Tiranosaurio

El jeep avanzaba dando saltos bajo un sol cegador. Muldoon conducía, con Gennaro a su lado. Estaban en campo abierto, alejándose de la densa línea de vegetación y palmeras que señalaba el curso del río, unos noventa metros hacia el este. Llegaron a una elevación y Muldoon detuvo el vehículo.

—¡Cristo, hace calor! —comentó, enjugándose la frente con el dorso del brazo. Bebió de la botella de whisky que tenía entre las rodillas; después se la ofreció a Gennaro.

Gennaro negó con la cabeza. Contempló el paisaje, que centelleaba débilmente bajo el calor matinal. Después miró el ordenador y el monitor de televisión montados en el tablero de instrumentos: el monitor mostraba vistas del parque, tomadas por cámaras lejanas. Todavía no había señales de Grant y los niños. Ni del tiranosaurio.

La radio chasqueó:

—Muldoon.

Muldoon levantó el receptor:

—Sí.

—¿Tiene el equipo que va montado en el tablero? He encontrado al rex: está en la cuadrícula 442. Y va a la 443.

—Un momento —dijo Muldoon, ajustando el monitor—. Sí, lo tengo ahora. Está siguiendo el río.

El animal marchaba a lo largo del follaje que tapizaba las márgenes del río, yendo hacia el norte.

—No se exalte con él. Tan sólo inmovilícelo.

—No se preocupe —le tranquilizó Muldoon, entornando los ojos por el sol—, no voy a lastimarle.

—Recuerde: el tiranosaurio es nuestra principal atracción —hizo hincapié Arnold.

Muldoon apagó la radio con un chasquido de estática:

—Maldito idiota: todavía está hablando de los turistas. —Puso en marcha el motor—: Vamos a ver a «Rexy» y a darle una dosis.

El jeep avanzó traqueteando por el terreno.

—Hace tiempo que estaba deseándolo —dijo Gennaro.

—Hace tiempo que esperaba hacerle una trastada a ese gran bastardo —confesó Muldoon—. Y ahí está.

Se detuvieron con tanta brusquedad que el jeep giró sobre sí mismo. A través del parabrisas, Gennaro vio el tiranosaurio directamente delante de ellos, moviéndose entre las palmeras que había a lo largo del río.

Muldoon vació la botella de whisky y la tiró en el asiento de atrás. Tendió la mano para alcanzar sus tubos. Gennaro miró el monitor de televisión, que mostraba el jeep de ellos y el tiranosaurio: debía de haber una cámara de circuito cerrado en los árboles, en alguna parte allá atrás.

—Si quiere ayudar —dijo Muldoon—, puede romper los sellos y abrir esos cartuchos que tiene a sus pies.

Gennaro se inclinó y abrió una caja «Halliburton» de acero inoxidable. El interior estaba acolchado con espuma de goma. Cuatro cilindros, cada uno del tamaño de una botella de un cuarto de litro de capacidad, estaban alojados en la espuma. Todos llevaban el rótulo MORO-709. Gennaro extrajo uno.

—Le rompe la punta y le atornilla una aguja —explicó Muldoon.

Gennaro encontró un paquete plástico con agujas grandes, cada una del diámetro de la yema de un dedo. Atornilló una en el cartucho. El extremo opuesto del cartucho tenía un peso circular de plomo.

—Ése es el émbolo: se comprime al producirse el impacto. —Muldoon se sentó hacia delante, con el rifle de aire terciado sobre las rodillas. Era de pesado metal tubular gris, y a Gennaro le pareció que se trataba de un bazuca o de un lanzacohetes.

—¿Qué es MORO-709?

—Tranquilizante clásico para animales. Los zoológicos de todo el mundo lo usan. Probaremos con mil centímetros cúbicos, para empezar. —Muldoon abrió la cámara con un movimiento seco: era lo suficientemente grande como para que cupiese el puño.

Deslizó el cartucho dentro y la cerró.

—Esto debe de bastar —dijo Muldoon—. Un elefante normal necesita alrededor de doscientos cecés, pero cada uno sólo pesa dos o tres toneladas. El Tyrannosaurus rex pesa ocho toneladas y es mucho más malvado. Eso importa para la dosificación.

—¿Por qué?

—La dosificación que se le da a un animal depende, en parte, del peso corporal y, en parte, del temperamento: se dispara la misma dosis del 709 a un elefante, a un hipopótamo y a un rinoceronte. —Al elefante le inmoviliza, de modo que se limita a quedarse quieto como una estatua. Al hipo le frena, de modo que se amodorra, pero se sigue moviendo. Y el riño se vuelve furiosamente combativo. Pero, por otro lado, a un rinoceronte se lo persigue durante más de cinco minutos en un automóvil, y se desploma muerto como consecuencia de un shock de adrenalina. Extraña combinación de dureza y delicadeza.

Muldoon condujo lentamente hacia el río, acercándose al tiranosaurio. Continuó:

—Pero todos ésos son mamíferos. Sabemos mucho sobre cómo manejar mamíferos, porque todos los zoológicos están estructurados en torno a la atracción que ejercen los grandes mamíferos: leones, tigres, osos, elefantes. Sabemos mucho menos de los reptiles. Y nadie sabe nada de los dinosaurios. Los dinosaurios son animales nuevos.

—¿Usted los considera reptiles? —preguntó Gennaro.

—No. Los dinosaurios no encajan en las categorías existentes.

Le dio un brusco giro al volante para evitar una roca y prosiguió:

—En realidad, lo que encontramos es que los dinosaurios fueron tan variables como los mamíferos lo son hoy: algunos dinos son mansos y encantadores, y otros son malvados y desagradables. Algunos ven bien y otros, no. Algunos son estúpidos y otros son muy, muy inteligentes.

—¿Como los raptores? —completó Gennaro.

Muldoon asintió con la cabeza:

—Los raptores son astutos. Muy astutos. Créame, todos los problemas que tenemos hasta el momento no son nada comparados con los que tendríamos si los velocirraptores escaparan alguna vez de su reserva… Ah, creo que esto es lo más cerca que podemos llegar de nuestro «Rexy».

Allá adelante, el tiranosaurio metía la cabeza entre las ramas, escudriñando el río. Tratando de pasar. Después, se desplazaba unos pocos metros río abajo, para volver a intentarlo.

—Me pregunto qué es lo que ve ahí adentro —dijo Gennaro.

—Es difícil saberlo. A lo mejor está tratando de llegar a los microceratópsidos que andan dando vueltas por las ramas. La van a hacer participar en una gozosa persecución.

Muldoon detuvo el jeep a unos cuarenta y cinco metros del tiranosaurio, y dio vuelta al vehículo. Dejó el motor en marcha:

—Siéntese detrás del volante —indicó— y póngase el cinturón de seguridad. —Tomó otro cartucho y lo prendió en la camisa. Después, se apeó.

Gennaro se puso detrás del volante:

—¿Ha hecho esto antes muy a menudo?

Muldoon eructó. Dijo:

—Nunca. Trataré de darle justo detrás del conducto auditivo. Veremos cómo van las cosas a partir de ahí.

Caminó unos nueve metros por detrás del jeep y se agazapó en la hierba, afianzándose sobre una rodilla. Apoyó el enorme rifle contra el hombro y, con un movimiento corto y neto, encendió la gruesa mira telescópica. Apuntó al tiranosaurio, que todavía no hacía caso de la presencia de los hombres.

Hubo una pálida explosión de gas y Gennaro vio una raya blanca que volaba hacia el animal. Pero nada pareció ocurrir.

Entonces, el tiranosaurio se dio vuelta lentamente, con curiosidad, para escudriñarlos. Movía la cabeza de un lado para otro, como si les mirara alternativamente con uno y otro ojo.

Muldoon había bajado el lanzador y estaba cargando el segundo cartucho.

—¿Le ha dado? —preguntó Gennaro.

Muldoon negó con la cabeza:

—Fallé. Malditas miras láser… Vea si hay una batería en la caja.

—¿Una qué?

—Una batería. Es casi tan grande como un dedo. Con marcas grises.

Gennaro se inclinó para mirar en la caja de acero. Sintió la vibración del jeep, oyó el motor ronroneando. No vio batería alguna. El tiranosaurio rugió: para Gennaro fue un sonido aterrador, que retumbaba desde la gran cavidad torácica del animal, un bramido que se extendía por el paisaje. Gennaro se sentó en forma brusca y extendió las manos sobre el volante; puso la mano sobre la palanca de cambios. A través de la radio oyó una voz que decía:

—Muldoon. Aquí Arnold. Lárguese de ahí. Cambio y fuera.

—Sé lo que estoy haciendo —contestó Muldoon.

El tiranosaurio se lanzó a la carga.

Muldoon se mantuvo firme en su puesto. A pesar de la bestia que se abalanzaba sobre él a toda velocidad, lenta y metódicamente alzó el lanzador, apuntó y disparó. Una vez más, Gennaro vio la bocanada de humo y la raya blanca del cartucho que iba hacia el animal.

Nada ocurrió. El tiranosaurio siguió avanzando.

Ahora Muldoon estaba de pie y corriendo, al tiempo que gritaba:

—¡Vamos! ¡Vamos!

Gennaro puso el jeep en marcha y Muldoon se arrojó sobre la portezuela lateral, mientras el jeep se bamboleaba hacia delante. El tiranosaurio se aproximaba con rapidez, y Muldoon abrió la portezuela de un golpe y trepó al interior del vehículo.

—¡Vamos, maldita sea! ¡Vamos!

Gennaro hundió el pedal hasta el suelo. El jeep iba dando tumbos inseguros; el extremo anterior se elevaba tanto que, a través del parabrisas, únicamente vieron el cielo, para después volver a caer estruendosamente al suelo y correr nuevamente hacia delante. Gennaro enfiló hacia un bosquecillo de árboles que había a la izquierda hasta que, por el espejo retrovisor, vio al tiranosaurio lanzar un rugido final y alejarse.

Gennaro redujo la velocidad del coche y masculló:

—¡Jesús!

Muldoon estaba meneando la cabeza:

—Podría jurar que le di la segunda vez.

—Yo diría que falló —dijo Gennaro.

—La aguja tiene que haberse roto antes de que el émbolo le inyectara.

—Admítalo: erró el tiro.

—Sí —asintió Muldoon.

Suspiró:

—Erré el tiro. La batería estaba agotada en las malditas miras láser. Culpa mía. Debí haberla revisado, después de estar fuera toda la noche pasada. Regresemos y consigamos más cartuchos.

El jeep se dirigió hacia el norte, hacia el hotel. Muldoon tomó el micrófono:

—Control.

—Sí —dijo Arnold.

—Nos dirigimos de vuelta a la base.

Ahora el río era muy estrecho y fluía con rapidez. La balsa iba cada vez más deprisa. Empezaban a tener la sensación de que era como un viaje en un parque de atracciones.

—¡Uiii! —aulló Lex, aferrándose a la borda—. ¡Deprisa, más deprisa!

Grant entornó los ojos, mirando hacia delante: el río todavía era estrecho y oscuro pero, más adelante, pudo ver que los árboles terminaban y que se veía luz brillante de día y se oía un lejano rugido. El río parecía terminar abruptamente en una peculiar recta horizontal…

La balsa iba todavía más deprisa.

Grant, presuroso, tomó los remos.

—¿Qué pasa?

—Es una cascada —informó.

La balsa emergió bruscamente de la oscuridad que formaba un toldo sobre él, a la brillante luz de la mañana, y se lanzó hacia delante, llevada por la veloz corriente hacia el borde de la cascada. El rugido sonaba con intensidad en sus oídos. Grant remó lo más vigorosamente que pudo, pero únicamente consiguió que la balsa girara sobre sí misma en círculos, siguiendo inexorablemente hacia el borde.

Lex se inclinó hacia Grant:

—¡No sé nadar! —Grant vio que la niña no tenía abrochado el chaleco salvavidas, pero no había nada que él pudiera hacer.

Con aterradora velocidad llegaron al filo de la caída, y el rugido del agua que se precipitaba pareció llenar el mundo. Grant apretó el remo profundamente en el agua; sintió cómo se atascaba y resistía, justo en el borde de la cascada. La balsa de goma se estremecía por la corriente, pero no siguió avanzando. Grant se apoyó con todas sus fuerzas en el remo y, al mirar sobre el borde del salto de agua, vio la abrupta caída de quince metros hacia el bullente embalse que esperaba abajo.

Y allí, esperándoles, estaba el tiranosaurio.

Lex chillaba aterrorizada y, en ese momento, la balsa giró y cayó por la cascada, despidiéndolos por el aire hacia la rugiente masa de agua, hacia la que cayeron de manera vertiginosa. Grant agitaba los brazos en el aire, y el mundo súbitamente quedó silencioso y moviéndose en cámara lenta.

A Grant le pareció que caía durante inacabables minutos; tuvo tiempo para observar a Lex que caía al lado de él, aferrada a su chaleco anaranjado; tuvo tiempo para observar a Tim, que miraba hacia abajo; tuvo tiempo para observar la congelada cortina blanca del agua de la cascada; tuvo tiempo para observar el burbujeante embalse que tenía abajo, mientras caía lenta, silenciosamente, hacia él.

Y entonces, con doloroso chapuzón, Grant se precipitó en el agua fría, rodeado por bullentes burbujas blancas. Dio tumbos, giró sobre sí mismo y tuvo una rápida visión de la pata del tiranosaurio, mientras un remolino le hacía pasar a su lado, le arrastraba hacia el embalse y le arrojaba hacia el río que corría más allá. Grant nadó hacia la orilla, se agarró a unas rocas tibias, resbaló, asió una rama y, por fin, logró impulsarse fuera de la corriente principal. Jadeante, se arrastró boca abajo sobre las rocas, y miró hacia el río justo a tiempo para ver la balsa marrón de goma que pasaba frente a él dando tumbos.

Después, vio a Tim, luchando en la corriente, extendió el brazo y lo extrajo, tosiendo y temblando, hacia la orilla.

Grant se volvió hacia la cascada y vio al tiranosaurio lanzar la cabeza, hundiéndola en el agua del embalse que tenía frente a sí. La enorme cabeza se sacudió, salpicando agua a cada lado. Tenía algo entre los dientes.

Y entonces el tiranosaurio volvió a levantar la cabeza.

Colgando flojamente de sus mandíbulas estaba el chaleco salvavidas anaranjado de Lex.

Instantes después, Lex emergió, subiendo y bajando como un corcho, al lado de la larga cola del dinosaurio: yacía boca abajo en el agua, su cuerpecito arrastrado río abajo por la corriente. Grant se zambulló detrás de ella, y otra vez se encontró inmerso en el agitado torrente. Instantes después, empujó sobre las rocas un peso muerto, agobiante; la cara de Lex estaba cenicienta; de su boca salía agua.

Grant se inclinó sobre ella para hacerle la respiración boca a boca. La niña tosió. Después, vomitó un líquido verde amarillento y volvió a toser. Los párpados se abrieron y cerraron varias veces, con rapidez:

—Hola —dijo. Sonrió débilmente—. Lo conseguimos.

Tim empezó a llorar. Su hermana tosió otra vez.

—¿Vas a terminar de una vez? ¿Por qué estás llorando?

—Porque…

—Estábamos preocupados por ti —dijo Grant.

Pequeños restos de material blanco venían bajando por el río: el tiranosaurio estaba desgarrando el chaleco salvavidas. Todavía estaba de espaldas a ellos, mirando hacia la cascada pero, en cualquier momento, podía darse vuelta y verles…

—Vamos, chicos —dijo Grant.

—¿A dónde vamos? —preguntó Lex, tosiendo.

—Vamos.

Grant buscaba un lugar donde esconderse. Río abajo sólo vio una llanura herbácea abierta, que no brindaba protección; aguas arriba, estaba el dinosaurio. En ese momento vio un sendero de tierra que bordeaba el río: aparentemente llevaba hacia la cascada.

Y, en la tierra, vio la huella clara del zapato de un hombre que se dirigía hacia lo alto del sendero, hacia la cascada.

Por fin, el tiranosaurio se volvió, gruñendo y mirando hacia la llanura herbácea: pareció deducir que los seres humanos habían escapado. Los buscaba aguas abajo. Grant y los hermanitos se agacharon entre los grandes helechos que tapizaban los márgenes del río. Con cautela, Grant les guió aguas arriba.

—¿A dónde vamos? —preguntó Lex—. Estamos volviendo.

—Lo sé.

Estaban más cerca de la cascada ahora; el rugido se oía con mucha más intensidad. Las rocas se hicieron resbaladizas; el sendero estaba cubierto de barro. Había una bruma constante que flotaba en el aire: era como moverse a través de una nube. El sendero parecía llevar directamente al interior de la masa de agua que se precipitaba pero, a medida que se acercaban, vieron que, en realidad, pasaba por detrás de la catarata.

El tiranosaurio les seguía buscando aguas abajo, con el lomo vuelto hacia ellos. Se apresuraron a recorrer el sendero que llevaba hacia la cascada, y ya casi habían llegado detrás de la cortina de agua, cuando Grant vio que el tiranosaurio se volvía. En ese momento quedaron completamente detrás de la cascada, y Grant no podía ver a través de la cortina plateada.

Miró en derredor sorprendido: había un pequeño nicho ahí, apenas más grande que un armario empotrado, y lleno de maquinaria; ronroneantes bombas y grandes filtros y tuberías. Todo estaba mojado y frío.

—¿Nos ha visto? —dijo Lex; tenía que gritar para cubrir el ruido del salto de agua—. ¿Dónde estamos? ¿Qué es este lugar? ¿Nos ha visto?

—Un momento, por favor —dijo Grant. Estaba observando el equipo. Resultaba claro que era maquinaria del parque. Y que tenía que haber electricidad para hacerla funcionar, así que, quizás hubiera un teléfono para establecer comunicación. Empezó a meter las manos entre los filtros y las tuberías.

—¿Qué está haciendo? —gritó Lex.

—Busco un teléfono.

Eran cerca de las diez de la mañana: tenían apenas un poco más de una hora para ponerse en contacto con el barco, antes de que llegara a tierra firme.

En la parte de atrás del nicho, Grant halló una puerta metálica en la que se había impreso el letrero MANT 04, pero estaba firmemente cerrada con llave. Junto a ella había una ranura para introducir una tarjeta de seguridad. A lo largo de la puerta vio una hilera de cajas metálicas: las abrió una después de otra, pero únicamente contenían interruptores y temporizadores. Ningún teléfono. Y nada para abrir la puerta.

Casi pasó de largo la caja que estaba a la izquierda de la puerta: al abrirla, encontró un micro teclado con nueve botones, cubierto con puntos de moho verde. Pero tenía el aspecto de ser un medio para abrir la puerta, y Grant tenía la sensación de que al otro lado de esa puerta había un teléfono. Grabado en el metal de la caja estaba el número 1023: Grant lo marcó en el teclado.

Con un chirrido, la puerta se abrió: abismal oscuridad más allá, escalones de hormigón que llevaban hacia abajo. Sobre la pared de atrás vio otro letrero: VEHÍCULO 04/CARGADOR 22 MANT, y una flecha que señalaba hacia la parte baja de la escalera. ¿Podría ser que realmente hubiera un vehículo?

—Vamos, chicos.

—¡Ni lo piense! —declaró Lex—. Yo no me meto ahí.

—Vamos, Lex —la instó Tim.

—No —repitió Lex—, no hay luz ni nada. No voy.

—No importa —dijo Grant: no había tiempo para discutir—: Quedaos aquí, y yo volveré enseguida.

—¿A dónde va? —preguntó Lex, repentinamente alarmada.

Grant pasó por la puerta, que emitió un corto y penetrante tono electrónico y se cerró detrás de él de golpe, impulsada por un resorte.

Quedó sumido en la más absoluta oscuridad. Después de un instante de sorpresa, se volvió hacia la puerta y palpó su mojada superficie: no había picaporte, no había cerrojo. Se volvió hacia las otras puertas que había a cada lado, recorriéndolas con los dedos para encontrar un interruptor, una caja de controles, cualquier cosa…

No había nada.

Estaba luchando contra el pánico, cuando los dedos se le cerraron sobre un cilindro metálico frío. Dejó correr las manos sobre un borde que se ensanchaba, una superficie plana… ¡una linterna! La encendió, y el haz resultó sorprendentemente brillante. Volvió a mirar la puerta, pero vio que no se abría: tendría que esperar a que los niños la destrabaran. Mientras tanto…

Empezó a descender con cuidado por los escalones mojados y resbaladizos por el moho. Cuando había recorrido parte del tramo de escalera, oyó el sonido de olfateo y de garras rasguñando hormigón. Extrajo su pistola de dardos y prosiguió la marcha con cautela.

La escalera giraba y, cuando enfocó el haz de luz, un extraño reflejo destelló como respuesta y entonces, un instante después, lo vio; ¡un coche! Era un coche eléctrico, como un carrito de golf, y estaba frente a un túnel largo que parecía extenderse durante kilómetros. Una luz roja brillante refulgía junto al volante, así que quizás estuviera cargado.

Grant volvió a oír el sonido de olfateo, hizo rodar el vehículo y vio una forma descolorida levantarse hacia él, saltando por el aire, con las mandíbulas abiertas y, sin pensar, disparó. El animal cayó sobre él, derribándole, y Grant rodó sobre sí mismo para alejarse, presa del miedo; la linterna se sacudía locamente. Pero el animal no se levantó, y Grant se sintió como un tonto cuando lo vio:

Era un velocirraptor, pero muy joven, de menos de un año. Medía alrededor de sesenta centímetros, la talla de un perro mediano, y yacía en el suelo, respirando en forma entrecortada, con el dardo sobresaliéndole bajo la mandíbula: probablemente había demasiado anestésico para el peso corporal de ese animal, y Grant quitó el dardo con prontitud. El velocirraptor le miró con ojos ligeramente vidriosos.

Grant percibía en ese animal una clara sensación de inteligencia, una especie de suavidad que contrastaba de manera extraña con la amenaza que habían representado los adultos de la reserva. Le acarició la cabeza, con la esperanza de calmarlo. Miró el cuerpo, que se estremecía levemente al surtir efecto el tranquilizante. Y entonces vio que era un macho.

Un ejemplar joven, y macho. No había duda alguna en cuanto a lo que estaba viendo: ese velocirraptor había nacido en forma natural.

Excitado por ese acontecimiento, se apresuró a subir la escalera hacia la puerta. Con su linterna exploró la superficie plana y lisa, así como las paredes interiores. Mientras deslizaba las manos sobre la puerta, lentamente se fue dando cuenta de que estaba encerrado y que no podía abrir la puerta a menos que los niños tuvieran presencia de ánimo para abrirla por él. Podía oírlos, débilmente, al otro lado de la puerta.

—¡Doctor Grant! —gritó Lex, golpeando la puerta con los puños—. ¡Doctor Grant!

—Tranquilízate —dijo Tim—. Volverá.

—Pero, ¿a dónde ha ido?

—Oye: el doctor Grant sabe lo que hace. Volverá dentro de un instante.

—Debería volver ahora —manifestó Lex: se puso los puños en las caderas, apartó bien los codos y golpeó con ira el pie en el suelo.

En ese momento, con un rugido, la cabeza del tiranosaurio irrumpió a través de la cascada, dirigiéndose hacia ellos.

Tim contempló con terror cómo la enorme boca se abría tremendamente. Lex chilló y se arrojó al suelo. La cabeza osciló hacia atrás y hacia delante, y volvió a salir por la cascada. Pero Tim pudo ver la sombra de la cabeza del animal en la cortina de agua que caía.

Empujó a Lex para que se metiera más en el nicho, en el preciso momento en que las mandíbulas volvían a irrumpir rugiendo, con la gruesa lengua disparándose y retrotrayéndose en la boca con rapidez. Desde la cabeza, el agua se dispersaba en todas direcciones. Después, volvió a salir al exterior.

Lex se acurrucó junto a Tim, temblando:

—Odio a Grant —declaró.

Se acurrucó más hacia el fondo, pero el nicho sólo tenía unos pocos metros de profundidad, y estaba atestado de maquinaria: no había sitio para que los hermanos se escondieran.

La cabeza volvió a penetrar a través del agua, pero con lentitud esta vez, y la mandíbula se apoyó en el suelo. El tiranosaurio resopló, abriendo y cerrando las aletas nasales, olfateando el aire. Pero los ojos todavía estaban fuera de la cortina de agua.

Tim pensó: «No nos puede ver. Sabe que estamos aquí, pero no nos puede ver a través del agua».

El tiranosaurio olisqueó.

—¿Qué está haciendo? —volvió a preguntar Lex.

—¡Cállate!

Con un gruñido profundo, las mandíbulas se abrieron con lentitud y la lengua serpenteó hacia fuera: era gruesa y negroazulada, con una leve hendidura en la punta; tenía algo más de un metro de largo y alcanzó con facilidad la pared opuesta del nicho. La lengua se deslizó sobre los cilindros de filtrado, produciendo el sonido de algo áspero que se arrastra. Tim y Lex se apretaron contra la cañería.

La lengua se desplazó con lentitud hacia la izquierda; después, hacia la derecha, azotando húmedamente la maquinaria. La punta se abarquilló alrededor de caños y válvulas, palpándolos. Tim vio que la lengua tenía movimientos propios, controlados, como los de la trompa de un elefante. La lengua retrocedió, recorriendo el lado derecho del nicho. Se arrastró contra las piernas de Lex.

—¡Puajjj! —hizo Lex.

La lengua se detuvo. Se curvó, levantándose como una víbora al lado del cuerpo de la niña. Después, empezó a subir…

—No te muevas —susurró Tim.

…pasó sobre su cara; después recorrió el hombro de Tim y, por último, se enrolló en torno de la cabeza del chico. Tim cerró los ojos con fuerza, mientras el viscoso músculo le cubría la cara: era caliente y húmedo, y hedía a orina.

Enrollada en torno de él, la lengua empezó a arrastrarlo, muy lentamente, hacia las mandíbulas abiertas.

—Timmy…

Tim no podía contestar: su boca estaba cubierta por la plana lengua negra. Podía ver, pero no podía hablar. Lex le tironeó de la mano.

—¡Vamos, Timmy!

La lengua le arrastraba hacia la boca resoplante. Sentía el cálido aliento jadeante en las piernas. Lex tiraba de él, pero no era rival para la potencia muscular que retenía a su hermano. Tim soltó a Lex y apretó la lengua con ambas manos, tratando de empujarla por encima de la cabeza: no la podía mover. Hundió los talones en el suelo cubierto de barro, pero de todos modos fué arrastrado hacia delante.

Lex le había rodeado la cintura con los brazos y estaba empezando a ver estrellas; una especie de serenidad le invadió, una sensación de pacífica inevitabilidad, mientras era arrastrado.

—¿Timmy?

Y entonces, de repente, la lengua se aflojó y se desenrolló. Tim la sintió resbalar por su cara; tenía el cuerpo cubierto por una repugnante saliva blanca pegajosa, y la lengua cayó laxa al suelo. Las mandíbulas se cerraron de golpe, mordiendo la lengua, de la que empezó a brotar sangre oscura, que se mezcló con el barro. Los orificios nasales todavía resoplaban en forma entrecortada.

—¿Qué está haciendo? —chilló Lex.

Y entonces, lenta, muy lentamente, la cabeza empezó a deslizarse hacia atrás, saliendo del nicho y dejando una larga huella en el barro. Por último, desapareció por completo, y no pudieron ver nada más que la plateada cortina de agua que caía.