—Usted está loca —le dijo Gennaro a Ellie Sattler, al observar cómo se metía hacia atrás, comprimiéndose contra las paredes de aquel agujero de conejera, extendiendo los brazos hacia delante—. ¡Ha de estar loca para hacer eso!
La joven sonrió:
—Probablemente —contestó.
Tendió hacia delante las manos, que tenía muy abiertas, y se impulsó hacia atrás apoyándose en los lados del agujero. Y, de repente, desapareció.
El agujero estaba abierto en un bostezo negro.
Gennaro empezó a sudar. Se volvió hacia Muldoon, que estaba de pie al lado del jeep:
—No voy a hacerlo —anunció.
—Sí lo hará.
—No puedo hacerlo. No puedo.
—Le están esperando —declaró Muldoon—. Tiene que hacerlo.
—Sólo Cristo sabe lo que hay allá abajo. Se lo digo: no puedo hacerlo.
—Tiene que poder.
Gennaro se volvió, miró el agujero, miró hacia atrás.
—No puedo. Usted no me puede obligar.
—Supongo que no —aceptó Muldoon. Sostenía en alto la picana de acero inoxidable—. ¿Ha sentido alguna vez el efecto de una picana?
—No.
—No hace gran cosa; casi nunca es fatal. Por lo general, produce inconsciencia. Quizás haga que se aflojen los intestinos. Pero, por lo común, no produce efectos permanentes. No en los dinos, por lo menos. Ahora, en cuanto a personas, que son mucho más pequeñas…
Gennaro miró la picana.
—Usted no lo haría.
—Creo que es mejor que baje y cuente esos animales —sugirió Muldoon—. Y es mejor que se dé prisa.
Gennaro miró el agujero que estaba a sus espaldas a la abertura negra, una boca en la tierra. Después miró a Muldoon, que estaba ahí en pie, grande e implacable.
Gennaro estaba sudando y la cabeza le daba vueltas. Empezó a caminar hacia el agujero: desde cierta distancia parecía pequeño, pero a medida que uno se acercaba parecía hacerse más grande.
—Eso es —dijo Muldoon.
Gennaro se metió de espaldas en el agujero, pero empezó a sentirse demasiado atemorizado para seguir de esa manera. La idea de entrar de espaldas en lo desconocido le llenaba de pavor, así que, en el último momento, se volvió y entró en el agujero metiendo primero la cabeza, extendiendo los brazos hacia delante e impulsándose con los pies porque, por lo menos, vería dónde iba. Se colocó la máscara antigás.
Y, de repente, se precipitó hacia delante, deslizándose hacia la negrura, viendo las paredes de tierra desaparecer en la oscuridad que tenía delante y, después, las paredes se hicieron más estrechas, mucho más estrechas, aterradoramente estrechas, y se perdió en el dolor de una compresión asfixiante que cada vez se hacía peor, que le aplastaba los pulmones extrayéndole el aire, y sólo fue nebulosamente consciente de que el túnel se ladeaba levemente hacia arriba, a lo largo, trasladando su cuerpo, dejándolo jadeante y viendo puntos ante los ojos, y el dolor se hizo extremo.
Entonces, de manera repentina, el túnel volvió a inclinarse hacia abajo y se hizo más amplio, y Gennaro sintió superficies ásperas, hormigón, y aire frío. Su cuerpo estaba súbitamente libre, y rebotando, desplomándose sobre hormigón.
Y cayó.
Voces en la oscuridad. Dedos que le tocaban, tendiéndose hacia delante desde las voces susurrantes. El aire era frío, como el de una caverna.
—¿… está bien?
—Parece estar bien, sí.
—Está respirando…
—Muy bien…
Una mano femenina acariciándole la cara: era Ellie.
—¿Puede oír? —dijo ella.
—¿Por qué todos están susurrando? —preguntó Gennaro.
—Porque… —Ellie señaló con el dedo.
Gennaro se volvió, rodó sobre sí mismo, se puso de pie con lentitud. Fijó la mirada, a medida que su vista se acostumbraba a la oscuridad. Pero lo primero que vio, brillando, fueron ojos. Ojos verdes refulgentes.
Muchísimos ojos. Todos a su alrededor.
Estaba en un reborde de hormigón, una especie de terraplén, unos dos metros por encima del suelo. Grandes cajas de empalme, de acero, brindaban un escondrijo improvisado que les protegía de la vista de los dos velocirraptores totalmente desarrollados que estaban erguidos directamente delante de ellos, a una distancia que no llegaba a los tres metros. Los animales eran color verde oscuro, con bandas parduscas como de tigre. Estaban erguidos sobre las patas traseras, equilibrándose sobre las rígidas colas extendidas; totalmente silenciosos, mirando en derredor con sus grandes ojos, vigilando. A los pies de los adultos, crías recién nacidas de velocirraptor jugueteaban dando saltitos y gorjeando. Más atrás, ejemplares jóvenes brincaban y jugaban, emitiendo refunfuños y gruñidos cortos.
Gennaro no se atrevía a respirar.
—¡Dos raptores!
Agachado en el reborde, estaba sólo a treinta o sesenta centímetros por encima de las cabezas de los animales. Los velocirraptores estaban inquietos, sus cabezas se movían nerviosamente hacia arriba y hacia abajo. De vez en cuando resoplaban con impaciencia. Después se alejaron, volviendo hacia el grupo principal.
Cuando su visión se adaptó, Gennaro pudo ver que estaban en una especie de enorme estructura subterránea, pero artificial: había junturas de hormigón y se veían las protuberancias de unas varillas de acero. Y, dentro de ese vasto recinto en el que retumbaban los sonidos, había treinta velocirraptores. Quizá más.
—Es una colonia —susurró Grant—. Cuatro o seis adultos. El resto, jóvenes y recién nacidos. Por lo menos, dos nacimientos recientes; uno, el año pasado y el otro, este año: esos bebés parecen tener unos cuatro meses de edad. Es probable que hayan salido del huevo en abril.
Uno de los bebés, curioso, estaba retozando en el reborde y se acercó a ellos, chillando. Ahora estaba a menos de tres metros.
—¡Oh, Jesús! —musitó Gennaro.
Pero de inmediato, uno de los adultos se adelantó, levantó la cabeza y, con delicadeza, empujó al bebé con suaves golpes de hocico para que volviera. La cría gorjeó una protesta; después, dio un salto para encaramarse en el hocico del adulto. El adulto se movió con lentitud, para permitir que la cría le trepara a la cabeza, le bajara por el cuello y se le subiera al lomo. Desde ese sitio protegido, la cría se dio vuelta y les gorjeó ruidosamente a los tres intrusos. Los adultos todavía parecían no haber caído en la cuenta de la presencia de los seres humanos.
—No lo entiendo —susurró Gennaro—. ¿Por qué no nos atacan?
Grant sacudió la cabeza en gesto de negación:
—No nos deben de ver. Y no hay huevos por el momento… Eso hace que estén más tranquilos.
—¿Tranquilos? —dijo Gennaro—. ¿Cuánto tiempo nos tenemos que quedar aquí?
—El suficiente para hacer el recuento —dijo Grant.
Según vio Grant, había tres nidos, cuidados por tres conjuntos de padres. La división del territorio se centraba, aproximadamente, en torno a los nidos, aunque las proles parecían superponerse y correr en diferentes territorios. Los adultos eran bondadosos con las crías muy jóvenes y más rudos con las de mayor edad, en ocasiones daban mordiscos a los animales mayores, cuando el juego de éstos se hacía demasiado violento.
En ese momento, un raptor muy joven llegó hasta Ellie y se frotó la cabeza contra la rodilla de la joven. Ellie miró hacia abajo y vio el collar de cuero con la caja negra. Estaba mojada en un punto. Y había excoriado la piel del cuello del animal, que gemía.
En el gran recinto de abajo, uno de los adultos se volvió, curioso, hacia el lugar del que provenía el sonido.
—¿Crees que se lo podré quitar? —preguntó Ellie.
—Pero hazlo deprisa.
—Muuuy bien —dijo Ellie, poniéndose en cuclillas al lado del pequeño velocirraptor, que gimió de nuevo.
Los adultos resoplaron; sus cabezas subieron y bajaron como boyas en el agua.
Ellie palmeó al pequeño, tratando de calmarlo, para acallar sus gemidos. Movió las manos hacia el collar de cuero y volvió a levantar la lengüeta de la hebilla, que sonó como si se rasgara. Con movimiento espasmódico, los adultos levantaron la cabeza.
Después, uno de ellos empezó a caminar hacia Ellie.
—Oh, mierda —dijo Gennaro entre dientes.
—No se mueva —indicó Grant—. Mantenga la calma.
El adulto pasó junto a ellos; los largos dedos curvos de las patas sonaban con un clic al posarse en el hormigón. El animal se detuvo frente a Ellie, que se mantenía acuclillada junto a la cría, detrás de una caja de acero. La cría estaba al descubierto, y la mano de Ellie todavía estaba sobre el collar. El adulto alzó la cabeza y olfateó el aire; su enorme cabeza estaba muy cerca de la mano de la botánica, pero no podía verla debido a la caja de empalmes. A modo de ensayo, una lengua asomó con rapidez.
Grant llevó la mano hasta una granada de gas, la sacó del cinturón y mantuvo el pulgar en la argolla del seguro. Gennaro le puso una mano para contenerlo, negó con la cabeza y señaló con la cabeza en dirección a Ellie.
La joven no llevaba su máscara.
Grant bajó la granada y buscó a tientas la picana. El animal todavía estaba muy cerca de Ellie y entonces, en forma repentina, el adulto retrocedió un paso o dos.
Ellie aflojó y sacó la tira de cuero. El metal de la hebilla tintineó al caer sobre el hormigón. El adulto movió la cabeza imperceptiblemente y, después, la levantó hacia un lado, curioso. Otra vez avanzaba para investigar, cuando la pequeña cría chilló con alegría y salió a la carrera. El adulto permaneció al lado de Ellie. Después, dio la vuelta por fin y regresó al centro del nido.
Gennaro lanzó el aire que había retenido:
—Jesús. ¿Podemos marcharnos?
—No —repuso Grant—. Pero creo que podemos hacer parte del trabajo ahora.
Al fulgor verde fosforescente de las lentes para visión nocturna, Grant escudriñó el recinto desde el reborde, en busca del primer nido: estaba hecho con barro y paja, en forma de una canasta amplia y poco profunda. Grant contó los restos de catorce huevos.
Por supuesto que no podía contar las cáscaras reales desde esa distancia y, de todos modos, hacía mucho se habían roto y estaban esparcidas por el suelo, pero pudo contar las depresiones que había en el barro: aparentemente, los velocirraptores hacían el nido poco antes de que se pusieran los huevos, que dejaban una huella permanente en el barro. Grant también vio pruebas de que uno, por lo menos, se había roto. Reconoció la existencia de trece animales.
El segundo nido estaba roto por la mitad. Pero Grant estimó que había contenido nueve cáscaras de huevo. El tercero tenía quince huevos, pero parecía que tres se habían roto temprano.
—¿Cuál es el total? —preguntó Gennaro.
—Treinta y cuatro nacidos —dijo Grant.
—¿Y cuántos ve?
Grant movió la cabeza en gesto de negación: los animales corrían por todo el cavernoso espacio interior, entrando en la luz y saliendo de ella con mucha rapidez.
—He estado observando —dijo Ellie, iluminando con la linterna su libreta de anotaciones—. Habría que tomar fotos para estar seguros, pero todas las marcas que hay en el hocico de los recién nacidos son diferentes: mi cómputo es de treinta y tres.
—¿Y ejemplares jóvenes, pero de más edad?
—Veintidós. Pero, Alan… ¿no notas algo extraño en ellos?
—¿Como qué?
—El modo en que se disponen. Quiero decir, su ordenamiento en el espacio: se sitúan en el recinto según una especie de pauta.
Grant frunció el entrecejo.
—Está bastante oscuro… —observó.
—No, mira. Mira tú mismo. Observa a los pequeñitos cuando no están jugando: cuando están jugando brincan y corren para cualquier parte. Pero, entre juegos, cuando están quietos, observa cómo orientan el cuerpo. O bien miran hacia esa pared, o hacia la de enfrente. Es como si se pusieran en fila.
—No lo sé, Ellie. ¿Piensas que hay una metaestructura colonial? ¿Como con las abejas?
—No, no exactamente. Es más sutil que eso. Simplemente es una tendencia.
—¿Y los bebés la siguen?
—Todos la siguen. Los adultos también. Obsérvalos. Te lo digo: se alinean.
Grant frunció el entrecejo. Daba la impresión de que Ellie tenía razón: los animales se dedicaban a toda clase de conductas, pero, durante los períodos de pausa, parecían orientarse de maneras particulares, casi como si hubiera líneas invisibles en el suelo.
—No me lo explico —manifestó—. Quizás haya una brisa…
—Si la hay, no la siento, Alan.
—¿Qué están haciendo? ¿Es algún tipo de organización social, expresada en forma de estructura espacial?
—Eso no tiene sentido, porque lo hacen todos.
Gennaro levantó su reloj:
—Sabía que esta cosa resultaría útil algún día. —Debajo de la esfera del reloj había una brújula.
—¿Eso tiene mucha aplicación en el tribunal?
—No. —Gennaro sacudió la cabeza—. Mi esposa me lo dio para que no me perdiera.
—¿Es una broma?
—Nunca se lo pregunté. —Fijó la vista en la brújula—: Bueno —aclaró—, no están alineados según algo… Supongo que están en posición nordeste-sudoeste, algo así. No hay una orientación en especial.
—Quizás estén oyendo algo, volviendo la cabeza para poder oír… —aventuró Ellie—. O quizá no es más que una conducta ritual —prosiguió Ellie—, una conducta identificatoria de la especie, que les sirve para identificarse entre sí. Pero quizá no tenga un significado más amplio. O quizá sean extraños. Quizá los dinosaurios sean extraños. O quizá sea una especie de comunicación.
Grant estaba pensando lo mismo: las abejas se podían comunicar en forma espacial, ejecutando una especie de danza. A lo mejor, los dinosaurios podían hacer lo mismo.
Gennaro los observaba, y preguntó:
—¿Por qué no salen al exterior?
—Son de hábitos nocturnos.
—Sí, pero es como si se escondiesen.
Grant se encogió de hombros. Al instante siguiente, los ejemplares recién nacidos empezaron a chillar y a saltar, excitados. Los adultos los observaron con curiosidad durante unos instantes. Y después, con un ulular y un griterío que retumbaron en el oscuro recinto cavernoso, todos los dinosaurios se volvieron y corrieron, dirigiéndose por el túnel de hormigón hacia la oscuridad que aguardaba más allá.