—¡Emigrar! ¡Eso es fantástico! —comentó Ellie.
—Sí —asintió Grant con una risa irónica.
—¿A dónde supones que quieren ir?
—No lo sé —contestó Grant y, en ese momento, los enormes helicópteros irrumpieron a través de la niebla, atronando y describiendo giros sobre el paisaje, mostrando la parte inferior de sus fuselajes cargada de armamento. Los velocirraptores se dispersaron, alarmados, cuando uno de los helicópteros describió un círculo hacia atrás, siguiendo la línea de la rompiente, y después se desplazó para aterrizar en la playa. Una puerta se abrió con violencia y soldados vestidos con uniformes verde oliva corrieron hacia Grant y los suyos. Grant oyó el rápido parloteo de voces hablando en castellano, y vio que Muldoon ya estaba a bordo con los niños. Uno de los soldados dijo en inglés:
—Por favor, vengan con nosotros. Por favor, no hay tiempo aquí. Síganme.
Grant miró hacia atrás, a la playa en la que habían estado los raptores, pero no los vio. Todos los animales habían desaparecido. Era como si nunca hubieran existido. Los soldados tiraban de él, y se dejó llevar por debajo de las aspas, que giraban con ruido sordo, y trepó a la aeronave por la gran compuerta. Muldoon se inclinó y gritó en la oreja de Grant:
—Nos quieren fuera de aquí ahora. ¡Lo van a hacer ahora!
Los soldados les empujaron a los asientos y les ayudaron a abrocharse los cinturones. Tim y Lex saludaron a Grant agitando la mano, y súbitamente vio cuan jóvenes eran y cuan exhaustos estaban; Lex bostezaba, reclinándose en el hombro de su hermano.
Un oficial se acercó a Grant y gritó:
—Señor, ¿está usted a cargo?
—No. No estoy a cargo.
—¿Quién está a cargo, por favor?
—No lo sé.
El oficial fue hasta Gennaro y le hizo la misma pregunta:
—¿Está usted a cargo?
—No —dijo Gennaro.
El oficial miró a Ellie, pero no le dijo nada. La compuerta quedó abierta cuando despegaron, y Grant se inclinó hacia fuera para ver si podía echar un último vistazo a los velocirraptores, pero el helicóptero ya se hallaba por encima de las palmeras, desplazándose hacia el norte sobre la isla.
Grant se inclinó hacia Muldoon y gritó:
—¿Qué ha pasado con los demás?
—Ya se han ido Harding y algunos trabajadores —grito Muldoon—. Hammond tuvo un accidente: le encontraron en la colina que hay cerca de su cabaña. Debió de caerse.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Grant.
—No. Los compis le alcanzaron.
—¿Y qué hay de Malcolm?
Muldoon hizo un gesto de negación con la cabeza.
Grant estaba demasiado cansado como para sentir mucho por cualquier cosa. Se volvió y miró hacia atrás por la compuerta: estaba oscureciendo y, bajo la luz del ocaso, apenas pudo ver al pequeño rex, con las mandíbulas cubiertas de sangre, agachado sobre un hadrosaurio en la orilla de la laguna, con la vista alzada hacia el helicóptero y rugiendo cuando la máquina pasó cerca.
En alguna parte, detrás de ellos, oyeron explosiones y después, delante, vieron otro helicóptero que giraba, entre la niebla, sobre el centro de visitantes y, un instante después, el edificio estalló en una bola de fuego color anaranjado brillante. Lex empezó a llorar y Ellie le pasó el brazo alrededor tratando de que no mirara.
Grant tenía la vista clavada en el suelo, y tuvo una última visión fugaz de los hipsilofodontes, saltando con el donaire de gacelas, instantes antes de que otra explosión fulgurara con brillo cegador debajo de ellos. El helicóptero de Grant ganó altura y después se desplazó hacia el este, saliendo hacia el océano.
Grant se reclinó en su asiento. Pensó en los dinosaurios erguidos en la playa y se preguntó adónde habrían emigrado si hubieran podido; se dio cuenta de que nunca lo sabría, y se sintió triste y aliviado al mismo tiempo.
El oficial se acercó de nuevo, inclinándose cerca de su cara:
—¿Está usted a cargo?
—No.
—Por favor, señor, ¿quién está a cargo?
—Nadie.
El helicóptero cobró velocidad mientras enfilaba hacia tierra firme. Hacía frío ahora y los soldados cerraron la puerta. Mientras lo hacían, Grant miró hacia atrás sólo una vez, y vio la isla recortada contra un cielo y un mar de un púrpura intenso, envuelta en una espesa niebla que velaba las explosiones rojo blanco que se producían en rápida sucesión, hasta que pareció que toda la isla destellaba: un punto brillante cada vez más pequeño en la noche cada vez más oscura.