Un tenue sonido de algo que crujía, como el crepitar del fuego en un hogar. Algo tibio y húmedo le hizo a Grant cosquillas en el tobillo. Abrió los ojos y vio una enorme cabeza amarillenta. La cabeza se ahusaba hasta convertirse en una boca plana, conformada como el pico de un pato. Los ojos, que sobresalían por encima del achatado pico, eran amables y suaves, como los de una vaca. La boca de pato se abrió y masticó tallitos pertenecientes a la rama en la que Grant estaba sentado: vio grandes dientes planos en la quijada. Los labios tibios le volvieron a tocar el tobillo al masticar el animal.
Un hadrosaurio de pico de pato. Grant estaba asombrado por verlo tan de cerca. No es que tuviera miedo: todas las especies de dinosaurios con pico de pato eran herbívoras, y éste se comportaba exactamente como una vaca. Aun cuando era enorme, su manera de ser era tan tranquila y pacífica que Grant no se sintió amenazado. Permaneció en el lugar que ocupaba en la rama, tratando de no moverse, y observó mientras el animal comía.
La razón de que Grant estuviera asombrado era que experimentaba una sensación como de propiedad de ese animal: probablemente era un maiasaurio, correspondiente al cretáceo tardío de Montana. Junto con John Horner, Grant había sido el primero en describir la especie. Los maiasaurios tenían un labio curvado hacia arriba, lo que les confería una apariencia sonriente. El nombre quería decir «buena madre lagarto»: se creía que los maiasaurios protegían sus huevos hasta que las crías nacían y se podían valer por sí mismas.
Grant oyó un gorjeo insistente, y la enorme cabeza giró hacia abajo. Grant se movió apenas lo suficiente para ver el hadrosaurio bebé retozando entre las patas del adulto. Era color amarillento oscuro con manchas negras. El adulto bajó la cabeza hasta ponerla a ras del suelo y esperó, inmóvil, mientras la cría se erguía sobre las patas traseras, apoyando las delanteras en la quijada de la madre, y comía las ramas que sobresalían de la boca de la madre.
La hembra aguardó pacientemente hasta que el bebé hubiera terminado de comer y se volviera a poner a cuatro patas. Entonces, la cabezota volvió a subir hasta donde estaba Grant.
La hadrosaurio siguió comiendo, a nada más que unos metros del paleontólogo: éste miró las dos aberturas nasales alargadas que había en la parte de arriba del pico plano. Aparentemente, el animal no podía oler a Grant y, aun cuando el ojo izquierdo le estaba mirando directamente, por algún motivo la hadrosaurio no reaccionó ante la presencia del ser humano.
Grant recordó que el tiranosaurio no había logrado verlo, la noche pasada. Decidió hacer un experimento:
Tosió.
En forma inmediata, la hadrosaurio quedó paralizada, la enorme cabeza súbitamente inmóvil, las mandíbulas sin masticar ya. Únicamente el ojo se movió, buscando la fuente del sonido. Después, al cabo de un rato, cuando pareció no haber peligro, el animal volvió a su actividad masticatoria.
«Sorprendente», pensó Grant.
Sentada en sus brazos, Lex abrió los ojos y exclamó:
—¡Eh!, ¿qué es eso?
La hadrosauria lanzó un berrido de alarma; un fuerte graznido resonante que sobresaltó tanto a Lex, que casi la hizo caer del árbol. El hadrosaurio lanzó la cabeza hacia atrás, alejándola de la rama, y volvió a berrear.
—No la enfurezcas —aconsejó Tim, desde la rama de arriba.
El bebé gorjeó y se escurrió por entre las patas de la madre, mientras el hadrosaurio se apartaba del árbol, para después alzar la cabeza y escudriñar, de manera inquisitiva, la rama en la que Grant y Lex estaban sentados. Con sus labios doblados hacia arriba en una sonrisa, tenía un aspecto cómico.
—¿Es estúpida? —preguntó Lex.
—No —dijo Grant—. Sólo es que la has sorprendido.
—Bueno, ¿nos va a dejar bajar, o qué?
La hadrosaurio había retrocedido a unos tres metros del árbol. Volvió a graznar. Grant tuvo la impresión de que estaba tratando de asustarles. Pero el animal realmente no parecía saber qué hacer: se comportaba de manera confusa y con inquietud. Los humanos esperaron en silencio y, al cabo de un minuto, la hadrosaurio volvió a aproximarse a la rama, las mandíbulas moviéndosele de antemano: resultaba claro que iba a volver a su actividad alimentaria.
—Olvídenlo —dijo Lex—. Yo no me quedo aquí. —Empezó a descolgarse por las ramas: ante los movimientos de la niña, la hadrosaurio lanzó un berrido indicador de la nueva condición de alarma.
Grant estaba asombrado: «Realmente no nos puede ver cuando no nos movemos —pensó—; y, un minuto después, literalmente se olvida de que estamos aquí». Eso era exactamente como el comportamiento del tiranosaurio: otro ejemplo clásico de corteza visual de anfibio. Estudios hechos con ranas habían demostrado que los anfibios sólo veían cosas que se movían, como insectos. Si algo no se movía, literalmente no lo veían. Lo mismo parecía ocurrir con los dinosaurios.
Sea como fuere, el maiasaurio ahora parecía encontrar demasiado perturbadores a estos extraños seres que se descolgaban por el árbol. Con un graznido final, arreó al bebé, dándole suaves empujoncitos con el pico, y se alejó con pesados y lentos pasos. Vaciló una vez y se volvió para mirar a los tres humanos, pero después prosiguió su camino.
Llegaron al suelo. Lex se sacudió el polvo: ambos niños estaban cubiertos por una capa de polvillo fino. Alrededor de ellos toda la hierba estaba aplastada. Había rastros de sangre, y un olor agrio.
Grant miró su reloj:
—Es mejor que nos pongamos en marcha, chicos.
—Yo no —dijo Lex—. Yo ya no ando más.
—Tenemos que hacerlo.
—¿Por qué?
—Porque les tenemos que contar lo del barco. Puesto que no parece que puedan vernos en los sensores de movimiento, tenemos que hacer todo el camino de regreso por nosotros mismos. Es la única manera.
—¿Por qué no podemos usar la balsa inflable? —dijo Tim.
—¿Qué balsa?
Tim señaló hacia el bajo edificio de hormigón con los barrotes, que se usaba para mantenimiento y en el que habían pasado la noche: estaba a unos dieciocho metros, al otro lado del campo.
—He visto una balsa allí —dijo.
Grant vio inmediatamente las ventajas: ahora eran las siete de la mañana. Por lo menos, les faltaban trece kilómetros. Si pudieran viajar en una balsa por el río, avanzarían mucho más deprisa que si fueran por tierra.
—Hagámoslo —asintió.
Arnold apretó la tecla de modalidad de Búsqueda Visual y observó, mientras los monitores empezaban a explorar por todo el parque y las imágenes cambiaban cada veinte segundos. Era cansado mirar, pero era la manera más fácil de encontrar el jeep de Nedry, y Muldoon había sido inflexible al respecto: Había salido con Gennaro para observar la estampida, pero ahora, que era de día, quería que encontrasen el vehículo. Quería las armas.
Su intercomunicador chasqueó:
—Señor Arnold, ¿puedo hablar un momento con usted, por favor?
Era Hammond. Su voz sonaba como la voz de Dios.
—¿Desea venir aquí, señor Hammond?
—No, señor Arnold. Venga donde estoy yo: estoy en el laboratorio de Genética, con el doctor Wu. Le estaremos esperando.
Arnold suspiró, y se alejó de las pantallas.
Grant tropezó en lo profundo de los sombríos recovecos del edificio. Apartó de su camino recipientes de veintidós litros y medio de capacidad de herbicidas; equipos para podar árboles; cámaras de repuesto para jeep; bobinas de cerca contra ciclones; bolsas de cuarenta y cinco kilos de fertilizante; pilas de aisladores marrones de cerámica; latas vacías de aceite para motor; lámparas de trabajo y cables.
—No veo ninguna balsa.
—Siga caminando.
Bolsas de cemento; tramos de cañería de cobre; tejido de malla verde… y dos remos de plástico colgados de abrazaderas en la pared de hormigón.
—Muy bien —dijo—. Pero, ¿dónde está la balsa?
—Tiene que estar aquí, en alguna parte —dijo Tim.
—¿Es que no la has visto?
—No. Simplemente supuse que estaba aquí.
Al hurgar entre los cachivaches, Grant no encontró la balsa, pero sí un juego de planos, enrollados y moteados con moho producido por la humedad, metidos en una caja metálica que había en la pared. Grant extendió los planos en el suelo, previo aventamiento de una enorme araña. Miró los planos durante largo rato.
—Tengo hambre…
—Espera un momento.
Eran mapas topográficos detallados del sector principal de la isla, que era en el que se hallaban ahora. Según eso, la laguna se estrechaba, incorporándose al río que habían visto antes, y que se torcía hacia el Norte… pasando justamente a través del sector de aves prehistóricas… y continuando hasta pasar a unos ochocientos metros del pabellón para visitantes.
Grant hojeó las páginas. ¿Cómo llegar a la laguna? Según los planos, en la parte del edificio en el que se encontraban debía de haber una puerta. Grant alzó la vista y la vio, en un nicho de la pared de hormigón. La puerta era lo suficientemente ancha como para permitir el paso de un automóvil. Al abrirla, vio un camino pavimentado que llevaba directamente a la laguna. El camino estaba excavado por debajo del nivel del suelo de modo que no fuese visible desde arriba: debía de ser otro camino auxiliar. Y conducía hasta un muelle, en la orilla de la laguna. Y claramente impreso sobre la puerta había un letrero que decía PAÑOL DE LA BALSA.
—¡Eh! —exclamó Tim—. Mirad esto. —Y le entregó una caja metálica.
Cuando la abrió, Grant halló una pistola de aire comprimido y una canana de tela con dardos. Había seis dardos en total, cada uno grueso como un dedo. Llevaban el rótulo MORO-709.
—Buen trabajo, Tim. —Grant se pasó la canana sobre el hombro y se metió la pistola en el cinturón.
—¿Es una pistola tranquilizante?
—Diría que sí.
—¿Qué pasa con el bote? —preguntó Lex.
—Creo que está en el muelle —contestó Grant. Empezaron a bajar por el camino. Grant llevaba los remos sobre los hombros.
—Espero que sea una balsa grande —dijo Lex—, porque no sé nadar.
—No te preocupes —le contestó Grant.
—A lo mejor podemos atrapar algún pez —dijo la niña.
A medida que descendían por el camino, el terraplén en declive que tenían a ambos lados aumentaba de altura. Oyeron un profundo ronquido rítmico, pero Grant no pudo ver de dónde llegaba.
—¿Está seguro de que hay una balsa ahí abajo? —preguntó Lex, frunciendo la nariz.
—Es probable —dijo Grant.
El ronquido aumentaba de intensidad a medida que avanzaban, pero también oyeron un ronroneo continuo, como un zumbido. Cuando llegaron al final del camino, al borde del pequeño muelle de hormigón, Grant quedó paralizado por el miedo.
El tiranosaurio estaba precisamente allí.
Estaba sentado a la sombra de un árbol y con la espalda erguida, las patas traseras extendidas hacia delante. Tenía los ojos abiertos, pero no se movía, salvo por la cabeza, que se levantaba y caía suavemente, siguiendo el ritmo de los ronquidos. El zumbido provenía de los enjambres de moscas que rodeaban su cabeza, moviéndose sobre su cara y sus mandíbulas laxas, sus colmillos ensangrentados y los rojos cuartos traseros del hadrosaurio que había sido su presa y que yacían de costado, detrás de él.
Ahora, el tiranosaurio estaba tan sólo a unos dieciocho metros de Grant. Estaba seguro de haber sido visto, pero el enorme animal no reaccionó. Se limitó a permanecer sentado.
Grant tardó unos instantes en darse cuenta: el monstruo estaba dormido. Sentado con la espalda enhiesta, pero dormido.
Les hizo una señal a Tim y Lex para que permanecieran donde estaban y caminó lentamente hacia delante, entrando en el muelle y totalmente a la vista del tiranosaurio. El enorme animal siguió durmiendo, roncando con suavidad.
Cerca del extremo del muelle, un cobertizo de madera estaba pintado de verde, para confundirlo con el follaje. En silencio, Grant quitó el cerrojo de la puerta y miró en el interior: vio media docena de chalecos salvavidas anaranjados colgando de la pared, varios rollos de malla metálica para cercas, algunos rollos de cuerda, y dos cubos grandes de goma apoyados en el suelo. Los cubos estaban estrechamente sujetos con unas cinchas planas de goma.
Balsas.
Grant volvió la mirada hacia Lex.
La niña moduló con los labios, pero sin sonido: No hay bote.
Grant asintió con la cabeza: Sí.
El tiranosaurio alzó su pata anterior para ahuyentar las moscas que le zumbaban alrededor del hocico. Pero, aparte de eso, no se movió. Grant extrajo uno de los cubos y lo puso sobre el muelle. Era sorprendentemente pesado. Soltó las fajas y encontró el cilindro de inflado. Con un fuerte siseo, la goma empezó a expandirse y después, con un ruido parecido al de un latigazo, se desplegó completamente abierta, sobre el muelle. El sonido fue aterradoramente intenso para sus oídos.
Grant se volvió y contempló al dinosaurio.
Éste gruñó y resopló. Empezó a moverse. Grant se preparó para correr, pero el animal cambió de posición su voluminoso y pesado cuerpo y, después, volvió a ponerse de espaldas contra el tronco, lanzando un largo y retumbante eructo.
Lex hizo un gesto de asco, y se cubrió la cara con la mano.
Grant estaba empapado en sudor por la tensión. Arrastró la balsa de goma por el muelle y la echó al agua, donde produjo un fuerte ruido de chapoteo.
El dinosaurio siguió durmiendo.
Grant amarró la balsa al muelle y volvió al cobertizo para tomar dos chalecos salvavidas. Los puso en la balsa y, después, les hizo a los niños ademán de que fueran al muelle.
Pálida por el miedo, Lex le contestó con un movimiento de cabeza: No.
Grant gesticuló: Sí.
El tiranosaurio seguía durmiendo.
Grant acuchilló el aire con un dedo enfático, Lex acudió en silencio, y Grant le hizo gesto de que entrara en la balsa; después lo hizo Tim, y ambos se pusieron los chalecos. Grant entró después y alejó la balsa del muelle. Flotaron silenciosamente a la deriva, hacia la laguna. Grant levantó los remos y los encajó en las horquillas. Se alejaron más del muelle.
Lex se sentó, y suspiró ruidosamente, con alivio. En ese momento, su cara mostró aflicción, y se puso la mano sobre la boca. El cuerpo se le sacudía, y emitía sonidos amortiguados: estaba conteniendo la tos.
¡Siempre tosía en mal momento!
—Lex —le susurró Tim con ferocidad, volviendo la cabeza hacia la orilla.
La niña sacudió la cabeza, con gesto de desdicha, y señaló su cuello: le picaba la garganta. Lo que necesitaba era un sorbo de agua. Grant estaba remando y Tim se inclinó sobre la borda de la balsa, metió la mano en la laguna, la llenó de agua y luego la tendió hacia su hermana.
Lex tosió ruidosamente, de manera explosiva. Para los oídos de Tim, el sonido resonó por el agua como si hubiera sido un escopetazo.
El tiranosaurio bostezó con pereza y se rascó detrás de la oreja con la pata trasera, igual que un perro. Volvió a bostezar. Estaba adormilado después de su gran comida y despertó con lentitud.
En el bote, Lex estaba produciendo ruiditos como de gárgaras.
—Lex, ¡cállate! —dijo Tim.
—No lo puedo evitar —murmuró ella, y después tosió otra vez. Grant remaba con fuerza, llevando la balsa con eficacia hacia el centro de la laguna.
En la orilla, el tiranosaurio se puso en pie vacilante.
—¡No lo pude evitar, Timmy! —chilló Lex, afligida—. ¡No lo pude evitar!
—¡Shhh!
Grant estaba remando lo más deprisa que podía.
—De todos modos no importa —dijo Lex—: estamos suficientemente lejos. No sabe nadar.
—¡Claro que sabe nadar, pedazo de idiota! —le gritó Tim. En la orilla el tiranosaurio saltó del muelle, se lanzó al agua y se desplazó vigorosamente por la laguna, en pos de ellos.
—Bueno, ¿cómo iba a saberlo yo? —dijo la niña.
—¡Todo el mundo sabe que los tiranosaurios pueden nadar! ¡Eso está en todos los libros! ¡Todos los reptiles pueden nadar!
—Las víboras no.
—Claro que pueden. ¡Eres una idiota!
—Calmaos —intervino Grant—. ¡Agarraos a algo! —Observó al tiranosaurio, fijándose en su manera de nadar: estaba hundido hasta el pecho en el agua, pero podía mantener su cabezota muy por encima de la superficie. Entonces Grant se dio cuenta de que no estaba nadando sino caminando, porque instantes después únicamente la parte más alta de la cabeza (los ojos y las aberturas nasales) sobresalía del agua. Así parecía un cocodrilo, y nadaba como éstos batiendo la cola hacia delante y hacia atrás, de modo que el agua se agitaba detrás de él. Detrás de la cabeza, Grant vio la giba de la espalda, y las crestas a lo largo de la cola, cuando ocasionalmente rompía la superficie.
«Exactamente como un cocodrilo», pensó con tristeza. El cocodrilo más grande del mundo.
—¡Lo siento, doctor Grant! —sollozó Lex—. ¡No quise hacerlo!
Grant miró por encima del hombro: la laguna no tenía más que unos noventa metros de ancho en el lugar en el que estaban ahora, y ya casi habían llegado al centro. Si continuaban la marcha, el agua volvería a perder profundidad. Entonces, el tiranosaurio nuevamente podría caminar y se desplazaría más deprisa en agua poco profunda. Grant le imprimió al bote un giro opuesto al curso que llevaban, y empezó a remar hacia el Norte.
—¿Qué está haciendo?
Ahora, el tiranosaurio estaba sólo a unos metros de distancia. Grant podía oír los bufidos que emitía a medida que se acercaba. Grant miró los remos que tenía en las manos, pero eran de plástico liviano: no servían como arma.
El tiranosaurio echó la cabeza hacia atrás y abrió por completo las mandíbulas, exhibiendo hileras de dientes curvos, y después, mediante una gran contracción muscular, se arrojó contra la balsa, errándole apenas a la borda de goma. La enorme cabeza cayó en el agua como un martinete y la balsa se sacudió peligrosamente en la cresta de la ola producida por el impacto de la cabeza en el agua.
El tiranosaurio se hundió, desapareciendo de la superficie y dejando burbujas gorgoteantes. La laguna estaba quieta. Lex se aferró a las asas de la borda y miró hacia atrás.
—¿Se ha ahogado?
—No —contestó Grant. Vio burbujas… después, una tenue olita que surcaba la superficie, que venía hacia el bote…
—¡Agarraos! —gritó, mientras la cabeza embestía desde abajo el piso de goma, doblando la balsa, levantándola en el aire y haciéndola girar enloquecidamente antes de que se volviera a estrellar en el agua.
—¡Haga algo! —grito Alexis—. ¡Haga algo!
Grant extrajo la pistola de aire comprimido que llevaba en la cintura: la veía lastimosamente pequeña en sus manos, pero quizás existía la posibilidad de que, si le daba al animal en un punto sensible, como el ojo o la nariz…
El tiranosaurio emergió al lado del bote, abrió la boca y rugió. Grant apuntó, y disparó. El dardo centelleó a la luz y le dio en la mejilla. El tiranosaurio sacudió la cabeza y volvió a rugir.
Y, de repente, oyeron un rugido de respuesta que flotó por el agua hacia ellos.
Al mirar hacia atrás, Grant vio al T-rex joven en la orilla, agachado sobre el saurópodo muerto, reclamando la presa como suya. Con un rápido movimiento circular de la cabeza, el ejemplar joven arrancó carne de la presa; después alzó la cabeza y bramó. El tiranosaurio adulto lo vio también, y la reacción fue inmediata: se volvió sobre sí mismo para proteger su presa, nadando vigorosamente hacia la orilla.
—¡Se está yendo! —aulló Lex, batiendo palmas—. ¡Se está yendo! ¡Na-na-na-na! ¡Dinosaurio estúpido!
Desde la orilla, el espécimen joven rugió desafiante. Presa de furia, el adulto salió violentamente de la laguna a toda velocidad; el agua chorreaba de su inmenso cuerpo, mientras ascendía velozmente la colina. El tiranosaurio joven agachó la cabeza y huyó, con las mandíbulas todavía llenas de carne desgarrada.
El adulto le persiguió, pasando a toda velocidad frente al saurópodo muerto y desapareciendo sobre la colina. El grupo de seres humanos oyó su último bramido de amenaza y, después, la balsa se desplazó hacia el Norte, doblando un recodo de la laguna, en dirección al río.
Exhausto por haber remado, Grant cayó de espaldas. El pecho le subía y bajaba con esfuerzo: no podía recobrar el aliento. Estaba acostado en el fondo de la balsa, jadeando.
—¿Se siente bien, doctor Grant? —preguntó Lex.
—De ahora en adelante, ¿vas a hacer exactamente lo que te diga?
—¡Oh, bueno! —suspiró, como si se le hubiera hecho la exigencia más descabellada del mundo.
Dejó que el brazo le arrastrara un rato en el agua:
—Usted dejó de remar —observó.
—Estoy cansado.
—Entonces, ¿cómo es que todavía nos estamos moviendo?
Grant se incorporó. La niña tenía razón: la balsa derivaba con curso fijo hacia el Norte.
—Tiene que haber una corriente.
Ésta los llevaba hacia el Norte, hacia el hotel. Grant miró su reloj y quedó pasmado al ver que eran las siete y cuarto: sólo habían pasado quince minutos desde que miró el reloj la última vez. Parecía como si hubieran transcurrido dos horas.
Se acostó de espaldas contra las bordas de goma, cerró los ojos y se durmió.