—Sencillamente no lo entiendo —dijo John Arnold, hablando por teléfono—. No veo al rex, y no veo a Grant ni a los chicos tampoco.
Estaba sentado frente a las consolas y tomó otra taza de café. A todo su alrededor, por la sala de control, había esparcido platos de papel y sándwiches a medio comer. Arnold estaba agotado. Eran las 08:00 del sábado. En el transcurso de las catorce horas que habían pasado desde que Nedry destruyó el ordenador que dirigía el Parque Jurásico, Arnold, pacientemente, había vuelto a poner en línea los sistemas, uno después de otro:
—Todos los sistemas del parque están otra vez en funcionamiento, y trabajando en forma correcta. Los teléfonos funcionan. He llamado a un médico para usted.
Al otro lado de la línea, Malcolm tosió. Arnold le estaba hablando a la habitación que el matemático ocupaba en el pabellón.
—¿Pero tiene problemas con los sensores de movimiento?
—Bueno, no encuentro lo que estoy buscando.
—¿Como el rex?
—En estos momentos no da lectura alguna. Empezó a desplazarse hacia el norte, hará de eso unos veinte minutos, siguiendo un curso a lo largo de la orilla de la laguna y, después, lo perdí. No sé por qué, a menos que se haya vuelto a dormir.
—¿Y no puede encontrar a Grant y a los niños?
—No.
—Creo que es bastante sencillo —explicó Malcolm—: los sensores de movimiento cubren un sector inadecuado.
—¿Inadecuado? Cubren el noventa y dos…
—Noventa y dos por ciento del sector terrestre, lo recuerdo. Pero si pone los sectores restantes en el mapa, creo que descubrirá que el ocho por ciento está topológicamente unificado, lo que quiere decir que esos sectores son contiguos: en esencia, un animal se puede desplazar con libertad por cualquier parte del parque, y escapar a la detección, si se desplaza por un camino de mantenimiento, o por el río de la jungla, o por las playas, o por donde sea.
—Aunque fuese así —dijo Arnold—, los animales son demasiado estúpidos como para saberlo.
—Aún no está claro lo estúpidos que son los animales —repuso Malcolm.
—¿Cree usted que eso es lo que Grant y los chicos están haciendo? —preguntó Arnold.
—Definitivamente, no. —Malcolm tosió otra vez—. Grant no es ningún estúpido. Resulta claro que quiere que usted le descubra. Es probable que él y los niños estén agitando los brazos delante de cada sensor de movimiento que vean. Pero quizá tengan otros problemas que desconocemos. O quizás estén en el río.
—No me puedo imaginar que estén en el río: las riberas son muy estrechas. Es imposible caminar por ellas.
—¿El río los traería de vuelta aquí?
—Sí, pero no es la ruta más segura para regresar, porque pasa a través del sector de aves prehistóricas…
—¿Por qué ese sector no estaba incluido en la gira? —preguntó Malcolm.
—Hemos tenido problemas para montarlo: originalmente, se había diseñado el parque para que tuviera un pabellón situado a la altura de las copas de los árboles, muy por encima del suelo, desde donde los visitantes podrían observar a los pterodáctilos en el mismo nivel en el que los animales volaban. Tenemos cuatro dáctilos ahora, en el sector de aves prehistóricas… En realidad, son cearadáctilos, que son dáctilos piscívoros.
—¿Qué pasa con ellos?
—Bueno, ocurrió que, mientras terminábamos el pabellón, pusimos los dáctilos en el sector de aves, para que se aclimataran. Pero eso fue un gran error: resulta ser que nuestros cazadores de peces son territoriales.
—¿Territoriales?
—Ferozmente territoriales. Pelean entre sí por el territorio… y atacan a otro animal que penetre en la zona que delimitaron.
—¿Atacan?
—Es impresionante: los dáctilos planean hasta la parte superior de la cúpula, pliegan las alas y se lanzan en picado. Un animal de catorce kilos cae sobre un hombre que esté en tierra como si fuera una tonelada de ladrillos. Los dáctilos golpeaban a los trabajadores, dejándoles inconscientes y produciéndoles cortaduras sumamente serias.
—¿Eso no lesiona a los dáctilos?
—No hasta ahora.
—De modo que si esos chicos están en el sector de aves…
—No lo están… Al menos, tengo la esperanza de que no estén.
—¿Es ése el pabellón? —preguntó Lex—. ¡Qué basura!
Por debajo de la cúpula del sector de aves, el Pabellón Pteratops estaba construido muy por encima del suelo, sobre grandes pilares de madera, en medio de un bosquecillo de abetos. Pero el edificio no había sido terminado y permanecía sin pintar con las ventanas cegadas con tablas. Los árboles y el pabellón estaban salpicados de anchas franjas blancas.
—Creo que no lo terminaron por alguna razón —dijo Grant, ocultando su decepción. Miró el reloj—: Vamos, volvamos al bote.
El sol salió mientras caminaban, haciendo que la mañana se hiciese más alegre. Grant miró las sombras en forma de enrejado que había en el suelo, provenientes de la cúpula que se cernía sobre ellos. Advirtió que el suelo y la vegetación estaban salpicados con anchas listas de la misma sustancia blanca gredosa que habían visto en el edificio. Y había un olor agrio, característico, en el aire matinal.
—Huele mal —declaró Lex—. ¿Qué es toda esa cosa blanca?
—Parece como excrementos de reptil. Es probable que sea de los pájaros.
—¿Cómo es que no terminaron el pabellón?
—No lo sé.
Entraron en un claro de hierba baja, punteado por flores silvestres. Oyeron un silbido prolongado y de tono bajo. Después, otro de respuesta, proveniente del otro lado del bosque.
—¿Qué es eso?
—No lo sé.
Entonces, Grant vio la sombra oscura de una nube, proyectada sobre el campo de hierbas que tenían delante. La sombra se desplazaba con rapidez: en pocos instantes pasó sobre ellos en vuelo rasante. Grant miró hacia arriba y vio una enorme sombra negra que planeaba sobre ellos, cubriendo el sol.
—¡Oh! —gritó Lex—. ¿Es un pterodáctilo?
—Sí —dijo Tim.
Grant no respondió: estaba fascinado por la visión del enorme ser volador. En lo alto del cielo, el pterodáctilo emitió un silbido grave e hizo un giro lleno de gracia, regresando hacia ellos.
—¿Cómo es que no están incluidos en la gira? —preguntó Tim.
Grant se estaba preguntando lo mismo: los dinosaurios voladores eran tan hermosos, tan airosos, cuando se desplazaban por el cielo. Mientras observaba, vio un segundo pterodáctilo aparecer en el cielo, seguido por un tercero, y un cuarto.
—Quizá porque no terminaron el pabellón —supuso Lex.
Grant estaba pensando que ésos no eran pterodáctilos comunes.
Eran demasiado grandes. Tenían que ser cearadáctilos, grandes reptiles voladores de comienzos del cretáceo. Cuando estaban muy altos, parecían pequeños aeroplanos; cuando descendieron más, pudo ver que tenían una envergadura de casi cinco metros, con cuerpos cubiertos de pelambre y cabeza como de cocodrilo. Comían peces, según recordó. Sudamérica y México.
Lex se hizo sombra en los ojos con la mano y alzó la vista hacia el cielo:
—¿Nos pueden hacer daño?
—No lo creo. Comen peces.
Uno de los dáctilos descendió en espiral, una veloz sombra oscura que pasó como una exhalación junto a ellos, produciendo una corriente de aire caliente y dejando atrás un persistente olor agrio.
—¡Uau! —exclamó Lex—. Son verdaderamente grandes. —Y después preguntó—: ¿Está seguro de que no nos pueden hacer daño?
—Muy seguro.
Un segundo dáctilo se abalanzó sobre ellos, desplazándose más rápido que el primero. Llegó desde atrás, pasando como un relámpago sobre sus cabezas. Grant tuvo una fugaz visión de su pico dentado y del cuerpo peludo. Parecía un enorme murciélago, pensó. Pero quedó impresionado por el aspecto frágil de los animales: sus alas inmensas, de delicadas membranas rosadas, resultaban traslúcidas; todo reforzaba la imagen de delicadeza de los dáctilos.
—¡Ay! —gritó Lex, apretándose el cabello—. ¡Me ha mordido!
—¿Te qué? —Se sorprendió Grant.
—¡Me ha mordido! ¡Me ha mordido! —Cuando retiró la mano tenía sangre en los dedos.
En lo alto del cielo, dos dáctilos más plegaron las alas, desplomándose como pequeñas formas oscuras que caían hacia el suelo. Mientras se abalanzaban a tierra, producían una especie de alarido.
—¡Vamos! —exclamó Grant, aferrando la mano de los chicos.
Corrieron a través de la pradera, oyendo el alarido que se aproximaba, y se arrojó al suelo en el último momento, arrastrando a los chicos con él, mientras los dos dáctilos silbaban y chillaban al pasar sobre ellos, batiendo las alas. Grant sintió garras que le cortaban la camisa a lo largo de la espalda.
Después se puso en pie, tirando de Lex para que hiciera lo mismo y corrieron con Tim algunos metros hacia delante, mientras, en lo alto, dos pájaros más giraban y se lanzaban sobre ellos en picado, aullando. En el último instante, Grant tiró de los niños para que cayeran al suelo, y las enormes sombras pasaron sobre ellos aleteando.
—¡Puaj! —exclamó Lex, con repugnancia. Grant vio que estaba sucia con una veta producida por los excrementos blancos de los pájaros.
Logró ponerse de pie:
—¡Vamos!
Estaba a punto de correr, cuando Lex lanzó un alarido de terror.
Grant se volvió y vio que uno de los dáctilos la había apresado por los hombros, utilizando sus garras traseras. Las enormes alas coriáceas del animal, traslúcidas a la luz del sol, batían intensamente a ambos lados de la niña. El dáctilo estaba tratando de elevarse, pero Lex era demasiado pesada y, mientras pugnaba por levantarla, le propinaba repetidos golpes en la cabeza con su larga mandíbula puntiaguda.
Lex gritaba, agitando los brazos con desesperación. Grant hizo lo único que se le ocurrió en el momento: corrió hacia delante y saltó hacia arriba, lanzándose contra el cuerpo del dáctilo. Lo derribó, haciendo que el animal cayera de lomo contra el suelo, y él cayó encima del peludo cuerpo. El animal chilló y lanzó mordiscos como tijeretazos; Grant movió la cabeza para esquivar las mandíbulas y se apoyó en el animal para alejarse, mientras las gigantescas alas batían alrededor de su cuerpo. Era como estar en una tienda durante un vendaval: no podía ver; no podía oír; no había otra cosa más que el aleteo, los chillidos y las membranas coriáceas. Las patas armadas de garras le arañaban frenéticamente el pecho. Lex gritaba, Grant se desprendió del dáctilo, que chillaba mientras batía las alas y pugnaba por girar sobre sí mismo, para enderezarse. Por fin consiguió apoyarse en las alas, como un murciélago, y rodó sobre sí mismo; se irguió sobre las pequeñas garras de las alas y empezó a caminar de esa manera. Grant vaciló un momento, atónito: ¡el animal podía caminar sobre sus alas! ¡La especulación de Lederer era correcta! Pero, en ese momento, los demás dáctilos se les venían en picado y Grant estaba atontado, sin haber recuperado el equilibrio y, horrorizado, vio a Lex correr con los brazos sobre la cabeza… Tim gritaba a voz en cuello…
El primero de los animales se abalanzó; la niña le tiró algo y, de repente, el dáctilo silbó y volvió a elevarse. Los demás dáctilos hicieron lo mismo y siguieron al primero por el cielo. El cuarto dáctilo aleteó desmañadamente en el aire, para unirse a los otros. Grant miró hacia arriba, entornando los ojos, para ver qué había pasado: los tres dáctilos perseguían al primero, chillando con furia.
Habían quedado solos en el campo.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Grant.
—Tienen mi guante —contestó Lex—. Mi «Darril Strawberry» especial.
Empezaron a caminar de nuevo.
Tim puso el brazo alrededor de los hombros de su hermana:
—¿Estás bien?
—¡Claro, que sí, estúpido! —respondió Lex, sacudiéndoselo de encima. Miró hacia arriba—: Espero que se atraganten y se mueran.
—Sí —dijo Tim—. Yo también.
Allá adelante vieron el bote en la orilla. Grant miró su reloj: eran las ocho y treinta. Tenían dos horas y media para regresar.
Lex vitoreó cuando se deslizaron por el río, alejándose más allá de la cúpula plateada del sector de aves prehistóricas. Después, las orillas del río se estrecharon a ambos lados y los árboles se reunieron por encima de ellos una vez más. El río era más angosto que nunca, en algunos puntos no medía más que tres metros de ancho, y la corriente fluía con más rapidez. Lex extendía la mano para tocar las ramas cuando pasaban frente a ellas.
Grant se retrepó en la balsa y escuchó el gorgoteo del agua a través de la tibia goma. Ahora se desplazaban más deprisa, las ramas que tenían por encima se deslizaban con mayor celeridad. Era agradable. Producía un poco de brisa en los cálidos confines de las ramas que se adoselaban sobre ellos. Y eso quería decir que regresarían mucho más deprisa.
Grant conjeturó que habían llegado, pero que tenían que estar a muchos kilómetros, por lo menos, del edificio de los saurópodos en el que habían pasado la noche. Quizás a seis u ocho kilómetros; quizá, todavía más. Eso significaba que podrían hallarse a nada más que una hora de caminata del hotel, una vez que abandonaran la balsa. Pero, después de lo del sector de aves prehistóricas, Grant no tenía el menor interés por volver a dejar el río. Por el momento, estaban viajando a buena velocidad.
—Me pregunto cómo estará Ralph —dijo Lex—. Probablemente está muerto, o algo así.
—Estoy seguro de que está bien.
—Me pregunto si me dejaría montarlo. —La niña suspiró, amodorrada por el sol—. Eso sería bonito, montar a Ralph.
Tim le dijo a Grant:
—¿Recuerda cuando estábamos con el estegosaurio? ¿Anoche?
—Sí.
—¿Cómo es que usted les preguntó lo del ADN de rana?
—Por lo de la procreación. No se pueden explicar por qué los dinosaurios están procreando, ya que los someten a irradiación, y dado que todos son hembras.
—Exacto.
—Bueno, la irradiación es tristemente célebre por no ser de fiar, y probablemente no funciona. Creo que eso, con el tiempo, se demostrará aquí. Pero todavía queda el problema de que los dinosaurios son hembras: ¿cómo se pueden reproducir cuando todas son hembras?
—Eso es —asintió Tim.
—Bueno, pues por todo el reino animal la reproducción sexual existe con extraordinaria diversidad.
—Tim está muy interesado por el sexo —dijo Lex.
Ambos pasaron por alto ese comentario.
—Por ejemplo —prosiguió Grant—, muchos animales tienen reproducción sexual sin siquiera mantener lo que llamaríamos relaciones sexuales: el macho libera un espermatóforo, que contiene el esperma, y la hembra lo recoge más tarde. Esta clase de intercambio no requiere que haya tanta diferenciación física entre macho y hembra como solemos creer con frecuencia. Los machos y las hembras son más parecidos en algunos animales que en los seres humanos.
—¿Pero qué pasa con las ranas?
Grant oyó chillidos repentinos que venían de las ramas que tenían por encima, cuando los microceratópsidos salieron corriendo en todas direcciones, alarmados, sacudiendo las ramas. La cabezota del dinosaurio asomó de repente a través del follaje, desde la izquierda; las mandíbulas tirando dentelladas a la balsa. Lex aulló de terror, y Grant remó hacia la ribera opuesta, pero en esa parte el río sólo tenía tres metros de ancho. El tiranosaurio se había atascado en la densa vegetación. Empujaba con la cabeza hacia delante, la torcía, y rugía. Después, la zafó echándose atrás.
A través de los árboles que tapizaban la ribera del río, vieron la enorme forma oscura del tiranosaurio que se desplazaba hacia el norte, en busca de un hueco entre los árboles que cubrían las orillas. Todos los microceratópsidos habían pasado a la ribera opuesta, donde chillaban, correteaban y saltaban arriba y abajo. En la balsa, Grant, Tim y Lex contemplaban, indefensos, cómo el tiranosaurio intentaba irrumpir otra vez entre la vegetación. Pero ésta era demasiado densa a lo largo de las riberas del río. Una vez más, el tiranosaurio se desplazó aguas abajo, adelantándose a la balsa, y volvió a intentarlo, sacudiendo las ramas con furia.
Pero, una vez más, fracasó.
Después se alejó, dirigiéndose aguas abajo, pero más lejos.
—Lo odio —dijo Lex.
Grant se reclinó en el bote, sumamente perturbado. Si el tiranosaurio hubiera logrado pasar a través de la espesura, Grant no hubiera podido hacer nada para salvarlos. El río era muy angosto, apenas más ancho que la balsa. Era como viajar por un túnel. A menudo, la borda de goma raspaba el barro, cuando al bote lo arrastraba la veloz corriente.
Grant echó un vistazo al reloj: casi las nueve. La balsa proseguía su deriva aguas abajo.
—¡Eh! —dijo Lex—. ¡Escuchad!
Grant oyó gruñidos, entre los que se intercalaba un chillido ululante repetido. Los chillidos provenían de una curva, que estaba más adelante, aguas abajo. Grant prestó atención, y volvió a oír el ulular.
—¿Qué es? —preguntó Lex.
—No sé —dijo Grant—. Pero hay más de uno. —Con los remos, llevó el bote hasta la orilla opuesta y se aferró a una rama para detener la balsa. El gruñido se repitió. Después, más gritos.
—Suena como si fuera una bandada de búhos —dijo Tim.
—¿Todavía no es hora de darme más morfina? —gimió Malcolm.
—Todavía no —contestó Ellie.
Malcolm suspiró:
—¿Cuánta agua tenemos aquí?
—No sé, hay abundante agua corriente que sale del grifo…
—No. Me refiero a cuánta hay en el depósito. ¿Hay algo?
Ellie se encogió de hombros:
—Nada.
—Vaya a las habitaciones de este piso —dijo Malcolm—, y llene la bañera con agua.
Ellie frunció el entrecejo.
—Además —prosiguió Malcolm—, ¿tenemos receptores-trasmisores móviles personales? ¿Linternas? ¿Fósforos? ¿Calentadores de supervivencia? ¿Cosas como ésas?
—Buscaré. ¿Está previendo que se produzca un terremoto?
—Algo así; el Efecto Malcolm entraña cambios catastróficos.
—Pero Arnold dice que todos los sistemas están funcionando a la perfección.
—Ahí es cuando se produce.
—Usted no tiene una gran opinión de Arnold, ¿no?
—Él está bien. Es un ingeniero. Wu, lo mismo. Ambos son técnicos. No tienen inteligencia. Tienen lo que denomino «inexisteligencia»; ven la situación inmediata; piensan con estrechez, y a eso le llaman «estar concentrado en un concepto». No ven lo que les rodea; no ven las consecuencias. De esa manera es como se llega a conseguir una isla como esta. Como consecuencia del pensamiento ininteligente: porque no se puede fabricar un animal y después esperar que no actúe como si estuviera vivo. Que sea impredecible. Que se escape; pero no lo ven.
—¿No cree usted que eso no es más que la naturaleza humana? —adujo Ellie.
—¡Por Dios, no! Eso es como decir que huevos revueltos y tocino para el desayuno son parte de la naturaleza humana. No es nada de eso. Es, pura y exclusivamente, adiestramiento occidental, y mucho del resto del mundo siente náuseas cuando piensa en eso. —Se contrajo de dolor—: La morfina hace que me ponga filosófico.
—¿Quiere agua?
—No. Le diré cuál es el problema de los ingenieros y los científicos: los científicos tienen una línea de cháchara cuidadosamente elaborada acerca de cómo persiguen el conocimiento de la verdad de la Naturaleza. Lo que es cierto, pero no es eso lo que los mueve. A nadie le mueven abstracciones tales como la «búsqueda de la verdad».
»En realidad, lo que preocupa a los científicos son los logros. Y están concentrados en si pueden hacer algo. Nunca se detienen a preguntar si deben hacer algo. De modo muy conveniente, a tales reflexiones las definen como «inútiles»: si no lo hacen ellos, algún otro lo hará. El descubrimiento, afirman, es inevitable. Así que simplemente tratan de lograrlo. Ése es el juego que se practica en la ciencia. Aun el descubrimiento científico puro es una acción agresora, de penetración; exige un gran equipo y literalmente cambia el mundo venidero: los aceleradores de partículas lesionan profundamente la tierra, y dejan subproductos radiactivos. Los astronautas dejan basura en la Luna. Siempre quedan evidencias de que los científicos estuvieron ahí, haciendo sus descubrimientos. Un descubrimiento siempre es una violación del mundo natural. Siempre.
»Los científicos lo quieren de esa manera. Tienen que meter sus instrumentos. Tienen que dejar su señal. No se pueden limitar a observar. No se pueden limitar a apreciar. No se pueden limitar a encajar en el orden natural: tienen que hacer que algo antinatural ocurra. Ése es el trabajo del científico, y ahora tenemos sociedades enteras que intentan ser científicas. —Suspiró y volvió a reclinarse.
—¿No cree que exagera…?
—¿Qué aspecto tiene una de sus excavaciones un año después?
—Bastante malo —admitió ella.
—¿No vuelven a plantar, no restauran la tierra después de excavarlo?
—No.
—¿Por qué no?
Ellie se encogió de hombros:
—No hay dinero, supongo…
—¿Sólo hay dinero suficiente para cavar, pero no para restaurar?
—Bueno, sólo estamos trabajando en las tierras malas…
—Tan sólo las tierras malas —dijo Malcolm, meneando la cabeza—. Tan sólo basura. Tan sólo subproductos. Tan sólo efectos colaterales… Estoy tratando de decirle que los científicos lo quieren de esa manera: quieren subproductos, basura, cicatrices y efectos colaterales. Es una forma de tranquilizarse. Eso se incorpora a la trama de la ciencia y es un desastre cada vez mayor.
—Entonces, ¿cuál es la respuesta?
—Desháganse de los que son ininteligentes. Retírenlos del poder.
—Pero entonces perderíamos todos los progresos…
—¿Qué progresos? —preguntó Malcolm, irritado—. La cantidad de horas que las mujeres le dedican al cuidado del hogar no ha cambiado desde 1930, a pesar de todos los progresos. Todas las aspiradoras, lavadoras-secadoras, trituradoras de basura, eliminadoras de desperdicios, telas que se lavan y se usan sin planchado… ¿Por qué limpiar la casa requiere tanto tiempo, todavía, como en 1930?
Ellie nada dijo.
—Porque no ha habido progreso ninguno —se autorrespondió Malcolm—. No verdadero progreso. Treinta mil años atrás, cuando los hombres estaban haciendo pinturas rupestres en Lascaux, trabajaban veinte horas semanales para abastecerse de alimento, refugio y vestido. El resto del tiempo podían jugar, o dormir, o hacer lo que quisieran. Y vivían en un mundo natural, con aire puro, agua pura, hermosos árboles y ocasos. Piense en eso: veinte horas por semana. Hace treinta mil años.
—¿Quiere volver atrás el reloj?
—No: quiero que la gente despierte. Hemos tenido cuatrocientos años de ciencia moderna y, en este momento, deberíamos saber para qué sirve y para qué no. Es hora de cambiar.
—¿Antes de que destruyamos el planeta? —inquirió Ellie.
Malcolm suspiró, y cerró los ojos. Después:
—Oh, querida; eso sería lo último de lo que me preocuparía.
En el oscuro túnel del río de la jungla, Grant avanzaba, cogiéndose de las ramas alternativamente con una mano y con la otra, desplazando con cuidado la balsa hacia delante. Todavía percibía los sonidos. Y, por fin, vio los dinosaurios:
—¿No son ésos los venenosos?
—Sí —contestó Grant—. Dilofosaurios.
Erguidos en la orilla había dos dilofosaurios. Los cuerpos de tres metros de alto tenían manchas amarillas y negras; por debajo, el vientre era verde brillante, como el de las lagartijas. Dos crestas curvas gemelas, rojas, corrían a lo largo de la parte superior de la cabeza, desde los ojos hasta la nariz, formando una V por encima de la cabeza. La apariencia como de pájaro quedaba reforzada por el modo en que los animales se movían, inclinándose para beber agua del río, irguiéndose después para gruñir y ulular.
Lex susurró:
—¿Deberíamos bajar y caminar?
Grant contestó que no con la cabeza: los dilofosaurios eran más pequeños que el tiranosaurio, lo suficientemente pequeños como para pasar entre el denso follaje que había en los márgenes del río. Y parecían ser rápidos, cuando gruñían y ululaban entre sí.
—Pero no podemos pasar frente a ellos en el bote —dijo Lex—: tienen veneno.
—Tenemos que hacerlo. De alguna manera.
Los dilofosaurios siguieron bebiendo y ululando. Parecían estar interactuando entre ellos según una pauta de conducta extrañamente ritual, reiterativa: el animal que estaba a la izquierda se inclinaba para beber, abriendo la boca para desnudar largas hileras de dientes agudos y, entonces, ululaba. El animal de la derecha ululaba respondiendo al primero y se inclinaba para beber, reproduciendo, de manera idéntica, los movimientos del animal de la izquierda. Después, la secuencia se repetía, exactamente de la misma forma.
Grant observó que el animal de la derecha era más pequeño, con manchas de menor tamaño en el lomo, y que su cresta era de color rojo más opaco.
—Quién lo diría —contestó—: es un ritual de apareamiento.
—¿Podemos pasar frente a ellos? —preguntó Tim.
—No de la manera en que están ahora: están justo en la orilla del agua. —Grant sabía que los animales a menudo llevaban a cabo esos rituales de apareamiento durante horas; no comían, no prestaban atención a ninguna otra cosa… Miró su reloj: las nueve y veinte.
—¿Qué hacemos? —preguntó Tim.
Grant suspiró:
—No tengo la menor idea.
Se sentó en la balsa y, en ese momento, los dilofosaurios empezaron a graznar y rugir repetidamente, presas de agitación. Grant alzó la vista: ambos animales miraban en dirección opuesta al río.
—¿Qué pasa? —preguntó Lex.
Grant sonrió:
—Creo que, por fin, vamos a tener ayuda. —Alejó la balsa hacia el centro del río, empujándose con las manos en la orilla—. Chicos, quiero que vosotros dos os tendáis en el fondo de la balsa. Pasaremos lo más deprisa que podamos. Pero recordad esto: pase lo que pase, no digáis nada, y no os mováis, ¿entendido?
La balsa empezó a desplazarse aguas abajo, hacia los ululantes dilofosaurios. Ganó velocidad. Lex estaba tendida a los pies de Grant, mirándole con pavor.
Se estaban acercando a los dilofosaurios, que todavía se hallaban de espaldas al río. Pero Grant extrajo su pistola de aire comprimido y revisó la cámara.
La balsa siguió adelante y pudieron oler un hedor peculiar, dulzón y nauseabundo a la vez. Parecía vómito seco. El ulular de los dilofosaurios sonaba con mayor intensidad. La balsa dio vuelta a un último recodo y Grant contuvo la respiración: los dilofosaurios no estaban a más que unos metros de distancia, graznando a los árboles que estaban más allá del río.
Como había sospechado, le estaban graznando al tiranosaurio: el animal intentaba pasar a través de la vegetación, y los dilofosaurios ululaban y pataleaban en el barro. La balsa se deslizó frente a ellos. El hedor producía náuseas. El tiranosaurio rugió, porque vio la balsa. Pero, al instante siguiente…
Un golpe sordo.
La balsa dejó de moverse: estaban varados contra la margen del río, sólo a unos pocos metros, aguas abajo, de los dilofosaurios.
Lex susurró:
—¡Ah, grandioso!
Se oyó un prolongado sonido de frotación de la balsa contra el barro. Después empezó a navegar otra vez. Estaban bajando por el río. El tiranosaurio rugió por última vez y se fue; uno de los dilofosaurios parecía sorprendido y, después, ululó. El otro ululó en respuesta al primero.
La balsa se fue flotando río abajo.