23

Erase un hombre tan sabio,

que metió la cabeza

en un lugar lleno de arena

¡Y se quemó ambos ojos!

Y cuando supo que sus ojos estaban ciegos,

no se compadeció por ello.

Apeló a su otra visión

e hizo de sí mismo un santo.

Poema de niños, de la Historia de Muad’Dib

Paul aguardaba en la oscuridad fuera del sietch. La visión oracular le decía que era de noche, que el claro de luna silueteaba el sepulcro en la cima de la Roca del Mentón, alta a su izquierda. Era aquel un lugar saturado de recuerdos, su primer sietch, allá donde él y Chani…

No debo pensar en Chani, se dijo a sí mismo.

El restringido campo de su visión le revelaba los cambios que se habían producido a su alrededor… un racimo de palmeras allá abajo, a lo lejos, a su derecha, la línea plateada de un qanat arrastrando su agua a través de las dunas intensificadas por la tormenta de la mañana.

¡Agua deslizándose por el desierto! Recordó otra clase de agua fluyendo en un río en su mundo natal, Caladan.

Nunca había llegado a comprender el tesoro que representaba aquella agua deslizándose lodosa en un qanat a través de la depresión en el desierto. Un tesoro.

Con una discreta tos, un ayudante apareció tras él.

Paul tendió sus manos, tomando un tablero magnético con una simple hoja de papel metálico en él. Se movía tan lentamente como el agua del qanat. La visión seguía fluyendo, pero él se sentía cada vez más reluctante a moverse con ella.

—Perdón, Señor —dijo el ayudante—. El Tratado de Semboule… vuestra firma.

—¡Puedo leerlo! —restalló Paul. Garabateó «Atreides Imper», en el lugar correcto, devolvió el tablero, colocándolo directamente en la abierta mano del ayudante, consciente del temor que inspiraba este gesto.

El hombre desapareció.

Paul se volvió de nuevo. ¡Qué paisaje tan árido y desolado! Se imaginó a sí mismo aplastado por el sol y por el monstruoso calor, en un lugar de deslizantes arenas y encharcadas sombras de pozos de arena, demonios de viento danzando en las rocas, con sus angostos vientres repletos de cristales de ocre. Pero era también un paisaje rico: grande, lleno de angostos lugares con perspectivas de inmensidades vacías batidas por las tormentas, riscos, farallones y torturadas cadenas montañosas.

Todo ello requería la presencia de agua… y amor.

La vida transformaba aquellas irascibles inmensidades en lugares de gracia y movimiento, pensó. Este era el mensaje del desierto. El contraste lo sorprendía con su constatación. Sintió deseos de volverse a los ayudantes apiñados en la entrada del sietch y gritarles: ¡Si necesitáis algo a lo que adorar, entonces adorad la vida… toda la vida, incluso la más ínfima vida que se arrastre por el suelo! ¡Todos nosotros formamos parte de esta belleza!

Pero no le comprenderían. En el desierto, ellos eran también interminables desiertos. Las cosas que crecían no habían danzado nunca verdes ballets para ellos.

Apretó los puños a sus costados, intentando detener la visión. Deseaba volar fuera de su propia mente. ¡Era una bestia que se preparaba a devorarlo! La consciencia yacía en él, pesada, hinchada con toda la vida que había absorbido, saturada con demasiadas experiencias.

Desesperadamente, Paul intentó rechazar sus pensamientos.

¡Las estrellas!

Su consciencia se enfocó hacia el pensamiento de todas aquellas estrellas sobre su cabeza… un infinito volumen de ellas. Un hombre debía estar medio loco para imaginar que podía dominar sobre una sola lágrima de aquel volumen. No podía llegar ni siquiera a imaginar el número de sujetos sobre los que su Imperio ejercía su poder.

¿Sujetos? Más bien adoradores y enemigos. ¿Había un solo hombre que pudiera escapar al angosto destino de sus prejuicios? Ni siquiera un Emperador escapaba. Había vivido una vida de posesión, intentando crear un universo a su propia imagen. Pero el exultante universo terminaba arrojando sobre él sus silenciosas olas.

¡Escupo sobre Dune!, pensó. ¡Le doy mi humedad!

Su mito, que había levantado a base de intrincados movimientos e imaginación, a base de claro de luna y amor, a base de plegarias tan viejas como Adán, y grises riscos y escarlatas sombras, y lamentos y ríos de mártires… ¿en qué terminaba todo aquello? Cuando las olas se retiraban, las riberas del Tiempo aparecían limpias, vacías, brillando con infinitos granos de recuerdo, y cosas parecidas. ¿Era esta la dorada génesis del hombre?

El crujir de la arena contra las rocas le dijo que el ghola se había reunido con él.

—Hoy me has evitado, Duncan —dijo Paul.

—Es peligroso para vos llamarme así —dijo el ghola.

—Lo sé.

—Yo… he venido a preveniros, mi Señor.

—Lo sé.

Entonces la historia de la compulsión que Bijaz había puesto en él fluyó del interior del ghola.

—¿Sabes la naturaleza de la compulsión? —preguntó Paul.

—Violencia.

Paul notó que llegaba a un lugar que lo había estado llamando desde el principio. Se inmovilizó. El Jihad se había apoderado de él, lo había fijado en una trayectoria de la cual la terrible gravedad del Futuro no podría arrancarlo jamás.

—No habrá ninguna violencia de parte de Duncan —susurró Paul.

—Pero Señor…

—Dime lo que ves a nuestro alrededor —dijo Paul.

—¿Mi Señor?

—El desierto… ¿cómo es esa noche?

—¿No lo podéis ver?

—No tengo ojos, Duncan.

—Pero…

—Sólo tengo mi visión —dijo Paul—, y me gustaría no tenerla. Estoy agonizando de presciencia. ¿Puedes comprender esto, Duncan?

—Quizá… lo que tanto teméis no llegue a ocurrir —dijo el ghola.

—¿Cómo? ¿Negar mi propio oráculo? ¿Cómo podría hacerlo cuando lo he visto ocurrir cientos y cientos de veces? La gente le llama a esto un poder, un don. ¡Es una aflicción! ¡No me va a permitir abandonar mi vida donde la encontré!

—Mi Señor —murmuró el ghola—, esto… no es así… joven dueño, vos no… yo… —se interrumpió. Paul captó la confusión del ghola.

—¿Cómo me has llamado, Duncan?

—¿Qué? ¿Qué? Yo… por un momento… yo…

—Me has llamado joven dueño.

—Lo he hecho, sí.

—Era lo que siempre me llamaba Duncan. —Paul tendió la mano, tocó el rostro del ghola—. ¿Es esto parte de tu entrenamiento tleilaxu?

—No.

Paul inclinó la cabeza.

—¿Qué es, entonces?

—Salió… de mí.

—¿Entonces sirves a dos dueños?

—Quizá.

—Líbrate del ghola, Duncan.

—¿Cómo?

—Tú eres humano. Haz algo humano.

—¡Soy un ghola!

—Pero tu carne es humana. Duncan está en ella.

Algo está en ella.

—No importa cómo lo hagas —dijo Paul—, lo conseguirás.

—¿Lo habéis visto con vuestra presciencia?

—¡Maldita sea la presciencia! —Paul se volvió. Su visión le azotaba de nuevo, fluctuaba, pero era algo que no podía ser detenido.

—Mi Señor, si vos…

—¡Calla! —Paul levantó una mano—. ¿Has oído eso?

—¿Oído qué, mi Señor?

Paul agitó la cabeza. Duncan no lo había oído. ¿Había tan sólo imaginado aquel sonido? Había sido su nombre tribal pronunciado desde el desierto, muy lejos y muy bajo: «Usul… Uuuuussssuuuullll…».

—¿Qué ocurre, mi Señor?

Paul agitó la cabeza. Se sentía observado. Algo allí afuera, entre las sombras de la noche, sabía que él estaba allí. ¿Algo? No… alguien.

—Todo era dulce —murmuró—, y tú eras lo más dulce de todo…

—¿Qué decís, mi Señor?

—Es el futuro —dijo Paul.

Aquel amorfo universo humano que le rodeaba allá afuera se había movido, oscilando al ritmo de su visión. Había lanzando una poderosa nota hacia él, cuyos fantasmales ecos aún persistían.

—No comprendo, mi Señor —dijo el ghola.

—Un Fremen muere cuando está demasiado tiempo lejos del desierto —dijo Paul—. A eso le llaman «el mal del agua». ¿No es algo extraño?

—Es muy extraño.

Paul se sumergía en sus recuerdos, intentando encontrar de nuevo el sonido del aliento de Chani junto a él en la noche. ¿Dónde está este consuelo?, se preguntó. Todo lo que podía recordar era a Chani en el desayuno del día en que partieron hacia el desierto. Se había mostrado nerviosa, irritable.

—¿Por qué te has puesto esa vieja ropa? —le había preguntado, contemplando el negro uniforme en forma de capa con la insignia roja del halcón bordada en él bajo las ropas Fremen—. ¡Tú eres un Emperador!

—Incluso un Emperador tiene sus ropas favoritas —había dicho él.

Por alguna razón inexplicable, aquello hizo brotar lágrimas de los ojos de Chani… la segunda vez en su vida que las inhibiciones Fremen habían sido quebrantadas.

Ahora, inmóvil en la oscuridad, Paul palpaba sus propias mejillas, descubriendo humedad en ellas. ¿Quién da humedad al muerto?, se preguntó. Era su propio rostro, pero sin embargo no lo era. El viento helaba su húmeda piel. Un sueño vacilante se formó, se desvaneció, ¿Qué era aquella exaltación en su pecho? ¿Era algo que había comido? Qué amargo y penoso era su otro yo, dando humedad a los muertos. El viento chirriaba arrastrando la arena. La piel seca de nuevo, era la suya propia. ¿Pero a quién pertenecía el estremecimiento de su interior?

Entonces oyeron el lamento, muy adentro en las profundidades del sietch. Se hizo más fuerte… más fuerte…

El ghola se volvió ante el repentino resplandor de una luz, alguien abriendo los sellos de la entrada. En el resplandor, vio a un hombre con una sonrisa burlona… ¡No! ¡No era una sonrisa, era una mueca de dolor! Era un lugarteniente Fedaykin llamado Tandis. Tras él se apresuraban otras personas, y todos permanecieron en silencio mientras él le hablaba a Muad’Dib.

—Chani… —dijo Tandis.

—Ha muerto —susurró Paul—. He oído su llamada.

Se volvió hacia el sietch. Conocía aquel lugar. Era un lugar donde no podía ocultarse. Su acelerada visión iluminó toda la muchedumbre Fremen. Vio a Tandis, sintió el dolor del Fedaykin, el miedo y la cólera.

—Ella se ha ido —dijo Paul.

El ghola oyó las palabras a través de un deslumbrante halo. Quemaban su pecho, su espalda, las órbitas de sus metálicos ojos. Notó que su mano derecha se movía hacia el cuchillo que llevaba en su cinturón. Sus propios pensamientos eran extraños, deslavazados. Era una marioneta con los hilos atados a aquel atroz halo. Se movía bajo órdenes extraños, deseos extraños. La compulsión tensó sus brazos, sus labios, su mandíbula. El sonido surgió vibrante de su boca, un terrible gruñido repetitivo:

—¡Hraak! ¡Hraak! ¡Hraak!

El cuchillo se elevó para golpear. En aquel momento, halló su propia voz, restalló chirriantes palabras:

—¡Corred! ¡Corred, joven amo!

—No vamos a correr —dijo Paul—. Vamos a movernos con dignidad. Haremos lo que haya que hacer.

Los músculos del ghola se bloquearon. Se estremeció, vaciló.

«¡… lo que haya que hacer!». Las palabras rodaron por su mente como un gran pez alcanzando la superficie, «¡… lo que haya que hacer!». Ahhh, aquello había sonado como si proviniera del viejo Duque, el abuelo de Paul. El joven dueño tenía algo del viejo hombre en él. «¡… lo que haya que hacer!».

Las palabras se desplegaron como un abanico en la consciencia del ghola. Una sensación de vivir simultáneamente dos vidas penetró en él: Hayt/Idaho/Hayt/Idaho… Era una inmóvil cadena de existencia relativa, singular, solitaria. Viejos recuerdos asomaron a su mente. Los identificó, los ajustó a su nuevo conocimiento, los integró a una nueva consciencia. Una nueva persona que se realizaba en una forma temporal de tiranía interna. Su síntesis permanecía cargada con un desorden potencial, pero los acontecimientos lo empujaban hacia un ajuste temporal. El joven dueño necesitaba de él.

Entonces ocurrió. Se reconoció a sí mismo como Duncan Idaho, recordando todo lo de Hayt como si lo hubiera estado guardando secretamente y lo hubiera prendido en una llameante catálisis. El halo se disolvió. Rechazó las compulsiones tleilaxu.

—Quédate junto a mí, Duncan —dijo Paul—. Necesitaré depender de ti para muchas cosas. —Y, como Idaho continuara inmóvil, como en trance—: ¡Duncan!

—Sí, soy Duncan.

—¡Por supuesto que lo eres! Este era el momento en que debías encontrarte a ti mismo. Ahora vamos dentro.

Idaho penetró tan sólo a un paso detrás de Paul. Era como en los viejos tiempos, aunque no exactamente como entonces. Ahora que se había liberado de los tleilaxu, podía apreciar lo que estos le habían dado. El entrenamiento Zensunni le había permitido superar el shock de los acontecimientos. La consumación mentat había creado un equilibrio. Rechazó todo miedo, dominando su fuente. Toda su consciencia miraba al exterior desde una posición de infinito asombro: había estado muerto, estaba vivo.

—Señor —dijo Tandis, acercándose—. La mujer, Lichna, dice que debe veros. Le he dicho que espere.

—Gracias —dijo Paul—. El nacimiento…

—He hablado con los médicos —dijo Tandis, trastabillando—. Dicen que tenéis dos hijos, ambos vivos y sanos.

—¿Dos? —Paul se sintió desfallecer, se apoyó en el brazo de Idaho.

—Un niño y una niña —dijo Tandis—. Los he visto. Son dos hermosos niños Fremen.

—¿Cómo… cómo ha muerto ella? —jadeó Paul.

—¿Mi Señor? —Tandis se inclinó hacia Paul.

—¿Chani? —dijo Paul.

—Fue el nacimiento, mi Señor —farfulló Tandis—. Dicen que su cuerpo fue consumido por la rapidez en que se produjo todo. No lo entiendo, pero eso es lo que dicen.

—Llévame hasta ella —murmuró Paul.

—¿Mi Señor?

—¡Llévame hasta ella!

—Eso estamos haciendo, mi Señor —de nuevo Tandis se inclinó hacia Paul—. ¿Por qué vuestro ghola lleva un cuchillo en la mano?

—Duncan, guarda tu cuchillo —dijo Paul—. El tiempo de la violencia ha pasado.

Mientras hablaba, Paul se sintió más cerca del sonido de su voz que del mecanismo que había creado tal sonido. ¡Dos bebés! La visión tan sólo había contenido uno. Y sin embargo, todos aquellos momentos eran idénticos a los de la visión. Había allí una persona que experimentaba dolor y rabia. Alguien. Su propia consciencia se hallaba presa de un horrible remolino de recuerdos que desplegaban ante él la totalidad de su vida.

¿Dos bebés?

Se sintió de nuevo desfallecer. Chani, Chani, pensó. No había otro camino. Chani, mi amor, créeme, esta muerte era más rápida para ti… y más suave. Hubieran retenido a nuestros hijos como rehenes, te hubieran mostrado en una jaula y en los pozos de esclavos, te hubieran envilecido, culpándote de mi muerte. Este camino… este camino nos destruye y salva a nuestros hijos.

¿Hijos?

Se sintió desfallecer una vez más.

Yo he permitido esto, pensó. Debería sentirme culpable.

El ruido de una estrepitosa confusión llenaba la caverna ante ellos. Se hacía más y más intenso a medida que él recordaba de su visión que debía hacerse más y más intenso. Sí, aquél era el esquema, el inexorable esquema, incluso con dos hijos.

Chani está muerta, se dijo a sí mismo.

En algún lejano instante, muy en un pasado que había compartido con otros, aquel futuro había llegado hasta él. Lo había acosado, lo había acorralado contra un abismo cuyas paredes se iban acercando y acercando cada vez más. Tenía la sensación de que terminaría siendo aplastado por ellas. Este era el camino que seguía aquella visión.

Chani está muerta. Debería abandonarme al dolor.

Pero aquél no era el camino que seguía la visión.

—¿Ha sido avisada Alia? —preguntó.

—Está con los amigos de Chani —dijo Tandis.

Paul notó como la muchedumbre se apartaba para dejarle paso. Su silencio se movía ante él como una ola. El ruido de la confusión se apagaba. Un sentido de tensa emoción invadía el sietch. Deseó apartar a la gente de su visión, pero era imposible. Cada rostro que se giraba para seguir su avance tenía su huella particular. Todos los rostros estaban impresos por una despiadada curiosidad. Sentían pesar, por supuesto, pero comprendía la crueldad que los inundaba. Observaban lo inteligible que se convertía en mudo, lo sabio que se convertía en estúpido. ¿Acaso el payaso no apela siempre a la crueldad?

Era más que un velatorio, menos que una vigilia.

Paul sentía que su alma exigía un respiro, pero la visión lo arrastraba. Tan sólo un poco más lejos, se dijo a sí mismo. La negrura, la oscuridad desprovista de visión le aguardaba tan sólo a unos pasos. Estaba agazapada en aquel lugar arrancado de su visión por el dolor y la culpabilidad, aquel lugar en que la luna caía.

Tropezó al entrar, hubiera caído si la mano de Idaho no le hubiera sujetado con firmeza, una sólida presencia que sabía lo intenso que era su silencioso dolor.

—Este es el lugar —dijo Tandis.

—Cuidado aquí, Señor —dijo Idaho, ayudándole a franquear el umbral. Los cortinajes acariciaron el rostro de Paul. Idaho le hizo detenerse. Paul captaba la estancia como un reflejo contra sus mejillas y sus oídos. Era un espacio horadado en la roca, con la roca desnuda oculta tan sólo por los tapices.

—¿Dónde está Chani? —susurró Paul.

—Ahí a vuestra derecha, Usul —respondió la voz de Harah.

Paul contuvo un tembloroso suspiro. Había temido que su cuerpo hubiera sido llevado ya al lugar donde los Fremen destilaban el agua para la tribu. ¿Era allí donde conducía la visión? Se sintió abandonado a su ceguera.

—¿Los niños? —preguntó.

—Están también aquí, mi Señor —dijo Idaho.

—Tenéis dos hermosos gemelos, Usul —dijo Harah—, un chico y una chica. ¿Los veis? Los hemos metido en una cuna.

Dos niños, pensó Paul, perplejo. La visión había contenido tan sólo una niña. Se soltó del brazo de Idaho, avanzó hacia el lugar desde donde había hablado Harah, tropezó con una superficie dura. Sus manos la exploraron: las suaves líneas de una cuna de metaglass.

Alguien sujetó su brazo izquierdo.

—¿Usul? —era Harah. Guio su mano al interior de la cuna. Palpó suave carne. ¡Era tan cálida! Palpó costillas, el ritmo de una respiración.

—Es vuestro hijo —susurró Harah. Hizo avanzar su mano—. Y esta es vuestra hija —su mano siguió palpando—. Usul, ¿sois realmente ciego ahora?

Sabía lo que ella estaba pensando. El ciego debe ser abandonado al desierto. Las tribus Fremen no acarreaban consigo peso muerto.

—Condúceme hasta Chani —dijo Paul, ignorando su pregunta.

Harah le hizo girar, conduciéndole hacia la izquierda.

Paul se descubrió a sí mismo aceptando el hecho de que Chani estaba muerta. Había encontrado su lugar en un universo que ella no había querido, asumiendo una carne que no era la adecuada. Cada inspiración desgarraba sus emociones. ¡Dos hijos! Se preguntó si se habría obligado a sí mismo a introducirse por un camino en el que su visión no podía alcanzarle. Parecía algo sin importancia.

—¿Dónde está mi hermano?

Era la voz de Alia tras él. Oyó su roce, el contacto de su presencia cuando tomó su brazo del de Harah.

—¡Debo hablarte! —siseó Alia.

—Dentro de un momento —dijo Paul.

—¡Ahora! Es acerca de Lichna.

—Ya lo sé —dijo Paul—. Dentro de un momento.

—¡No tienes ningún momento que perder!

—Tengo muchos momentos.

—¡Pero no Chani!

—¡Ya basta! —ordenó él—. Chani está muerta. —Apoyó una mano contra la boca de ella cuando iba a protestar—. ¡Te ordeno que te calles! —Ella se retiró y él apartó su mano—. Describe lo que ves —dijo.

—¡Paul! —la frustración y las lágrimas luchaban en su voz.

—No importa —dijo él. Se obligó a sí mismo al silencio interior, abrió los ojos de su visión a aquel momento. Sí… era aquella misma escena. El cuerpo de Chani yacía en una camilla cerca de un círculo de luz. Alguien había ordenado sus blancas ropas, intentando ocultar la sangre del nacimiento. No importaba; no podía desviar su atención de la visión de su rostro… ¡un espejo de eternidad en sus inmóviles rasgos!

Se volvió, pero la visión se movió con él. Ella se había ido… y nunca volvería. El aire, el universo, todo estaba vacío… completamente vacío. ¿Era esta la esencia de su penitencia?, se preguntó. Apeló a las lágrimas, pero no quisieron acudir. ¿Había vivido demasiado tiempo como un Fremen? ¡Su muerte solicitaba humedad!

Cerca, uno de los niños gritó, y alguien le hizo callar. El sonido hizo caer una cortina a su visión. Paul agradeció la oscuridad. Este es otro mundo, pensó. Dos niños.

El pensamiento surgió de algún perdido trance oracular. Intentó capturar de nuevo la atemporal expansión mental de la melange, pero la consciencia no acudió. Ningún rastro de futuro llegó hasta él. Se sintió rechazado del futuro… de cualquier futuro.

—Adiós, mi Sihaya —murmuró.

La voz de Alia, dura y exigente, le llegó desde algún lugar a sus espaldas.

—He traído a Lichna.

Paul se volvió.

—No es Lichna —dijo—. Es un Danzarín Rostro. Lichna está muerta.

—Pero escucha lo que dice —dijo Alia.

Lentamente, Paul se volvió hacia la voz de su hermana.

—No estoy sorprendido de hallarte aún con vida, Atreides. —La voz era casi la de Lichna, pero con sutiles diferencias, como si el que hablaba utilizara las cuerdas vocales de Lichna, pero no se preocupara de controlarlas lo suficiente. Paul se sintió sorprendido por la extraña nota de honestidad que había en aquella voz.

—¿No estás sorprendido? —preguntó Paul.

—Soy Scytale, un Danzarín Rostro tleilaxu, y desearía saber algo antes de que negociemos. ¿Es un ghola lo que veo detrás de ti, o Duncan Idaho?

—Es Duncan Idaho —dijo Paul—. Y no negociaré contigo.

—Creo que sí negociarás —dijo Scytale.

—Duncan —dijo Paul, hablando por encima de su hombro—, ¿matarás a ese tleilaxu si te lo pido?

—Sí, mi Señor —había la rabia reprimida de un asesino en la voz de Idaho.

—¡Espera! —dijo Alia—. No sabes lo que estás rechazando.

—Lo sé —dijo Paul.

—Así, es el auténtico Duncan Idaho de los Atreides —dijo Scytale—. ¡Hemos encontrado la palanca! Un ghola puede recuperar su pasado. —Paul oyó un ruido de pasos. Alguien le rozó al pasar por su izquierda. La voz de Scytale le llegó ahora desde su espalda—. ¿Qué es lo que recuerdas de tu pasado, Duncan?

—Todo. Desde mi más pequeña infancia. Te recuerdo incluso a ti junto al tanque de donde me sacaron —dijo Idaho.

—Maravilloso —suspiró Scytale—. Maravilloso.

Paul oyó que la voz se movía. Necesito una visión, pensó. La oscuridad era frustrante. El entrenamiento Bene Gesserit le advertía de la terrible amenaza que representaba Scytale, pero la criatura seguía siendo sólo una voz, la sombra de un movimiento… completamente fuera de su alcance.

—¿Son esos los niños Atreides? —preguntó Scytale.

—¡Harah! —gritó Paul—. ¡Aléjalo de ahí!

—¡Quedaos donde estáis! —exclamó Scytale—. ¡Todos vosotros! Os lo advierto, un Danzarín Rostro puede moverse mucho más rápidamente de lo que podéis imaginar. Mi cuchillo puede dar cuenta de esas dos vidas antes de que alguno de vosotros pueda tocarme.

Paul sintió que algo rozaba su brazo derecho cuando alguien se movió junto a él por aquel lado.

—No avances más, Alia —dijo Scytale.

—Alia —dijo Paul—. Obedece.

—Es culpa mía —gruñó Alia—. ¡Culpa mía!

—Atreides —dijo Scytale—, ¿vamos a negociar ahora?

Tras él, Paul oyó una ronca maldición. Su garganta se contrajo ante la reprimida violencia de la voz de Idaho. ¡Idaho no debía perder el control! ¡Scytale podía matar a los bebés!

—Para llevar adelante una negociación uno necesita algo que poder vender —dijo Scytale—. ¿No es así, Atreides? ¿Te gustaría recuperar a tu Chani? Nosotros podemos reintegrártela. Un ghola, Atreides. Un ghola, ¡con todos sus recuerdos! Pero debemos apresurarnos. Llama a tus amigos para que traigan un tanque criogénico que preserve su carne.

Oír de nuevo la voz de Chani, pensó Paul. Sentir su presencia a mi lado. Ahhh, es por eso por lo que me ofrecieron a Idaho como un ghola, para que descubriera qué cerca está la recreación del original. Pero ahora… una total restauración… a su precio correspondiente. Será para siempre un instrumento de los tleilaxu. Y Chani… condenada al mismo sino de una traición hacia nuestros hijos, expuesta de nuevo a los complots de la Qizarate…

—¿Qué presiones usaréis para restaurar los recuerdos de Chani? —preguntó Paul, luchando por mantener su voz calmada—. ¿La condicionaréis a que… a que mate a uno de sus propios hijos?

—Usaremos las presiones que nos sean necesarias —dijo Scytale—. ¿Qué dices a ello, Atreides?

—Alia —dijo Paul—, negocia tú con esa cosa. Yo no puedo negociar con quien no puedo ver.

—Una juiciosa elección —se regocijó Scytale—. Bien, Alia, ¿qué me ofreces como agente de tu hermano?

Paul bajó su cabeza, obligándose a sí mismo al silencio dentro del silencio. Acababa de entrever algo… algo como una visión, pero no una visión. Había un cuchillo cerca de él… ¡Allí!

—Necesito unos instantes para pensar —dijo Alia.

—Mi cuchillo es paciente —dijo Scytale—, pero la carne de Chani no lo es. Que la cantidad de tiempo sea razonable.

Paul se sintió a sí mismo parpadear. Era imposible, pero… ¡era! ¡Sentía unos ojos! Su ventajosa posición era extraña y se movía erráticamente. ¡Allí! El cuchillo apareció en un campo de visión: Con una profunda inspiración de sorpresa, Paul reconoció el punto focal. ¡Era el de uno de sus hijos! ¡Estaba viendo el cuchillo y la mano de Scytale asomando por encima de la cuna! Brillaba tan sólo a unos centímetros de él. Sí, y podía verse también a sí mismo al otro lado de la estancia… la cabeza inclinada, inmóvil, una figura inofensiva, ignorada por todos los demás.

—Para empezar, deberéis traspasarnos todos vuestros intereses en la CHOAM —sugirió Scytale.

—¿Todos ellos? —protestó Alia.

—Todos.

Observándose a sí mismo a través de los ojos en la cuna, Paul extrajo su crys de la funda en su cinturón. El movimiento le produjo una extraña sensación de dualidad. Midió la distancia, el ángulo. No habría una segunda oportunidad. Preparó su cuerpo a la manera Bene Gesserit, convirtiéndose en un resorte comprimido para saltar en un único y concentrado movimiento, una acción prajna que requería que todos sus músculos estuvieran equilibrados en una exquisita unidad.

El crys saltó de su mano. El lechoso destello de su hoja brilló en el ojo derecho de Scytale, arrojando la cabeza del Danzarín Rostro hacia atrás. Scytale levantó ambas manos y cayó hacia atrás, contra la pared. Su cuchillo saltó hacia el techo y fue a golpear contra el suelo. Scytale rebotó en la pared y cayó hacia adelante, muerto antes de tocar el suelo.

A través de los ojos en la cuna, Paul observó los rostros en la estancia volviéndose hacia su ciega figura, leyó la unánime sorpresa. Luego Alia se precipitó hacia la cuna, se inclinó, y ya no vio nada más.

—Oh, están a salvo —dijo Alia—. Están a salvo.

—Mi Señor —jadeó Idaho—, ¿era eso parte de vuestra visión?

—No —agitó una mano en dirección a Idaho—. Déjalo correr.

—Perdóname, Paul —dijo Alia—. Pero cuando esa criatura dijo que podía… revivir…

—Hay algunos precios que un Atreides no podrá pagar nunca —dijo Paul—. Tú lo sabes.

—Lo sé —suspiró ella—. Pero me sentí tentada…

—¿Quién no se hubiera sentido tentado? —preguntó Paul.

Se apartó de ellos, avanzó vacilante hacia la pared, se apoyó en ella, intentó comprender lo que acababa de hacer. ¿Cómo? ¿Cómo? ¡Los ojos en la cuna! Se sentía empujado al umbral de una terrible revelación.

Mis ojos, padre.

Las palabras-formas brillaron ante su jadeante visión.

—¡Mi hijo! —susurró Paul, demasiado bajo para que alguien pudiera oírlo—. Eres… consciente.

Sí, padre. ¡Mira!

Paul permaneció apoyado contra la pared, en un espasmo de vértigo. Tuvo la sensación de que todo lo que había en su interior era absorbido, drenado. Su propia vida pasó ante él. Vio a su padre. Era su padre. Y su abuelo, y todos sus antepasados antes que él. Su consciencia penetró en un corredor de mentes dispersas a lo largo de toda su línea masculina.

—¿Cómo? —preguntó silenciosamente.

Tenues palabras-formas aparecieron, palidecieron y desaparecieron, como si el esfuerzo fuera demasiado grande. Paul se limpió la saliva que corría por las comisuras de su boca. Recordó el despertar de Alia en el seno de Dama Jessica. Pero aquí no había habido Agua de Vida, ninguna sobredosis de melange esta vez… ¿o sí? ¿Acaso Chani no había sentido una feroz hambre de especia? ¿O tal vez todo aquello no era más que el producto genético de su línea, aquello tan deseado por la Reverenda Madre Gaius Helen Mohiam?

Paul se acercó a la cuna, con Alia inclinada sobre él. Las manos de ella eran reconfortantes. Su rostro era indistinto, una cosa gigantesca directamente sobre él. Se volvió y vio a su compañera de cuna… una niña con aquella fuerza en sus huesos que era la herencia del desierto. Tenía una abundante cabellera de color rojo tostado. Mientras la miraba, ella abrió los ojos. ¡Aquellos ojos! Chani estaba tras aquellos ojos… y también Dama Jessica. Había toda una multitud tras aquellos ojos.

—Observad esto —dijo Alia—. Se están mirando mutuamente.

—Los niños no pueden enfocar su vista a esa edad —dijo Harah.

—Yo podía —dijo Alia.

Suavemente, Paul sintió que se desprendía de aquella infinita consciencia. Había retrocedido, y estaba de nuevo apoyado contra la pared. Idaho lo agitó suavemente por los hombros.

—¿Mi Señor?

—Quiero que mi hijo se llame Leto —dijo Paul, enderezándose—. Como mi padre.

—Cuando llegue el momento de darle su nombre —dijo Harah—, yo estaré a vuestro lado como amiga de la madre y le daré este nombre.

—Y mi hija —dijo Paul—, se llamará Ghanima.

—¡Usul! —objetó Harah—. Ghanima es un nombre de mal agüero.

—Salvó tu vida —dijo Paul—. ¿Qué importa que Alia se haya burlado de ti con este nombre? Mi hija es Ghanima, un botín de guerra.

Paul oyó ruedas chirriando junto a él… la camilla con el cuerpo de Chani. Se la estaban llevando. El canto del Rito del Agua se inició.

—¡Hay yawm! —dijo Harah—. Debo irme ahora si quiero estar presente como observadora de la santa Verdad y permanecer al lado de mi amiga por última vez. Su agua pertenece a la tribu.

—Su agua pertenece a la tribu —murmuró Paul. Oyó a Harah marcharse. Tendió el brazo y encontró la mano de Idaho—. Llévame a mis apartamentos, Duncan.

En el interior de sus apartamentos, le pidió suavemente que le dejara solo. Era tiempo de estar solo. Pero antes de que Idaho pudiera irse se produjo un alboroto ante la puerta.

—¡Mi dueño! —Era Bijaz, llamando desde el umbral.

—Duncan —dijo Paul—, déjalo avanzar dos pasos. Mátalo si intenta avanzar más.

—Ayyah —dijo Idaho.

—¿Es Duncan? —preguntó Bijaz—. ¿Es realmente Duncan Idaho?

—Lo soy —dijo Idaho—. Lo recuerdo todo.

—¿Así pues el plan de Scytale ha tenido éxito?

—Scytale está muerto —dijo Paul.

—Pero no yo y tampoco el plan —dijo Bijaz—. ¡Por el tanque donde crecí! ¡Puedo hacerlo! ¡Puedo recuperar mis pasados… todos ellos! Necesito tan sólo el disparador adecuado.

—¿Disparador? —preguntó Paul.

—La compulsión de mataros —dijo Idaho, con la ira asomando a su voz—. Una computación mentat: descubrieron que yo os consideraba como el hijo que nunca tuve. Antes que mataros, el verdadero Duncan Idaho se hubiera apoderado del cuerpo del ghola. Pero… esto hubiera podido fallar. Dime, enano, si vuestro plan hubiera fallado, si yo le hubiera matado, ¿qué hubiera ocurrido?

—Oh… entonces hubiéramos negociado con la hermana para salvar a su hermano. Pero este otro tipo de negociación es mejor.

Paul inspiró temblorosamente. Podía oír a las plañideras avanzando por el último corredor que conducía a las estancias profundas donde se hacía la ofrenda del agua.

—Aún no es demasiado tarde, mi Señor —dijo Bijaz—. ¿No queréis que vuestra amada regrese? Podemos restaurarla para vos. Un ghola, sí. Pero ahora… podemos esperar restaurarla completamente. Haced que acudan sirvientes con un tanque criogénico a fin de preservar la carne de vuestra bienamada…

Ahora era mucho más duro, se dio cuenta Paul. Había agotado sus poderes con la primera tentación tleilaxu. ¡Y ahora todo era para nada! Sentir la presencia de Chani otra vez…

—Siléncialo —dijo Paul a Idaho, hablando en el lenguaje de batalla de los Atreides. Oyó a Idaho moviéndose hacia la puerta.

—¡Mi dueño! —lloriqueó Bijaz.

—Si me amas —dijo Paul, aún en el lenguaje de batalla—, hazme este favor: ¡mátalo antes de que yo sucumba!

—¡Nooooo…! —aulló Bijaz.

El sonido se cortó bruscamente en un estertor.

—Le he hecho un último favor —dijo Idaho.

Paul bajó la cabeza, escuchando. Ya no podía oír a las plañideras. Pensó en el antiguo rito Fremen que debía haberse iniciado ahora en las profundidades del sietch, allá en las silenciosas cámaras de la muerte donde la tribu recuperaba el agua de sus miembros.

—No había elección —dijo Paul—. ¿Puedes comprenderlo, Duncan?

—Lo comprendo.

—Hay algunas cosas que uno no puede soportar. He vagado en todos los posibles futuros que he podido crear hasta que, finalmente, han sido ellos quienes me han creado a mí.

—Mi Señor, no deberíais…

—Hay problemas en este universo para los cuales no hay respuestas —dijo Paul—. Nada. No puede hacerse nada.

Mientras hablaba, Paul sintió disolverse los lazos que lo unían a su visión. Su mente se encogió, abrumada por infinitas posibilidades. Su última visión se perdió como el viento, que sopla hacia donde quiere.