Control

—Muy bien —dijo Arnold, en la sala de control—; el rex está listo. —Se echó hacia atrás en su silla y sonrió de oreja a oreja mientras encendía un último cigarrillo y estrujaba el paquete. Lo habían logrado: el paso final para volver el parque al orden. Ahora, todo lo que tenían que hacer era salir y llevarse el animal.

—Hijo de puta —masculló Muldoon, mirando el monitor—. Le di, después de todo. —Se volvió hacia Gennaro—. Tardó justo una hora en sentirlo.

Henry Wu frunció el entrecejo, mirando la pantalla:

—Pero se podría ahogar en esa posición…

—No se ahogará —afirmó Muldoon—. Nunca vi un animal que fuera más difícil de matar.

—Creo que tenemos que salir y trasladarlo —dijo Arnold.

—Lo haremos —aceptó Muldoon. No parecía entusiasmado.

—Es un animal valioso.

—Sé que es un animal valioso —dijo Muldoon.

Arnold se volvió hacia Gennaro; no podía resistir ese momento de triunfo:

—Le hago notar —dijo— que el parque ahora está completamente de vuelta a la normalidad. Sea lo que sea lo que el modelo matemático de Malcolm dijo que iba a suceder. Una vez más, tenemos el control completo.

Gennaro señaló la pantalla que estaba detrás de la cabeza de Arnold y preguntó:

—¿Qué es eso?

Arnold se volvió: era la caja indicadora de estado del sistema, en la esquina superior de la pantalla. Por lo común estaba vacía. Arnold se sorprendió al ver que estaba titilando con un mensaje en amarillo: COR AUX BAJA. Durante un instante, no entendió: ¿por qué tenía que estar baja la corriente auxiliar? Estaban funcionando con corriente central, no auxiliar. Pensó que, a lo mejor, no se trataba más que de una comprobación de rutina del estado de la corriente auxiliar, quizás una comprobación de los niveles de los depósitos de combustible o de la carga de las baterías…

—Henry —le dijo Arnold a Wu—, mira esto.

Éste preguntó:

—¿Por qué estás operando con corriente auxiliar?

—No es así —dijo Arnold.

—Parece como si lo estuvieras haciendo.

—No puede ser.

—Imprime el registro cronológico del estado del sistema —dijo Wu.

El registro cronológico era un registro de lo que había ocurrido en el sistema durante las últimas horas.

Arnold apretó un botón y oyeron el zumbido de una impresora en el rincón. Wu fue hacia ella.

Arnold contempló la pantalla: ahora, la caja había cambiado de amarillo titilante a rojo, y el mensaje ahora rezaba: FALLO COR AUX. Aparecieron números que empezaron a decrecer a partir de los veinte.

—¿Qué demonios está ocurriendo? —se sorprendió Arnold.

Con cautela, Tim se desplazó unos pocos metros a lo largo del sendero, saliendo a la luz del día. Atisbó por un lado de la cascada y vio al tiranosaurio caído de costado, flotando en el embalse de abajo.

—Espero que esté muerto —dijo Lex.

Tim pudo ver que no lo estaba: el pecho del dinosaurio todavía se movía y uno de los antebrazos se contraía en forma espasmódica. Pero algo andaba mal en el animal. En ese momento, Tim vio el cartucho blanco que le sobresalía de la parte de atrás de la cabeza, al lado de la depresión del oído.

—Le dispararon un dardo —dijo.

—Bien —aprobó Lex—. Prácticamente ya se nos estaba comiendo.

Tim observó la laboriosa respiración. Sintió una inesperada congoja al ver al enorme animal abatido de esa manera. No quería que muriese.

—No es culpa suya —dijo.

—Sí, claro. Casi nos come y no es culpa suya.

—Es carnívoro. Simplemente hacía lo que siempre hace.

—No dirías eso si estuvieras en su estómago en este preciso instante.

Entonces, el sonido de la cascada cambió: de un rugido ensordecedor pasó a un sonido más suave, más lento. La atronadora cortina de agua disminuyó su caudal, convirtiéndose en un chorrito… Y se detuvo.

—Timmy, la cascada se ha parado —dijo Lex.

En ese momento, ya estaba goteando como un grifo mal cerrado. El embalse que estaba al pie de la cascada permanecía inmóvil. Los niños estaban cerca de la parte superior, en la depresión parecida a una cueva y llena de maquinaria, mirando hacia abajo.

—Las cascadas no se detienen —dijo Lex. Tim buscó una explicación.

—Tiene que ser la corriente… Alguien cortó la corriente.

Detrás de ellos, todos los filtros y bombonas se estaban deteniendo, una tras otra, las luces de los monitores apagándose y la maquinaria quedándose inmóvil. Después se oyó el golpe sordo de un solenoide que se soltaba, y la puerta señalada MANT 04 giró lentamente sobre sus goznes, abriéndose.

Salió Grant, parpadeando con la luz del día, y dijo:

—Buen trabajo, chicos. Habéis hecho que la puerta se abriera.

—Nosotros no hemos hecho nada —dijo Lex.

—Se ha cortado la corriente —agregó Tim.

—No os preocupéis por eso. Venid y veréis lo que he encontrado.

Arnold miraba fijamente, conmocionado.

Uno tras otro, los monitores se apagaban, y después lo hicieron las luces, sumiendo la sala de control en la oscuridad y la confusión. Todos empezaron a gritar al mismo tiempo. Muldoon abrió las persianas y dejó que entrara la luz, y Wu trajo el texto impreso del registro cronológico.

—Miren esto —dijo Wu.

Hora Suceso Condición Sistema [Código]
05:12:44
05:12:45
05:12:46
05:12:51
05:13:48
05:13:55
05:13:57
05:13:59
05:14:08
05:14:18
05:14:22
05:14:24
05:14:29
05:14:32
05:14:37
05:14:44
05:14:57
09:11:37
09:33:19
09:53:19
09:53:39
Seguridad 1 Apagada
Seguridad 2 Apagada
Seguridad 3 Apagada
Orden Interrupción
Orden Arranque
Seguridad 1 Encendida
Seguridad 2 Encendida
Seguridad 3 Encendida
Orden Arranque
Monitor-Principal
Seguridad-Principal
Órdenes-Principal
Telcom-VBB
Esquemáticos-Principal
Vista
Comp. Estado Control
Advert.: Estado Cerca [NB]
Advert.: Comb. Aux. (20%)
Advert.: Comb. Aux. (10%)
Advert.: Comb. Aux. (1%)
Advert.: Comb. Aux. (0%)
Operativo
Operativo
Operativo
Interrumpido
Interrumpido
Interrumpido
Interrumpido
Interrumpido
Arranque-C. Aux.
Operativo-C. Aux.
Operativo-C. Aux.
Operativo-C. Aux.
Operativo-C. Aux.
Operativo-C. Aux.
Operativo-C. Aux.
Operativo-C. Aux.
Operativo-C. Aux.
Operativo-C. Aux.
Operativo-C. Aux.
Operativo-C. Aux.
Interrupción
[AV 12]
[AV 12]
[AV 12]
[-AV0]
[-AV0]
[-AV0]
[-AV0]
[-AV0]
[-AV1]
[-AV04]
[-AV05]
[-AV06]
[-AV08]
[-AV09]
[-AV09]
[-AV09]
[-AV09]
[-AVZZ]
[-AVZ1]
[-AVZ2]
[-AVO]

—Cortaste a las cinco y media de esta mañana y, cuando arrancaste de nuevo, lo hiciste con corriente auxiliar.

—¡Jesús! —exclamó Arnold.

Aparentemente, la corriente principal no se había encendido desde la interrupción. Cuando volvió a ponerse en marcha el sistema, solamente volvió la corriente auxiliar. Arnold estaba pensando que eso era extraño, cuando súbitamente se dio cuenta de que era normal. Eso era lo que correspondía que pasara. Tenía toda la lógica del mundo: el generador auxiliar se activó primero, y sirvió para poner en marcha el generador principal, porque para eso se necesitaba una carga considerable. Así era como estaba diseñado el sistema.

Pero Arnold nunca había tenido antes la ocasión de cortar el suministro principal de corriente. Y cuando las luces y pantallas se volvieron a encender en la sala de control, no se le ocurrió que la corriente principal no se hubiera restaurado también.

Pero no era así y durante todo el tiempo transcurrido desde entonces, mientras buscaban al rex, y hacían una cosa y otra, el parque había estado funcionando con corriente auxiliar. Y eso no era buena idea. De hecho, las consecuencias sólo empezaban a hacérsele evidentes.

—¿Qué quiere decir esta línea? —preguntó Muldoon, señalando la lista:

05:14:57 Advert.: Estado Cerca [NB] Operativo-C. Aux. [-AV09]

—Quiere decir que se envió a los monitores de la sala de control una advertencia sobre el estado del sistema en relación con las cercas.

—¿Vio esa advertencia?

—No. Debía de estar hablando con usted en el campo. De todos modos, no, no la vi.

—¿Qué quiere decir «Advert: Estado Cerca»?

—Bueno, no lo supe en el momento, pero estábamos funcionando con corriente auxiliar. Y la corriente auxiliar no genera suficiente intensidad como para activar las cercas electrificadas, así que, en forma automática, siguieron desconectadas.

Muldoon le miró con el entrecejo fruncido:

—¿Las cercas electrificadas estaban apagadas?

—Sí.

—¿Todas ellas? ¿Desde las cinco de esta mañana? ¿Durante las cinco últimas horas?

—Sí.

—¿Incluidas las cercas de los velocirraptores?

—Sí —suspiró Arnold.

—¡Dios santo! Cinco horas. Esos animales podrían haberse escapado.

Entonces, desde algún sitio a la distancia, oyeron un alarido. Muldoon empezó a hablar muy deprisa. Recorrió la sala, repartiendo las radios portátiles.

—El señor Arnold va al cobertizo de mantenimiento para encender la corriente principal. Doctor Wu, quédese en la sala de control: usted es la otra única persona que puede operar con los ordenadores. Señor Hammond, vuelva al pabellón. No discuta conmigo. Vaya ahora. Eche el cerrojo a los portones y quédese detrás hasta que vuelva a hablar conmigo. Ayudaré a Arnold a lidiar con los raptores.

Se volvió hacia Gennaro:

—¿Le agrada la idea de volver a vivir peligrosamente?

—En verdad, no —confesó Gennaro. Estaba muy pálido.

—Muy bien. Entonces, vaya con los demás al pabellón. —Muldoon se alejó—. Eso es todo, ya han oído. Ahora, muévanse.

—¿Pero qué les va a hacer a mis animales? —gimoteó Hammond.

—Ésa no es la pregunta adecuada a decir verdad, señor Hammond —observó Muldoon—. La pregunta es: ¿qué nos van a hacer ellos a nosotros?

Pasó por la puerta y marchó presuroso por el recibidor, en dirección a su oficina. Gennaro se puso a caminar a su lado, con el mismo ritmo de marcha.

—¿Ha cambiado de opinión? —gruñó Muldoon.

—Usted necesitará ayuda —dijo Gennaro.

—Podría ser.

Muldoon entró en la sala rotulada SUPERVISOR ANIMALES, tomó el lanzacohetes gris portátil y abrió un panel de la pared situada detrás de su escritorio: contenía seis cilindros y seis cartuchos.

—Lo malo de estos malditos dinos —dijo Muldoon— es que tienen sistemas nerviosos distribuidos: no mueren deprisa, ni siquiera con un impacto directo en el cerebro. Y están construidos con solidez: costillas gruesas, que hacen que un disparo al corazón dependa de la suerte, y resulta difícil dejarlos incapacitados hiriéndolos en las patas o en los cuartos traseros. Como se desangran con lentitud, mueren con lentitud.

Abría los cilindros uno después de otro, y colocaba los cartuchos. Le arrojó un grueso cinturón tejido a Gennaro:

—Póngaselo.

Gennaro se ajustó el cinturón y Muldoon le pasó las municiones:

—Casi todo lo que podemos esperar es volarlos en pedazos. Por desgracia, sólo tenemos seis proyectiles: hay ocho raptores en ese complejo rodeado de cercas. Vamos. Manténgase junto a mí: usted tiene los proyectiles.

Muldoon salió y corrió por el pasillo, mirando por el balcón al sendero que llevaba al cobertizo de mantenimiento. Gennaro resoplaba a su lado. Llegaron a la planta baja y pasaron por las puertas de vidrio. Muldoon se detuvo.

Arnold estaba de pie, dándole la espalda al cobertizo de mantenimiento. Tres raptores se le aproximaban. Arnold había recogido un palo y lo blandía ante los animales, gritando. Los raptores se abrían en abanico a medida que se acercaban; uno de ellos se mantenía en el centro y los otros dos se desplazaban por los flancos. Coordinados. Tranquilos. Gennaro se estremeció:

Pauta de conducta de una jauría depredadora.

Muldoon ya se estaba poniendo en cuclillas, acomodando el lanzador sobre el hombro.

—Cargue —indicó.

Gennaro deslizó el proyectil en la parte trasera del lanzador. Hubo un chisporroteo. Nada ocurrió.

—¡Demonios, lo ha metido del revés! —dijo Muldoon, inclinando el cañón para que el proyectil cayera en las manos de Gennaro, que lo volvió a cargar. Los velocirraptores le estaban gruñendo y mostrando los dientes a Arnold, cuando el animal de la izquierda sencillamente estalló: la parte superior del torso voló por el aire y su sangre se esparció como un tomate que estalla contra una pared. La parte inferior se desplomó en el suelo, con las patas agitándose en el aire y la cola batiendo por todos lados.

—Eso les espabilará —dijo Muldoon.

Arnold corrió hacia la puerta del cobertizo de mantenimiento. Los velocirraptores se volvieron y empezaron a avanzar hacia Muldoon y Gennaro. Se abrían a medida que se aproximaban. A la distancia, en alguna parte próxima al pabellón, oyeron alaridos.

—Esto podría ser un desastre —dijo Gennaro.

—Cargue —ordenó Muldoon.

Henry Wu oyó las explosiones y miró hacia la puerta de la sala de control. Caminó en círculos alrededor de las consolas; después se detuvo: quería salir, pero sabía que debía permanecer en la sala. Si Arnold lograba que la corriente circulara otra vez, aunque sólo fuera por un minuto, entonces él volvería a encender el generador principal.

Tenía que seguir en la sala.

Oyó gritar a alguien. La voz parecía la de Muldoon.

Muldoon sintió un dolor agudísimo en el tobillo, resbaló por un terraplén, cayó al suelo y volvió a correr. Al mirar atrás vio a Gennaro que corría en la otra dirección, hacia el bosque. Los velocirraptores pasaban por alto a Gennaro, pero perseguían a Muldoon. Ahora estaban a menos de veinte metros. Muldoon gritaba a voz en cuello mientras corría preguntándose, vagamente, a dónde diablos podría ir. Porque sabía que tenía diez segundos, quizás, antes de que lo alcanzaran.

Diez segundos.

Quizá menos.

Ellie tuvo que ayudar a Malcolm a darse la vuelta mientras Harding clavaba la aguja e inyectaba morfina. Malcolm suspiró y se desplomó de espaldas. Parecía que se debilitaba a medida que transcurrían los minutos. Por la radio oían gritos agudos y explosiones amortiguadas que provenían del centro de visitantes.

Hammond entró en la habitación y preguntó:

—¿Cómo está?

—Se mantiene —contestó Harding—. Está delirando un poco.

—Nada de eso, en absoluto —terció Malcolm—. Estoy absolutamente consciente. —Prestaron atención a la radio y añadió—: Parece como si hubiera una guerra ahí fuera.

—Los velocirraptores han escapado —le informó Hammond.

—¿De veras? —preguntó Malcolm, respirando en forma entrecortada—. ¿Cómo es posible?

—Fue un estúpido, incompetente en el manejo del sistema: Arnold no se había dado cuenta de que la energía auxiliar estaba encendida y que las cercas no tenían corriente:

—¿De veras?

—¡Váyase al demonio, pedazo de hijo de puta arrogante!

—Si recuerdo bien —dijo Malcolm—, predije que todas las cercas fallarían.

Hammond suspiró, y se dejó caer en una silla:

—Maldita sea —dijo, sacudiendo la cabeza—. Seguramente no habrá escapado a su percepción que, en el fondo, lo que aquí estamos intentando es una idea extremadamente simple: mis colegas y yo determinamos, hace varios años, que era posible hacer clones del ADN de un animal extinguido, y de desarrollar ese animal. Eso nos pareció una magnífica idea: era una especie de viaje por el tiempo, el único viaje por el tiempo de todo el mundo. Traer a esos animales de vuelta, vivos, por así decir. Y, puesto que era tan emocionante, y puesto que era posible hacerlo, decidimos seguir adelante. Conseguimos esta isla… Avanzamos… Todo era muy simple.

—¿Simple? —dijo Malcolm. De alguna forma había encontrado energía para sentarse en la cama—: ¿Simple? Es usted más estúpido de lo que suponía. Y ya opinaba que era un estúpido de gran magnitud.

—Doctor Malcolm —intervino Ellie.

Y trató de ponerle en una posición más cómoda de espaldas. Pero Malcolm no estaba dispuesto a cejar: señaló la radio, los gritos y los alaridos.

—¿Qué es eso que está pasando ahí afuera? —inquirió—. Ésa es su idea simple. Simple: usted crea nuevas formas de vida, de las cuales no sabe nada en absoluto. Su doctor Wu ni siquiera conoce el nombre de las cosas que está creando; no se le puede molestar con detalles tales como cómo se llama la cosa, y menos aún qué es. Usted crea muchas en un plazo muy corto, nunca aprende cosa alguna sobre ellas y, sin embargo, espera que hagan lo que usted quiere porque usted las fabricó y piensa, en consecuencia, que es su dueño; se olvida de que están vivas, de que tienen inteligencia propia, y de que pueden no obedecer lo que usted quiere que hagan; y se olvida de cuán poco sabe usted sobre ellas, de cuán incompetente es para hacer las cosas que, con tanta frivolidad, denomina simples… Dios bendito…

Volvió a acostarse, tosiendo.

—¿Sabe qué es lo que tiene de malo el poder de la ciencia? —prosiguió—. Que es una forma de riqueza heredada. Y ya sabe usted cuan imbécil es la gente congénitamente rica. Nunca falla.

—¿De qué está hablando? —preguntó Hammond.

Harding hizo un gesto, indicando delirio. Malcolm le lanzó una mirada.

—Le diré de qué estoy hablando —contestó—: La mayor parte de las distintas clases de poder exigen un gran sacrificio por parte de quien quiera tener ese poder. Hay un aprendizaje, una disciplina que dura años. Cualquiera que sea la clase de poder que se busque. Presidente de la compañía. Cinturón negro de karate. Gurú espiritual. Atleta profesional. Sea lo que sea lo que se persiga, hay que ponerlo en el tiempo, en la práctica, en el esfuerzo, hay que sacrificar muchas cosas para lograrlo. Tiene que ser muy importante para uno. Y, una vez que se alcanza, es el poder de uno mismo; no se puede delegar: reside en uno. Es, literalmente, resultado de nuestra disciplina.

»Ahora bien: lo interesante de este proceso es que, en el momento en que alguien adquirió la capacidad de matar con sus manos, también maduró hasta el punto en que sabía cómo utilizar ese poder. No lo utilizaría de manera imprudente. Así que esa clase de poder lleva una especie de control incorporado: la disciplina de conseguir el poder cambia a la persona, de manera que esa persona no hace mal uso de su poder.

»Pero el poder científico es como la riqueza heredada: se obtiene sin disciplina. Una persona lee lo que otras hicieron, y da el paso siguiente. Puede darlo siendo muy joven. Se puede progresar muy deprisa. No hay una disciplina que dure muchas décadas. No hay enseñanza impartida por unos maestros: se pasa por alto a los viejos científicos. No hay humildad ante la Naturaleza. Sólo existe la filosofía de hacerse-rico-pronto, hacerse-un-hombre-rápido. Engañar, mentir, falsificar, no importa. Ni para uno ni para sus colegas. Nadie nos critica: nadie tiene pautas. Todos intentan hacer lo mismo: hacer algo grande, y hacerlo rápido.

»Y, como uno se puede levantar sobre los hombros de los gigantes, se puede lograr algo con rapidez. Uno ni siquiera sabe con exactitud qué ha hecho, pero ya informó sobre ello, lo patentó y lo vendió. Y el comprador tendrá aún menos disciplina que el científico: el comprador simplemente adquiere el poder, como si fuera cualquier bien de consumo. El comprador ni siquiera concibe que pueda ser necesaria disciplina alguna.

—¿Saben de qué está hablando? —se inquietó Hammond.

Ellie asintió con la cabeza.

—Yo no tengo ni idea —dijo Hammond.

—Lo expresaré en forma sencilla —dijo Malcolm—. Un maestro de karate no mata gente con las manos desnudas; no pierde los estribos y mata a su esposa. La persona que mata es la que no tiene disciplina, no tiene restricciones, y que salió y adquirió su poder como una dosis de droga. Y ésa es la clase de poder que la ciencia fomenta y permite. Y ésa es la razón por la que usted cree que construir un lugar como este es simple.

—Era simple —insistió Hammond.

—Entonces, ¿por qué ha salido mal?

Aturdido por la tensión, John Arnold abrió de golpe la puerta que daba al cobertizo de mantenimiento y entró en la oscuridad interior. ¡Jesús, qué negro estaba! Debió de haber supuesto que la luz estaría apagada. Sintió el aire frío y las cavernosas dimensiones del espacio que se extendía dos pisos por debajo de él. Tenía que encontrar una pasarela. Tenía que ser cuidadoso, o se rompería el cuello.

La pasarela.

Caminaba a tientas, como un ciego, hasta que se dio cuenta de que era inútil. Tenía que conseguir luz dentro del cobertizo. Volvió hasta la puerta y la entreabrió nada más que unos diez centímetros: eso dio suficiente luz. Pero no había manera de mantener la puerta abierta. Con celeridad se quitó un zapato y lo colocó en la abertura.

Vio la pasarela y fue hacia ella. Caminó sobre el metal oyendo la diferencia de sonido que producían sus pies, uno fuerte, otro suave. Pero, por lo menos, podía ver. Más adelante estaba la escalera que conducía hacia los generadores, situados abajo. Otros nueve metros.

Oscuridad. Ya no había luz.

Miró hacia atrás, a la puerta, y vio que la luz estaba bloqueada por el cuerpo de un velocirraptor. El animal se inclinó y, cuidadosamente, olfateó el zapato.

Henry Wu paseaba preocupado. Deslizaba las manos sobre las consolas del ordenador. Tocaba las pantallas. Estaba en constante movimiento. Estaba casi frenético por la tensión.

Repasó los pasos que habría de dar: tenía que proceder con rapidez; la primera pantalla se encendería, y él apretaría…

—¡Wu! —dijo la radio.

Extendió la mano para aferraría:

—Sí. Estoy aquí.

—¿Ya tiene esa maldita corriente? —Era Muldoon. Había algo extraño en su voz, algo hueco.

—No —dijo Wu. Sonrió, contento de saber que Muldoon estaba vivo.

—Creo que Arnold logró llegar al cobertizo —anunció Muldoon—. Después de eso, no sé más.

—¿Dónde está usted? —preguntó Wu.

—Estoy atascado.

—¿Qué?

—Atascado en un maldito caño. Y soy muy popular en estos momentos.

«Atascado en un caño se ajustaba más a la realidad», pensó Muldoon; había una pila de caños de drenaje acumulados detrás del centro de visitantes, y Muldoon se deslizó de espaldas en el más próximo, arrastrándose a gatas como un pobre infeliz. Caños de un metro de luz, que le iban muy ajustados, pero los velocirraptores no podían atacarle.

No, al menos, después de haberle volado la pata a uno, cuando el ruidoso hijo de puta se acercó demasiado al caño. El raptor se había ido aullando, y los demás se mostraban ahora respetuosos. Lo único que Muldoon lamentaba era no haber esperado hasta ver el hocico al final del tubo, antes de haber oprimido el disparador.

Pero todavía podía tener la oportunidad, porque había tres o cuatro ahí fuera, gruñendo y aullando alrededor de él.

—Sí, muy popular —repitió por radio.

—¿Arnold tiene radio? —preguntó Wu.

—No lo creo —respondió Muldoon—. No se mueva de su sitio. Espere hasta que vuelva la corriente.

Muldoon no sabía cómo era el otro lado del caño; se había metido de espaldas demasiado deprisa, y no podía verlo ahora. Sólo podía albergar la esperanza de que el otro extremo no estuviese abierto: no le agradaba la idea de que uno de esos desgraciados le diera un mordisco en sus cuartos traseros.

Arnold retrocedió hacia el comienzo de la pasarela: el velocirraptor estaba a tres metros apenas, acercándosele con cautela, aproximándose hacia la penumbra. Arnold podía oír el clic de las letales garras sobre el metal.

Pero marchaba con lentitud. Sabía que el animal podía ver bien, pero el enrejado de la pasarela, los olores mecánicos no familiares lo volvían cauteloso. Esa preocupación era su única oportunidad, pensó: si pudiera llegar a la escalera, y después bajar hasta el piso de abajo…

Porque estaba seguro de que los velocirraptores no podían ir por escaleras. Por cierto que no podían por escaleras estrechas, empinadas.

Echó una mirada por encima del hombro: la escalera estaba sólo a unos metros de distancia. Unos pocos pasos más…

¡Había llegado! Al extender la mano hacia atrás pudo palpar la barandilla. Empezó a bajar a tientas por los escalones casi verticales. Los pies tocaron hormigón horizontal. El raptor gruñó en señal de frustración, seis metros por encima de él, en la pasarela.

—¡Qué lástima, amiguito! —se burló Arnold. Se volvió. Ahora estaba muy cerca del generador auxiliar. Unos pasos más tan sólo, y lo vería, incluso con esa luz mortecina…

Hubo un golpe sordo detrás de él.

Arnold se volvió.

El velocirraptor estaba allí erguido en el suelo de hormigón, gruñendo.

Había bajado de un salto.

Rápidamente, Arnold buscó un arma pero, de pronto, sintió que le ponían violentamente de espaldas contra el hormigón. Algo pesado le oprimía el pecho. Le resultaba imposible respirar, y se dio cuenta de que el animal estaba encima de él, sintió las grandes garras escarbando en la carne de su pecho, olió el aliento fétido que provenía de la cabeza que se movía sobre él, y abrió la boca para gritar.

Ellie sostenía la radio en sus manos, escuchando. Otros dos trabajadores costarricenses habían llegado al pabellón: parecían saber que ahí estaban seguros. Pero no habían llegado otros en los últimos minutos. Y fuera todo estaba más silencioso. A través de la radio, Muldoon preguntó:

—¿Cuánto tiempo hace que ha ido?

—Cuatro, cinco minutos —respondió Wu.

—Arnold ya debía de haberlo hecho, para estos momentos —dijo Muldoon—. Si es que va a hacerlo. ¿Se le ocurre alguna idea a usted?

—No.

—¿Tenemos noticias de Gennaro?

Gennaro apretó el botón:

—Estoy aquí.

—¿Dónde diablos está usted? —gruñó Muldoon.

—Estoy yendo hacia el edificio de mantenimiento. Deséenme suerte.

Gennaro se agachó entre el follaje, escuchando.

Directamente delante vio el sendero bordeado por plantas cultivadas, que llevaba hacia el centro de visitantes. Sabía que el cobertizo de mantenimiento estaba en alguna parte, hacia el este. Oyó el trinar de pájaros en los árboles. Soplaba una suave brisa. Uno de los velocirraptores rugió, pero se encontraba a cierta distancia; Gennaro lo oyó hacia su izquierda. Se puso en marcha, saliendo del sendero, y se zambulló en el follaje.

¿Le gusta vivir peligrosamente?

En verdad, no.

Era cierto, no le gustaba. Pero Gennaro creía tener un plan o, por lo menos, una posibilidad que podría resultar: si se mantenía al norte del complejo principal de edificios, se podría acercar al cobertizo de mantenimiento por detrás. Todos los raptores estaban probablemente alrededor de los demás edificios, hacia el sur. No había motivo alguno para que estuvieran en la jungla.

Al menos, tenía la esperanza de que no.

Se movió de la manera más silenciosa que le fue posible, desdichadamente consciente de que estaba haciendo mucho ruido. Se forzó a reducir la marcha, sintiendo que su corazón galopaba. La vegetación era muy densa: no le permitía ver a más de un metro ochenta, o dos metros, delante de él. Empezó a temer no encontrar el cobertizo de mantenimiento pero, en ese momento, vio el techo hacia su derecha, por encima de las palmeras.

Fue hacia él; pasó a su lado; encontró la puerta; la abrió y entró: estaba muy oscuro. Tropezó con algo.

Un zapato de hombre.

Frunció el entrecejo. Apuntaló la puerta para que quedara completamente abierta y penetró más profundamente en el edificio. Vio una pasarela directamente ante él. De pronto, se dio cuenta de que no sabía a dónde ir. Y había dejado la radio atrás.

—¡Maldición!

Podría haber una radio en alguna parte del edificio de mantenimiento. O bien, sencillamente buscaría el generador; probablemente estaba en alguna parte abajo, en el piso inferior. Encontró una escalera que llevaba hacia abajo.

En el nivel inferior estaba más oscuro y resultaba difícil ver algo. Gennaro avanzó a tientas entre las cañerías, manteniendo los brazos extendidos hacia arriba, para evitar golpearse la cabeza.

Oyó el gruñido de un animal y quedó paralizado. Escuchó, pero el sonido no se repitió. Avanzó con cautela. Algo le goteó sobre el hombro y el brazo desnudo: era caliente, como agua. Lo tocó en la oscuridad.

Pegajoso.

Lo olió.

Sangre.

Miró hacia arriba: el velocirraptor estaba encaramado sobre los caños, sólo unos metros por encima de su cabeza. Le goteaba sangre de las garras. Con una sensación de extraña despreocupación, Gennaro se preguntó si el animal estaría herido. Y empezó a correr, pero el velocirraptor le saltó sobre la espalda, empujándole al suelo.

Gennaro era fuerte: con esfuerzo, se quitó al animal de encima, lo sacudió de un golpe y rodó lejos de él sobre el hormigón. Cuando se volvió, vio que el raptor había caído sobre el costado, y yacía en el suelo jadeando.

Sí, estaba lesionado. En la pata, por alguna razón.

Mátalo.

Gennaro se puso en pie, ayudándose con las manos, buscando un arma. El animal todavía estaba jadeando sobre el hormigón. Frenéticamente, Gennaro buscó algo, cualquier cosa que pudiese usar como arma. Cuando se volvió, el velocirraptor se había ido, pero oyó resonar el gruñido en la oscuridad.

Gennaro giró sobre sí mismo, describiendo un círculo completo, palpando alrededor con las manos extendidas. Y entonces sintió un dolor agudo en la mano derecha.

Dientes.

Le estaba mordiendo.

El velocirraptor tiró bruscamente de la cabeza de Gennaro, y Donald Gennaro se vio levantado en vilo y cayó.

Acostado en la cama, bañado en sudor, Malcolm escuchaba mientras la radio chasqueaba.

—¿Hay algo? —preguntó—. ¿Reciben algo?

—Ni una palabra —dijo Wu.

—¡Demonios! —masculló Muldoon.

Hubo un momento de vacilación.

Malcolm suspiró:

—No puedo esperar a oír el nuevo plan.

—Lo que quisiera —dijo Muldoon— es hacer que todos fuesen al pabellón y se reagrupasen. Pero no veo cómo.

—Hay un jeep frente al centro de visitantes —intervino Wu—. Si yo lo llevase hasta donde está usted, ¿podría meterse en él?

—Quizá. Pero usted abandonaría la sala de control.

—No puedo hacer nada aquí, de todos modos.

—Nunca oí una verdad mayor: una sala de control sin electricidad no vale mucho como sala de control.

—Muy bien —aprobó Muldoon—. Lo intentaremos. Esto no tiene buen aspecto.

Tendido en su cama, Malcolm agregó:

—No, no tiene buen aspecto: tiene un aspecto desastroso.

—Los velocirraptores nos seguirán —opinó Wu.

—Todavía estamos en mejor posición —dijo Muldoon—. Vamos.

La radio se apagó con un ruido corto y seco. Malcolm cerró los ojos y respiró con lentitud, graduando sus fuerzas.

—Relájese —aconsejó Ellie—. Tómelo con calma, nada más.

—Ustedes saben de lo que aquí se trata en realidad —dijo Malcolm—. Todo este intento por controlar… Estamos hablando de actitudes occidentales que tienen quinientos años de antigüedad. Comenzaron en la época en la que Florencia, en Italia, era la ciudad más importante del mundo. La idea básica de la ciencia, que había una nueva manera de contemplar la realidad, que era objetiva, que no dependía de creencias o nacionalidades, que era racional, era una idea fresca y emocionante en aquel entonces, ofrecía promesas y esperanza para el futuro, y borraba de un plumazo el antiguo sistema medieval, que tenía centenares de años de antigüedad. El mundo medieval de la política feudal, de los dogmas religiosos y de las odiosas supersticiones, cayó ante la ciencia. Pero, en honor a la verdad, eso se debía a que el mundo medieval realmente ya no funcionaba: no funcionaba en lo económico, no lo hacía en lo intelectual y no encajaba en el nuevo mundo que llegaba.

Malcolm tosió.

—Pero ahora —continuó— es la ciencia el sistema de creencias que tiene centenares de años de antigüedad. Y, al igual que el sistema medieval que la precedió, la ciencia está empezando a mostrarse inadecuada con el mundo. La ciencia ha obtenido tanto poder que sus límites prácticos comienzan a ser evidentes; debido a la ciencia, principalmente, miles de millones de nosotros vivimos en un mundo pequeño, muy apretados e intercomunicándonos. Pero la ciencia no puede ayudarnos a decidir qué hacer con ese mundo, o cómo vivir. La ciencia puede elaborar un reactor nuclear, pero no nos puede decir que no lo construyamos. La ciencia puede fabricar plaguicidas, pero no nos puede decir que no los usemos. Y nuestro mundo empieza a estar contaminado en áreas fundamentales, el aire, el agua y la tierra, como consecuencia de la ingobernable ciencia. —Suspiró—. Todo esto es obvio para cualquiera.

Se produjo un silencio. Malcolm yacía con los ojos cerrados, la respiración laboriosa. Nadie habló, y a Ellie le pareció que finalmente se había quedado dormido. Entonces, se volvió a sentar de forma abrupta:

—Al mismo tiempo, la gran justificación intelectual de la ciencia desapareció. Incluso desde Newton y Descartes, la ciencia nos brindó explícitamente la visión de un control total. La ciencia afirmó tener el poder de, a la larga, conocerlo todo, a través de su comprensión de las leyes naturales. Pero, en el siglo XX, esa afirmación se hizo pedazos, más allá de toda posible reparación: primero, el principio de incertidumbre de Heisenberg fijó límites a lo que podemos saber sobre el mundo subatómico. «Oh, está bien —decimos—, ninguno de nosotros vive en un mundo subatómico. Eso no establece diferencia práctica alguna en nuestro paso por la vida». Después, el teorema de Gódel fijó límites similares a la matemática, el lenguaje formal de la ciencia: los matemáticos solían creer que su lenguaje gozaba de alguna exactitud intrínseca especial, que provenía de las leyes de la lógica. Ahora sabemos que lo que llamamos «razón» es sólo un juego arbitrario. No es algo especial, de la forma en que pensábamos que era.

»Y ahora la teoría del caos demuestra que lo imprevisible está dentro de nuestras vidas diarias. Que es algo tan mundano como la tormenta que no podemos predecir. Y así, la gran visión de la ciencia, que ya tiene centenares de años de antigüedad —el sueño del control total— ha muerto en nuestro siglo. Y con ello gran parte de la justificación, lo racional de la ciencia al hacer lo que hace. Y sólo nos queda el escucharla. La ciencia siempre ha dicho que ahora no podemos saberlo todo, más que lo conoceremos algún día. Pero ya vemos que esto no es cierto. Que sólo es una loca jactancia. Como la de los locos, los mal encaminados, como el niño que salta desde lo alto de un edificio sólo porque cree que puede volar.

—Eso es algo muy extremado —comento Hammond, meneando la cabeza.

—Estamos siendo testigos del final de una era científica. La ciencia, al igual que otros sistemas pasados de moda, se destruye a sí misma. A medida que gana en poder, se demuestra incapaz de manejar ese poder. Porque ahora las cosas van demasiado deprisa. Hace cincuenta años, todo el mundo estaba loco con eso de la bomba atómica. Eso era poder. Nadie podía imaginarse algo más. Sin embargo, apenas una década después de la bomba, empezamos a tener poder genético. Y el poder genético es con mucho más potente que el poder atómico. Y se encontrará en manos de todos. Estará en las herramientas de los hortelanos del patio de atrás. Para los experimentos de los colegiales. En laboratorios baratos para terroristas y dictadores. Y esto forzará a todo el mundo a hacerse idéntica pregunta —«¿Qué debería hacer con mi poder?»—, que es precisamente la misma pregunta que la ciencia afirma no saber responder.

—¿Entonces, qué sucederá? —preguntó Ellie.

Malcolm se encogió de hombros.

—Un cambio.

—¿Qué clase de cambio?

—Todos los cambios importantes son como la muerte —repuso—. No puedes mirar al otro lado hasta que te encuentras allí.

Y cerró los ojos.

—El pobre hombre… —comentó Hammond, sacudiendo la cabeza.

Malcolm suspiró.

—¿Tienes idea —prosiguió— de lo improbable que resulta que tú, o cualquiera de nosotros, salgamos vivos de esta isla?