La naturaleza secuencial de los actuales acontecimientos no está iluminada con mucha precisión por los poderes de la presciencia, excepto bajo las circunstancias más extraordinarias. El oráculo revela tan sólo incidentes extraídos de la cadena histórica. La eternidad se mueve. Sufre la influencia del oráculo, así como la de los suplicantes. Dejad que los súbditos de Muad’Dib duden de su majestad y de sus visiones oraculares. Dejad que nieguen sus poderes. Dejad que nunca duden de la Eternidad.
Los Evangelios de Dune
Hayt espiaba a Alia saliendo del templo y cruzando la plaza. Su guardia avanzaba apiñada a su alrededor, con la fiera expresión de sus rostros ocultando las líneas reblandecidas por la buena vida y las comodidades.
Un heliógrafo de alas de tópteros batía el aire en el brillante sol de la tarde por encima del techo, parte de ellos con el símbolo del puño de la Guardia Real de Muad’Dib en su fuselaje.
Hayt volvió de nuevo su mirada hacia Alia. Parecía fuera de lugar allá en la ciudad, pensó. Su lugar adecuado era el desierto… el espacio abierto y despejado. Algo extraño acerca de ella vino a su mente mientras la contemplaba acercarse: Alia parecía reflexionar tan sólo cuando sonreía. Era algo relativo a sus ojos, decidió, recordando un retazo de sus recuerdos de ella cuando apareció en la recepción al Embajador de la Cofradía: altiva entre la mescolanza de música y conversaciones vacías, entre los extravagantes atuendos y uniformes. Alia había aparecido completamente vestida de blanco, un blanco deslumbrante, una absoluta blancura de castidad. La había estado observando desde una ventana mientras ella atravesaba un jardín interior con su estanque ritual, sus murmurantes fuentes, sus frondas verdeantes y su mirador blanco. Fuera de lugar… completamente fuera de lugar. Ella pertenecía al desierto.
Hayt respiraba agitadamente. Alia desapareció de su vista. Aguardó, abriendo y cerrando sus puños. La entrevista con Bijaz lo había dejado intranquilo.
Oyó los pasos de Alia al otro lado de la estancia donde estaba esperando. La oyó penetrar en los apartamentos familiares.
Intentó centrarse de nuevo en lo que lo había turbado con respecto a ella. ¿La forma como había andado cruzando la plaza? Sí. Ella se había movido como una criatura acechada por algún peligroso predador. Se dirigió hacia el balcón que unía las dos estancias, avanzó a lo largo de él hasta la pantalla protectora de plasmeld, se detuvo al otro lado de la penumbra interior. Alia permanecía de pie apoyada en la balaustrada que dominaba su templo.
Siguió su mirada… abarcando toda la ciudad. Vio rectángulos, bloques de color, reptantes movimientos de sonido y vida. Las estructuras brillaban, destellaban. El calor ponía temblores en el aire por encima de los tejados. Había un chico jugando a la pelota en un callejón sin salida en un ángulo del templo. La pelota iba y venía contra la pared.
Alia también observaba la pelota. Sentía una compulsión de identidad con aquella pelota… arriba y abajo… arriba y abajo. Se notaba a sí misma rebotando contra los corredores del Tiempo.
La poción de melange que había absorbido poco antes de abandonar el templo era la mayor que hubiera tomado nunca… una sobredosis masiva. Incluso antes de empezar a sentir sus efectos, se había sentido aterrorizada.
¿Por qué lo he hecho?, se preguntó.
Uno tenía que elegir entre los distintos peligros. ¿Era eso entonces? Aquella era la única forma de penetrar la bruma esparcida sobre el futuro por aquel maldito Tarot de Dune. Existía una barrera. Debía ser franqueada. Debía hacer todo lo necesario para ver por dónde andaba su hermano con su paso ciego.
La familiar sensación de huida de la melange empezó a manifestarse en su consciencia. Inspiró profundamente, experimentando una cierta calma, tranquila y reposada.
La posesión de una segunda visión tiene tendencia a convertir a uno en peligrosamente fatalista, pensó. Desafortunadamente, no existía ninguna palanca abstracta, ningún cálculo de presciencia. Las visiones de futuro no podían ser manipuladas como fórmulas. Uno tenía que entrar en ellas, arriesgando vida y cordura.
Una silueta se movió entre las duras sombras del balcón contiguo. ¡El ghola! En su acrecentada consciencia, Alia lo vio con una intensa claridad… sus oscuros y vitales rasgos dominados por aquellos brillantes ojos de metal. Era la unión de terribles oposiciones, algo empujado en una línea única y directa. Era a la vez oscura y deslumbradora luz, un producto del proceso que había hecho revivir su carne muerta… y algo intensamente puro… inocente.
¡Era inocencia sitiada!
—¿Estás ahí desde hace rato, Duncan? —preguntó.
—Así que debo ser Duncan —dijo él—. ¿Por qué?
—No me lo preguntes a mí —dijo ella. Y pensó, mirando hacia él, que los tleilaxu no habían dejado ningún detalle de su ghola por rematar.
—Sólo los dioses pueden atreverse sin riesgos a la perfección —dijo ella—. Es algo peligroso para un hombre.
—Duncan está muerto —dijo él, deseando que ella no le llamara más así—. Yo soy Hayt.
Ella estudió sus ojos artificiales, preguntándose lo que estaban viendo. Observados detenidamente, revelaban minúsculas manchas negras, pequeños pozos de oscuridad en el brillante metal. ¡Facetas! El universo llameó y vaciló alrededor de ella. Se sujetó con una mano a la balaustrada sobrecalentada por el sol. Ahh, la melange avanzaba rápidamente.
—¿Os encontráis mal? —preguntó Hayt. Se acercó a ella, los metálicos ojos muy abiertos, mirándola fijamente.
¿Quién habla?, se preguntó Alia. ¿Era Duncan Idaho? ¿Era el ghola mentat o el filósofo Zensunni? ¿O era el peón tleilaxu, mucho más peligroso que cualquier Navegante de la Cofradía? Sólo su hermano lo sabía.
Miró de nuevo al ghola. Había algo inactivo en él, algo latente. Estaba saturado de esperas y de poderes que iban mucho más allá de sus vidas.
—A causa de mi madre, soy como una Bene Gesserit —dijo ella—. ¿Lo sabes?
—Lo sé.
—Utilizo sus poderes, pienso como piensan ellas. Parte de mí conoce la sagrada urgencia del programa de selección genética… y sus productos.
Parpadeó, sintiendo que parte de su consciencia empezaba a moverse libremente por el Tiempo.
—Se dice que la Bene Gesserit nunca abandona —dijo él. Y la observaba atentamente, muy de cerca, notando cuán blancos eran los nudillos que se sujetaban a la balaustrada.
—¿He tropezado? —preguntó ella. Él notó cuán profunda era su respiración, la tensión que había en cada uno de sus movimientos, el particular brillo de sus ojos.
—Cuando uno tropieza —dijo él—, puede recuperar su equilibrio sencillamente saltando por encima de la cosa que le haya hecho tropezar.
—La Bene Gesserit ha tropezado —dijo ella—. E intenta recuperar su equilibrio saltando por encima de mi hermano. Esperan el hijo de Chani… o el mío.
—¿Lleváis un hijo en vuestro interior?
Ella luchó por aferrarse a algún lugar del espacio-tiempo para responder a aquella pregunta. ¿Un hijo? ¿Cuándo? ¿Dónde?
—Puedo ver… mi hijo —susurró.
Se apartó del extremo del balcón, volvió la cabeza y miró al ghola. Su rostro era de sal, sus ojos duros… dos círculos de reluciente plomo… y, cuando los volvió hacia la luz para seguir su movimiento, con sombras azules.
—¿Qué es lo que ves con esos ojos? —murmuró ella.
—Lo mismo que ven los demás ojos —dijo él.
Las palabras resonaban en sus oídos, acelerando su consciencia. Se desplegaba a través del universo, cada vez más aprisa… más aprisa… interpenetrándose con las corrientes del Tiempo.
—Habéis tomado especia —dijo él—. Una gran dosis.
—¿Por qué no puedo verlo? —murmuró ella. El seno de la creación la mantenía prisionera—. Dime, Duncan, ¿por qué no puedo verlo?
—¿Qué es lo que no podéis ver?
—No puedo ver al padre de mis hijos. Estoy perdida en la bruma del Tarot. Ayúdame.
La lógica del mentat ofreció su primera computación, y Hayt dijo:
—La Bene Gesserit desea que os emparejéis con vuestro hermano. Esto cerraría el círculo genético…
Un suspiro escapó de ella.
—El huevo en la carne —gimió. Una sensación de frío glacial la invadió, seguida de un intenso calor. ¡El invisible amante de sus oscuros sueños! Carne de su carne que el oráculo no podía revelar… ¿Llegaría hasta aquel extremo?
—¿Os habéis arriesgado a tomar una dosis peligrosa de especia? —preguntó él. Algo en su interior luchaba por expresar el absoluto terror de que una mujer Atreides pudiera morir, de que Paul tuviera que enfrentarse con el conocimiento de que una hembra de la familia real hubiera… partido.
—Tú no sabes lo que es intentar atrapar el futuro —dijo ella—. Algunas veces me veo a mí misma… pero no puedo ver el camino que sigo. No puedo ver a través de mí Misma —inclinó la cabeza, la agitó negativamente.
—¿Cuánta especia habéis tomado? —preguntó él.
—La naturaleza abomina de la presciencia —dijo ella, levantando de nuevo la cabeza—. ¿Sabías eso, Duncan?
Él habló suave, razonablemente, como lo haría con un niño pequeño:
—Decidme cuánta especia habéis tomado. —Posó su mano izquierda en el hombro de ella.
—Las palabras son como una burda maquinaria, tan primitivas y ambiguas —dijo ella. Se apartó de su mano.
—Debéis decírmelo —murmuró él.
—Mira hacia la Muralla Escudo —ordenó ella, señalando. Su mirada fue más allá de su temblorosa mano, se estremeció ante el paisaje súbitamente desmoronado por una tremenda visión… un castillo de arena destruido por invisibles olas. Apartó los ojos, y se sintió paralizada por la apariencia del rostro del ghola. Sus rasgos cambiaban, se convertían en los de un viejo, luego los de un joven… los de un viejo… los de un joven. Era la vida misma, firmemente enraizada, infinita… Se volvió para huir, pero él la sujetó por la muñeca.
—Voy a llamar a un doctor —dijo.
—¡No! ¡Debes dejarme tener mi visión! ¡Necesito saber!
—Vais a entrar de nuevo —dijo él.
Ella bajó su mirada hacia la mano de él. Allá donde sus carnes se tocaban sentía una presencia eléctrica que la atraía y repelía a la vez. Se soltó bruscamente, restalló:
—¡No puedes detener el torbellino!
—¡Necesitáis ayuda médica! —gritó él.
—¿Pero acaso no comprendes? —dijo ella—. Mi visión es incompleta, tan sólo fragmentos. Oscilan y saltan. Debo recordar el futuro. ¿No puedes entenderlo?
—¿Qué es el futuro si vos morís? —preguntó él, empujándola suavemente hacia los apartamentos familiares.
—Palabras… palabras —murmuró ella—. No puedo explicarlo. Una cosa engendra otra cosa, pero no hay causa… no hay efecto. No podemos dejar el universo tal como era. Se haga como se haga, hay una falla.
—Tendeos aquí —ordenó él.
¡Es tan torpe!, pensó ella.
Frías sombras la envolvían. Sentía sus propios músculos arrastrándose como gusanos… el lecho que tan firme sabía bajo ella se volvía insustancial. Tan sólo el espacio era permanente. Ninguna otra cosa tenía sustancia. El lecho fluctuaba con varios cuerpos, y todos ellos eran el suyo. El tiempo se convertía en una sensación múltiple, saturada. No presentaba ninguna reacción que pudiera abstraer. Era el Tiempo. Se movía. Todo el universo se deslizaba hacia atrás, hacia adelante, hacia los lados.
—No hay nada que tenga el aspecto de una cosa —intentó explicar—. Una no puede estar bajo ella o sobre ella. No hay ningún lugar donde aplicar una palanca.
Había una vibración de gentes a su alrededor. Varias de aquellas presencias sujetaban su mano izquierda. Miró su propia moviente carne, siguió un fluctuante abrazo hacia la fluida máscara de un rostro… ¡Duncan Idaho! Sus ojos eran… distintos, pero se trataba de Duncan… niño-hombre-adolescente-niño-hombre-adolescente… Cada uno de sus rasgos evidenciaba su preocupación por ella.
—Duncan, no temas nada —susurró.
Él apretó su mano, asintió.
—Estaos tranquila —dijo.
Y pensó: ¡No debe morir! ¡Ella no! ¡Ninguna mujer Atreides debe morir! Agitó bruscamente su cabeza. Tales movimientos desafiaban la lógica mentat. La muerte era una necesidad para que la vida continuara.
El ghola me ama, pensó Alia.
El pensamiento se convirtió en un lecho de piedra al que se sujetó desesperadamente. Era un rostro familiar con una estancia sólida tras él. Reconoció uno de los dormitorios de los apartamentos de Paul.
Una persona fija, inmutable, hacía algo con un tubo en su garganta. Luchó contra el vómito.
—Hemos llegado justo a tiempo —dijo una voz, en la que reconoció la entonación de un médico de la familia—. Deberíais haberme llamado antes. —Había suspicacia en la voz del médico. Sintió que el tubo se deslizaba fuera de su garganta… una serpiente, una brillante cuerda.
—El inyectable la hará dormir —dijo el médico—. Llamaré a uno de los sirvientes para…
—Me quedaré yo con ella —dijo el ghola.
—¡Eso no es correcto! —restalló el médico.
—Quédate… Duncan —susurró Alia.
Él palmeó su mano para decirle que había comprendido.
—Mi Dama —dijo el médico—, sería mejor que…
—No tenéis que decirme lo que es mejor… —gruñó ella. Su garganta daba violentas arcadas a cada sílaba.
—Mi Dama —dijo el médico, con voz acusadora—, vos sabéis los peligros de consumir demasiada melange. Ya sólo puedo asumir que alguien os la habrá administrado sin…
—Sois un estúpido —gruñó ella—. ¿Podéis negarme mis visiones? Sé la cantidad que he tomado y el porqué. —Se llevó la mano a la garganta—. Iros… ¡inmediatamente!
El médico salió fuera de su campo de visión, diciendo:
—Comunicaré lo ocurrido a vuestro hermano.
Ella lo ignoró, volviendo su atención al ghola. La visión era ahora clara en su consciencia, un medio de cultivo en el cual el presente crecía hacia afuera. Sentía al ghola moverse en aquel juego del Tiempo, en absoluto críptico, fijo ahora contra un fondo reconocible.
Él es el crisol, pensó. Es a la vez peligro y salvación.
Y se estremeció, sabiendo que aquella era la misma visión que su hermano había visto. Indeseadas lágrimas ardieron en sus ojos. Agitó violentamente la cabeza. ¡No quería lágrimas! Eran humedad malgastada y, además, enturbiaban el flujo de la visión. ¡Había que detener a Paul! Una vez, tan sólo una vez, había franqueado el abismo del Tiempo para situar su voz en donde él debía pasar. Pero el cansancio y la mutabilidad no permitían aquello en estos momentos. La trama del Tiempo pasaba ahora a través de su hermano como los rayos de luz atravesando una lente. Él permanecía en el foco y lo sabía. Había atraído todas las líneas hacia él, y no permitiría que nada escapara o cambiara.
—¿Por qué? —murmuró—. ¿Es esto odio? ¿Se lanza contra el Tiempo por su propia voluntad porque sabe que esto lo hiere? ¿Es esto… odio?
Creyendo que la había oído pronunciar su nombre, el ghola dijo:
—¿Mi Dama?
—¡Si tan sólo pudiera arrojar esto fuera de mí! —exclamó ella—. Yo no he querido ser distinta.
—Por favor, Alia —murmuró él—. Procurad dormir.
—Hubiera querido poder reír —murmuró ella. Las lágrimas resbalaron por sus mejillas—. Pero soy la hermana de un Emperador al que adoro como a un dios. La gente me teme. Nunca quise ser temida.
Él enjugó las lágrimas de su rostro.
—Yo no quería formar parte de la historia —murmuró ella—. Yo tan sólo quería ser amada… y amar.
—Sois amada —dijo él.
—Ahhh, mi leal, leal Duncan —dijo ella.
—Por favor, no me llaméis eso —suplicó él.
—Pero lo eres —dijo ella—. Y la lealtad es una valiosa mercancía. Puede ser vendida… no comprada, pero sí vendida.
—No me gusta vuestro cinismo —dijo él.
—¡Maldita sea tu lógica! ¡Es cierto!
—Dormid —dijo él.
—¿Me amas, Duncan? —preguntó ella.
—Sí.
—¿Es esta una de tus mentiras —preguntó ella—, una de las mentiras que son más fáciles de creer que la verdad? ¿Por qué tengo miedo de creerte?
—Teméis mis diferencias tanto como teméis las vuestras propias.
—¡Sé un hombre, no un mentat! —restalló ella.
—Soy un mentat y un hombre.
—¿Querrás hacerme tu mujer, entonces?
—Haré lo que pida el amor.
—¿Y la lealtad?
—Y la lealtad.
—Es por eso por lo que eres peligroso —dijo ella.
Aquellas palabras le turbaron. Ninguna señal de su turbación apareció en su rostro, ningún músculo tembló… pero ella lo supo. Su visión-recuerdo le reveló aquella turbación. Sin embargo, tuvo la sensación de que se le escapaba parte de la visión, que hubiera debido recordar algo más del futuro. Que existía otra percepción que no actuaba precisamente a través de los sentidos, algo que se producía en el interior de su cabeza sin venir de ningún lugar, al igual que la presciencia. Algo que yacía en las sombras del Tiempo… infinitamente doloroso.
¡La emoción! ¡Eso era… la emoción! Había aparecido en la visión, no directamente, sino como un producto a partir del cual podía inferir lo que había más allá. Había sido poseída por la emoción… una simple constricción hecha de miedo, aflicción y amor. Estaban allí en la visión, reunidos en un solo cuerpo epidémico… dominante y primordial.
—Duncan, no me abandones —susurró.
—Dormid —dijo él—. No luchéis.
—Debo… debo. Es la presa en su propia trampa. Es el sirviente del poder y el terror. La violencia… la deificación, es la prisión que lo encierra. Va a perderlo… todo. Va a ser destronado.
—¿Estáis hablando de Paul?
—Van a conducirlo hasta destruirse a sí mismo —jadeó ella, intentando levantarse—. Hay demasiado peso, demasiado dolor. Lo seducen arrastrándolo lejos del amor. —Se sentó en la cama—. Están creando un universo en el que no va a querer vivir.
—¿Por qué está haciendo esto?
—¿Él? Ohhh, eres demasiado torpe. Forma parte del esquema. Y es demasiado tarde… demasiado tarde… demasiado tarde…
A medida que hablaba, sentía su consciencia disminuir, nivel tras nivel. Se estabilizó directamente debajo de su ombligo. Cuerpo y mente separados y reunidos de nuevo en una reserva de visiones reliquia… moviéndose… moviéndose… Oyó un latir fetal, un hijo del futuro. La melange seguía poseyéndola, haciéndola vagar a través del Tiempo. Supo que había saboreado la vida de un hijo aún no concebido. Una cosa era cierta respecto a ese hijo… iba a sufrir el mismo despertar que ella había sufrido. Iba a ser una entidad despierta, consciente, incluso antes de su nacimiento.