Pabellón

Ian Malcolm inhalaba cada bocanada de aire como si pudiera ser la última. Observaba a los raptores con ojos opacos. Harding le tomó la presión, frunció el entrecejo, la volvió a tomar. Ellie Sattler estaba envuelta en una manta, tiritando y con frío. Muldoon estaba sentado en el suelo, la espalda apoyada contra la pared. Hammond tenía la vista clavada en lo alto, sin hablar. Todos estaban atentos a la radio.

—¿Qué le ha pasado a Tim? —inquirió Hammond—. ¿Todavía no hay información?

—No sé.

—Feos, ¿no es así? Verdaderamente feos —comentó Malcolm.

Hammond sacudió la cabeza.

—¿Quién podría haber imaginado que las cosas resultarían así?

—Aparentemente, Malcolm lo hizo —respondió Ellie.

—No lo imaginé así —aclaró Malcolm—. Lo calculé.

Hammond suspiró:

—No más de eso, por favor. Lleva horas diciendo «se lo dije». Pero nadie quiso jamás que pasara esto.

—No es cuestión de que se quiera o no se quiera —dijo Malcolm, con los ojos cerrados. Hablaba con lentitud, a causa de las drogas—. Es cuestión de que lo que se crea se pueda lograr. Cuando el cazador sale a la jungla tropical para cazar para su familia, ¿espera controlar la Naturaleza? No. Simplemente intenta ser parte de la Naturaleza. Deja que la Naturaleza se cuide a sí misma. Imagina que la Naturaleza está más allá de él, más allá de su comprensión, más allá de su control. Quizá le reza a la Naturaleza, a la fertilidad de la jungla que le provee de alimento. Reza porque sabe que no la controla. Está a merced de ella.

»Pero usted decide que no estará a merced de la Naturaleza. Usted decide que la controlará y, a partir de ese momento, se encuentra con serios problemas, porque no puede hacerlo. Y, sin embargo, creó sistemas que exigen que usted lo haga. Y usted no lo puede hacer, y nunca lo hizo, y nunca lo hará. No confunda las cosas: usted puede fabricar un barco, pero no puede fabricar el océano. Usted puede hacer un avión, pero no fabricar el aire. Sus poderes son mucho menores de lo que sus sueños de raciocinio le hicieron creer.

—Me he perdido —suspiró Hammond—. ¿A dónde fue Tim? Parecía un chico tan responsable…

—Estoy seguro de que está tratando de conseguir el control de la situación —afirmó Malcolm—. Como todos los demás.

—Y Grant también: ¿qué le ha pasado a Grant?

Con Gennaro a la zaga, Grant llegó a la puerta trasera del centro para visitantes, a la misma puerta que había dejado veinte minutos atrás. Tiró del pomo: estaba cerrada. Entonces vio la lucecita roja. ¡Las puertas de seguridad estaban reactivadas! ¡Maldición! Corrió hasta el frente del edificio y pasó por las puertas principales, hechas añicos, hasta el vestíbulo principal, deteniéndose junto al escritorio del guardia en el que había estado antes. Pudo oír el siseo seco de su radio. Fue a la cocina, en busca de los niños, pero la puerta estaba abierta; los niños se habían ido.

Fue al piso de arriba, pero llegó al panel de vidrio señalado con ZONA CERRADA y la puerta estaba trabada. Necesitaba una tarjeta de seguridad para ir más allá. No podía entrar.

Oyó a los raptores gruñendo en alguna parte del pasillo.

La coriácea piel de reptil tocó la cara de Tim, las garras le desgarraron la camisa y él cayó de espaldas, aullando de terror.

—¡Timmy! —gritó Lex.

Tim logró ponerse de pie otra vez. El velocirraptor bebé estaba sentado sobre su hombro, gorjeando y chillando por el pánico. Tim y Lex estaban en la guardería blanca redonda. Había juguetes en el suelo: una pelota amarilla que rodaba, una muñeca, un sonajero de plástico.

—Es el raptor bebé —dijo Lex, señalando el animal que aferraba el hombro de Tim.

El pequeño velocirraptor hundió la cabeza en el cuello de Tim. «El pobrecito probablemente está muerto de hambre», pensó éste.

Lex se acercó más y el bebé le saltó al hombro. Se frotó contra el cuello de la niña:

—¿Por qué hace eso? —preguntó Lex—. ¿Tiene miedo?

—No lo sé —contestó Tim.

Le pasó el raptor de vuelta a Tim: el animalito estaba gorjeando y chillando, y saltando sin cesar en el hombro del chico, presa de la excitación. Seguía mirando a su alrededor, la cabeza se movía con rapidez. No había dudas al respecto: el bebé estaba excitado y…

—Tim —musitó Lex.

La puerta que daba al pasillo no se había cerrado detrás de ellos, cuando entraron en la guardería: ahora, los velocirraptores grandes estaban entrando. Primero uno, después un segundo, y gruñían.

Claramente agitado, el bebé gorjeaba y saltaba sobre el hombro de Tim, que sabía que tenía que escapar. A lo mejor, el bebé los entretendría; después de todo, era un bebé velocirraptor. Se quitó el animalito del hombro y lo arrojó al otro lado de la sala, donde aterrizó a los pies de los animales más grandes. El bebé correteó entre las patas de los adultos. El primer raptor bajó el hocico y olfateó con delicadeza al bebé.

Tim tomó la mano de Lex y la arrastró hacia lo más profundo de la guardería. Tenía que hallar una puerta, una manera de salir…

Se oyó un penetrante chillido: Tim miró hacia atrás, para ver al bebé en las mandíbulas del adulto. Un segundo velocirraptor se adelantó y tironeó de las patitas del bebé, tratando de arrancarlo de la boca del primer adulto. Los dos raptores peleaban por el bebé, mientras el animalito chillaba. La sangre salpicó con grandes gotas el piso.

—Se lo comen —dijo Lex.

Los animales lucharon por los restos del bebé. Se erguían sobre las patas traseras, encrespados, y se daban topetazos con la cabeza. Tim encontró una puerta sin traba y pasó por ella, arrastrando a Lex detrás de sí.

Estaban en otra sala y, por el intenso fulgor verde, se dio cuenta de que estaban en el abandonado laboratorio para extracción de ADN, las hileras de microscopios estereoscópicos abandonados, las pantallas de alta resolución mostrando imágenes de insectos congelados, gigantescas en blanco y negro: las moscas y los jejenes que habían picado a los dinosaurios millones de años atrás, succionando la sangre que ahora se había usado para volver a crear dinosaurios en el parque.

Corrieron por el laboratorio, y Tim pudo oír los bufidos y gruñidos de los raptores, que les perseguían, que se acercaban y, entonces, Tim fue a la parte de atrás del laboratorio y pasó por una puerta que debía de tener una alarma, porque en el estrecho pasillo una sirena intermitente sonaba de modo penetrante, y las luces que estaban en el techo destellaban encendiéndose y apagándose. Al correr por el pasillo, Tim quedaba envuelto por la oscuridad, después por la luz otra vez, después por la oscuridad. Por encima del sonido de la alarma, oía a los raptores resoplar mientras les perseguían. Lex lloriqueaba y gemía. Más adelante, Tim vio otra puerta, con la indicación azul de peligro biológico, se lanzó contra ella, y la abrió de un empujón, pasó a través de ella y, de repente, chocó con algo grande y Lex lanzó un chillido de terror.

—Calma, chicos —dijo una voz.

Tim parpadeó sin poder creer lo que veía: en pie, por encima de él, estaba el doctor Grant. Y junto a él estaba el señor Gennaro.

Afuera, en el pasillo, a Grant le había llevado cerca de dos minutos darse cuenta de que el guardia muerto del vestíbulo probablemente tenía una tarjeta de seguridad. Volvió sobre sus pasos, la cogió y entró en el pasillo superior, desplazándose con rapidez por el pasillo. Siguió el sonido de los raptores y los encontró peleando en la guardería. Estaba seguro de que los niños habían ido a la sala siguiente, y corrió de inmediato al laboratorio de extracciones.

Y encontró a los chicos.

Ahora, los animales iban hacia ellos. Parecían momentáneamente vacilantes, sorprendidos por la aparición de más seres humanos.

Grant empujó a los niños hacia los brazos de Gennaro y dijo:

—Llévelos de vuelta hacia un sitio seguro.

—Pero…

—Por aquí —indicó Grant señalando por encima del hombro a una puerta que estaba más lejos—. Llévelos a la sala de control, si puede: todos deberían estar seguros allí.

—¿Qué va a hacer usted? —preguntó Gennaro.

Los velocirraptores estaban cerca de la puerta. Grant observó que esperaban hasta que todos los animales estuvieran juntos y, entonces, avanzaban en grupo. Cazadores en jauría. Sintió escalofríos.

—Tengo un plan —contestó—. Ahora, vayan.

Gennaro sacó a los chicos de aquel lugar. Los raptores seguían avanzando lentamente hacia Grant, pasando los superordenadores, pasando las pantallas que todavía titilaban con secuencias interminables de código descifrado por los ordenadores. Los reptiles se acercaban sin vacilaciones, olfateando el suelo, agachando repetidamente la cabeza.

Grant oyó el chasquido de la puerta al cerrarse detrás de él y echó un vistazo sobre el hombro: todos estaban al otro lado de la puerta de vidrio, observándole. Gennaro sacudía la cabeza.

Grant sabía lo que eso quería decir: no había puerta para ir más allá de la sala de control. Gennaro y los chicos estaban atrapados ahí dentro.

Ahora, todo dependía de él.

Grant se movía despacio, bordeando el laboratorio, llevando a los raptores lejos de Gennaro y de los niños. Pudo ver otra puerta, más cerca del frente, que tenía un letrero: AL LABORATORIO. Tenía una idea y la esperanza de que esa idea fuera correcta. La puerta tenía un cartel con el emblema azul de peligro biológico. Los animales se estaban acercando; uno de ellos gruñó, y Grant se volvió y abrió la puerta de un golpe, pasando a través de ella y penetrando en un silencio profundo, cálido.

Se volvió.

Sí.

Estaba donde quería estar: en el vivero, bajo luces infrarrojas, largas mesas, con hileras de huevos y una bruma que flotaba por encima. Los balancines que había sobre las mesas tenían un movimiento continuo, que producía un sonido bajo e incesante, como un golpeteo suave, y un zumbido. La bruma se derramaba junto a las mesas y flotaba hacia el suelo, donde desaparecía, se evaporaba.

Desde el pasillo, Grant corrió directamente hacia la parte de atrás del vivero, para entrar en un laboratorio de paredes de vidrio con luz ultravioleta. La ropa refulgía en azul. Grant miró a su alrededor, los reactivos en vidrio, los vasos de precipitados llenos de pipetas, las placas de Petri…, todo ello delicado equipo de laboratorio.

Los velocirraptores entraron en la sala, con cautela al principio, olfateando el aire húmedo, mirando las largas mesas acunadoras de huevos. El animal que iba en cabeza se limpió las ensangrentadas mandíbulas con el dorso del antebrazo. Silenciosamente, los animales pasaron entre las largas mesas; se desplazaban por la sala en forma coordinada, bajando la cabeza de vez en cuando para escudriñar debajo de las mesas.

Buscaban a Grant.

Había tres raptores. Grant se agachó y se desplazó hacia la parte de atrás del laboratorio, miró hacia arriba y vio la caperuza metálica que tenía el emblema de la calavera y las tibias cruzadas: un cartel rezaba: PRECAUCIÓN TOXINAS BIOGÉNICAS OBSERVAR PRECAUCIONES A4. Recordó que Regis le había dicho que eran venenos poderosos: unas pocas moléculas matarían en forma instantánea.

La caperuza se encontraba embutida al ras, contra la superficie de la mesa. Grant no pudo pasar la mano por debajo. Hizo presión contra la caperuza. Trató de abrirla, pero no había puerta, no había tirador, no había modo alguno de que pudiera ver… Se levantó con lentitud y echó una rápida mirada a la sala principal: los velocirraptores todavía se estaban desplazando entre las mesas de huevos.

Se volvió hacia la caperuza: vio un extraño accesorio metálico hundido en la superficie de la mesa; parecía un enchufe para exteriores, con una tapa redonda. Levantó la tapa, haciéndola girar sobre sus bisagras, y vio un botón: lo apretó.

Con un suave siseo, la caperuza se deslizó hacia arriba, hacia el cielo raso.

Vio anaqueles de vidrio por encima de él, e hileras de botellas señaladas con la calavera y con las tibias cruzadas. Escudriñó los rótulos: CCK-55… TETRA-ALFA SECRETINA… TIMOLEVINA X-1612… Bajo la luz ultravioleta, los fluidos refulgían en verde pálido. En las proximidades vio una placa de Petri que contenía jeringas; las jeringas eran pequeñas, y cada una contenía una cantidad reducidísima de fluido con un brillo verde. Agachado en la oscuridad azul, Grant extendió el brazo hacia la placa de las jeringas. Las agujas estaban cubiertas por un protector plástico: Grant quitó uno de ellos, arrancándolo con los dientes. Observó la delgada aguja.

Avanzó. En dirección a los velocirraptores.

Había dedicado toda su vida al estudio de los dinosaurios y ahora vería cuánto sabía en realidad. Los velocirraptores eran pequeños dinosaurios carnívoros, como los ovirraptores y los dromeosaurios, de los que desde hacía mucho se creía que robaban huevos. Precisamente del mismo modo que algunas aves modernas comen los huevos de otras aves. Grant había supuesto que los velocirraptores comerían huevos, si pudieran.

Se arrastró hasta la mesa de huevos más cercana, de las que estaban en el vivero. Con lentitud, alzó el brazo, metiéndolo en la bruma, y tomó un huevo grande de la mesa acuñadora. Tenía el tamaño de una pelota de rugby, casi, de color crema con tenues motitas rosadas. Tuvo que sostener el huevo con cuidado, mientras clavaba la aguja a través de la cáscara, e inyectó el contenido de la jeringa. El huevo refulgió con una tonalidad tenuemente azul.

Grant se volvió a inclinar. Por debajo de la mesa vio las patas de los velocirraptores, y la bruma que se derramaba desde arriba. Lanzó el brillante huevo rodando por el suelo, en dirección a los animales. Los raptores miraron hacia arriba, oyendo el débil retumbar sordo que producía el huevo al rodar, y con movimientos espasmódicos volvieron la cabeza para mirar a su alrededor. Después, reanudaron la lenta búsqueda de su presa.

El huevo se detuvo a varios metros del raptor más próximo.

¡Maldición!

Grant repitió la misma operación: tomar en silencio un huevo, bajarlo de su balancín, inyectarlo y mandarlo rodando hacia los velocirraptores. Esta vez, el huevo se detuvo al lado de la pata de uno de los animales. Se movió con suavidad, produciendo un sonido suave y corto al dar contra las garras de la pata del dinosaurio.

El animal estaba erguido sobre las patas traseras y bajó la cabeza, sorprendido por ese nuevo regalo. Se inclinó y olió el huevo refulgente. Con el hocico, lo hizo rodar por el suelo unos instantes.

Y no le hizo caso.

El velocirraptor se volvió a erguir sobre las patas traseras y, con lentitud, prosiguió su marcha, continuando la búsqueda.

No funcionaba.

Grant extendió la mano en busca de un tercer huevo y lo inyectó con una jeringa fresca. Sostuvo el huevo refulgente en las manos y lo hizo rodar otra vez. Pero quería asegurarse de que les llegaría a los velocirraptores, así que a este lo hizo rodar rápido, como una bola de bolera: el huevo traqueteó por el suelo en forma muy sonora.

Uno de los animales lo oyó y bajó la cabeza, lo vio venir y, en forma instintiva, capturó el objeto móvil, deslizándose con celeridad entre las mesas, para interceptarlo. Las grandes mandíbulas se cerraron como un resorte y mordieron el huevo, haciendo pedazos la cáscara.

El raptor se irguió; de las quijadas le goteaba albúmina descolorida. Se lamió los labios ruidosamente, y resopló. Volvió a morder y lamió el huevo del suelo. Pero no parecía mostrar malestar alguno. Se inclinó para comer otra vez del huevo roto que estaba en el suelo. Grant miró por debajo para ver qué ocurriría…

Desde el otro lado de la habitación, el raptor le vio. La cabezota quedó inmóvil, con el huevo en la boca.

El velocirraptor le estaba mirando de hito en hito.

Gruñó en forma amenazadora. Se desplazó en dirección a Grant, cruzando la sala a zancadas largas, increíblemente veloces. Grant se sintió conmocionado al verlo y quedó paralizado por el pánico cuando, de repente, el animal emitió un sonido de jadeo, de gorgoteo, y el cuerpo enorme cayó hacia delante, desplomándose en el suelo. La pesada cola azotó el piso, presa del espasmo. La bestia seguía emitiendo ruidos como de ahogo, interrumpidos por chillidos intermitentes y fuertes. De la boca le brotó espuma.

La cabeza se agitaba hacia atrás y hacia delante. La cola alternativamente daba un golpe violento y ruidoso, y otros sordos.

Con ése tenemos uno, pensó Grant.

Pero no moría muy deprisa. Parecía llevarle una eternidad. Grant extendió la mano para tomar otro huevo; vio que los demás raptores estaban paralizados en mitad de su movimiento, como si se hallaran en estado de vida latente: estaban escuchando el sonido que emitía el animal agonizante; uno de ellos alzó la cabeza, seguido por otro, y después otro. El primer animal se desplazó para mirar a su congénere caído.

Ahora, el raptor moribundo tenía sacudidas espasmódicas. Lanzaba gemidos lastimeros. Tanta espuma le brotaba de la boca, que Grant apenas sí le pudo volver a ver la cabeza otra vez. Cayó al suelo y gimió de nuevo.

El segundo animal se inclinó sobre el caído, examinándolo: parecía estar perplejo por esos dolores lancinantes de muerte. Con cautela, miró la cabeza que lanzaba espuma, después siguió, recorriendo el cuello que se contraía espasmódicamente, las costillas que se contraían y distendían penosamente, las patas…

Y le dio un mordisco a la pata trasera.

El animal moribundo lanzó un gruñido y, súbitamente, levantó la cabeza y torció el cuerpo, hundiendo los dientes en el cuello del atacante.

«Con ése son dos», pensó Grant.

Pero el animal que estaba de pie logró esquivar el contraataque. Le manaba sangre del cuello en forma copiosa. Lanzó un golpe con las garras traseras y, mediante un solo movimiento veloz, abrió en canal el vientre del animal caído, cuyos intestinos se derramaron por el suelo como gruesas víboras. Los alaridos del velocirraptor agonizante llenaban el laboratorio. El atacante se alejó, como si luchar de repente se hubiera vuelto demasiado complicado.

Cruzó la sala, bajó la cabeza, ¡y la levantó llevando un huevo refulgente! Grant observaba mientras la bestia hincaba el diente; el material refulgente le goteaba por el mentón.

«Con ése son dos».

El segundo velocirraptor quedó fulminado en forma casi instantánea, tosiendo y precipitándose hacia delante. Mientras caía, derribó una mesa: docenas de huevos rodaron por el suelo. Grant los miró consternado.

Todavía quedaba un tercer animal.

Grant tenía una jeringa más. Con tantos huevos rodando por el suelo, tendría que hacer algo más. Estaba tratando de decidir qué hacer, cuando el último animal resopló con irritación. Grant alzó la vista: el velocirraptor le había localizado.

Ese último animal no se movió durante largo rato: se limitó a mirarle con fijeza. Y, después, lenta, silenciosamente, se acercó. Acechándole. La cabeza subía y bajaba al caminar, mirando primero debajo de las mesas, después por encima de ellas. Se desplazaba en forma muy deliberada, muy cauta, sin exhibir esa celeridad que había mostrado en la jauría: convertido ahora en animal solitario, se había vuelto súbitamente cuidadoso: no apartaba los ojos de Grant. Y Grant miró a su alrededor: no había sitio alguno en el que se pudiera esconder. Nada que pudiera hacer…

La mirada de Grant estaba clavada en el raptor, que se desplazaba con lentitud en sentido lateral. Grant se desplazó también; trataba de mantener la mayor cantidad posible de mesas entre él y la bestia que avanzaba. Lentamente… lentamente… Grant se desplazó hacia la izquierda…

El velocirraptor avanzó. Las cáscaras de huevo se quebraban cuando las pisaba en la penumbra rojo oscuro del vivero. La respiración le salía en siseos suaves por las dilatadas fosas nasales.

Grant sintió huevos que se le quebraban bajo los pies, la yema adhiriéndose a la suela de los zapatos. Se puso en cuclillas; sintió el bulto de la radio en el bolsillo.

La radio.

La extrajo del bolsillo y la conectó:

—Hola. Aquí Grant.

—¿Alan? —Era la voz de Ellie—. ¿Alan?

—Escucha —dijo en voz baja—: habla. No hagas otra cosa. Habla.

—¿Alan, eres tú?

—Habla —volvió a decir, e impulsó la radio para que fuera resbalando por el suelo, en dirección al velocirraptor que se le venía encima.

Después se agazapó detrás de la pata de una mesa y se quedó completamente quieto, sin mover un músculo. Y aguardó.

—Alan, háblame, por favor.

Después, un chasquido, y silencio. La radio permaneció en silencio. El raptor avanzaba. Suave respiración siseante.

La radio todavía estaba en silencio.

¡Qué demonios le pasaba a Ellie! ¿No entendía? En la oscuridad, el velocirraptor se acercaba.

—¿… Alan?

La voz metálica que salía de la radio hizo que el enorme animal se detuviera. Olfateó el aire, como si percibiera que había alguien más en la sala.

—Alan, soy yo. No sé si puedes oírme.

Ahora, el velocirraptor se alejaba de Grant y avanzaba hacia la radio.

—Alan… por favor…

¿Por qué no habría empujado la radio más lejos? El animal iba hacia ella, pero estaba cerca. La enorme pata bajó muy cerca de Grant, que pudo ver la piel rugosa, el delicado fulgor verde. Los arroyuelos de sangre seca en la garra curva. Pudo oler el intenso olor a reptil.

—Alan, escúchame… ¿Alan?

La bestia se inclinó, husmeó la radio que estaba en el suelo, explorándola. Tenía el cuerpo alejado de Grant, pero la enorme cola estaba justo por encima de la cabeza del paleontólogo, que extendió el brazo, hundió profundamente la aguja en la carne de la cola e inyectó el veneno.

El velocirraptor gruñó y dio un salto. Con aterradora velocidad giró sobre sí mismo en dirección a Grant, las mandíbulas muy abiertas. Bajó la cabeza como un resorte, cerrando la boca sobre la pata de la mesa, y, con el mismo movimiento corto y espasmódico, alzó la cabeza: la mesa se dio la vuelta y Grant cayó de espaldas, completamente expuesto al ataque. El animal apareció, amenazador, ante él, erguido sobre las patas traseras; la cabeza golpeaba luces infrarrojas que tenía encima, haciendo que oscilaran con violencia para todos los lados.

—¿Alan?

El velocirraptor desplazó su peso hacia atrás y alzó la pata, armada con garras, para golpear. Grant rodó sobre sí mismo y la pata se descargó hacia abajo, errándole apenas, Grant sintió un dolor agudo a lo largo de los omóplatos: el súbito flujo cálido de sangre sobre la camisa. Rodó por el suelo, rompiendo huevos, ensuciándose la cara, las manos. El animal volvió a lanzar su pata, aplastando la radio, que se hizo añicos lanzando una lluvia de chispas. Gruñó, furioso, y disparó su pata una tercera vez. Grant quedó contra una pared, sin otro sitio al que ir, y el animal alzó la pata una última vez.

Y se desplomó hacia atrás.

Su respiración era laboriosa y sibilante. De la boca le salía espuma.

Gennaro y los niños entraron en la sala. Grant les indicó que no avanzaran. Lex miró al animal moribundo y dijo en voz baja:

—Huy…

Gennaro ayudó a Grant a ponerse en pie. Todos se dieron vuelta y corrieron hacia la sala de control.