Aquí yace un dios caído…
Su caída no fue pequeña.
Tan sólo hemos construido su pedestal,
y su pedestal es estrecho y muy alto.
Epigrama tleilaxu
Alia se acuclilló, con el cuerpo apoyado sobre sus talones, el mentón entre las manos, contemplando el cuerpo en la duna… unos pocos huesos y alguna carne momificada que en otro tiempo habían sido una mujer joven. Las manos, la cabeza, la mayor parte del tronco habían desaparecido… carcomidos por el viento de coriolis. La arena a todo su alrededor mostraba las huellas de los médicos e investigadores de su hermano. Todos se habían retirado ahora, con excepción de los ayudantes funerarios que aguardaban de pie a un lado con Hayt, el ghola, esperando a que ella terminara su misteriosa lectura de todo lo que estaba escrito allí.
El cielo color trigo englobaba la escena con su glauca luz común a la media tarde en aquellas latitudes.
El cuerpo había sido descubierto algunas horas antes por un correo volando bajo, cuyos instrumentos habían detectado la presencia de un débil rastro de agua en un lugar donde no podía haberlo. Los expertos habían sido avisados. Y estos habían podido comprobar… ¿qué? Que aquel cuerpo había sido el de una mujer de unos veinte años, Fremen, adicta a la semuta… y que había muerto allí, en aquel lugar del desierto, de los efectos de un sutil veneno de origen tleilaxu.
Morir en el desierto era algo habitual. Pero una Fremen adicta a la semuta era algo lo suficientemente raro como para que Paul hubiera acudido allí para examinar la escena a la manera que su madre le había enseñado.
Alia se decía que ella tampoco había conseguido nada, excepto alimentar con su propia aura el misterio de una escena que ya era misteriosa antes de que ella hiciera acto de presencia. Oyó los pasos del ghola haciendo crujir la arena, y miró hacia él. Su atención se centró por unos momentos en la escolta de tópteros que trazaban círculos sobre ellos como una bandada de cuervos.
Hay que desconfiar de los presentes de la Cofradía, pensó Alia.
El tóptero funerario y su propio aparato estaban posados en la arena, junto a una roca que afloraba tras el ghola. Viendo los tópteros girando sobre el lugar, Alia sintió el irresistible deseo de estar allá, en el aire, volando lejos de aquel lugar.
Pero Paul había creído que ella podía ver allí algo que los demás no habían sabido ver. Se agitó en su destiltraje. Se sentía incómoda dentro de él, tras todos aquellos meses de vida en la ciudad. Estudió al ghola, preguntándose si sabía algo importante acerca de aquella extraña muerte. Observó que un mechón de rizado cabello negro surgía del capuchón de su destiltraje. Notó su mano deseosa de tomar aquel mechón de cabello y colocarlo en su sitio.
Como si hubiera captado sus pensamientos, aquellos ojos grises metálicos se volvieron hacia ella. Se estremeció, y apartó sus ojos de los de él.
Una mujer Fremen había muerto allí a causa de un veneno llamado «la garganta del infierno».
Una Fremen adicta a la semuta.
Compartió la inquietud de Paul ante aquella conjunción de detalles.
Los ayudantes funerarios aguardaban pacientemente. Aquellos restos no contenían la suficiente agua como para que valiera la pena recuperarla. No necesitaban apresurarse. Y realmente creían que Alia, a través de algún arte glíptico, estaba leyendo alguna extraña verdad en aquellos despojos.
Pero ninguna extraña verdad llegaba hasta ella.
Tan sólo había un distante sentimiento de irritación profundamente enterrado en su interior ante lo que todo el mundo esperaba de ella. No era más que un producto de aquel condenado misterio religioso. Ella y su hermano no podían ser considerados como gente. Debían ser algo más. La Bene Gesserit había hecho todo lo necesario manipulando a los antepasados Atreides. Su madre había contribuido a ello lanzándose por los caminos de la brujería.
Y Paul perpetuaba la diferencia.
Las Reverendas Madres encapsuladas en los recuerdos de Alia se despertaron, provocando destellos de pensamientos adab: «¡Paz, pequeña! Eres quien eres. Hay compensaciones».
¡Compensaciones!
Llamó al ghola con un gesto.
Él se inmovilizó a su lado, atento, paciente.
—¿Qué puedes ver en esto? —preguntó ella.
—Puede que jamás lleguemos a saber quién ha muerto aquí —dijo él—. La cabeza, los dientes, han desaparecido. Las manos… Desafortunadamente es probable que sea alguien que nunca haya poseído un registro genético que nos hubiera permitido identificarla a través de sus células.
—Un veneno tleilaxu —dijo ella—. ¿Qué piensas de ello?
—Mucha gente utiliza tales venenos.
—Cierto. Y esta carne está demasiado muerta como para hacerla revivir como se hizo con tu cuerpo.
—Incluso si creéis lo que dicen los tleilaxu al respecto —dijo él.
Ella asintió con la cabeza y se puso en pie.
—Me conducirás ahora a la ciudad —dijo. Cuando estuvieron en el aire y hubieron tomado la dirección hacia el norte, ella dijo:
—Pilotas exactamente igual a como lo hacía Duncan Idaho.
Él la miró especulativamente.
—Otros me han dicho esto mismo.
—¿En qué estás pensando ahora? —preguntó ella.
—En muchas cosas.
—¡No intentes eludir mi pregunta, maldita sea!
—¿Qué pregunta?
Ella le miró furiosamente.
Él le devolvió la mirada, y se alzó de hombros.
Era un gesto característico de Duncan Idaho, pensó ella. Acusadoramente, con voz sofocada y aire de desafío, dijo:
—Desearía tan sólo que tus reacciones respondieran a mis pensamientos sobre esto. La muerte de esa joven me inquieta.
—No estaba pensando en eso.
—¿En qué estabas pensando entonces?
—En las extrañas emociones que experimento cuando la gente habla de aquél que puedo haber sido.
—¿Que puedes haber sido?
—Los tleilaxu son realmente hábiles.
—No tan hábiles como eso. Tú fuiste Duncan Idaho.
—Muy probablemente. Esta es la primera posibilidad.
—¿Y así te vuelves emotivo?
—Hasta un cierto punto. Me siento vehemente. Incómodo. Tengo tendencia a temblar, y debo hacer esfuerzos para controlarme. Y tengo también… breves destellos de visiones.
—¿Qué visiones?
—Todo es demasiado rápido para poder reconocerlo. Es como destellos. Espasmos… casi recuerdos.
—¿Te sientes curioso acerca de tales recuerdos?
—Por supuesto. Es la curiosidad la que me empuja, pero debo luchar contra una densa reluctancia. Pienso: «¿Y si yo fuera aquél que todos creen que soy?». Y no me gusta ese pensamiento.
—¿Y esto es todo en lo que estabas pensando?
—Vos lo sabéis mejor que yo, Alia.
¿Cómo se atreve a pronunciar mi nombre? Sintió que la irritación surgía de entre los recuerdos inmediatos de las palabras que había oído: el tono en que él había hablado, con una casual confianza viril de suaves y sinceras resonancias. Un músculo palpitó a lo largo de su mejilla. Encajó los dientes.
—¿No es El Kuds eso de ahí abajo? —preguntó él, inclinando brevemente un ala del aparato y provocando una repentina agitación en su escolta.
Ella miró hacia abajo, a sus sombras deslizándose a través del promontorio que dominaba el Paso de Harg, y el risco y la roca en forma de pirámide conteniendo el cráneo de su padre. El Kuds… el Lugar Sagrado.
—Es el Lugar Sagrado —dijo ella.
—Tengo que visitar ese lugar algún día —dijo él—. Quizá la presencia de los restos de vuestro padre me ayude a capturar mis recuerdos.
Ella se dio cuenta de pronto de cuan fuerte debía ser aquel deseo de conocer lo que había sido. Había una fuerte compulsión en él. Miró hacia abajo, hacia las rocas, el macizo que había frente a la playa seca y al mar de arena… rocas de color de arena emergiendo de las dunas como arrecifes entre las inmóviles olas.
—Volvamos atrás —dijo ella.
—La escolta…
—Nos seguirá. Mantente bajo ella.
Él obedeció.
—¿Debes servir realmente a mi hermano? —preguntó ella, mientras él orientaba el nuevo rumbo y la escolta les seguía.
—Sirvo a los Atreides —dijo él, en un tono formal.
Y ella observó el pequeño gesto de su mano derecha… apenas el esbozo del antiguo saludo de Caladan. Una mirada pensativa cruzó el rostro de él. Ella siguió la dirección de sus ojos hacia la roca en forma de pirámide que había allá abajo.
—¿Qué te preocupa? —preguntó.
Los labios de él se movieron. Su voz surgió al fin, débil, temblorosa:
—Era… era… —una lágrima rodó a lo largo de su mejilla.
Alia se sintió presa de la antigua emoción Fremen. ¡Estaba dando su agua al muerto! Compulsivamente, tocó la mejilla de él con un dedo, detuvo la lágrima.
—Duncan —susurró.
Él parecía estar clavado a los controles del tóptero, la mirada fija en la tumba de allá abajo.
—¡Duncan! —ella aumentó el tono de su voz. Él parpadeó, agitó la cabeza, miró hacia ella, con sus metálicos ojos brillando.
—Yo… he sentido… un brazo… en mis hombros —susurró—. ¡Lo he sentido! Un brazo —tragó saliva—. Era… un amigo. Era… mi amigo.
—¿Quién?
—No lo sé. Creo que era… No lo sé.
Una luz empezó a parpadear frente a Alia: su capitán de la escolta deseaba saber por qué regresaban al desierto. Ella tomó el micrófono y explicó que habían querido rendir un breve homenaje a la tumba de su padre. El capitán le recordó que era ya tarde.
—Regresamos a Arrakeen ahora mismo —dijo ella, depositando de nuevo el micrófono.
Hayt inspiró profundamente y condujo de nuevo su tóptero hacia el norte.
—Era el brazo de mi padre el que has sentido, ¿no es cierto? —preguntó ella.
—Quizá. —Su voz era la de un mentat computando las probabilidades, y ella vio que había recompuesto su apariencia.
—¿Sabes cómo conocí yo a mi padre? —preguntó ella.
—Tengo alguna idea.
—Déjame explicártelo —dijo ella. Brevemente, le contó cómo había recibido la consciencia de una Reverenda Madre antes de su nacimiento, el aterrorizado feto en que se había convertido, con todo el conocimiento de incontables vidas impregnando sus células nerviosas… y todo ello después de la muerte de su padre.
—Conozco a mi padre tanto como lo conoció mi madre —dijo—. En los últimos detalles de cada una de las experiencias que vivieron juntos. En un cierto sentido, soy mi madre. Poseo todos sus recuerdos hasta el momento en que bebió el Agua de Vida y entró en el trance de la transmigración.
—Vuestro hermano me explicó algo de ello.
—¿Lo hizo? ¿Por qué?
—Yo se lo pregunté.
—¿Por qué?
—Un mentat necesita datos.
—Oh —ella miró hacia abajo, hacia la extensión de la Muralla Escudo… una masa de torturadas rocas, pozos y hendiduras.
Él siguió la dirección de su mirada y dijo:
—Un lugar muy expuesto.
—Pero un lugar donde es fácil ocultarse —dijo ella. Levantó la vista hacia él—. Me recuerda a una mente humana… con todos sus escondrijos.
—Ahhh —dijo él.
—¿Ahhh? ¿Qué quieres decir con «ahhh»? —Se sintió repentinamente irritada, sin saber exactamente la razón.
—Desearíais saber qué es lo que esconde mi mente —dijo él. Era una constatación, no una pregunta.
—¿Cómo puedes saber que no he llegado hasta lo más profundo de lo que tú eres utilizando mis poderes de presciencia? —preguntó ella.
—¿Lo habéis hecho? —parecía genuinamente curioso.
—¡No!
—Las sibilas tienen sus límites —dijo él.
Parecía divertido, y aquello redujo la cólera de Alia.
—¿Eso te divierte? ¿No sientes respeto hacia mis poderes? —preguntó. La pregunta sonaba tristemente argumentativa incluso a sus propios oídos.
—Respeto vuestros presagios y vuestros portentos quizá más de lo que creéis —dijo él—. Estaba entre la gente en vuestro Ritual Matutino.
—¿Y eso qué significa?
—Poseéis una gran habilidad con los símbolos —dijo él, sin abandonar su atención a los controles del tóptero—. Es algo Bene Gesserit. Eso creo al menos. Pero, como muchas otras hechiceras, sois negligente con vuestros poderes.
—¿Cómo te atreves? —rugió ella, sintiendo un espasmo de miedo.
—Me atrevo mucho más de lo que anticiparon mis creadores —dijo él—. Y es debido a esa extraña circunstancia que permanezco con vuestro hermano.
Alia estudió las esferas de acero que eran sus ojos: no había ninguna expresión humana allí. La capucha del destiltraje ocultaba la línea de su mandíbula. Su boca, sin embargo, era firme. Había una gran fuerza en ella… y determinación. Sus palabras estaban henchidas de intensa resolución, «… me atrevo mucho más…». Era algo que hubiera podido decir muy bien Duncan Idaho. Y los tleilaxu habían tallado a su ghola mucho mejor de lo que creían… o bien todo esto era tan sólo una estratagema y formaba parte de su propio condicionamiento.
—Explícate, ghola —ordenó ella.
—Conócete a ti mismo… ¿no es esta vuestra orden? —respondió él.
De nuevo, ella adivinó su tono divertido.
—¡No juegues con las palabras conmigo, especie de… de… cosa! —exclamó. Puso su mano junto al crys en la funda de su cuello—. ¿Por qué te han ofrecido a mi hermano?
—Vuestro hermano me dijo que vos habíais espiado la presentación —dijo él—. Me oísteis responder a esta misma pregunta.
—¡Respóndela de nuevo… para mí!
—Se supone que debo destruirlo.
—¿Es esta la forma de hablar de un mentat?
—Conocéis la respuesta a esto sin necesidad de que os la ofrezca —reprochó él—. Y sabéis también que un presente así no era necesario. Vuestro hermano se está destruyendo a sí mismo muy adecuadamente.
Ella sopesó aquellas palabras, con su mano sujetando la empuñadura de su cuchillo. Era una respuesta engañosa, pero había sinceridad en su voz.
—Entonces, ¿por qué ese presente? —preguntó.
—Es posible que ello divirtiera a los tleilaxu. Y es cierto que la Cofradía me solicitó como tal presente.
—¿Por qué?
—La misma respuesta.
—¿En qué soy negligente con mis poderes?
—¿Cómo los estáis usando? —preguntó a su vez él. Su pregunta penetró a través de todas sus dudas. Apartó la mano de su cuchillo y preguntó:
—¿Por qué dices que mi hermano se está destruyendo a sí mismo?
—¡Oh, ya basta, niña! ¿Dónde están esos alardeados poderes? ¿No poseéis la habilidad de razonar?
Controlando su ira, ella dijo:
—Razona por mí, mentat.
—Muy bien —él echó una mirada circular a su escolta, y volvió su atención al rumbo. La llanura de Arrakeen estaba empezando a verse tras el borde norte de la Muralla Escudo. El diseño de los pueblos en los pan y graben quedaba difuminado bajo las nubes de polvo—. Síntomas —dijo—. Vuestro hermano mantiene a su lado a un oficial Panegirista que…
—¡Qué fue un presente de los Naibs Fremen!
—Un extraño presente por parte de unos amigos —dijo él—. ¿Por qué querrían rodearlo de adulaciones y servilismo? ¿Habéis escuchado realmente a ese Panegirista? «El pueblo está iluminado por Muad’Dib. El Regente Umma, nuestro Emperador, ha salido de las tinieblas para brillar resplandeciente ante todos los hombres. Él es nuestro Señor. Es el agua preciosa de una inagotable fuente. Derrama alegría para que todo el universo pueda beberla». ¡Puah!
Hablando muy suavemente, Alia dijo:
—Si repitiera tus palabras a nuestra escolta Fremen, te convertirían en alimento para los pájaros.
—Entonces repetídselas.
—¡Mi hermano gobierna por las leyes naturales del cielo!
—Vos no creéis esto; entonces ¿por qué lo decís?
—¿Cómo sabes lo que yo creo? —Sentía un temblor que ningún poder Bene Gesserit podía controlar. Aquel ghola tenía sobre ella un efecto que no había anticipado.
—Me habéis ordenado que razonara como un mentat —le recordó él.
—¡Ningún mentat sabe lo que yo creo! —Inspiró por dos veces, profunda, temblorosamente—. ¿Cómo te atreves a juzgarnos?
—¿Juzgaros? Yo no os juzgo.
—¡No tienes la menor idea de cómo hemos sido educados!
—Ambos habéis sido educados para gobernar —dijo él—. Habéis sido condicionados a una avidez extrema de poder. Habéis sido imbuidos con un sutil conocimiento de la política y un profundo conocimiento de los usos de la guerra y del ritual. ¿Ley natural? ¿Qué ley natural? Ese mito ha obsesionado la historia humana. ¡Obsesionado! Es un fantasma. Es insustancial, irreal. ¿Es vuestro Jihad una ley natural?
—Parloteo de mentat —dijo ella despectivamente.
—Soy un servidor de los Atreides, y hablo con sinceridad —dijo él.
—¿Servidor? Nosotros no tenemos servidores, sólo discípulos.
—Y yo soy un discípulo de la consciencia —dijo él—. Comprended esto, niña, y…
—¡No me llames niña! —restalló ella. Extrajo a medias su crys de la funda.
—Lo retiro. —La miró, sonrió, y volvió su atención al control del tóptero. La dentada estructura de la Ciudadela de los Atreides era ya visible ahora, dominando los suburbios del norte de Arrakeen—. Hay algo antiguo en vuestra carne que es más que una niña —dijo—. Y la carne se ha visto alterada por el nacimiento de la mujer.
—No sé por qué te estoy escuchando —gruñó ella, pero volvió a dejar el crys en su funda y secó sus palmas contra su ropa. Sus palmas, húmedas de transpiración, alteraban su sentido de frugalidad Fremen. ¡Qué despilfarro de humedad corporal!
—Escucháis porque sabéis que soy devoto a vuestro hermano —dijo él—. Mis acciones son claras y fácilmente comprensibles.
—Nada en ti es claro y fácilmente comprensible. Eres la criatura más compleja que jamás haya visto. ¿Cómo puedo saber lo que los tleilaxu han ocultado dentro de ti?
—Involuntariamente o a conciencia —dijo él—, me han dejado libre de modelarme a mí mismo.
—Te escudas en parábolas Zensunni —acusó ella—. El hombre sabio se moldea a sí mismo… el estúpido vive tan sólo para morir —su voz estaba saturada de burlona imitación—. ¡Discípulo de la consciencia!
—Los hombres no pueden separar los medios y la iluminación —dijo él.
—¡Estás hablando con acertijos!
—Hablo a la mente abierta.
—Voy a repetirle todo esto a Paul.
—Ya lo ha oído en su mayor parte. Ella se sintió prendida por la curiosidad.
—¿Cómo es posible que sigas vivo… y libre? ¿Qué te dijo él al respecto?
—Se echó a reír. Y dijo: «La gente no quiere a un contable por Emperador; quiere un dueño, alguien que les proteja del cambio». Pero admitió que la destrucción del Imperio podía surgir de él mismo.
—¿Cómo pudo decirte tales cosas?
—Porque lo convencí de que comprendía su problema y podía ayudarle.
—¿Qué pudiste decirle para ello?
Él permaneció silencioso, conduciendo el tóptero en un suave descenso que lo conducía hacia la zona de aterrizaje en el área de la guardia, en el techo de la Ciudadela.
—¡Te he pedido que me dijeras lo que le habías dicho a él!
—No estoy seguro de que vos lo podáis captar.
—¡Yo seré el único juez al respecto! ¡Te ordeno que me respondas ahora mismo!
—Permitidme que aterrice primero —dijo él. Y sin esperar su permiso, conectó el sistema de aterrizaje, desplegó las alas a su altura óptima, y se posó suavemente en la brillante marca anaranjada en el techo del edificio.
—Ahora —dijo Alia—, habla.
—Le dije que soportarse uno a sí mismo podía ser la tarea más pesada de todo el universo. Ella agitó la cabeza.
—Esto es… esto es…
—Una amarga píldora —dijo él, observando como los guardias corrían hacia ellos por el techo y se situaban en sus posiciones de escolta.
—¡Un amargo desatino!
—El más grande conde del palatinado y el más humilde de los siervos asalariados deben enfrentarse al mismo problema. No podéis alquilar a un mentat o a cualquier otro intelecto para que lo resuelva por vos. No hay ningún mandamiento de investigación o llamamiento o testimonio que proporcione respuestas. Ningún servidor, o discípulo, puede ocultar la herida. Debéis hacerlo vos misma, o continuar sangrando a la vista de todos.
Ella se volvió, consciente en aquel mismo momento de que su acción traicionaba sus sentimientos. Sin ningún ardid de voz o engaño forjado por brujerías, él había alcanzado una vez más lo más profundo de su psique. ¿Cómo lo había conseguido?
—¿Qué le has aconsejado que hiciera? —murmuró.
—Le dije que juzgara, para imponer un orden. Alia miró hacia la guardia, observando cuan pacientemente aguardaban… cuan ordenadamente.
—Para dispensar justicia —murmuró ella.
—¡No es esto! —restalló él—. Le sugerí que juzgara tan sólo guiado por un principio quizá…
—¿Y?
—Conservar a sus amigos y destruir a sus enemigos.
—Juzgar injustamente, entonces.
—¿Qué es la justicia? Dos fuerzas en colisión. Cada una de ellas posee el derecho dentro de su propia esfera. Y las soluciones que impone un Emperador obedecen a un orden. Las colisiones que no puede prevenir… debe resolverlas.
—¿Cómo?
—Del modo más simple: decidiendo.
—Conservando a sus amigos y destruyendo a sus enemigos.
—¿No es esto la estabilidad? El pueblo quiere el orden, de este tipo o de cualquier otro. Vive en la prisión de sus apetitos y contempla cómo la guerra se convierte en un deporte para los ricos. Es una peligrosa forma de sofisticación. Es el desorden.
—Sugeriré a mi hermano que tú eres demasiado peligroso y que debes ser destruido —dijo ella, girándose para hacerle frente.
—Una solución que ya le he sugerido —dijo él.
—Y es por eso por lo que eres peligroso —dijo ella, midiendo sus palabras—. Has dominado tus pasiones.
—No es por eso por lo que soy peligroso. —Antes de que ella pudiera moverse, se había inclinado, había sujetado su mentón con una mano, y había depositado sus labios en los de ella.
Fue un beso suave y breve. Él retrocedió y ella se le quedó mirando sorprendida, notando las sonrisas en los rostros de los guardias que aguardaban en ordenada atención, brusca y espasmódicamente disimuladas.
Alia puso un dedo contra sus labios. Había algo tan familiar en aquel beso. Los labios de él tenían un sabor a futuro que ella había entrevisto en alguna de las alternativas prescientes. Con el aliento entrecortado, dijo:
—Debería hacerte azotar.
—¿Porque soy peligroso?
—¡Porque presumes demasiado!
—No presumo nada. No tomo nada que no me haya sido ofrecido antes. —Abrió la portezuela del aparato, saltó afuera—. Venid. Nos hemos retrasado demasiado vagabundeando como estúpidos. —Se dirigió a largas zancadas hacia el domo de entrada más allá de la zona de aterrizaje.
Alia saltó afuera también, y tuvo que correr para ponerse a su altura.
—Le diré todo lo que me has dicho y todo lo que has hecho —murmuró.
—Muy bien. —Mantuvo la puerta abierta para ella.
—Ordenará que seas ejecutado —dijo ella, entrando en el domo.
—¿Por qué? ¿Porque he tomado el beso que deseaba? —La siguió, obligándola a avanzar un poco con su movimiento. La puerta se cerró tras él.
—¡El beso que tú deseabas! —Se sintió ultrajada.
—De acuerdo, Alia. Digamos entonces el beso que vos queríais. —La hizo avanzar hacia el campo del descensor.
Y este movimiento la propulsó hacia una mayor consciencia, y se dio cuenta de su sinceridad… de la profunda veracidad de sus palabras. El beso que yo deseaba, se dijo a sí misma. Es cierto.
—Tu sinceridad, esto es lo que te hace peligroso —dijo, siguiéndole.
—Volvéis a los caminos de la sabiduría —dijo él, sin interrumpir su marcha—. Un mentat no hubiera podido decirlo más directamente. Ahora: ¿qué es lo que habéis visto en el desierto?
Ella aferró su brazo, obligándole a detenerse. Había ocurrido de nuevo: la había sorprendido penetrando agudamente en su consciencia.
—No puedo explicarlo —dijo—, pero no puedo dejar de pensar en los Danzarines Rostro. ¿Por qué?
—Esta es la razón por la que vuestro hermano os ha enviado al desierto —dijo él, asintiendo con la cabeza—. Habladle de este persistente pensamiento.
—¿Pero por qué? —Ella agitó su cabeza—. ¿Por qué los Danzarines Rostro?
—Es una mujer joven la que ha sido hallada muerta allá —dijo él—. Pero quizá no haya sido informada la desaparición de ninguna mujer joven entre los Fremen.