Flotaban en el aire los extraños y misteriosos murmullos de las noches árticas. Acababa de despuntar el crepúsculo de los largos meses sin sol que entristecen las regiones heladas que coronan el globo terráqueo por encima del círculo polar. Los pies hollaban menos de treinta centímetros de nieve dura y fina como el azúcar, mas debajo de la nieve esponjada existía una capa sólida y helada de bastante más de un metro de espesor. La temperatura estaba a sesenta grados bajo cero[1].
En la parte alta de un mogote de hielo que dominaba la blanca extensión del estuario de Bathurst, Centella dirigía sus miradas a su mundo. Era el tercer invierno, la tercera larga noche que Centella conocía, y la llegada del crepúsculo le produjo una intranquilidad extraña. Aquel crepúsculo boreal no era como las auroras australes; era un vasto, gris y caótico vacío en el cual la vista nada descubría. La tierra, el cielo y el mar se mezclaban en una masa uniforme. No había allí nubes, cielo azul, luna, sol, estrellas, ni horizonte. Aquello era peor que la noche. Más tarde no faltarían allí todas aquellas cosas, pero de momento el mundo de Centella no era sino un inmenso abismo. Un abismo lleno de rumores que siempre le habían parecido horrísonos, y que a veces le llenaban de ansiedad. No soplaba la menor ráfaga de viento; pero en el monótono caos que se extendía desde la tierra al cielo oíanse continuos quejidos y lamentos mezclados con el ladrar de las zorras blancas. Centella odiaba a estas zorras más que a ningún otro animal. Su ladrido despertaba en él, mejor que ningún otro estímulo, las sensaciones del hambre y los impulsos de voracidad. Por eso las odiaba tanto. Hubiera querido destrozarlas. Hubiera querido matarlas a todas para acabar con sus siniestros quejidos, librando a la Tierra de ellas. Pero las zorras sabían esquivarle y no se dejaban agarrar. Era inútil perseguirlas.
Sin moverse de su pedestal de hielo abrió los labios hasta dejar al descubierto los colmillos. Dio luego un gruñido y púsose de pie. Era una bestia espléndida. En todo el casquete boreal no habría ni media docena de lobos que tuvieran su tamaño. Su cuerpo no era absolutamente igual al de los demás lobos. Tenía el pecho ancho y llevaba la cabeza alta. No estaba en constante alerta, ni tomaba al moverse las cautas precauciones de los demás lobos. Andaba abiertamente y sin miedo. Tenía el lomo recto y las ancas eran fornidas. Tenía una robustez superior a la robustez propia de los de su raza; sus ojos brillaban más y sus mandíbulas eran más potentes. Su cola no pendía inerte. Porque Centella era un salto atrás, un salto lo menos de veinte generaciones. Tal número de años antes, uno de sus abuelos había sido un perro danés. Un perro danés que durante veinte años había vivido entre los lobos. Su sangre se había mezclado con ellos dando productos mestizos en tres o cuatro generaciones hasta que las características de la raza danesa desaparecieron por completo para no volver a apuntar sino en Centella muchos lustros[2] después. Los progenitores de este animal habían sido, pues, lobos; hambrientos y voraces lobos de los grandes desiertos de nieve y hielo; lobos con el lomo arqueado y las ancas descarnadas; lobos con la cola caída y los ojos chiquitos; lobos que no odiaban a las zorras plateadas como las odiaba Centella y como las había odiado el fenecido gran danés.
Pero Centella, derecho y vigilante en su mogote de hielo, sabía tanto del cruce de sangre de lobo con sangre perruna que corría por sus venas, como de los misteriosos lamentos y quejidos que oía en las alturas, entre él y el cielo. Era un lobo. Mientras estaba allí de pie, con el gruñido en su garganta y sus colmillos asomando entre sus labios abiertos, irritado con los ladridos de las zorras, era un lobo. Pero en su alma ruda y agreste, un alma endurecida en su lucha por la existencia y en sus continuas e incesantes fatigas, extenuación, frío, hambre y muerte, la voz del gran danés su antecesor se hacía oír siempre misteriosamente.
Y Centella respondió a esta voz de la misma manera que había respondido tantas otras veces. A ciegas, desconsideradamente, sin saber lo que hacía, obedeciendo a un instinto que le hacía desear la luz, descendió desde su mogote de hielo hasta el nivel del mar.
El mar era la bahía de Bathurst. Así como el golfo de la Coronación es una parte del Océano Ártico, así la bahía de Bathurst es una parte del golfo de la Coronación. Ancha en su entrada, pero estrechándose en su extremo como un verdadero seno de mujer, penetra unos tres kilómetros y medio en el territorio de Mackenzie, de tal modo que se puede viajar por encima de sus hielos desde las desnudas regiones de las morsas y de los osos blancos, hasta las de los cedros, los enebros y los abedules. Es el largo y ancho camino que conduce desde Príncipe Alberto hasta los grandes bosques, un puente, puesto por un capricho de las regiones árticas, para unir el pueblecillo esquimal de Melville Sound, con los comienzos del mundo civilizado en Old Fort Rellance, de ocho a nueve mil kilómetros más al Sur.
Hacia el Sur volvió Centella la cabeza y husmeó el aire. Sus gruñidos fueron ahogándose paulatinamente en su garganta hasta convertirse en lastimero gemido. Se olvidó de las minúsculas zorras plateadas. Inició un ligero trote, pero medio kilómetro más lejos inició una carrera veloz. Movía cada vez con mayor aceleración su gran cuerpo gris. Dos años tenía cuando un esquimal y un blanco le vieron a lo largo de una loma que se extendía en medio de una gran llanura, y el esquimal dijo: «Es rápido como una centella». Así de prisa corría Centella en los momentos a que hacemos referencia. No corría por necesidad: corría por placer, por gusto, por afán de disfrutar de todos los alicientes de la vida. Delante de sí no tenía presa alguna. Y, sin embargo, estaba poseído de frenéticas ganas de correr, de utilizar sus potentes músculos, de ejercitar aquel magnífico e incansable cuerpo que respondía a todos sus caprichos y deseos como una máquina perfecta responde a la corriente eléctrica regulada y dirigida por experta mano. A su manera. Centella tenía conciencia de su fuerza. Lo que más le gustaba era correr a la luz de la luna y de las estrellas mirando su propia sombra, única cosa que no había logrado nunca vencer en rapidez en sus locas carreras por los frígidos desiertos. Aquel día —o aquella noche, puesto que no había allí las naturales divisiones de día y noche—, aquel día, decimos, bullía en sus venas el ansia de la carrera desatada. Durante veinte minutos corrió sin motivo, y después se detuvo. Sus ijadas se movían aceleradamente, pero su respiración distaba mucho de ser jadeante. Tan pronto como suspendió el movimiento levantó la cabeza y, con sus brillantes ojos, se puso a penetrar el caótico vacío que tenía ante sí y a husmear el aire.
En el aire flotaba algo que le llevó en ángulo recto hasta la escasa arboleda que había junto a la orilla. Aquellos raquíticos árboles revelaban las poderosas fuerzas del Ártico. Tratábase de un bosquecillo de arbolillos sinuosos y retorcidos, débiles e inclinados, que parecían haberse quedado helados en medio de una tempestad de muerte. Estos grupos de plantas existentes allí desde época inmemorial no habían crecido nunca por encima del espesor de la nieve. Tal vez tuvieran cien, tal vez quinientos, tal vez mil años; pero el más corpulento de aquellos troncos, de ningún modo mayor que la pierna de un hombre, no era más alto que Centella. En algunos lugares el bosquecillo formaba espesura. Y en algunos llegaba hasta poder servir de refugio. Aquí y allá asomaban entre los troncos algunas liebres de gran tamaño. Por encima del pobre oasis se cernía un búho de enormes alas. Pero no hacía con ellas ningún ruido. Desde allí se acercaba a Centella algo de mayor consideración que sus odiadas zorras plateadas. El olor que parecía flotar en el aire, se hizo sutil y penetrante. Centella miró fijamente el bulto que se acercaba y no trató de huir, ni de esquivar en modo alguno el encuentro. Continuó andando, y, unos ochocientos o novecientos metros más allá, llegó a un estrecho valle, una quebrada de terreno producida por la presión de alguna inmensa mole prehistórica. El valle era estrecho, profundo y extraño, más parecido a una cañada que a un verdadero valle. En una docena de saltos Centella hubiera podido recorrerlo. En el mismo borde de aquella profundidad comenzaban las tinieblas más profundas. Allí había vegetación, verdadera vegetación, porque cada invierno los vientos acumulaban en los bordes la nieve protectora hasta una altura de diez o doce metros. Debajo de Centella los árboles se acumulaban espesamente y nuestro lobo comprendió que allí había vida, por poco que él quisiera buscarla.
Pasó de prisa por el margen de aquel abismo. No era más que una sombra gris que formaba parte de aquella obscuridad. Pero en aquel abismo había muchos ojos que estaban acostumbrados a la obscuridad y que le miraban de un modo salvaje. De allí salía el gran espíritu blanco de los búhos de la nieve. Sus grandes alas se cernían por encima de él. Centella oía el hórrido castañeteo de sus picos. Y además veía a los avechuchos; pero ni detenía su marcha, ni sentía el menor temor. Una zorra hubiera huido espantada. Incluso cualquier lobo hubiera apretado a correr, aullando, hacia las inmensidades de la nieve protectora. Pero Centella no pensaba en dejarse atemorizar por ninguna amenaza. Los búhos no le causaban pavor. Ni siquiera los grandes osos blancos le intimidaban. Sabía que no sólo no podía matar a Wapusk, el monstruo de aquellas comarcas heladas, sino que a Wapusk no le sería difícil deshacerle a él con sólo el golpe de una de sus garras. Con todo, no sentía ningún miedo. Una cosa únicamente era capaz de causarle terror en aquel pavoroso mundo, y esa cosa surgió de repente ante él, destacando su odiosa silueta de la obscuridad que lo envolvía todo.
Tratábase de una cabaña. Una cabaña construida con troncos arrastrados desde el boscaje. Por encima de la cabaña levantábase una chimenea de la que salía cierta cantidad de humo. Centella percibió el olor del humo desde un par de kilómetros de distancia, y se detuvo, sin hacer el menor movimiento, durante algunos minutos. Dio luego un rodeo hasta colocarse en el lado en que la cabaña tenía una ventana.
Tres veces, en seis meses, había hecho lo mismo, y se había sentado sobre sus ancas poniéndose a contemplar fijamente la ventana. Cada vez la había hallado iluminada con la luz encendida en el interior de la cabaña. Para Centella la ventana era como un rectángulo arrancado al rojizo sol de medianoche. Desde aquella fuente de luz se diseminaban pálidas y amarillentas emanaciones por la inmensidad de las tinieblas. Centella había visto ya el fuego otras veces; pero nunca fuego como el que veía entonces en aquella cabaña, un fuego sin llama. Parecía como si el mundo hubiese quedado obscuro por culpa de aquella cabaña, porque allí dentro hubiera ido a encerrarse el sol.
Dentro de su profundo pecho latíale el corazón a toda prisa, y sus ojos lucían de un modo extraño mientras miraba la ventanita que brillaba a treinta metros de distancia. La parte de sangre perruna que corría por sus venas despertó en Centella atávicas nostalgias de los días en que el gran danés vivía junto al hombre, disfrutando del calor de su fuego, y agradeciendo las caricias de su mano, obedeciendo a su voz, y compartiendo con él el sol, la vida y el calor de la habitación. Sentíase penetrado de una gran emoción, como si el espíritu de Scaguen, el gran danés, hubiérase ido a sentar a su lado mientras él miraba la ventana amarillenta. Era que el alma de Scaguen había penetrado en su interior. Y era este espíritu de Scaguen el que le había hecho correr hasta percibir el olor del humo que salía por la chimenea del hombre blanco.
Centella no se daba cuenta de nada de esto. Sentado sobre sus ancas miraba en silencio la cabaña y su ventana iluminada, y de su corazón salvaje se apoderó una gran ansiedad y una terrible sensación de desamparo. Pero de ningún modo se hubiera acercado él a aquella claridad. Porque, a fin de cuentas, era un lobo. Del gran danés a él mediaban los cuerpos y los corazones y la sangre de veinte generaciones de lobos. No obstante, el espíritu de Scaguen persistía en velar a su lado.
En la cabaña que se alzaba junto al borde de la cañada, con la espalda vuelta hacia una estufa roja de puro encendida con leños de enebro, el cabo Pelletier, de la Real Policía Montada del Noroeste, leía en voz alta al subordinado Sandy O’Connor parte de un comunicado que debía enviar, por medio de un trineo de esquimales, a Fort Churchill, unos mil kilómetros hacia el Sur. Pelletier dirigía su comunicado al inspector Starnes, comandante de la división «N» con residencia en Churchill. He aquí los párrafos más interesantes del comunicado:
En apoyo de mis manifestaciones respecto al hambre que amenaza extenderse por todas estas regiones nórdicas este invierno, he de participarle lo siguiente: los renos se corren en grandes rebaños hacia el Sur y el Oeste con tanta celeridad que a mediados de invierno no quedará por aquí ninguno. No se marchan porque carezcan aquí de comida, pues los líquenes y los helechos abundan a unos treinta o cuarenta centímetros debajo de la nieve, y por este motivo creo firmemente que nos abandonan huyendo de los lobos. Éstos no persiguen ya a sus víctimas aisladamente, sino que les dan caza reunidos en grandes manadas. Cinco veces mi subordinado O’Connor y yo hemos visto manadas de unos trescientos lobos o pocos menos. En una pista encontramos, en un recorrido no más que de unos diez kilómetros, los esqueletos de unos doscientos renos. En otra pista contamos más de un centenar de esqueletos en unos quince kilómetros. Con frecuencia vemos los treinta o cuarenta esqueletos que quedan reunidos cada vez que perece todo un pequeño rebaño de renos. Los esquimales ancianos aseguran que de cuando en cuando nace una generación de lobos más sangrientos que, reuniéndose en manadas, persiguen sus presas con tanta saña y voracidad, que dejan el país limpio de caza. Cada vez que esto sucede, los esquimales creen que los diablos andan sueltos por la tierra y por este motivo es difícil lograr su ayuda en la organización de grandes partidas de caza que, si no fuera por tal superstición, podríamos intentar para acabar con los lobos. Tengo, sin embargo, que convencer a los esquimales jóvenes. Por lo menos O’Connor y yo procuramos persuadirles.
Con todo el respeto y subordinación, quedo siempre de usted atento y s. s.,
FRANCISCO PELLETIER,
Cabo de Escuadra
Entre Pelletier y O’Connor había una mesa de madera de enebro y encima de la mesa estaba la lámpara de aceite que dejaba ver su claridad a través de la ventana. Durante siete meses aquellos dos hombres habían permanecido en su puesto en aquel extremo de la Tierra, y habían olvidado ya lo que era afeitarse, y casi olvidado lo que era la civilización. En el mapa del mundo había otro lugar donde la ley quedaba personificada mucho más al Norte. Ese lugar era la isla de Herschel. Pero la isla de Herschel con sus cuarteles, y sus comodidades, y su lujo, no se parecía en nada a aquel barracón levantado en mitad de una desolada llanura. Y los dos hombres, allí sentados a la mezquina luz de la lámpara de aceite, no eran sino una parte de la barbarie que les rodeaba. O’Connor, con sus hercúleos hombros, su cabello rufo y su barba bermeja, golpeó la mesa con sus toscos puños y lanzó una mirada a Pelletier, cuya barba y pelo eran tan negros como rojizos los de O’Connor. Pelletier respondió con otra mirada muy significativa. Siete meses de infierno y la perspectiva de otros cinco infernales meses más no bastaban a destruir en ellos el sentido del compañerismo y la buena camaradería.
—¡Qué bien escribes! —exclamó O’Connor con un gesto de admiración—. Si yo supiera escribir como tú, Pelletier, estaría en el Sur y no aquí, porque me habría casado con Catalina hace mucho tiempo. Pero te has olvidado de algo, Pelletier. No has puesto lo que te conté a propósito de los conductores del rebaño.
Pelletier meneó la cabeza.
—Eso no puede escribirse, amigo, se reirían de nosotros. ¿No ves que eso no es razonable?
O’Connor se puso en pie y se desperezó.
—Pues son unos idiotas —fue su protesta—. ¿Qué razón tienen para burlarse? Te digo, Pelletier, que esos esquimales hacen bien en imitar el cacareo de la gallina de Guinea. Si el diablo mismo en persona no conduce los rebaños, yo soy negro y no blanco, y no me llamo O’Connor. Yo le diría esto al inspector hasta que me volviera negro; te aseguro que se lo repetiría hasta volverme negro. ¡Si pudiéramos vencer al diablo…!
Se detuvo y volvió la cabeza hacia la ventana, y Pelletier, enderezándose en su asiento, también escuchó.
De nuevo fue Scaguen, el espíritu de Scaguen, el que aulló a la cabaña del hombre blanco, desde el borde de la quebrada abierta entre los hielos. De las abiertas fauces de Centella partió un grito, un lamento, un agudo quejido que subió a gran altura en dirección del cielo, una llamada a los antiguos predecesores muertos y olvidados. Entre todas las manadas no podría encontrarse un lobo con una voz que saliera de mayor profundidad desde su pecho, ni que llegara a mayor distancia. Centella en esto ganaba a todos los demás lobos. Empezó a aullar casi sin dejarse oír, como si llorase, poniendo en su lamento una honda tristeza, y fue aumentando la intensidad del aullido hasta que el aire pareció acabarse en sus pulmones en el mismo momento en que el mundo se estremecía y callaba ante el misterioso pavor que infundía aquel grito. En aquel mundo era un mensajero de vida y a la vez de muerte; un ser que viajaba en el viento, la tormenta y la obscuridad. Un ser temible, tenebroso, amenazador, vitando. Y el mundo se estremecía y temblaba ante él, aun en los momentos en que callaba para mejor oírle.
Así aulló Centella a la perdida cabaña desde el borde de la cañada abierta entre los hielos. Y antes de que los ecos de su voz se hubieran extinguido en los dilatados ámbitos de las llanuras de hielo, la puerta de la cabaña se abrió y en su fondo de luz se destacó la silueta de un hombre. Este hombre era O’Connor. Dirigió su mirada a la penumbra de la noche, y de repente movió los brazos apoyándose algo en el hombro. Dos veces, antes de aquel momento, Centella había visto el fogonazo y oído la detonación que seguían a un movimiento semejante al que acababa de ejecutar O’Connor. La segunda vez algo muy parecido al hierro candente le había chamuscado la piel dejándole un surco sangriento grabado en la espaldilla. El instinto le dio a comprender que la muerte zumbaba por encima de su cabeza, y volviendo la grupa al peligro se perdió en la obscuridad de la noche. Pero efectuó la huida sin precipitación. Porque no tenía miedo. Otros estímulos, y no el miedo, influían en su salvaje y sanguinaria alma. Era el espíritu de Scaguen, el gran danés, vencido al fin.
Y cuando de nuevo púsose a correr Centella por aquellas heladas y desiertas inmensidades, como una sombra sin realidad corpórea, el espíritu de Scaguen ya no galopaba a su lado.
El tiro, que había hecho retumbar su amenaza de muerte por aquellas soledades, y la feroz sangre roja del lobo parecían correr de consuno, como fuego líquido, por las venas de Centella. Ya no tenía delante de sí al hombre, y la parte de sangre perruna que le había hecho mirar a la cabaña con inexplicables nostalgias ancestrales había quedado sumergida, ahogada, sofocada en una indomable corriente de sangre salvaje. Unas cuantas horas hacía que Centella había abandonado su jefatura; pero volvía por ella. Una vez más volvía a ser el rudo, magnífico, valiente animal de los desiertos de hielo, la temible fiera de las grandes nieves, el infernal conductor de sus sanguinarios camaradas. O’Connor había sido la causa de este cambio. O’Connor y su fusil.
Kilómetro a kilómetro, la blanca llanura fue quedando detrás de Centella. Una hora antes, el gran deseo del animal había consistido en llegar hasta la cabaña del hombre blanco, aspirar el misterio que flotaba en el aire, mirar la ventana iluminada por un trozo de amarillento y pálido sol. Aquel deseo había desaparecido por completo. Su cerebro estaba desprovisto de todo proceso de razonamiento, de todo vislumbre de inteligencia. Pero el mayor de todos sus instintos, el instinto de la conservación, le decía que el suave silbido que había pasado por encima de su cabeza, rozándole la piel, era un mensajero de la muerte. No corrió, sin embargo, por miedo. Amaba la muerte, la amaba porque de ella vivía, y nunca había huido de ella. No obstante, su instinto le hizo esquivar las balas de O’Connor, porque eran portadoras de una muerte contra la que no era posible luchar, una muerte insidiosa y traidora. Y odiaba la traición. Este odio era otro sentimiento nacido en él sin causa alguna de razonamiento. Un instinto heredado. Porque el gran danés había procedido noblemente, durante toda su vida, con los hombres y con las bestias.
Una nueva inquietud le animaba. La sensación de soledad que le había hecho acercarse a la cabaña y las voces del pasado fueron substituidas por otro nuevo y apremiante deseo, el deseo de volverse a reunir con su manada. El encanto había terminado y volvía a ser un lobo, nada más que un lobo.
Con la exacta regularidad de un compás anduvo a través del helado desierto diez, doce, catorce, dieciséis kilómetros. Detúvose al fin y, con sus orejas tiesas para mejor recoger todos los sonidos, prestó oído atento al viento.
Tres veces se detuvo a escuchar en el transcurso de los cinco kilómetros siguientes. Y la tercera vez se oyó a lo lejos, de un modo apenas perceptible, la voz de Baloo dando la señal de guerra a su manada. Baloo, el sanguinario Baloo, a quien la manada había conferido el honor de la jefatura a causa de su tamaño, de su agilidad y de su fuerza. Centella se sentó sobre sus ancas y contestó al aullido con otro aullido. Ya no estaba solo. Desde los cuatro puntos cardinales llegaban hasta él las voces de la manada de lobos. La voz de Baloo dominaba todas las otras. Sus aullidos eran más largos, más frecuentes, más significativos, y los lobos grises, sedientos de sangre cálida y hambrientos de carne palpitante, acudían presurosos a la llamada. Uno a uno, o en parejas, o por pequeños grupos de tres o cuatro, trotaban y galopaban por encima del hielo y de la nieve. Una semana entera llevaban sin haber podido satisfacer su apetito voraz con una gran caza, y todos mostraban los colmillos y miraban con ojos crueles en su afán de hallar pronto abundante presa.
Así como este desenfrenado afán agitaba a los demás lobos, así Centella sentía irreprimibles impulsos de matar, destrozar y hartarse de carne y sangre. Muchos de los lobos dispersos se habían reunido y marchaban en grupo, cuando Centella se juntó a ellos. Corrían en silencio ahora, con sus fornidos miembros grises, sus potentes mandíbulas y sus afilados colmillos dispuestos para dar la muerte. Quizá hubiera cincuenta en el grupo, y el número fue aumentando gradualmente hasta llegar a sesenta, ochenta, cien. A la cabeza de la manada marchaba Baloo. En toda la comarca otro lobo había únicamente que pudiera compararse con él en tamaño y fuerza, y ese lobo era Centella. Por esto Baloo le odiaba. Jefe y soberano de todos los demás lobos, veía en Centella un peligro para su autoridad. No obstante, Centella y Baloo no habían luchado nunca. Lo cual era debido al espíritu de Scaguen, el gran danés. Porque Centella, por tener parte de sangre perruna en su cuerpo, se distinguía de los demás lobos en que jamás había ambicionado la jefatura de la manada. En su juventud y fuerza, sus individuales proezas y su aptitud para descuartizar bastábanle para hacerle sentir los estremecimientos y la alegría de la vida. Porque durante días y semanas había estado cazando solo, completamente alejado de la manada. Durante esos días y semanas sus aullidos se perdían en la inmensidad dilatada sin que ningún otro lobo respondiera a ellos. Con nadie compartía sus aventuras; nadie presenciaba sus hazañas. Corría completamente solo; con excepción, no obstante, del espíritu de Scaguen, que a veces galopaba a su lado. Cuando Centella volvió a la manada, Baloo le miró con ojos feroces, ávidos de sangre, y los agudos colmillos de sus poderosas mandíbulas asomaron por entre los labios, amenazadores.
Centella, en la generosa juventud de sus tres años, no tenía ningún deseo de batirse con ningún semejante. Alguna vez se había batido, pero no por culpa de él, no por el predominio y afán de vencer, sino únicamente por defenderse, y nunca había matado a su adversario, como Baloo hubiera hecho. Muchas veces había soportado injurias de lobos más débiles y pequeños que él, sin tomar la venganza que su vigor y la fuerza extraordinaria de sus mandíbulas le ofrecían. Con todo, frecuentemente sentía en su corazón afanes de muerte.
Esos afanes le inquietaban en aquel instante. El deseo irreprimible de matar no le había acuciado nunca tanto como en aquel momento, y poco se acordaba él de Baloo cuando corrió en línea recta a la cabeza de la manada.
De la misma manera que la vida es dura para los hombres en las regiones árticas, también es dura para los lobos. Baloo y los de su manada no corrían igual que los demás lobos. Los de Baloo corrían reprimiendo su excitación y, una vez llegaron a la pista trazada por anteriores pisadas, la manada continuó marchando sin producir ruido. Era como un amorfo y monstruoso espíritu arrastrándose por la obscuridad, del mismo modo que los niños creen que el coco y los duendes han de deslizarse por las soledades de la noche. A pesar del silencio en que caminaban, una persona que hubiera estado a lo lejos habría podido adivinar el paso de la manada por el apenas perceptible roce de las patas contra la nieve, la respiración jadeante, el castañeteo de los dientes y algún que otro ahogado aullido.
De las fauces de Centella salió uno de esos aullidos. El aullido era para él un entretenimiento; era como la compensación de todos sus sufrimientos. Marchaba sin fijarse para nada en la loba que corría a su lado. Tratábase de un hermoso animal delicado y esbelto que se aplicaba en emplear todo el esfuerzo de su ágil cuerpo en conseguir que Centella no se le adelantara. Tres veces sintió Centella el jadeante aliento de la loba cerca de su cuello, y una vez se volvió de manera que con su hocico tocó el lomo de la que tanto empeño ponía en no separarse de él. Con el deseo de ser madre había nacido en esta loba un instinto superior al instinto de matar. Pero los sentimientos de la loba no habían hallado eco alguno en el corazón de Centella. No habían llegado el momento ni el día. Una pasión le dominaba únicamente en aquel momento: la pasión de atacar a lo que se le pusiera por delante, matando y destrozando, hundiendo sus colmillos en la carne palpitante y en la sangre roja y caliente.
Centella, a la cabeza de toda la manada, fue el primero en husmear lo que todos buscaban: el olor del rebaño de renos. Medio kilómetro más allá el olor flotaba perfectamente perceptible en el viento. Baloo dio con su manada la vuelta hacia el Oeste. La velocidad de los lobos aumentó, y suavemente, muy suavemente, la sombra monstruosa formada por un centenar de cuerpos al galope comenzó a desintegrarse y comenzó la diseminación de los lobos. No había precedido señal ni orden alguna. Baloo, el jefe, no había proferido ningún sonido. No obstante, los lobos se movieron como si una orden precisa se hubiese ido transmitiendo de cerebro en cerebro haciendo obedecer a centenares de animales. Si se hubiesen podido iluminar súbitamente aquellos obscuros ámbitos con la luz del día, se hubiera podido observar el terrible espectáculo de una gran tragedia. Los cazadores ya no estaban diseminados en un frente de más de un kilómetro. Los más fuertes y ligeros se habían ido a colocar, como inspirados por el deseo de cargar con la parte más difícil de la caza, a los extremos de esta larga línea de batalla. A poco más de un kilómetro de distancia marchaba el rebaño de renos.
Una espesa obscuridad parda cubrió toda la longitud de la letal línea y el viento daba de cara al rebaño de los cornúpetos de pezuña hendida. No se oía ninguna voz delatora, ningún sonido.
Centella dio de repente un salto hacia delante, y, por primera vez, hizo uso de su gran agilidad. Ni el instinto gregario, ni la tendencia a la imitación, ni la presencia de la joven loba, significaban nada para él. Saltó al lado mismo de Baloo y le pasó delante. Su velocidad era la velocidad del viento. A los ochocientos metros ya había dejado bastante atrás al otro, y corría solo. El cálido olor de carne viva penetraba incitador por sus narices. Frente a sí veía las sombras vivientes y, directo y rápido como una flecha, lanzóse sin aguardar refuerzos a la matanza. En aquel mismo instante llegó hasta sus oídos el grito salvaje de la manada. Callados hasta el mismo momento del ataque, los lobos prorrumpieron de repente en aullidos de placer. Con el viento que hacía aquella noche, los aullidos pudieron oírse sin duda a muchos kilómetros de distancia. Los lobos se lanzaron a la caza de los renos como un ejército de desalmados vándalos.
El rebaño se dispersó en seguida. Los renos habían estado hozando la nieve con su complicada cornamenta, para desenterrar las muscíneas[3] sepultadas bajo el blanco manto protector, y el ataque de Centella fue para ellos como un grito de alarma. De un solo lobo hubieran podido huir fácilmente y sin atropellarse; pero no de la proximidad de la manada, y sobre la helada llanura hubo pronto un golpeteo de pezuñas que sonaba como el rumor de un trueno lejano. El carnero tiene el instinto de buscar la compañía de sus semejantes en los momentos de peligro, y el mismo instinto tienen los renos.
El ímpetu de Centella le llevó a un centenar de metros dentro de la línea del rebaño, y sus colmillos estaban hundidos en el cuello de un joven reno, cuando las espantadas bestias comenzaron a apelotonarse a su alrededor, formando una espesa y terrible masa que le aislaba y separaba de los demás lobos. Centella se colgó de la yugular del reno con sus setenta kilos de peso y, sin soltar su presa, oyó el entrechocar de los cuerpos, el tableteo de las pisadas, los bufidos, los aullidos de los suyos y demás ruidos precursores de la atroz carnicería que se preparaba; pero él no dejó escapar de sus fauces el menor sonido. Sus hermanos trabajaban echándose dos, tres o cuatro a la vez sobre un solo reno; mas Centella prefería matar sin la ayuda de nadie. El gran rebaño comenzó a moverse y, en medio de todas las bestias, Centella y su víctima cayeron al suelo. Ni por un momento soltó Centella el cuello del infeliz reno. Una oleada de cuerpos pasó por encima de los dos caídos; multitud de pezuñas los pisoteaban y numerosas cornamentas producían, al entrechocar, amenazador castañeteo. Los colmillos de Centella penetraron a tanta profundidad, que se quedó sin respiración. Todas sus fuerzas vitales realizaron el máximo esfuerzo y, sirviéndose de sus patas delanteras como de un par de garfios, se agarró al lomo del reno, y del cuello del herido salió a borbotones la sangre, tiñendo de rojo la chapoteada nieve.
Veinte renos yacían muertos por el suelo cuando Centella soltó su presa. Los últimos renos del rebaño habían pasado ya. Los que habían podido escapar a la matanza huían despavoridos hacia el Sur y el Oeste. Oíase de nuevo el correr de las bestias con el mismo rumor de un lento y lejano trueno. El hambre no bastaba a suspender en los lobos su frenesí de carnicería y, dejando los muertos donde habían caído, corrieron los asesinos detrás del rebaño en huida. Únicamente el extremado cansancio detuvo la matanza. Mientras sus mandíbulas pudieron morder y sus patas conservaron un poco de fuerza para correr, los lobos prosiguieron la persecución de los renos. Cuando murió el último reno, sesenta víctimas yacían inertes en una longitud de unos cinco kilómetros.
El festín comenzó, cebándose los lobos en los cadáveres de los renos caídos en último lugar. Para matar la segunda de sus víctimas, Centella había necesitado ayuda. Había sido aquélla una larga y dura tarea. Su cuerpo había sido pateado, corneado y magullado, y mal lo hubiera pasado quizá, si otro par de mandíbulas no hubiera llegado a tiempo para ayudarle. Centella, en el fragor de la batalla, lanzó una tarascada a un cuerpo delgado y gris. Y en seguida oyó un gruñido feroz y vengativo y el castañeteo de otros dientes. Y cuando al fin el segundo reno cayó sin vida, pudo averiguar que era la joven loba la que había ido a prestarle ayuda. La loba tenía la boca tinta en sangre y jadeaba como una bestia extenuada. No obstante, fue a colocarse llena de gozo y orgullo al lado de Centella.
Habían matado en colaboración. Era esto para ella un timbre de gloria. Había ayudado a Centella en sus matanzas. Y sobre aquel rojo campo de muerte, Centella sintió algo que no había experimentado cuando Mogigan, la joven loba, galopaba al lado de él una hora antes. Y sobre aquel campo, con el cuerpo sangrando y doliéndole por todas partes, el instinto de hembra hizo comprender a Mogigan que al fin había triunfado.
Nuevamente inspirado por secretos y misteriosos impulsos, Centella abrió en el costado del reno un gran boquete. Mogigan le veía hacer y callaba esperando a que el boquete fuera bastante grande y ella pudiera meter también su hocico para ayudar a Centella. Y luego, bien juntos los dos y echados ambos sobre la nieve. Centella y Mogigan comenzaron su gran banquete. El cuerpo esbelto de la joven loba palpitaba cálido y lleno de vida junto a Centella; éste sentía la inmensa satisfacción del dominador. No comía con voracidad extrema, antes bien entreteníase en despegar con los dientes trozos de carne que ofrecía luego galantemente a Mogigan. Y cuando otras lobas pasaban cerca de ellos, haciendo castañetear los dientes o llamando la atención con algún gruñido, los ojos de Mogigan brillaban con una feroz expresión de celos irreprimibles. Ella fue la que vio, cerca del otro lado del reno que ella y Centella devoraban, una enorme sombra gris que se había detenido a mirarlos con ojos como ascuas. Centella, con su boca llena de carne, oyó el gruñido de alerta que lanzaba su compañera. No le concedió, sin embargo, importancia alguna. Porque no era cicatero, ni egoísta, y hubiera permitido gustoso que otros lobos hubieran ido a reclamar una parte de su reno sin sentir el deseo de defender su propiedad. Pero el instinto de Mogigan no le hacía temer por su presa, antes bien el instinto de lealtad al compañero y el apego que hacia él sentía eran los dos sentimientos que le inflamaban la sangre, llenando de alarma a la pobre bestia. El intruso era Baloo, el corpulento conductor de la manada. Sin vacilar un instante, Mogigan saltó encima de él como un rayo gris y vengativo. Los ebúrneos[4] colmillos de la loba desgarraron el lomo de Baloo y éste se revolvió contra ella lanzando un terrible gruñido de dolor y de rabia.
En aquel instante, Centella vio lo que sucedía por encima del lomo del reno, y con un movimiento más veloz que el de la joven loba saltó sobre Baloo. El jefe y conductor de la manada tenía el cuello de Mogigan agarrado con la boca cuando Centella saltó sobre él y hubo un gran desgarramiento de sangre cuando las dos bestias rodaron por el suelo. Centella se levantó medio segundo antes que su enemigo. Mogigan se arrastraba hacia él sobre su vientre. La sangre brotaba de su desgarrado cuello y había un extraño sollozo en su aliento. Centella oyó su triste lamento, y dentro de él se levantó, más fuerte y poderoso que nunca, el espíritu de Scaguen, el gran danés. Y este espíritu de Scaguen clamaba venganza. Venganza y justicia. Desde la noche de los tiempos el corazón de un perro exigía no sólo venganza, sino también justicia; esa justicia, esa defensa del débil, esa caballerosidad del perro, y no del lobo, que lleva al fuerte a proteger al débil, y al macho a proteger y defender a la hembra. Para Baloo lo mismo importaba clavar los colmillos en el cuello de un lobo, que desgarrar el gaznate de una loba. Centella sintió, por primera vez en su vida, un ciego y terrible deseo de venganza.
Baloo estaba frente a él y le miraba mientras el lastimero quejido de Mogigan iba apagándose en su garganta. Lentamente, siniestramente, empezaron los dos lobos a buscarse las vueltas. Mientras tanto los lobos más próximos suspendieron sus recíprocos banquetes y rodearon a los combatientes, observándolos con ojos encendidos. Baloo y Centella estaban, pues, en el centro de un círculo del cual únicamente uno de los dos podría salir con vida. Baloo, el verdadero lobo, buscaba las vueltas a Centella con precaución, solapadamente. Sus orejas estaban tiesas, pero su cuerpo se combaba como un muelle de acero y su poblada cola se arrastraba por la nieve. Centella, a pesar de ser tan lobo como Baloo, procedía de distinta manera. Enhiesto y erguido de cabeza a rabo, tenía todos los músculos tensos, dispuestos al combate de vida o muerte. Centella era bastante más joven que Baloo. Esto era para él una ventaja en cuanto a la fuerza y resistencia; pero Baloo había sido toda su vida un gran luchador y era taimado, experto, ducho en tretas y estratagemas, y de repente saltó sobre Centella en el preciso instante en que hacía un movimiento como de huido. Tan rápido, tan imprevisto fue el salto, que antes de que Centella tuviera tiempo de esquivar el choque, o de prepararse para repeler el ataque, los afilados colmillos de Baloo le abrían una herida enorme en el lomo.
Hábil había sido el ataque del antiguo luchador; pero más hábil fue el modo con que Centella lo repelió. Tan pronto como Baloo le asestó el mordisco, arremetió Centella contra él con toda su pasmosa fuerza, y Baloo, en vez de ladearse a la izquierda o a la derecha, recurrió a una nueva treta arrojándose cuan largo era en el suelo, de tal modo que Centella pasó por encima de él sin poder herirle. Aguardando, como buen boxeador, el momento oportuno, Baloo movía la cabeza de un lado a otro y de arriba abajo, y sus dientes desgarraron como cuchillos el vientre de su enemigo. Le infirió una herida enorme, mucho mayor de la que le hubiera producido si le hubiera dado el mordisco en el flanco, y la sangre de Centella fluyó en abundancia. Un par de centímetros más adentro y las tripas del animal hubieran quedado al descubierto. Los dos ataques se llevaron a cabo en apenas veinte segundos. En cualquier otra lucha esto hubiera representado una ventaja casi decisiva para Baloo, porque el lobo que ha sucumbido dos veces seguidas al comienzo de la lucha suele perder inmediatamente su espíritu combativo. Pero el viejo espíritu del gran Scaguen surgió potente en Centella para aguar las esperanzas de triunfo de Baloo. Centella saltó de nuevo sobre su enemigo; mas recibió en seguida la tercera herida. Esta vez el mordisco fue en la espaldilla. El dolor le hizo caer; pero se levantó al instante. No estuvo en el suelo ni siquiera una fracción mínima de segundo. Sin perder tiempo se abalanzó otra vez sobre Baloo, y por primera vez lucharon los dos lobos mandíbula contra mandíbula. El gruñido de su enemigo llenaba las fauces de Centella. Éste clavó en el otro sus terribles colmillos y Baloo cayó retorciéndose y bufando de dolor y de rabia. Durante unos segundos ambas bocas se atenazaron recíprocamente. Por fin, Baloo consiguió libertarse y de nuevo, con un rápido movimiento de la cabeza, dio un mordisco a Centella. El mordisco, hondo y terrible como los demás, hirió a Centella, esta vez en el pecho.
La sangre de Centella enrojeció de nuevo la nieve del círculo formado por los lobos curiosos, y el olor del combate se esparció por los obscuros ámbitos. Las quijadas de Baloo chorreaban sangre. Treinta o cuarenta lobos formaban ya el círculo de curiosos, y los demás iban aproximándose también a medida que llegaba hasta ellos algún sonido, o el olor de la batalla. Mogigan no se había vuelto a mover desde su último esfuerzo por aproximarse a Centella. Debajo de su cuello se había formado un verdadero charco de sangre, y sus ojos comenzaban a enturbiarse. Pero continuaba la pobre con la mirada fija en los contendientes, resuelta a continuar mirándolos mientras pudiese mantener los ojos abiertos.
Centella sintió que la furia le encendía la sangre. Ya no sentía el dolor de las heridas. El espíritu de Scaguen le animaba y era el gran danés el que peleaba, en vez del lobo. Ya no se agazapaba y buscaba las vueltas al enemigo a la manera de un lobo. Arqueaba de un modo agresivo su fornido lomo, y bajaba la cabeza Sus puntiagudas orejas estaban dobladas hacia atrás y su gaznate no articulaba ningún sonido cuando arremetió de nuevo contra Baloo. En toda la región ártica no había un par de lobos que hubieran podido resistir a Scaguen, y en aquel momento Centella era Scaguen. Una y otra vez Baloo cortó y rajó, y entre mordisco y tarascada Centella se lanzó decidido a matar o morir. Por dos veces estuvo a punto de sujetar a Baloo. La tercera vez logró clavarle los colmillos en el pescuezo. Se los clavó como se los hubiera clavado un perro; sin mover la boca para desgarrar. Sus mandíbulas se limitaban a apretar del mismo modo que hubieran apretado las mandíbulas de Scaguen. Y en el momento en que el círculo de los lobos curiosos se estrechaba para no perder detalle, las vértebras cervicales de Baloo se rompieron, y la lucha concluyó.
Un minuto entero transcurrió antes de que Centella soltara el cuello y se separara de su víctima. En seguida los demás lobos se amontonaron encima de Baloo, mordiéndole y desgarrando su cuerpo de la manera más espantosa. Ultrajar así al vencido era una antigua ley de la manada, una costumbre imprescriptible.
Centella se detuvo al lado de la débil loba. Mogigan trató de levantar la cabeza para mirarle, pero no tuvo fuerzas bastantes para ello. Sus ojos se cerraron. Dos veces los abrió, y Centella, alentándola con un cariñoso gruñido, le tocó el hocico con su hocico. Mogigan hizo todo lo que pudo por responder a la caricia; pero no logró más que emitir un raro y débil gemido mezclado con su aliento. Luego de esto, súbitamente un temblor irreprimible estremeció su hermoso cuerpo, en último suspiro, y concluyeron los esfuerzos para respirar o abrir los ojos.
Centella permaneció junto a ella consciente de que la muerte había acabado con la pobre. Aguardó un momento y después se sentó sobre sus cuartos traseros elevando su cabeza en dirección al cielo. Y los lobos que estaban destrozando el cuerpo de Baloo oyeron el aullido que salió de las fauces de Centella, aullido autoritario, aullido de triunfo y de dominio, porque desde aquel instante Centella se erigía en jefe, en conductor de la manada. Ningún lobo osó disputarle la jefatura, pero en aquel grito de triunfo, que se extendió por todas aquellas regiones heladas, había una nota de amargura.
El alma de Scaguen, a través de los años, había vuelto a dominar a los lobos.