luz de las estrellas, acercándosele en medio de un silencio de mal agüero. La sombra se detuvo a unos quince o veinte metros de distancia. Y luego, paso a paso y con cautela avanzó en la obscuridad. Centella se aprestó a recibir a un enemigo. Casi a una distancia salvable por un salto se detuvo de nuevo, y esta vez Centella vio que el lobo que le seguía no era blanco. Era un enorme lobo gris que se había agregado a la manada, a muchos kilómetros de distancia, en el matorral que bordeaba el límite meridional del desierto.

Mistic era tan corpulento y tan obscuro de color como Centella. Mistic era el lobo andariego de los grandes bosques. Criado en las selvas meridionales, conocedor de las estratagemas de los hombres, atrapado más de una vez y con el cuerpo lleno de cicatrices, Mistic el vagabundo había viajado hacia el Norte uniéndose a la manada de lobos blancos. A la luz de las estrellas las dos grandes bestias se miraron una a otra. En la débil penumbra, los afilados colmillos de Centella brillaban bien despegados de los labios tensos y abiertos. El bravo animal comenzó a dibujar el círculo de la muerte. Mistic no se movió. Con mirada baja y curiosa observaba a Centella. Sus quijadas permanecían apretadas. Sus ojos no brillaban respondiendo al reto. No gruñía ni aullaba. Magnifico e impávido, permanecía sin movimiento en el centro de los círculos, cada vez más estrechos, que describía Centella. Ni respondía al desafío ni dejaba traslucir rencor alguno. El aullido se extinguió lentamente en las fauces de Centella. El brillo de sus colmillos desapareció, y sus orejas, plegadas hacia atrás un momento antes, pusiéronse tiesas. En aquel instante, de las fauces de Mistic salió un débil quejido. Aquel quejido era un ofrecimiento de amistad. Era como si el gran lobo, notando la falta de la vegetación protectora, tratara de decir a Centella que no pudiendo soportar más la desesperada locura y la depauperación de la manada, había ido a buscarle para cazar en su única compañía, bajo la luz de las estrellas, y que, por lo tanto, lejos de querer luchar prefería ofrecerle su amistad. Centella dio un resoplido. En guardia, y todavía receloso, movió de uno y otro lado la cabeza. Oyó de nuevo el suave quejido de Mistic y lo contestó. Paso a paso, despacio y con precaución, fueron acercándose en sus círculos, hasta que al fin sus hocicos se juntaron. De los pulmones de Centella salió un profundo suspiro. Estaba tranquilo. Estaba satisfecho. Mistic volvió a aullar y rozó su espaldilla con la de Centella, y los dos lobos sondearon con su mirada la noche en aquella primera hora de su reciente camaradería.

Fue Centella quien eligió la dirección Noroeste. Llevaba la cabeza levantada; en sus ojos había un nuevo brillo, en su sangre un nuevo calor. Experimentaba la sensación de algo nuevo en su vida, un nuevo género de camaradería. Mistic no era un lobo de los desiertos helados. No era un lobo traidor. No buscaba el combate. En el contacto de los hocicos hubo como una promesa de fraternidad, y Centella dejaba oír amistosos aullidos mientras los dos lobos galopaban a la luz de las estrellas. Mistic corría pegado al flanco de Centella. No galopaba como galopaban los lobos de la manada; criado en los bosques, corría con todos los sentidos más despiertos y alerta. Centella miraba enfrente de sí; Mistic miraba en frente y a ambos lados. Centella tenía la costumbre de pararse en seco de cuando en cuando para oliscar el camino recorrido; Mistic lo oliscaba moviendo rápidamente la cabeza a derecha e izquierda mientras corría. Ante su instinto, las celadas y trampas de los bosques estaban siempre presentes; para Centella la desnudez de los desiertos helados no podía ofrecer margen para emboscadas y traiciones. En su conocimiento de las cosas de su mundo sabía que el principal peligro estaba en la manada. La libertad y la seguridad no podían buscarse sino en el aislamiento, bajo el parpadeo de las estrellas.

Si Pelletier y O’Connor los hubieran visto correr en aquel momento, hubieran tenido que admirar forzosamente la sublime acometividad de la loca carrera. Si aquellos dos hombres hubiesen tenido una vista penetrante como la de Aoo, el mago de la tribu de Topek, hubieran podido jurar, al ver a los lobos, que dos espíritus infernales habían subido a la Tierra para cumplir alguna delicada misión. Porque, enormes los dos, no sobrepasaba el uno al otro en altura ni un milímetro. En longitud, en cambio, Mistic aventajaba a Centella, pero Centella aventajaba a Mistic por su pecho y sus mandíbulas. En caso de lucha hubiera sido difícil predecir cuál de los dos tenía que salir vencedor. Pero Mistic sabía una porción de cosas que Centella todavía tenía que aprender. Porque Mistic había adquirido gran experiencia durante el tiempo que pasó en las regiones dominadas por el hombre blanco. Su mano derecha estaba deformada por la presión de una trampa, y le había faltado poco para morir entre los horribles dolores de un cebo envenenado. Conocía los peligros de las emboscadas y de las trampas y temía al hombre blanco por encima de todas las cosas de este mundo.

Por tal motivo, cuando llegaron a percibir el olor de la cabaña levantada al borde de la quebrada, fue Mistic quien dio la señal de peligro y retroceso, con un súbito castañeteo de dientes. Arqueó el lomo y plegó las orejas, comenzando a describir grandes círculos con la precaución de quien teme la proximidad del cazador. Centella miró a la ventana. Ni se veía luz alguna a través de aquella abertura, ni salía humo por la chimenea de la cabaña. Dio Centella algunos pasos hacia la morada del hombre; mas detrás de sí oyó un lúgubre aullido de alarma. Continuó marchando, sin embargo, y se puso a describir anchos círculos a cierta distancia de la cabaña. El aire era frío y sutil. Después de un rato de olfatear comprendió que la vida y la luz y el humo habían desaparecido de la cabaña. Desvanecido el temor, Centella trotó hacia la ventana, llegando mucho más cerca de lo que había llegado antes. Se detuvo, se sentó sobre sus ancas y miró fijamente la abertura que antes había visto iluminada con luz amarillenta. Un centenar de metros detrás de él. Mistic también se sentó sobre sus ancas y en aquellos segundos de silencio un abismo, más amplio que las mismas comarcas heladas en donde vivían, surgió entre sus almas. Porque Centella sintió el mismo deseo de aullar que había sentido cuando se enfrentó por primera vez con la ventana iluminada. Y cediendo al imperioso deseo levantó la cabeza y lanzó un aullido. Mistic, cuando lo oyó, dio un gran salto hacia atrás, porque la voz de Centella le había llenado de sobresalto: ¿no vibraba, en cierto modo, en aquel aullido algo así como un eco de la voz terrible de los perros que le habían perseguido a él en los lejanos bosques del Sur? Comenzó a describir círculos hasta llegar al borde de la quebrada, a unos doscientos metros de la cabaña. Allí fue donde Centella acudió a reunirse con él.

Durante varias semanas habían ido amontonándose en la quebrada los menudísimos copos de nieve lo mismo que en un ventisquero, de tal modo, que en muchos lugares los huecos aparecían completamente cubiertos. En estos lugares las ramas altas de los árboles cubiertos por la nieve asomaban a trechos sus puntas por la superficie como los crispados dedos de una legión de gigantes que hubieran perecido de frío en aquellas soledades. En otros lugares, los caprichos del viento habían dejado anchas y profundas hondonadas casi completamente desprovistas de nieve. Los ojos de Mistic miraban estas hondonadas brillando como ascuas. En uno de aquellos lugares menos cubiertos de nieve fue donde Mistic vio la primera promesa de carne, y con el cauteloso avanzar de los lobos de los bosques, se lanzó en la más profunda y obscura de todas aquellas hondonadas. Centella le siguió, colocándose por debajo de los arbolitos, que le rozaban el lomo con su ramaje. Desde la hondonada, ni Mistic ni Centella podían ver el brillo de las estrellas. Obscuridad tan absoluta era muy desagradable para Centella. Los ojos de Mistic eran dos ascuas con reflejos de tonalidad tan pronto roja como verde. Dos veces oyeron los lobos el graznido de dos inmensas aves nocturnas. Una de ellas Mistic trató de pegar una terrible tarascada a una sombra informe que pasó rozando el lomo de los lobos con sus alas. Desde aquella hondonada pasaron a otra, después de trepar por algunos montículos que se interponían entre ambas. En la segunda hondonada tampoco husmearon los lobos el olor de la carne. Después de buscar inútilmente un buen rato. Centella tomó para sí la responsabilidad de las iniciativas. Dejó las hondonadas para volver de nuevo a los desiertos helados y Mistic le siguió. Centella condujo a Mistic a un lugar en donde algunas semanas antes había visto algunas hermosas liebres gigantes.

Ni Centella ni Mistic corrían. Las largas distancias, recorridas a través de los altibajos de llanuras y hondonadas, habían consumido en gran manera sus ya debilitadas fuerzas. Hacía demasiadas horas que gemían bajo las torturas desesperantes del hambre. La inanición había iniciado su proceso sometiendo a sus víctimas a los más atroces dolores nerviosos y musculares. El agudo sufrimiento, que antes les había impulsado a trotar, se había trocado en un apremiante deseo de tumbarse. Poco tiempo antes había sido la cabaña el objeto que había ejercido mayor atracción sobre Centella. Pero a medida que el proceso de la inanición iba desarrollándose, los escasos y menudos árboles del bosque de enebros iban ejerciendo sobre él una atracción muy superior a la de la cabaña, porque entre aquellos esmirriados arbolitos esperaba Centella encontrar alguna de las gigantescas liebres que en otras ocasiones había visto por allí.

Sobreponiéndose al cansancio marcharon los dos lobos al bosquete. La mayor parte de él estaba cubierto de nieve finamente pulverizada. Aquí y allá había partes, sin embargo, completamente barridas por el viento. En toda su vida, Mistic, el lobo de las espesas y fragosas selvas del Sur, había visto unos arbolillos tan raquíticos y desmedrados como aquéllos. Los árboles que él conocía, copudos y centenarios, eran como gigantescos pulpos. Así como el hombre consigue disminuir con deliberado propósito la talla de los animales domésticos que cultiva como animalitos de lujo, así también la Naturaleza produce, cuando se lo propone, bosquecillos y arbolitos enanos. Pero en aquella ocasión no había carne para los lobos entre los enebros y pequeños cedros. Hasta las menudas zorras plateadas, que Centella tanto odiaba, habían partido de allí. El hambre las amenazaba en el bosquete con la misma inflexible crueldad con que las afligía en la inmensa llanura blanca.

Pero sobre Centella ejercía todavía su poder el instinto vernáculo, que tira de los seres hacia su lugar de origen. E, impelido por el instinto, volvió nuestro lobo sus pasos hacia los lugares frecuentados por los hambrientos lobos de su antigua manada. En las pistas de los rebaños perseguidos por los lobos quedaban muchos huesos, y, una vez que había perdido la esperanza de hincar el diente a ningún pedazo de carne viva y palpitante, únicamente surgía en su imaginación el espectáculo de los huesos amontonados o desperdigados en las superficies que él vio tintas en roja y cálida sangre. Hacia los huesos corrió con toda la velocidad de que aún era capaz, y Mistic, fortaleciendo su fe a medida que avanzaban, aun a pesar de que sus fuerzas físicas iban abandonándole, procuraba correr con su cuerpo pegado al de Centella.

Una hora después de mucho correr llegaron a la ancha pista trazada por las pezuñas de los renos de Topek y Olee John. La pista parecía conservar aún el calor del rebaño. La nieve despedía un rico y tentador olor de carne palpitante. En el aire flotaba todavía el vaho de la respiración de los renos. Centella sintió que el corazón le latía con inusitada violencia y, durante unos segundos, se detuvo tembloroso. Mistic temblaba al lado de él. El hambre resurgía en ellos provocando de nuevo el deseo apremiante de dar caza a algún ser viviente, destrozándolo y devorándolo. Respiraban de prisa y callaban mientras sus cuerpos, inmóviles, se preparaban para el tremendo esfuerzo final como máquinas a las que ha de exigírseles extremado rendimiento. La sangre corríales aceleradamente por las venas. Ambos irguieron la cabeza; los fláccidos músculos de sus cuatro remos recobraron su prístina tensión y dureza y en los ojos de uno y otro animal resplandeció una mirada de alerta. No solamente habían descubierto la pista de un rebaño, sino que este rebaño no podía estar lejos. Instintivamente, Centella y Mistic atiesaron las orejas para recoger el sonido producido por los renos al andar.

Centella se sentó en medio de la pista trazada por el rebaño de renos y, con su afilado hocico gris dirigido al cielo, lanzó a los cuatro vientos el aullido siniestro y terrible del lobo hambriento que anuncia a los suyos la proximidad de un gran número de víctimas. Y Mistic, sentándose también sobre sus ancas, abrió sus anchas fauces para unir su voz a la de Centella, y dio también un aullido de alerta y caza. Ambos aullidos se transmitieron juntos a través de los espacios infinitos. Desde un par de kilómetros de distancia llegó un aullido de respuesta. Desde tres o cuatro kilómetros llegó otro aullido. Y un aullido provocó otro, hasta que bajo el billón de estrellas que brillaban por encima del casquete helado, la noticia de la proximidad de la carne se transmitió de garguero en garguero, determinando la reunión de multitud de sombras famélicas que, como una horda de vándalos, pusiéronse a correr tras los renos, dispuestas a luchar desesperadamente por el bocado de carne que necesitaban para conservar la vida que ya iban perdiendo por momentos.

Y los apremios del hambre llevaron esta vez a todos los lobos de la manada directamente a la emboscada que les había preparado su mayor enemigo: el hombre.

La celada fue dispuesta entre Artic Sound y Bathurst Inlet, en un lugar donde los vientos del invierno habían amontonado el hielo y la nieve en grandes cantidades. Era una hendidura entre los hielos resquebrajados, un verdadero callejón sin salida, en forma de embudo. Por la parte de la entrada el callejón tenía unos cien metros de ancho, pero en su extremidad obturada no tenía sino unos veinte.

Topek y Olee John habían guiado el rebaño a aquel embudo obturado. No una, sino seis veces habían metido a los renos entre las altas paredes de hielo, y por sexta vez los renos aguardaban con paciencia en mitad del callejón, tan lejos de su entrada como de su extremidad sin salida. El plan de Pelletier era sencillo y, por poco que los lobos olfatearan el rastro de los renos, seguro. Con vivos colores había pintado su imaginación el cuadro de la matanza. La manada entera se lanzaría por la pista, y tan pronto como los lobos penetraran en la hendidura, un centenar de cazadores, ocultos cerca de la boca del embudo, saldrían de su escondrijo lanzándose valerosos detrás de las hambrientas fieras. Junto al rebaño habría también otros cazadores perfectamente armados, para proteger a los renos. Los lobos, huyendo de sus perseguidores, irían a agolparse en la parte estrecha del embudo, y allí habría, según todos los cálculos de Pelletier, la gran matanza.

Topek, que se había destapado, para mejor oír, las arrebujadas orejas, fue el primero que oyó el tiro que anunciaba la proximidad de los lobos. Un instante después se dejó oír otro tiro, y luego un tercero, a no mayor distancia de un par de kilómetros escasos, y antes de que el eco de los tiros se hubiese extinguido, las voces de Topek y Olee John repetían las rápidas órdenes de Pelletier y O’Connor, Topek en la boca del embudo y Olee John junto al rebaño de los renos. Pelletier estaba con Topek, y O’Connor con Olee John. Durante tres o cuatro minutos hubo mucho movimiento en la entrada y en el centro de la hendidura: el cuchicheo de las voces excitadas de los esquimales, el rumor de pasos, el crujido del hielo que se resquebrajaba y el ruido de las armas al aprestarse los cazadores, desde sus paranzas, a hacer uso de aquéllas.

A estos primeros rumores siguió un profundo y trágico silencio. En el callejón sin salida no se oía nada. Pelletier temblaba al suave calor de su vestido, mientras la sangre le acudía atropelladamente al corazón. A lo lejos, débiles como un murmullo del viento, oyó lúgubres, famélicos gemidos. Eran las voces pavorosas de los lobos. El corazón le dio un salto en el pecho y sintió que la conciencia le reprochaba su conducta. Porque aquel francés había luchado, él mismo, como los lobos, bajo las inclemencias y los rigores de las regiones árticas. «Lucha de lobo», se había dicho a sí mismo multitud de veces cuando tenía que vencer grandes dificultades entre terribles peligros. Y en aquel momento, después de todos sus cálculos, cuando ya el éxito se le metía en casa, pasó por su imaginación la idea de lo innoble de su conducta. Porque aquello no iba a ser una lucha. Ni siquiera iba a ser una contienda de estratagema. Aquello iba a ser pura y simplemente el asesinato de los seres a quienes él había hecho entrar en el callejón sin salida, una matanza vil de estómagos vacíos, un exterminio de criaturas que necesitaban algo para comer. Era el hambre que sentían los lobos lo que producía en el corazón de Pelletier un reconcomio extraño, porque nuestro hombre había luchado muchas veces como una fiera para procurarse el pedazo de carne necesario a la conservación de su vida. Y se preguntaba filosóficamente si, después de todo, el hombre, con sus políticas y sus religiones, tendría más derecho a la vida que aquellos feroces y hambrientos lobos.

A la cabeza de la blanca manada corría Centella y a su lado corría Mistic, el lobo de los bosques. Una vez más la manada corría en plan de caza. Pero esta vez los lobos no corrían en silencio, como cuando perseguían a los renos un mes antes. El olor cálido y espeso de los renos excitaba a los lobos, al llegar hasta su hocico, igual que la visión y el gusto mismo de la carne, y de un centenar y medio de gargueros salían gritos salvajes de voracidad mientras la manada galopaba. La infernal gritería llegaba hasta las estrellas, después de repercutir de un lugar a otro hasta muchos kilómetros de distancia por encima del desierto helado. En las chozas de la tribu de Topek, las mujeres y los niños y los viejos oyeron la gritería y enmudecieron de terror.

A cuatro kilómetros y medio estaba la entrada de la hendidura, la cual se estrechaba mucho a unos tres kilómetros, y luego mucho más a cosa de un kilómetro y medio. La voz de la manada dejó de oírse. Era que en los ciento cincuenta gargueros había el ardor de una respiración jadeante, y en los ciento cincuenta cuerpos todos los músculos se preparaban para el último gran esfuerzo. En el interior de aquellos cuerpos ardía el fuego de la ansiedad. Los lobos más fuertes marchaban a la cabeza de la manada, y los más débiles a la cola. Unos cuantos rezagados, sin vigor apenas para sostenerse en pie, se esforzaban por seguir a los que batían marcha y llegar a tiempo a la cacería. A unos cuantos metros antes del grueso de la manada, Centella y Mistic corrían arrastrando tras sí a los demás lobos. La montaña de hielo se levantaba majestuosa enfrente de los lobos, y éstos no se hubieran detenido ya en su loca carrera aun cuando a uno y otro lado de la entrada de la hendidura hubiesen visto mil hombres apostados. Ciegos, y sordos, e insensibles a cuanto no fuera el olor de la carne, las famélicas bestias penetraron por la boca de la hendidura. Centella y Mistic fueron los primeros en entrar, y en seguida surgieron los humanos verdugos que aguardaban para cortar la retirada a todo el hato lupino. Desde las resquebrajaduras del hielo y los montículos de nieve protectores, multitud de ojos humanos atisbaban la entrada de los lobos en el embudo de la muerte.

Y aquellos ojos vieron como bajo la inconmovible indiferencia de las estrellas se desarrollaba un espectáculo espantoso. Fue entonces cuando en aquellos lugares retumbó un grito, el grito de Olee John, y una voz, la voz de O’Connor. Y a continuación se dejaron oír infinitas voces, multitud de estampidos, el choque de las armas y el silbido de las flechas que cruzaban el aire. Mas los gritos de Olee John dominaban todo este ruido. Porque a Olee John se le antojó que los planes de los hombres habían fracasado. A pesar de que los tiros atronaban el espacio y los cazadores habían salido de sus escondrijos para dar formal batalla, los lobos hambrientos se precipitaban impávidos sobre los renos. Así como los hombres sedientos arrostran la muerte por una gota de agua, así los lobos se olvidaron del peligro delante de la carne, y, cayendo sobre los renos, hincaron sus afilados colmillos en el cuerpo de los infelices rumiantes. Entre los lobos, como entre los renos, la muerte hacía estragos. Sobre las famélicas fieras llovía un diluvio de balas. La pistola de O’Connor no cesaba un momento de vomitar proyectiles. Las flechas cruzaban el espacio con mortal precisión. Y, sin embargo, los cuerpos blancos de los lobos continuaban afluyendo al lugar de la matanza con pasmosa intrepidez.

La sangre corría con la misma abundancia con que había manado en anteriores cacerías, cuando la voracidad de los lobos había teñido de rojo la inmaculada blancura de la nieve. Los renos de Olee John morían como débiles corderillos. Centella desgarraba un gaznate. Mistic desgarraba otro gaznate. Allí había una verdadera degollina; allí había olor y sabor de sangre, y las hambrientas mandíbulas estaban llenas de carne.

Ante todos sus hombres, perdidos los estribos y loco de rabia y pavor, Olee John prorrumpió en lamentos e imprecaciones en su idioma esquimal. ¡Los hombres blancos eran unos embusteros! ¡Los lobos no eran lobos, sino demonios! Los dioses preconizados por los misioneros eran impotentes y ridículos, porque permitían que las furias del infierno le degollaran los renos ante sus propios ojos.

En su desesperación, perdió el temor y saltó entre las fieras heridas y agonizantes para rematarlas a golpes de maza. Unos treinta lobos yacían por tierra; algunos, vivos todavía. O’Connor quiso lanzarse también al lugar de la matanza, y al salir de su escondrijo, un par de mandíbulas llenas de espuma trataron de hacer presa en sus carnes. Desde lo alto de las paredes que formaban el callejón o embudo miró al fondo de la hendidura. Lo que vio fue una masa informe y agitada, una espantosa ebullición de muerte retorciéndose horriblemente a la luz de las estrellas. Lleno de furor y desesperación arrojó sobre la masa informe y palpitante una buena cantidad de balas, llamando al propio tiempo a sus hombres para que acudieran con sus fusiles y cuchillos. No había salvación para los renos de Olee John. Muchos yacían ya por tierra, sin vida, y apenas había alguno que no tuviera clavados en su cuello los lacerantes colmillos de algún lobo. Pero O’Connor pensó en la matanza de los lobos como compensación a la pérdida de los renos. Y volvió la cabeza para dar órdenes. Lo que vio le dejó sin respiración. Los esquimales desertaban, huían. Hasta los más bravos de entre ellos se escapaban proclamando que nunca los lobos de verdad hubieran continuado clavando sus colmillos en la carne de sus víctimas ante centenares de cazadores bien armados. Aquellos espectros no eran lobos, sino verdaderos espíritus malos. Eran bestias dentro de las cuales había penetrado el alma negra de los monstruos infernales, y era preciso huir para ponerse en salvo antes de que aquellas furias se revolviesen contra los mismos hombres que trataban de darles caza.

En vano O’Connor llamó a los fugitivos. Únicamente Olee John vaciló un momento, pero, al fin, también éste concluyó por huir como los otros. Y el miedo llenó entonces el corazón de O’Connor. No el miedo a los espíritus malignos, sino el miedo a los lobos, que no podrían menos de devorarle cuando le vieran allí, solo, después de haber concluido de dar muerte a los renos.

O’Connor, uno de los dos hombres más bravos que jamás hollaron las regiones que extienden su manto de nieve más allá del erado sesenta y seis, se precipitó tras los esquimales, y Olee John, al verle llegar, redobló la furia de sus imprecaciones contra los hombres blancos y sus dioses, redoblando, al propio tiempo, la rapidez de su huida.

A medio camino de la boca del embudo de hielo, Topek. Pelletier y los demás cazadores que con ellos estaban, vieron a los fugitivos. Antes de que éstos llegasen hasta donde ellos estaban, ya habían oído la salvaje gritería de los de Olee John, recomendando la huida a sus hermanos. La noche se llenó de voces que proclamaban la tragedia y el peligro, y la segunda línea de cazadores también se desmoralizó y huyó. Al principio, Topek procuró contener a los suyos: mas su voz quedó sofocada por la gritería general. Tampoco la voz de Pelletier logró dominar a las otras. Y viendo huir a Olee John, el mismo Topek, a pesar de su valor, apretó a correr en dirección de su aldea. Tras los fugitivos llegó O’Connor corriendo, jadeando y echando maldiciones, y cuando no quedó ni un cazador a la vista, los dos hombres blancos siguieron tristemente la pista de los fugitivos en dirección a la tribu de Topek, el esquimal.

Hubo, pues, un gran banquete entre los lobos aquella noche en el lugar que los hombres habían elegido para exterminarlos. Y así como antes, cuando ya consideraba seguro el triunfo, Pelletier se compadeció de los lobos, ante el desastre el buen francés no podía menos de reflexionar, con amargura, sobre la absurda ironía de haber internado con tanto trabajo un rebaño de renos a ochenta kilómetros de la costa, precisamente para salvar la vida a unos lobos que ya estaban a punto de perecer de inanición.