Búsqueda

Gennaro se sentó en el jeep, escuchó el zumbido de las moscas y contempló las lejanas palmeras que oscilaban bajo el calor. Quedó asombrado por lo que tenía la apariencia de un campo de batalla: la hierba había sido pisoteada hasta su total aplastamiento en un radio de noventa metros; una palmera grande estaba arrancada de cuajo; había amplios charcos de sangre en la hierba, así como en el afloramiento rocoso situado a la derecha del jeep.

Sentado a su lado, Muldoon dijo:

—No hay duda al respecto: «Rexy» estuvo entre los hadrosaurios. —Tomó otro sorbo de whisky y tapó la botella—. Condenadas moscas —añadió.

Aguardaron y observaron.

Gennaro tamborileó con los dedos en el tablero de instrumentos:

—¿Qué estamos esperando?

Muldoon no respondió enseguida.

—El rex está por ahí, en alguna parte —dijo, escudriñado el paisaje: con los ojos entornados por el sol—: Y no tenemos una sola maldita arma.

—Estamos en un jeep.

—¡Oh, ese animal puede correr más deprisa que el jeep! Una vez que salgamos del camino y vayamos a campo abierto, la velocidad máxima que podemos obtener con tracción en las cuatro ruedas será de cincuenta, sesenta y cinco kilómetros por hora. El tiranosaurio nos cazará con facilidad. No tiene el menor problema. ¿Está listo para llevar una vida llena de peligros?

—Por supuesto —dijo Gennaro.

Muldoon puso en marcha el motor y, ante el sonido que se produjo de manera repentina, dos pequeños othnielianos emergieron de un salto de la hierba enmarañada que había directamente frente al jeep. Muldoon puso el vehículo en primera y arrancó. Condujo describiendo un amplio círculo alrededor del lugar pisoteado y, después, se desplazó hacia dentro, trazando círculos concéntricos de diámetro decreciente, hasta que, al final, llegó a un lugar del campo en el que habían estado los pequeños othnielianos. Después se apeó y caminó hacia delante por la hierba, alejándose del jeep. Se detuvo cuando una densa nube de moscas se alzó por el aire.

—¿Qué es? —preguntó Gennaro a gritos.

—Traiga la radio —le contestó.

Gennaro salió del jeep de un salto y avanzó presuroso hacia delante. Aun desde lejos pudo percibir el olor agridulce de materia orgánica en reciente descomposición. Vio una forma oscura en la hierba, con costras de sangre seca, las patas en posición oblicua.

—Hadrosaurio joven —dijo Muldoon, contemplando el cadáver—. Toda la manada huyó en estampida, pero el joven se separó y el T-rex lo derribó.

—¿Cómo lo sabe? —preguntó Gennaro. La carne estaba desgarrada, como consecuencia de muchas mordeduras.

—Se puede dar cuenta por los excrementos —dijo Muldoon—. ¿Ve esos pedacitos de color blanco calizo que hay en la hierba? Eso es bosta del hadro; el ácido úrico le confiere el color blanco. Pero mire ahí —señalo un montón grande sobre la hierba, cuya altura llegaba hasta la rodilla de un hombre—, ésa es bosta de tiranosaurio.

—¿Cómo sabe que el tiranosaurio no llegó más tarde?

—Por la forma del mordisco: ¿Ve esas chiquitas de ahí? —señaló unas a lo largo del vientre—. Son de othis. Esas mordeduras no sangraron. Son posteriores a la muerte; se deben a los carroñeros. Los othis las hicieron. Pero al hadro lo derribaron con una mordedura en el cuello: vea el gran tajo de ahí, por encima de los omóplatos… Ése es el T-rex, sin duda.

Gennaro se inclinó sobre el animal muerto, contemplando esas patas pesadas, desgarbadas, con una sensación de irrealidad. Junto a él, Muldoon encendió la radio:

—Control.

—Sí —contestó John Arnold.

—Tenemos otro hadro muerto. Ejemplar joven. —Muldoon se inclinó entre las moscas y revisó la piel de la planta de la pata derecha: un número estaba tatuado ahí—: El espécimen es el HD/09.

La radio chasqueó:

—Tengo algo para ustedes —anunció Arnold.

—¿Ah, sí? ¿Qué es?

—He encontrado a Nedry.

El jeep irrumpió a través de la línea de palmeras que bordeaba el camino del este, y salió a un camino auxiliar más estrecho que llevaba hacia el río de la jungla. Hacía calor en ese sector del parque, la jungla estaba cerrada y fétida en torno a los dos hombres. Muldoon movía nerviosamente el selector del monitor del ordenador que había en el jeep, y que ahora mostraba un mapa del parque, en el que aparecían líneas superpuestas en retícula.

—Lo encontraron con la televisión por control remoto —dijo—. El sector 1104 está justamente delante.

Más allá, en el camino, Gennaro vio una barrera de hormigón y estacionó el jeep en paralelo con ella.

—Tuvo que tomar el desvío equivocado —masculló Muldoon—. Ese grandísimo bastardo.

—¿Qué se llevó? —preguntó Gennaro.

—Wu dice que quince embriones. ¿Sabe lo que vale eso?

Gennaro negó con la cabeza.

—Entre dos y diez millones de dólares. Un premio grande.

Cuando se acercaron, Gennaro vio el cuerpo que yacía al lado del vehículo. El cadáver estaba indefinido y verde… pero, en ese momento, formas de color verde huyeron en todas direcciones, cuando el jeep fue frenando hasta detenerse.

—Compis —dijo Muldoon—. Los compis lo encontraron.

Una docena de procompsognátidos, delicados y pequeños depredadores, no más grandes que patos, estaba en el borde de la jungla, parloteando con excitación cuando los hombres bajaron del jeep.

Dennis Nedry yacía boca arriba, con la gordinflona cara de aspecto aniñado ahora roja y abotagada. Las moscas zumbaban alrededor de la boca completamente abierta y de la lengua gruesa. El cuerpo estaba mutilado: los intestinos abiertos por el desgarramiento, una de las piernas perforada a mordiscos. Gennaro volvió la cabeza con rapidez, tan sólo para ver los pequeños compis, que estaban acuclillados a poca distancia sobre sus patas traseras y observaban a los hombres con curiosidad. Los dinosauritos tenían manos con cinco dedos, observó Gennaro. Se enjugaban manos y barbillas, lo que les confería un carácter aterradoramente humano que…

—Quién lo diría —comentó Muldoon—. No fueron los compis.

—¿Qué?

—¿Ve esas manchas? ¿En la camisa y en la cara de Nedry? ¿Percibe ese olor dulzón, como de vómito seco, antiguo?

Gennaro hizo girar los ojos hasta ponerlos en blanco: lo percibía.

—Eso es saliva de dilo. Escupitajo de dilofosaurio. Puede ver la lesión de las córneas, todo ese enrojecimiento. En los ojos es doloroso, pero no es mortal: se cuenta como con unas dos horas para lavar el salivazo con el contraveneno; lo tenemos en todo el parque, por las dudas. No es que importe mucho lo de este bastardo. Le cegaron y, después, le despanzurraron. No es una bonita manera de estirar la pata. A lo mejor, en el mundo hay justicia después de todo.

Los procompsognátidos gritaron y saltaron cuando Muldoon abrió la portezuela trasera y sacó unos tubos de metal gris y una caja de acero inoxidable.

—Todo está ahí todavía —dijo.

Le alcanzó dos cilindros oscuros a Gennaro, que preguntó:

—¿Qué son?

—Exactamente lo que parecen: cohetes. —Como Gennaro retrocedió, agregó—: Tenga cuidado: no querrá pisar algo.

Gennaro pasó con cuidado por encima del cuerpo de Nedry. Muldoon llevó los tubos al otro jeep y los colocó en la parte de atrás; trepó al vehículo, colocándose al volante:

—Vamos.

—¿Qué se hace con él? —preguntó señalando el cuerpo.

—¿Que qué se hace con él? —repitió Muldoon—. Tenemos otras cosas que hacer.

Puso el cambio. Al mirar hacia atrás, Gennaro vio a los compis reanudar su alimentación: uno dio un salto y cayó en cuclillas sobre la boca abierta de Nedry, al tiempo que le mordisqueaba la carne de la nariz.

El río de la jungla se hizo más estrecho. Las riberas se cerraban sobre ellos por ambos lados, hasta que los árboles y el follaje que colgaba sobre las riberas se encontraron en lo alto, tapando la luz del sol. Tim oyó el chillido de los pájaros y vio pequeños dinosaurios gorjeadores que brincaban entre las ramas. Pero, en general la selva estaba silenciosa, el aire caliente y quieto entre el dosel de los árboles.

Grant miró el reloj: las ocho en punto.

Se deslizaban pacíficamente, pasando entre manchones alternados de luz y sombra. Si algo se notaba, era que parecían avanzar más deprisa que antes. Despierto ahora, Grant estaba tendido de espaldas y contemplaba las ramas que pasaban en lo alto. En ese momento vio a Lex recogiendo agua en el cuenco de la mano y bebiéndola.

—Eh, ¿qué estás haciendo? —le advirtió—. No bebas eso.

—¿Por qué no? Está rica. ¿Crees que podemos comer esas bayas? —La niña señaló los árboles. Algunas de las ramas colgantes estaban lo suficientemente cerca como para que las tocara. Tim vio racimos de bayas de un rojo brillante en las ramas.

—No —dijo Grant.

—¿Por qué? Esos dinosaurios las están comiendo. —Señaló unos dinosaurios pequeños que retozaban en las ramas.

—No, Lex.

La niña suspiró, insatisfecha con la autoridad de Grant:

—Ojalá papaíto estuviera aquí. Papaíto siempre sabe qué hacer.

—¿De qué estás hablando? —replicó Tim—. Él nunca sabe qué hacer.

—Sí lo sabe —suspiró Lex. Se quedó contemplando los árboles frente a los que iban pasando, que tenían enormes raíces retorcidas en dirección al borde del agua—. Sólo porque tú no seas su favorito…

Tim le dio la espalda, sin decir palabra.

—Pero no te preocupes: papaíto te quiere a ti también. Aunque te interesen los ordenadores y no los deportes.

—Papá es un verdadero fanático de los deportes —le explicó Tim a Grant.

Éste movió la cabeza en gesto de asentimiento.

En lo alto de las ramas, pequeños dinosaurios de color amarillo pálido, que apenas llegaban a los sesenta centímetros de altura, saltaban de un árbol a otro. Tenían cabezas rematadas en pico, como loros.

—¿Sabes cómo se llama a ésos? —dijo Tim—: Microcerátops.

—¡Gran cosa! —se burló Lex.

—Pensé que te podría interesar.

—Solamente los niños muy jóvenes —contestó Lex— se interesan por los dinosaurios.

—¿Quién lo dice?

—Papaíto.

Tim empezó a gritar, pero Grant alzó la mano:

—Chicos —dijo—, callaos.

—¿Por qué? —protestó Lex—. Puedo hacer lo que quiero, si yo…

Entonces se calló, porque también lo había oído: era un grito que helaba la sangre y que provenía de algún sitio aguas abajo.

—Bueno, ¿y dónde diablos está ese maldito rex? —dijo Muldoon, hablando por radio—. Porque aquí no lo vemos.

Había regresado al complejo de saurópodos y estaban observando la hierba pisoteada por donde los hadrosaurios habían huido en estampida. Al tiranosaurio no se le veía por parte alguna.

—Ahora lo comprobaré —dijo Arnold, y salió de transmisión.

Muldoon se volvió a Gennaro:

—«Ahora lo comprobaré» —repitió con sarcasmo, agregando—: ¿Por qué demonios no lo comprobó antes? ¿Por qué no le siguió el rastro?

—No lo sé.

—No aparece —dijo Arnold, instantes después.

—¿Qué quiere decir con eso de que «eso no aparece»?

—No está en los monitores. Los sensores de movimiento no lo encuentran.

—¡Demonios! —masculló Muldoon—. No hay más que decir de los sensores. ¿Ve a Grant y a los chicos?

—Los sensores de movimiento no los encuentran tampoco.

—Pues entonces, ¿qué tenemos que hacer ahora?

—Esperar —contestó Arnold.

—¡Mirad! ¡Mirad!

Directamente al frente, la enorme cúpula del sector de aves prehistóricas se erguía sobre ellos. Grant únicamente lo había visto desde lejos; ahora se daba cuenta de que era inmenso: unos cuatrocientos metros o más. La estructura de puntales geodésicos refulgía con brillo mate a través de la leve bruma, y el primer pensamiento del paleontólogo fue que el vidrio debía de pesar una tonelada. Entonces, cuando estuvieron más cerca, vieron que no había vidrio en absoluto: nada más que puntales. Una malla delgada metida dentro de los elementos.

—No está terminado —dijo Lex.

—Creo que se lo construyó para que lo inauguraran tal como está —repuso Grant.

—Entonces, todos los pájaros se pueden escapar.

—No, si son pájaros grandes.

El río les llevó por debajo del borde de la cúpula. Miraron hacia lo alto. Ahora estaban en el interior de ésta, todavía desplazándose a la deriva por el río. Pero, al cabo de pocos minutos, la cúpula quedaba tan por encima de ellos que apenas sí resultaba visible en la bruma. Grant dijo:

—Me parece recordar que aquí hay un segundo pabellón.

Instantes después, vieron el techo de un edificio sobre las copas de los árboles, hacia el norte.

—¿Quiere parar? —preguntó Tim.

—Quizás haya un teléfono. O sensores de movimiento. —Grant enfiló el bote hacia la orilla—. Necesitamos ponernos en contacto con la sala de control. Se está haciendo tarde.

Salieron a gatas de la balsa, resbalando en la fangosa ribera, y Grant remolcó la balsa para sacarla del agua. Después, ató la cuerda a un árbol y se pusieron en marcha, a través de un espeso bosque de palmeras.