Pienso que es una alegría saberse vivo, y me pregunto si alguna vez podré sumergirme dentro de mí mismo hasta las raíces de esta carne y conocer quién fui realmente. Ahí están las raíces. Si alguno de mis actos llegará a descubrírmelo alguna vez es algo que permanece enmarañado en el futuro. Pero todas las cosas que un hombre puede hacer son mías. Cada uno de mis actos puede conseguirlo.
El Ghola habla. Comentarios de Alia
Inmerso en el penetrante olor de la especia, derivando en las profundidades interiores del trance oracular, Paul vio la luna transformarse en una esfera alargada. Rodó y se retorció, silbó profundamente… el terrible silbido de una estrella extinguiéndose en un mar infinito… cayendo… cayendo… cayendo… como una pelota arrojada por un niño.
Desapareció.
Aquella luna ya no estaba allí. La comprensión lo invadió. Había desaparecido: ya no había más luna. La tierra se estremeció como un animal mudando la piel. El terror lo arrastró.
Paul se irguió en su camastro, los ojos enormemente abiertos, alucinados. Parte de él miraba hacia afuera, parte hacia adentro. Afuera, vio la reja de plasmeld que cerraba su estancia privada, y supo que yacía junto a uno de los abismos de piedra de su Ciudadela. Adentro, continuaba viendo caer la luna.
¡Afuera! ¡Afuera!
Su reja de plasmeld dominaba, bajo la cegadora luz del mediodía, todo Arrakeen. Adentro… la noche era terriblemente oscura. Un ramillete de suaves olores ascendía hasta sus sentidos desde un jardín en terrazas, pero ningún perfume floral podía alejar aquella luna que seguía cayendo.
Paul apoyó sus pies en la fría superficie del suelo, miró al otro lado de la reja. Podía ver directamente a través del gracioso arco de una pasarela construida con cristales estabilizados de oro y platino. Joyas de fuego traídas del lejano Cedon decoraban el puente. Conducía hasta las galerías de la ciudad interior a través de un estanque y una fuente repletas de flores acuáticas. Si se inclinaba hacia afuera, sabía Paul, podría mirar hacia abajo entre pétalos rojos como la sangre fresca, retorciéndose y ondulando aquí y allí… manchas de dolor agitándose en un torrente de color esmeralda.
Sus ojos absorbían la escena sin conseguir sustraerse a la presa de la especia.
Aquella terrible visión de una luna aniquilada.
La visión sugería una monstruosa pérdida de seguridad individual. Quizá había visto la caída de su civilización, derribada por sus propias pretensiones.
Una luna… una luna… una luna cayendo.
Había tomado una dosis masiva de esencia de especia para penetrar en el muro de lodo levantado por el tarot. Y no había visto más que aquella luna cayendo y aquel odiado camino que conocía desde el principio. Comprar un fin para el Jihad, apagar el volcán de la carnicería, desacreditarse a sí mismo.
Retirarse… retirarse… retirarse…
El perfume floral de la terraza jardín le recordó a Chani. Deseó estar ahora entre sus brazos, entre los acariciantes brazos de amor y olvido. Pero ni siquiera Chani podía exorcizar aquella visión. ¿Qué diría Chani si acudía a ella con la afirmación de que llevaba una muerte particular en su mente? ¿Sabiendo que era inevitable, por qué no elegir una muerte aristocrática, terminando su vida en un secreto toque decorativo que dispersaría todos aquellos años aún por venir? ¿Morir antes de que llegara el fin de la fuerza de voluntad no era acaso una elección aristocrática?
Avanzó a través de la abertura en la reja y salió al balcón, contemplando las flores y enredaderas del jardín. Su boca tenía la sequedad propia de una marcha por el desierto.
La luna… la luna… ¿dónde está esa luna?
Pensó en la descripción de Alia, el cuerpo de aquella joven hallada en las dunas. ¡Una Fremen adicta a la semuta! Todo encajaba en el horrible esquema que había entrevisto.
Uno no recibe nada de este universo, pensó. Tan sólo nos concede lo que él quiere.
Observó una concha de los lejanos mares de la Madre Tierra colocada en una mesa baja junto al balcón. Tomó la lustrosa suavidad entre sus manos, intentando retroceder en el Tiempo. La perlina superficie reflejaba rutilantes lunas de luz. Levantó sus ojos hacia el cielo, más allá de los jardines, contemplando las franjas de polvoriento arcoíris que brillaban en el plateado sol.
Mis Fremen se llaman a sí mismos «Hijos de la Luna», pensó.
Dejó de nuevo la concha sobre la mesa y avanzó a lo largo del balcón. ¿Rechazaba aquella terrible luna toda esperanza de escapar? Buscó un significado en la región de la comunión mística. Se sentía débil, desamparado, atrapado aún por la especia.
En el extremo norte de su abismo de plasmeld, se detuvo y contempló los bajos edificios de la administración del gobierno. El tráfico peatonal era intenso en las terrazas. Le pareció que la gente se movía como un friso contra el fondo de las puertas, paredes y el dibujo de las tejas. ¡La gente era como tejas! Cuando parpadeó, la imagen no se borró de su mente. Un friso.
Una luna cae y desaparece.
Hasta él llegó el sentimiento de que la ciudad más allá de su fortaleza había sido traducida a un símbolo extraño para aquel universo. Los edificios que podía ver habían sido erigidos en la llanura donde sus Fremen habían aniquilado a las legiones Sardaukar. El antiguo ruido de las batallas se había transformado ahora en el sordo rumor del comercio.
Deteniéndose en el otro extremo del balcón, Paul observó a su alrededor. Desde allí su vista dominaba un suburbio donde las edificaciones se perdían entre rocas y las últimas lenguas de arena del desierto. El templo de Alia dominaba el conjunto; colgaduras verdes y negras a lo largo de los dos mil metros de sus paredes desplegaban el símbolo de la luna de Muad’Dib.
Una luna cayendo.
Paul se pasó una mano por su frente y ojos. La metrópoli-símbolo le oprimía. Despreciaba sus propios pensamientos. Tal vacilación en otra persona hubiera provocado su ira.
¡Odiaba aquella ciudad!
Una rabia nacida del hastío llameaba y hervía muy profundamente en él, nutrida por decisiones que no había podido evitar. Sabía qué senda debían seguir sus pies. La había visto innumerables veces. ¿La había visto? Una vez… hacía mucho tiempo, había pensado en sí mismo como en el inventor de un sistema de gobierno. Pero su invento había caído en los viejos esquemas. Era como algún horrible artilugio con memoria plástica. Se puede modelar como uno desee, pero basta un momento de relajación y regresa inmediatamente a las antiguas formas. Fuerzas que trabajaban más allá de su alcance, en los corazones humanos, lo eludían y desafiaban.
Paul paseó su mirada a lo largo de los techos. ¿Cuántos tesoros de vidas no confinadas albergaban aquellos techos? Entreveía lugares verdes llenos de vida, plantaciones al aire libre, entre las superficies rojo teja y dorado de los techos. Verde, el regalo de Muad’Dib y su agua. Huertos y arboledas descansaban en el interior de aquella senda… jardines al aire libre que rivalizaban con los del legendario Líbano.
—Muad’Dib derrocha el agua como un loco —decían los Fremen.
Paul se llevó de nuevo las manos a los ojos.
La luna cayendo.
Apartó sus manos, miró a su metrópoli con una visión más clara. Los edificios tenían ahora un aura de monstruosa barbarie imperial. Se veían enormes y brillantes bajo el sol de septentrión. ¡Coloso! Cada extravagancia arquitectónica que pudiera producir una demencial historia se extendía bajo sus ojos: terrazas con las proporciones de una meseta, plazas tan amplias como algunas ciudades, parques, locales, lugares donde el desierto había sido cultivado.
El más soberbio arte se había abocado a inexplicables prodigios de atroz mal gusto. Detalles que nunca antes había apreciado tan nítidamente aparecían ahora ante él: una puerta trasera extraída de la antigua Bagdad… un domo soñado en un mítico Damasco… un arco de baja gravedad de Atar… armónicas elevaciones y curiosos pozos. Todo ello creando un efecto de inigualada magnificencia.
¡Una luna! ¡Una luna! ¡Una luna!
La frustración lo confundía. Notó la presión de las masas del inconsciente, aquel germinante barrer de la humanidad a través del universo. Embestían contra él con la fuerza de una poderosa marea. Sintió las vastas migraciones que regían las cosas humanas: remolinos, corrientes, flujos de genes. Ningún dique de abstinencia, ninguna magnitud de impotencia o maldiciones podía detenerlas.
El Jihad de Muad’Dib no era más que un parpadeo en aquel amplio movimiento. Nadando en aquella marea, la Bene Gesserit, aquella entidad que manipulaba en los genes, estaba atrapada también en el mismo torrente que él. Visiones de una luna cayendo debían ser medidas frente a otras leyendas, otras visiones en un universo donde incluso las aparentemente eternas estrellas se desvanecían, declinaban, morían…
¿Qué importancia podía tener una simple luna en tal universo?
Lejos en el interior de la fortaleza de su ciudadela, tan profundamente que algunas veces se perdía en el flujo de los ruidos de la ciudad, el sonido de una rebaba de diez cuerdas compuso las notas de una canción del Jihad, un lamento por una mujer dejada atrás en Arrakis:
Sus caderas son dunas curvadas por el viento,
sus ojos relucen como el calor del verano.
Dos trenzas cuelgan a lo largo de su espalda…
¡Su pelo es rico en anillos de agua!
Mis manos recuerdan su piel,
su fragancia de ámbar, su olor a flores.
Mis párpados tiemblan con el recuerdo…
¡La llama blanca del amor agita mi cuerpo!
La canción lo enfermó. ¡Una tonada para criaturas estúpidas anegadas en sentimentalismo! Dedicada quizá al cuerpo en las dunas que Alia había ido a examinar.
Una silueta se movió en las sombras al otro lado de la reja que daba al balcón. Paul se volvió rápidamente.
El ghola emergió al resplandor del sol. Sus metálicos ojos brillaron.
—¿Eres Duncan Idaho o el hombre llamado Hayt? —preguntó Paul.
El ghola se detuvo a dos pasos frente a él.
—¿Cuál de ellos prefiere mi Señor? —su voz arrastraba un suave tono de prudencia.
—Que hable el Zensunni —dijo Paul amargamente. ¡Insinuaciones dentro de insinuaciones! ¿Qué podía un filósofo Zensunni decir o hacer para cambiar un ápice de la realidad que se desplegaba ante él?
—Mi Señor está preocupado.
Paul se volvió y fijó sus ojos en la lejana escarpadura de la Muralla Escudo, observando los arcos y contrafuertes excavados por el viento, una terrible parodia de aquella ciudad. ¡La naturaleza burlándose de él! ¡Mira lo que yo puedo edificar! Reconoció un corte en el lejano macizo, un lugar donde la arena se derramaba de una hendidura, y pensó: ¡Ahí! ¡Ahí fue donde nos enfrentamos a los Sardaukar!
—¿Qué preocupa a mi Señor? —preguntó el ghola.
—Una visión —murmuró Paul.
—Ahhhhh, cuando los tleilaxu me despertaron la primera vez, tuve visiones. Me sentía inquieto, solo… aunque sin saber realmente si estaba solo. No entonces. ¡Mis visiones no me revelaron nada! Los tleilaxu me dijeron que era tan sólo una intrusión de la carne que sufrimos tanto los hombres como los gholas, una dolencia nada más.
Paul se volvió y estudió al ghola en los ojos, aquellas aceradas esferas desprovistas de expresión. ¿Qué visiones podían haber contemplado aquellos ojos?
—Duncan… Duncan… —murmuró Paul.
—Soy llamado Hayt.
—Vi una luna cayendo —dijo Paul—. Desapareció. Destruida. Oí un gran silbido. La tierra se estremeció.
—Habéis bebido demasiado en el tiempo —dijo el ghola.
—¡Le pregunto al Zensunni y me responde el mentat! —dijo Paul—. ¡Muy bien! Habla de mi visión a través de tu lógica, mentat. Analízala y redúcela a simples palabras aptas para un funeral.
—Un funeral, efectivamente —dijo el ghola—. Pero vos corréis huyendo de la muerte. Os distendéis hacia el próximo instante, rehusando vivir aquí y ahora. ¡Un augurio! ¡Qué soporte para un Emperador!
Paul se sentía fascinado por un bien recordado lunar en el mentón del ghola.
—Intentando vivir en este futuro —dijo el ghola—, ¿le proporcionáis alguna sustancia a tal futuro? ¿Lo hacéis real?
—Si sigo la senda de mi visión del futuro, estaré vivo entonces —murmuró Paul—. ¿Qué te hace pensar que quiero vivir allí?
El ghola se alzó de hombros.
—Me habéis pedido una respuesta sustancial.
—¿Dónde está esa sustancia en un universo compuesto por acontecimientos? —preguntó Paul—. ¿Hay una respuesta final? ¿Acaso cada solución no produce nuevas preguntas?
—Habéis digerido tal cantidad de tiempo que tenéis ilusiones de inmortalidad —dijo el ghola—. Incluso vuestro Imperio, mi Señor, debe vivir su tiempo y morir.
—No exhibas altares ennegrecidos por el humo ante mí —gruñó Paul—. He oído suficientes historias tristes acerca de dioses y mesías. ¿Por qué tendría que necesitar poderes especiales para prever mis propias ruinas al igual que las de todos los demás? —Agitó la cabeza—. ¡La luna cayendo!
—No habéis dado reposo a vuestra mente desde el principio —dijo el ghola.
—¿Es así como me destruyes? —preguntó Paul—. ¿Impidiéndome ordenar mis pensamientos?
—¿Puede ordenarse el caos? —preguntó el ghola—. Nosotros, los Zensunni, decimos: «No ordenar, esta es la unión última». ¿Qué podéis unir sin uniros primero a vos mismo?
—¡Estoy hechizado por una visión, y tú escupes tonterías! —se encolerizó Paul—. ¿Qué sabes tú de presciencia?
—He visto trabajar al oráculo —dijo el ghola—. He visto a aquellos que buscan signos y presagios para su provecho personal. Sienten temor a lo que buscan.
—Mi luna cayendo es real —susurró Paul. Inspiró temblorosamente—. Se mueve. Se mueve.
—Los hombres han sentido siempre temor de las cosas que se mueven por sí mismas —dijo el ghola—. Vos sentís temor de vuestros propios poderes. Las cosas que caen en vuestra cabeza no vienen de ninguna parte. Cuando caen fuera, ¿dónde van a parar?
—Me consuelas clavándome espinas —gruñó Paul. Una iluminación interior resplandeció en el rostro del ghola. Por un momento, fue puro Duncan Idaho.
—Os doy todo el consuelo que me es posible —dijo. Paul pensó en aquel momentáneo espasmo. ¿Había descubierto Hayt una de sus propias visiones?
—Mi luna tiene un nombre —murmuró Paul.
Dejó que la visión fluyera en él. Todo su ser gritaba, pero ningún sonido escapó de su boca. Sentía miedo de hablar, temía que su voz le traicionara. El aire de aquel terrible futuro estaba lleno con la ausencia de Chani. Su carne que había gritado en el éxtasis, sus ojos que habían ardido con el deseo, su voz que le había hechizado porque jamás había jugado con las trampas de los sutiles artificios… todo ello había desaparecido, había regresado al agua y a la arena.
Lentamente, Paul se volvió, mirando al presente de la plaza ante el templo de Alia. Tres peregrinos de afeitadas cabezas habían penetrado en ella, procedentes de la avenida procesional. Llevaban ropas amarillas, y se apresuraban con las cabezas bajas contra el viento de la tarde. Uno de ellos cojeaba, arrastrando su pierna izquierda. Siguieron su camino contra el viento, giraron una esquina y desaparecieron de su vista.
Exactamente igual que había desaparecido su luna. Su visión seguía aún en él. Su terrible finalidad no le dejaba ninguna elección.
La carne se rinde, pensó. La eternidad se retira. Nuestros cuerpos agitan brevemente estas aguas, danzan con una cierta intoxicación ante el amor a la vida y a sí mismos, se fijan con algunas extrañas ideas, luego se someten a los instrumentos del Tiempo. ¿Qué podemos decir al respecto? He sobrevenido. No soy… y sin embargo, he sobrevenido.