Bajo control

Habían transcurrido cuatro horas. Era por la tarde; el sol se estaba poniendo. El sistema de aire acondicionado estaba nuevamente encendido en la sala de control y el ordenador funcionaba correctamente. Tanto como les fue posible determinar, de veinte personas que había en la isla, ocho estaban muertas y seis más figuraban como desaparecidas. Tanto el centro de visitantes como el Pabellón Safari eran lugares seguros, y el perímetro norte parecía estar libre de dinosaurios.

Habían llamado a las autoridades de San José, pidiéndoles ayuda. La Guardia Nacional de Costa Rica estaba en camino, así como una ambulancia aérea para trasladar a Malcolm a un hospital. Pero, al comunicarse por teléfono, la Guardia costarricense claramente había demostrado cautela: era indudable que se producían llamadas telefónicas entre San José y Washington, antes de que finalmente la ayuda se enviara a la isla. Y ahora estaba avanzando el día: si los helicópteros no llegaran pronto, tendrían que esperar hasta mañana.

Mientras tanto, no había otra cosa que hacer sino aguardar. El barco estaba regresando; la tripulación había descubierto tres raptores jóvenes correteando en una de las bodegas de popa, y les habían dado muerte. En la Isla Nubla, el peligro inmediato parecía conjurado; todo el mundo estaba en el centro de visitantes o en el pabellón. Tim se había vuelto bastante ducho en el manejo del ordenador, y había hecho aparecer una nueva pantalla:

Total de Animales 292    
Especies Esperados Hallados Ver.
Tyrannosaurus
Maiasaurus
Stegosaurus
Triceratops
Procompsognathida
Othnielia
Velocirraptor
Apatosaurus
Hadrosaurus
Dilophosaurus
Pterosaurus
Hypsilophodontida
Euoplocephalida
Styracosaurus
Microceratops
2
21
4
8
65
23
37
17
11
7
6
34
16
18
22
1
20
1
6
64
15
27
12
5
4
5
14
9
7
13
4.1
??
3.9
3.1
??
3.1
3.0
3.1
3.1
4.3
4.3
??
4.0
3.9
4.1
Total 292 203  

—¿Qué diablos está haciendo el ordenador? —dijo Gennaro—. ¿Ahora dice que hay menos animales?

Grant asintió con la cabeza:

—Probablemente.

Ellie agregó:

—El Parque Jurásico finalmente está quedando bajo control.

—¿Y eso qué quiere decir?

—Equilibrio. —Grant señaló uno de los monitores: en uno de ellos, los hipsilofodontes saltaron al aire cuando una jauría de velocirraptores entraba en el campo desde el oeste.

»Las cercas estuvieron sin corriente durante horas —explicó—. Los animales se están mezclando unos con otros. Las poblaciones están alcanzando el equilibrio, un verdadero equilibrio jurásico.

—No creo que eso fuera lo que se esperaba que ocurriera —dijo Gennaro—. Nunca se pensó en que los animales se mezclaran.

—Pues lo están haciendo.

En otro monitor, Grant vio una jauría de raptores corriendo a toda velocidad, a través de un terreno abierto, en dirección a un hadrosaurio de cuatro toneladas. El hadrosaurio se volvió para huir y uno de los velocirraptores le saltó sobre el lomo, mordiéndole el largo cuello, mientras los demás avanzaban a la carrera, lo rodeaban formando un círculo, le mordisqueaban las patas y se elevaban de un salto, para abrirle el vientre de un tajo inferido por las poderosas garras. Al cabo de unos minutos, seis raptores habían derribado a un animal más grande.

Grant miraba, silencioso.

—¿Es así como lo habías imaginado? —preguntó Ellie.

—No sé lo que había imaginado —contestó Grant. Observó el monitor, agregando—: No, no así exactamente.

Muldoon dijo con calma:

—Sabe, parece que todos los velocirraptores adultos han salido en este preciso momento.

Grant no prestó mucha atención al principio: se limitó a observar los monitores, la interacción de los grandes animales. En el sur, el estegosaurio estaba blandiendo su cola armada de púas, dando cautelosas vueltas en círculos alrededor del tiranosaurio bebé, que lo observaba absorto y, en ocasiones, acometía para mordisquear fútilmente las púas. En el cuadrante occidental, los triceratops adultos peleaban entre ellos, lanzándose a la carga y entrecruzando los cuernos. Uno de los animales ya estaba caído, herido y agonizante.

—Todavía nos queda una hora de buena luz de día, doctor Grant. Si es que desea tratar de encontrar ese nido —advirtió Muldoon.

—Muy bien —dijo Grant—. Lo haré.

—Estaba pensando —dijo Muldoon— que, cuando lleguen los costarricenses, es probable que consideren que esta isla es un problema militar. Algo que hay que destruir lo antes posible.

—Tiene toda la razón —dijo Gennaro.

—La bombardearán desde el aire —prosiguió Muldoon—. Quizá con napalm, quizá con gas neurotóxico también. Pero desde el aire.

—Espero que lo hagan —aprobó Gennaro—: esta isla es demasiado peligrosa. Todo animal de esta isla debe ser destruido, y cuanto antes mejor.

—Eso no es satisfactorio —contradijo Grant. Se puso de pie—. Empecemos.

—No creo que lo comprenda, Alan —dijo Gennaro—. Mi opinión es que esta isla es demasiado peligrosa. Hay que destruirla. Todo animal de esta isla debe ser destruido, y eso es lo que la Guardia costarricense hará. Creo que debemos dejarlo en sus expertas manos. ¿Entiende lo que estoy diciendo?

—Perfectamente.

—Entonces, ¿cuál es su problema? Es una operación militar. Dejemos que ellos la lleven a cabo.

A Grant le dolía la espalda, donde el raptor le había alcanzado con la garra. Dijo:

—No. Nosotros tenemos que hacernos cargo de eso.

—Déjeselo a los expertos —repitió Gennaro.

Grant recordó cómo había encontrado a Gennaro, apenas seis horas atrás: acurrucado y aterrorizado en la cabina de un camión, en el edificio de mantenimiento. Y, de repente, perdió los estribos y tomó a Gennaro por el cuello, poniéndole violentamente de espaldas contra la pared:

—Escúcheme, pedazo de hijo de puta, usted es responsable de esta situación, y va a empezar a asumirla.

—Lo estoy haciendo —dijo Gennaro, tosiendo.

—No, no lo está haciendo. Usted ha estado rehuyendo su responsabilidad todo el tiempo, desde el mismísimo comienzo.

—¡No, señor!

—A sus inversores les vendió una empresa que no entendía del todo. Usted era propietario parcial de un negocio cuya supervisión descuidó. No controló las actividades de un hombre del que, por experiencia, sabía que era un mentiroso, y permitió que ese hombre anduviera metiéndose con la tecnología más peligrosa de la historia humana. Yo diría que usted evadió su responsabilidad.

Gennaro volvió a toser:

—Bueno, pues ahora la estoy asumiendo.

—No. Todavía sigue evadiéndola. Y ya no puede seguir haciéndolo.

Soltó a Gennaro, que se dobló sobre sí mismo, jadeando para recuperar el aliento. Grant se volvió hacia Muldoon y preguntó:

—¿Qué tenemos que nos sirva como arma?

—Tenemos algunas redes de control y picanas eléctricas.

—¿Son eficaces esas picanas? —pregunto Grant.

—Son como las lanzas detonadoras para tiburones: tienen una punta explosiva con un condensador eléctrico; lanzan una descarga eléctrica en el momento de tocar el blanco. Alto voltaje, bajo amperaje. No es mortal, pero no hay duda de que es incapacitante.

—Busquemos el nido.

—¿Qué nido? —preguntó Gennaro, tosiendo.

—El nido de los velocirraptores —contestó Ellie.

—¿El nido de los raptores?

—¿Tiene collares rastreadores con radio? —prosiguió Grant.

—Estoy seguro de que los tenemos.

—Consiga uno. ¿Hay algo más que se puede utilizar para la defensa?

Muldoon negó con la cabeza.

—Bueno, consiga lo que pueda.

Muldoon se alejó. Grant se volvió hacia Gennaro, y dijo:

—Su isla es un revoltijo, señor Gennaro. Su experimento es un revoltijo. Hay que hacer una limpieza. Pero no se puede hacer mientras no conozcamos la amplitud del revoltijo. Y eso significa hallar los nidos que haya en la isla. En especial, los de raptor. Están ocultos. Tenemos que encontrarlos, inspeccionarlos y contar los huevos. Tenemos que justificar cada animal nacido en esta isla. Después, podemos quemarla hasta los cimientos. Pero primero tenemos un trabajito que hacer.

Ellie estaba mirando el mapa mural, que ahora mostraba los predios de los animales. Tim estaba trabajando en el teclado. Ellie señaló el mapa:

—Los velocirraptores están localizados en la zona sur, allá donde están los terrenos con salidas de vapor volcánico. Quizá les gusta lo cálido.

—¿Hay algún sitio para esconderse ahí abajo?

—Resulta ser que sí —repuso Ellie—: hay enormes sistemas para abastecimiento de agua, con el objeto de controlar las inundaciones de las llanuras del sur. Una zona subterránea grande. Agua y sombra.

—Entonces ahí es donde estarán.

—Creo que también hay una entrada desde la playa —añadió Ellie. Se volvió hacia las consolas y dijo—: Tim, muéstranos la vista en corte del sistema de agua.

Tim no estaba escuchando.

—¿Tim?

El niño estaba encorvado sobre el teclado:

—Un momento: he encontrado algo.

—¿Qué es?

—Es un depósito que no figura en la lista. No sé qué hay ahí.

—Entonces, podría haber armas —dijo Grant.

Todos estaban detrás del edificio de mantenimiento, abriendo la cerradura de una cortina de acero, levantándola bajo la luz del día, para revelar escalones de hormigón que descendían hacia la tierra.

—¡Maldito Arnold! —masculló Muldoon, mientras bajaba cojeando los escalones—. Debía de saber durante todo este tiempo que esto estaba aquí.

—Quizá no —dijo Grant—. No intentó venir hacia aquí.

—Pues entonces Hammond lo sabía. Alguien lo sabía.

—¿Dónde está Hammond ahora?

—En el pabellón todavía.

Llegaron al pie de la escalera y se toparon con hileras de máscaras antigás colgadas de la pared, dentro de recipientes de plástico. Dirigieron el haz de luz de sus linternas hacia lo más profundo de la habitación, y vieron varios cubos de vidrio espeso, de sesenta centímetros de altura, que tenían tapones de acero. Dentro de los cubos, Grant pudo ver pequeñas esferas oscuras: «es como estar en una habitación llena de granos gigantes de pimienta», pensó.

Muldoon abrió la tapa de uno de los cubos, metió el brazo, hurgó y sacó una esfera. Le dio vueltas a la luz, frunciendo el entrecejo:

—Qué les parece…

—¿Qué es? —preguntó Grant.

—MORO-12. Es un gas neurotóxico que actúa por inhalación. Esto son granadas. Montones y montones de granadas.

—Empecemos —dijo Grant, con tono sombrío.

—Le gusto —dijo Lex, sonriendo. Estaban en el garaje del centro de visitantes, junto al pequeño velocirraptor que Grant había capturado en el túnel. La niña estaba acariciando al animal a través de los barrotes de la jaula. El raptor se frotó contra su mano.

—Yo tendría cuidado —advirtió Muldoon—; pueden dar un desagradable mordisco.

—Le gusto —dijo Lex—. Se llama Clarence.

—¿Clarence?

—Sí.

Muldoon tenía en la mano el collar de cuero que tenía adherida la cajita metálica. Grant oyó el sonido intermitente y agudo a través de los auriculares y preguntó:

—¿Es un problema ponerle el collar al animal?

Lex todavía estaba acariciando al raptor, metiendo la mano por entre los barrotes:

—Estoy segura de que me va a dejar ponérselo —dijo.

—Yo no lo intentaría —la previno Muldoon—. Son impredecibles.

—Estoy segura de que a mí me dejará.

Así que Muldoon le dio el collar, y ella lo levantó para que el animal lo pudiera oler. Después, lentamente, lo deslizó alrededor del cuello del velocirraptor, que adquirió un color verde más brillante cuando Lex ajustó la hebilla. Después, el animal se relajó y recobró su tonalidad más desvaída otra vez.

—Quién lo diría —dijo Muldoon.

—Es un camaleón —comentó.

—Los otro velocirraptores no podían hacer eso —comentó Muldoon, frunciendo el entrecejo—. Este animal silvestre tiene que ser diferente. A propósito —dijo, volviéndose hacia Grant—, si todas son hembras desde el nacimiento, ¿cómo es que se reproducen? Usted nunca explicó ese asunto sobre el ADN de rana.

—No es ADN de rana: es ADN de anfibio. Pero ocurre que el fenómeno está particularmente bien documentado en ranas. En especial, en las ranas del oeste de África, si la memoria no me falla.

—¿Qué fenómeno es ése?

—Transición de orden sexual. En realidad, quiere decir cambio liso y llano de sexo.

Grant explicó que se conocían varias plantas, y varios animales, que tenían la facultad de cambiar de sexo durante su vida: orquídeas, algunos peces y crustáceos y, ahora, ranas. Ranas a las que se había observado poner huevos podían transformarse, en cuestión de meses, en machos perfectos: primero adoptaban la posición de pelea de los machos; desarrollaban el silbido de llamada para apareamiento de los machos; estimulaban las hormonas y desarrollaban las gónadas de los machos y, con el tiempo, se apareaban con hembras, con buenos resultados.

—No puede hablar en serio —dijo Gennaro—. ¿Y qué determina que ocurra eso?

—Aparentemente, el cambio lo estimula un ambiente en el que todos los animales son del mismo sexo: en esa situación, algunos de los anfibios empiezan a cambiar de sexo, pasando de hembra a macho de forma espontánea.

—¿Y usted cree que eso es lo que les ocurrió a los dinosaurios?

—Hasta que contemos con una explicación mejor, sí. Creo que eso es lo que pasó. Ahora, ¿buscamos ese nido?

Se amontonaron en el jeep, y Lex sacó al raptor de su jaula. El animal parecía bastante tranquilo, casi manso, en manos de la niña. Lex le dio una palmadita final en la cabeza, y lo liberó.

El animal no se iba.

—¡Vamos, ush, ush! —dijo Lex—. ¡Vete a casa!

El velocirraptor dio la vuelta y corrió, metiéndose entre el follaje.

Grant tenía el receptor y llevaba los auriculares. Muldoon conducía. El vehículo iba dando tumbos por el camino principal, en dirección al sur. Gennaro se volvió hacia Grant y dijo:

—¿Cómo es? Me refiero al nido.

—Nadie lo sabe.

—Pero creí que usted los había desenterrado.

—Desenterré nidos fósiles de dinosaurio. Pero todos los fósiles están distorsionados por el paso de milenios. Hemos elaborado algunas hipótesis, algunas suposiciones, pero nadie sabe realmente cómo eran los nidos.

Grant estaba atento a las señales auditivas electrónicas, y le hizo a Muldoon una señal para que se dirigiera más hacia el oeste. Cada vez parecía más evidente que Ellie estaba en lo cierto: el nido estaba en los terrenos volcánicos del sur.

Grant meneó la cabeza.

—Tienes que percatarte de una cosa: no sabemos todos los detalles acerca de la conducta de anidación de los reptiles vivientes, como, por ejemplo, los cocodrilos y los caimanes o aligátores. Resultan unos animales difíciles de estudiar.

Pero sí se sabía que, en el caso de los caimanes americanos, sólo las hembras vigilan el nido, aguardando el momento de la eclosión de los huevos. El caimán macho se pasa muchos días, al principio de la primavera, tumbado al lado de la hembra, formando pareja, soplándole burbujas en los carrillos para lograr que se muestre receptiva, consiguiendo al fin que levante la cola y le permita insertar su pene. Para cuando la hembra construye el nido, unos dos meses después, el macho hace ya mucho tiempo que se ha marchado. Las hembras vigilan ferozmente su nido en forma de cono y de un metro de altura, y cuando las crías empiezan a chillar y salir del cascarón, la hembra les ayuda a romper los huevos y los empuja hacia el agua, en ocasiones llevándolos en la boca.

—¿Así que los caimanes adultos protegen a las crías?

—Sí —replicó Grant—. Y existe una especie de protección en grupo. Los caimanes jóvenes emiten un distintivo grito de alarma, y esto hace acudir en su ayuda a cualquier adulto que lo oiga, ya se trate o no de sus padres, realizando un ataque completo y de gran violencia. No es una exhibición de amenaza. Constituye un ataque en toda regla.

—¡Oh…!

Gennaro se quedó en silencio.

—Pero los dinos no son reptiles —dijo Muldoon lacónicamente.

—Exactamente. Las pautas de anidamiento de los dinosaurios podrían estar mucho más emparentadas con las que exhiben diversos pájaros.

—Así que lo que usted realmente quiere decir es que no sabe —dijo Gennaro, empezando a sentirse molesto—, que no sabe cómo es el nido.

—Así es —convino Grant—. No lo sé.

—Bueno —comentó Gennaro—, ¡los malditos expertos son una gran cosa!

Grant pasó por alto la observación: ya podía oler el azufre y, allí delante, vio el vapor ascendente de los terrenos volcánicos.

El suelo está caliente, pensaba Gennaro mientras avanzaba. Estaba realmente caliente. Y aquí y allá el barro burbujeaba y saltaba en chorros desde el suelo. Y el vapor sulfuroso, fétido, siseaba formando grandes surtidores que le llegaban hasta el hombro. Se sentía como si estuviera caminando por el infierno.

Miró a Grant, que caminaba con los auriculares puestos, prestando atención a las señales audibles. Grant, con sus botas, sus pantalones vaqueros y su camisa hawaiana, aparentemente muy fresco. Gennaro no se sentía fresco: estaba asustado de estar en ese lugar hediondo, infernal, con los velocirraptores dando vueltas por alguna parte. No entendía cómo Grant podía mantenerse tan tranquilo.

O la mujer, Sattler. También andaba mirando con calma por los alrededores.

—¿No le molesta? —dijo Gennaro—. Me refiero a si esto no le preocupa.

—Tenemos que hacerlo —contestó Grant. No dijo más.

Todos avanzaron, yendo entre las chimeneas volcánicas por las que escapaba vapor hirviente. Gennaro pasó los dedos por las granadas de gas que se había abrochado al cinturón. Se volvió hacia Ellie.

—¿Por qué Grant no está preocupado por esto?

—Quizá lo esté —repuso la joven—, pero también ha pensado sobre ello toda su vida.

Gennaro asintió con la cabeza y se preguntó cómo sería eso. Si habría algo que él hubiera esperado toda su vida: decidió que no había cosa alguna.

Grant entornó los ojos por la luz del sol. Delante, a través de velos de vapor, se veía un animal acuclillado, que les miraba. Después, huyó.

—¿Era el raptor? —preguntó Ellie.

—Así lo creo. U otro. Un ejemplar joven, de todos modos.

—¿Guiándonos? —preguntó la joven.

—Quizá.

Ellie le había contado cómo los raptores habían jugado ante la cerca, para retener su atención mientras otro trepaba al techo. De ser eso cierto, tal conducta entrañaría una capacidad mental que sobrepasaba la de casi todas las formas de vida de la Tierra. La postura clásica era la de creer que la capacidad de inventar y ejecutar planes estaba limitada a sólo tres especies: los chimpancés, los gorilas y los seres humanos. Ahora se planteaba la posibilidad de que también un dinosaurio fuese capaz de hacerlo.

El velocirraptor volvió a aparecer, saliendo súbitamente a la luz, para desaparecer después de un salto emitiendo un chillido. En realidad, parecía estar guiándoles.

—¿Son muy astutos? —preguntó Gennaro frunciendo el entrecejo.

—Si piensa en ellos como pájaros —contestó Grant—, entonces tiene que preguntarse cuan inteligentes son: algunos estudios muy recientes del papagayo de la India muestran que estos animales tienen casi tanta inteligencia simbólica como un chimpancé. Y no hay duda alguna de que los chimpancés usan un lenguaje. Ahora, los investigadores están descubriendo que los loros tienen el desarrollo emocional de un niño de tres años, pero no se pone en duda su inteligencia. No se discute que los loros pueden razonar en forma simbólica.

—Pero nunca he oído hablar de nadie a quien hubiese matado un loro —masculló Gennaro.

En la distancia pudieron oír el sonido de la rompiente en la costa de la isla. Ahora, con los terrenos volcánicos detrás de ellos, se enfrentaban con un campo rocoso lleno de bloques pétreos. El pequeño velocirraptor trepó a una roca, subiéndose a ella y, después, desapareció abruptamente.

—¿A dónde se ha ido? —preguntó Ellie.

Grant estaba prestando atención a los auriculares. La señal electrónica intermitente se detuvo:

—Se ha ido —dijo.

Avanzaron con premura y, en medio de las rocas, hallaron un agujero, como la entrada a una conejera; de unos sesenta centímetros de diámetro. Mientras observaban reapareció el raptor bebé, parpadeando por la luz. Después, escapó a toda velocidad.

—No hay forma —dijo Gennaro—. No hay forma de que yo baje por ahí.

Grant no dijo nada; él y Ellie empezaron a enchufar equipos. Pronto tuvo una pequeña cámara de televisión conectada a un monitor portátil. Grant ató la cámara a una cuerda, la puso en marcha y la bajó por el agujero.

—No se puede ver nada de esa manera —dijo Gennaro.

—Dejemos que se ajuste —contestó Grant. A lo largo de la parte superior del túnel había suficiente luz como para que vieran paredes lisas de tierra y, después, el túnel se abría súbita, bruscamente. Por el micrófono oyeron un chillido; después, un sonido más bajo, como un berrido. Más ruidos. Parecían provenir de muchos animales.

—Por el ruido parece ser el nido, claro que sí —opinó Ellie.

—Pero no se puede ver nada —insistió Gennaro. Y se enjugó el sudor de la frente.

—No —admitió Grant—. Pero puedo oír. —Escuchó un rato más; después, izó la cámara y la colocó en el suelo—: Empecemos.

Trepó hasta el agujero. Ellie fue a buscar una linterna y una picana. Grant se colocó la máscara antigás y se agachó con torpeza, extendiendo las piernas hacia atrás.

—No puede decir en serio que va a meterse ahí —dijo Gennaro.

—No me preocupa. Yo voy primero; después, Ellie; después usted viene detrás —anunció Grant.

—Un momento, espere un momento —se alarmó Gennaro—. ¿Por qué no dejamos caer estas granadas de gas neurotóxico por el agujero, y después bajamos? ¿No tendría más sentido?

—¿Ellie, tienes la linterna?

La joven se la alcanzó.

—¿Qué le parece? —insistió Gennaro—. ¿Qué dice?

—Nada me gustaría más —dijo Grant. Empezó a meter las piernas por el agujero, y agregó—: ¿Alguna vez vio morir a alguien por la acción de un gas venenoso?

—No…

—Por lo general, produce convulsiones. Terribles convulsiones.

—Mire, lamento mucho que sea desagradable, pero…

—Óigame: la única razón por la que nos vamos a meter en este nido es porque necesitamos descubrir cuántos animales salieron del huevo: si matamos a los animales primero, y alguno de ellos cae en los nidos como consecuencia de las convulsiones espasmódicas, eso arruinará nuestra capacidad de ver lo que había ahí. De manera que no podemos hacerlo.

—Pero…

—Usted fabricó esos animales, señor Gennaro.

—Yo no lo hice.

—Su dinero lo hizo. Sus esfuerzos lo hicieron. Usted ayudó a crearlos. Ahora son creación suya. Y usted no puede matarlos sólo porque se siente un poco nervioso.

—No estoy un poco nervioso. Estoy asustado hasta…

—Síganme —dijo Grant. Ellie le alcanzó una picana. Grant se empujó hacia atrás por el agujero y gruñó—: Me aprieta.

Exhaló y tendió los brazos hacia delante, frente a él: hubo una especie de aspiración y Grant desapareció.

El agujero se abrió ante ellos, vacío y negro.

—¿Qué le ha pasado? —exclamó Gennaro, alarmado.

Ellie se adelantó y se inclinó cerca del agujero, apretando la oreja contra la abertura. Encendió la radio y llamó en voz baja:

—¿Alan?

Se produjo un prolongado silencio. Después, oyeron un tenue:

—Aquí estoy.

—¿Está todo bien, Alan?

Otro silencio prolongado. Cuando Grant habló por fin, su voz sonaba claramente extraña, casi sorprendida:

—Todo está bien —dijo.