Un fuerte sonido de algo que se muele, seguido por un repiqueteo metálico, despertó a Grant. Abrió los ojos y vio pasar frente a él un fardo de heno sobre una cinta transportadora que avanzaba hacia el techo. Dos fardos más sucedieron al primero. Después, el repiqueteo metálico cesó de modo tan brusco como había comenzado, y el edificio de hormigón volvió a quedar en silencio.
Grant bostezó. Se estiró, todavía adormecido, dio un respingo de dolor y se incorporó.
Una suave luz amarilla llegaba a través de las ventanas laterales. Era de mañana: ¡había dormido toda la noche! Rápidamente miró el reloj: las cinco de la mañana. Todavía quedaban casi siete horas para que se pudiera hacer volver el barco.
Grant rodó sobre la espalda, quejándose. La cabeza le latía y el cuerpo le dolía como si le hubiesen apaleado. Desde el otro lado del rincón oyó un chirrido, como el de una rueda oxidada. Y, después, la risita juguetona de Lex.
Se puso de pie con lentitud y recorrió el edificio con la mirada: ahora que era de día, pudo ver que era una especie de edificio de mantenimiento, con pilas de heno y suministros. En la pared vio una caja metálica color gris, sobre la cual había una referencia en estarcido: EDIF. MANTENIMIENTO SAURÓPODOS (04).
Tenía que ser la reserva de los saurópodos, tal como lo había pensado. Abrió la caja y vio un teléfono pero, cuando levantó el receptor, sólo oyó el sonido siseante de la estática: aparentemente, los teléfonos todavía no funcionaban.
—Mastica tu comida —estaba diciendo Lex—. No seas cerdo, Ralph.
Grant dio la vuelta al rincón y encontró a Lex junto a los barrotes, ofreciendo puñados de heno a un animal que estaba afuera; tenía el aspecto de un cerdo grande rosado y emitía los sonidos chirriantes que acababa de oír. En realidad, se trataba de un triceratops bebé, de tamaño aproximado al de un pony. El pequeño no tenía cuernos en la cabeza todavía, sino sólo una curva arruga ósea detrás de unos grandes ojos de mirada suave. Metía el hocico a través de los barrotes, hacia Lex, observando a la niña mientras ésta le daba más heno para comer.
—Así es mejor —dijo Lex—. Hay un montón de heno, no te preocupes. —Palmeó al bebé en la cabeza—: Te gusta el heno, ¿no, Ralph?
En ese momento se volvió y vio a Grant.
—Éste es Ralph —anunció—. Es mi amigo. Le gusta el heno.
Grant avanzó un paso y se detuvo, encogido por el dolor.
—Parece que está bastante mal. Tim también. Su nariz está hinchada.
—¿Dónde está Tim?
—Haciendo pis. ¿Quiere ayudarme a darle de comer a Ralph?
La cría de triceratops miró a Grant. De ambas comisuras de la boca le sobresalía heno, que caía al suelo cuando masticaba.
—Es un comilón muy chapucero —comentó Lex—. Y tiene mucha hambre.
El bebé terminó de masticar y se relamió los labios. Abrió la boca, esperando que le dieran más: Grant pudo ver los delgados dientes afilados y el maxilar superior en forma de pico, como el de un loro.
—Muy bien, espera un minutito —dijo Lex, levantando más heno del suelo con una pala—. Sinceramente, Ralph, una pensaría que tu madre nunca te dio de comer.
—¿Por qué le llamas Ralph?
—Porque se parece a Ralph. Es uno de la escuela.
Grant se acercó y tocó la piel del cuello con delicadeza.
—Está bien, puedes acariciar —concedió Lex—. Le gusta que le acaricien, ¿no, Ralph?
Al tacto, la piel era seca y cálida, con la textura rugosa de una pelota de rugby. Ralph lanzó un leve chillido cuando Grant lo acarició. Del lado exterior de los barrotes, su gruesa cola se balanceaba hacia atrás y hacia delante con placer.
—Es bastante manso. —Ralph dirigió su mirada de Lex a Grant mientras comía, y no dio muestras de miedo. Eso le hizo recordar a Grant que los dinosaurios no exhibían las reacciones usuales debidas a la presencia de seres humanos.
—A lo mejor lo puedo montar —arriesgó Lex.
—Mejor que no.
—Estoy segura de que él me dejaría —insistió—. Sería divertido montar un dinosaurio.
Grant miró a través de los barrotes, más allá del animal, a los campos abiertos del complejo de saurópodos. A cada instante la claridad se hacía mayor. Grant pensó que debía salir y excitar uno de los sensores de movimiento del campo que estaba más arriba: después de todo, la gente de la sala de control podía tardar una hora en llegar hasta él. Y a Grant no le agradaba la idea de que los teléfonos siguieran sin funcionar…
Oyó un profundo bufido, como el de un caballo muy grande y, de repente, el pequeño triceratops se agitó. Trató de echar atrás la cabeza, que estaba entre los barrotes, pero quedó atascado en el borde de su arruga precursora de los cuernos y lanzó un chillido de miedo.
El bufido se repitió. Más cerca esta vez.
Ralph trató de retroceder con las patas traseras, desesperado por zafarse de los barrotes. Movía la cabeza hacia atrás y hacia delante, frotándose contra los barrotes.
—Ralph, tranquilo —trató de calmarlo Lex.
—Empújalo hacia fuera —dijo Grant. Extendió la mano hacia la cabeza de Ralph y se apoyó contra ella, empujando al animal de costado y hacia atrás. La arruga se aplastó contra la cabeza, permitiendo que el bebé cayera fuera de los barrotes, perdiendo el equilibrio y desplomándose de costado. Después, el animalito quedó envuelto en las sombras, y una enorme pata trasera hizo su aparición: más gruesa que el tronco de un árbol, tenía cinco uñas curvadas hacia abajo, como las de un elefante.
Ralph alzó la vista y lanzó un chillido. Desde lo alto bajó la cabeza: de un metro ochenta de largo, con tres cuernos blancos, uno encima de cada uno de los grandes ojos pardos y otro, más pequeño, en la punta de la nariz. Era un triceratops totalmente desarrollado. El enorme animal miró con curiosidad a Lex y Grant, parpadeando con lentitud y, después, dirigió su atención hacia Ralph: emergió una lengua que lamió al bebé. Ralph lanzó un chillido y se frotó contra la enorme pata, henchido de felicidad.
—¿Ésa es la mamá? —preguntó Lex.
—Así parece —dijo Grant.
—¿Tenemos que darle de comer a la mamá también?
Pero la enorme triceratops ya estaba empujando suavemente a Ralph con el hocico, alejándolo de los barrotes.
—Supongo que no.
La cría de triceratops se apartó de los barrotes y se alejó. De vez en cuando, su inmensa madre lo empujaba con suavidad, encaminándolo, mientras los dos se dirigían hacia campo abierto.
—Adiós, Ralph —lo despidió Lex, agitando la mano.
Tim salió de las sombras del edificio.
—Os diré lo que vamos a hacer —anunció Grant—: voy a lo alto de la colina para excitar los sensores de movimiento, de modo que sepan dónde tienen que venir a buscarnos. Vosotros dos os quedáis aquí y me esperáis.
—No —dijo Lex.
—¿Por qué? Quedaos. Aquí estáis a salvo.
—Usted no va a dejarnos —insistió Lex—. ¿No es así, Timmy?
—Así es —asintió Tim.
—Muy bien —dijo Grant.
Se escurrieron entre los barrotes y salieron al exterior.
Era justo antes del amanecer.
El aire era cálido y húmedo; el cielo, de un rosado suave y púrpura. Una bruma baja se extendía muy cerca del suelo. A cierta distancia, vieron a la madre triceratops y a su cría alejándose en dirección a una manada de grandes hadrosaurios de pico de pato, que comían el follaje de unos árboles situados a la orilla de la laguna.
Algunos de los hadrosaurios estaban metidos en el agua hasta las rodillas. Bebían, bajando sus planas cabezas y se reunían con su propio reflejo en el agua inmóvil. Después, volvían a alzar la vista, con las cabezas girándoles sobre el cuello: en la orilla del agua, una de las crías se aventuró a salir, lanzó un chillido y después regresó a tropezones, presurosa, mientras los adultos observaban con indulgencia.
Más hacia el sur, otros hadrosaurios comían la vegetación más baja. A veces se erguían sobre las patas traseras, apoyando las delanteras en los troncos de los árboles, para alcanzar las hojas de las ramas más altas. Y, muy a lo lejos, un gigantesco apatosaurio se alzaba sobre los árboles, con la diminuta cabeza girándole en el extremo de su cuello largo. La escena era tan pacífica que a Grant le resultaba difícil imaginar que pudiera haber algún peligro.
—¡Aau! —gritó Lex, bajando la cabeza con rapidez: dos gigantescas libélulas, de un metro ochenta, pasaron zumbando junto al trío de humanos.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Lex.
—Libélulas —dijo Grant—; el jurásico fue una época de insectos enormes.
—¿Muerden?
—No lo creo.
Tim alzó la mano: una de las libélulas descendió sobre ella. El niño pudo sentir el peso del insecto inmenso.
—Te va a morder —previno Lex.
Pero la libélula se limitó a batir con suavidad sus alas transparentes surcadas por venas rojas y, de repente, cuando Tim movió el brazo, volvió a irse volando.
—¿Hacia dónde vamos? —preguntó Lex.
—Allí.
Empezaron a caminar a través del campo. Llegaron a una caja negra montada sobre un pesado trípode metálico, el primero de los sensores de movimiento. Grant se detuvo y agitó la mano frente al aparato, pero nada ocurrió.
Si los teléfonos no funcionaban, quizá tampoco lo hacían los sensores.
—Probaremos con otro —dijo Grant, señalando hacia el otro lado del campo.
En algún sitio, a lo lejos, oyeron el rugido de un animal grande.
—¡Oh, demonios! —exclamó Arnold—. Sencillamente no lo puedo encontrar. —Sorbió café y contempló la pantalla con ojos exhaustos. Había sacado fuera de línea todos los monitores. En la sala de control, buscaba el código del ordenador. Se sentía agotado: había estado trabajando doce horas sin parar. Se volvió hacia Wu, que llegaba del laboratorio.
—¿Qué ha encontrado?
—Los teléfonos siguen sin funcionar. No puedo volverlos a la normalidad. Creo que Nedry hizo algo con los teléfonos.
Wu levantó uno de los teléfonos y oyó un siseo:
—El sonido es como el de un módem.
—Pero no lo es. Porque bajé a la planta baja y apagué todos los módems. Lo que se oye no es más que ruido blanco, que suena como un modem transmitiendo.
—¿Así que las líneas telefónicas están interferidas?
—Básicamente, sí. Nedry las interfirió muy bien. Introdujo un bloqueo dentro del código de programas, y ahora no lo puedo encontrar, porque dio una especie de vuelta al origen, que borró parte de las listas de programas. Pero, en apariencia, la orden para perturbar los teléfonos aún sigue en la memoria del ordenador.
Wu se encogió de hombros:
—¿Y con eso qué? Tan sólo tiene que retrotraer el sistema: apáguelo y borrará la memoria.
—Nunca he hecho algo así antes. Y me resisto a hacerlo: a lo mejor, todos los sistemas vuelven a la normalidad cuando haga arrancar de nuevo… pero a lo mejor, no. No soy un experto en computación, y usted tampoco. Realmente, no. Y sin una línea telefónica abierta no podemos hablar con alguien que lo sea.
—Si la orden está en la RAM, no aparecerá en el código. Se puede hacer un vaciado de la RAM en una unidad de grabación y hacer la búsqueda ahí, pero usted no sabe lo que está buscando. Creo que todo lo que puede hacer es retrotraer el sistema a la posición de origen.
Gennaro irrumpió en la sala:
—Todavía no tenemos ningún teléfono.
—Estamos trabajando en eso.
—Ha estado trabajando en eso desde la medianoche. Y Malcolm está peor. Necesita atención médica.
—Eso significa que tendré que apagar el sistema —dijo Arnold—. No puedo estar seguro de que todo se vuelva a poner en funcionamiento.
Gennaro insistió:
—Mire: hay un hombre enfermo en ese pabellón. Necesita un médico o morirá. Y no se puede llamar a un médico a menos que tengamos teléfono. Es probable que ya hayan muerto cuatro personas. Ahora, ¡apague y haga que los teléfonos funcionen!
Arnold vaciló.
—¿Bien? —dijo Gennaro.
—Bueno, es que… los sistemas de seguridad no permiten que se apague el ordenador y…
—¡Entonces apague esos malditos sistemas de seguridad! ¿No le puede entrar en la cabeza que Malcolm va a morir si no recibe ayuda?
—Muy bien —aceptó Arnold.
Se levantó y fue al panel principal. Abrió las puertas y descubrió los cerrojos que cubrían los interruptores de seguridad. Con movimiento corto y seco los quitó, uno después de otro.
—Ustedes lo han pedido —dijo—, y aquí lo tienen.
Movió el interruptor maestro.
La sala de control quedó a oscuras. Todos los monitores se apagaron.
—¿Cuánto tenemos que esperar? —preguntó Gennaro.
—Treinta segundos —repuso Arnold.
—¡Puff! —exclamó Lex, cuando cruzaban el campo.
—¿Qué? —preguntó Grant.
—¡Ese olor! Parece de basura podrida.
Grant vaciló. Clavó la mirada en el otro extremo del campo, en dirección a los árboles distantes, en busca de alguna señal de movimiento; no vio nada; apenas sí había brisa para agitar las ramas. Reinaba paz y quietud en la mañana temprana.
—Creo que es tu imaginación —dijo.
—No…
Entonces, Grant oyó el graznido: provenía de la manada de hadrosaurios de pico de pato que tenían a la espalda. Primero un animal, después otro y otro, hasta que toda la manada hizo suyo el graznido de llamada. Los picos de pato estaban agitados, dando vueltas y girando sobre sí mismos, apresurándose a salir del agua, formando círculo alrededor de las crías para protegerlas…
«También ellos lo huelen», pensó.
Con un rugido, el tiranosaurio surgió con violencia de entre los árboles que estaban a unos cuarenta y cinco metros, cerca de la laguna. Acometió a través del campo abierto, cruzándolo a trancos. Hizo caso omiso del grupo de seres humanos, dirigiéndose resueltamente hacia la manada de hadrosaurios.
—¡Se lo dije! —aulló Lex—. ¡Nadie me escucha jamás!
A la distancia, los hadrosaurios estaban graznando y empezaban a correr. Grant podía sentir la tierra estremeciéndose bajo sus pies.
—¡Vamos, chicos!
—Alzó a Lex en brazos, y corrió con Tim a través de la hierba. Tuvo fugaces visiones del tiranosaurio en las proximidades de la laguna, arremetiendo contra los hadrosaurios, que hacían oscilar sus grandes colas como defensa, y graznaban fuerte y continuamente. Oyó el ruido del aplastamiento de follaje y árboles y, cuando volvió a mirar, los hadrosaurios se lanzaban a la carga.
En la oscurecida sala de control, Arnold comprobaba su reloj de pulsera: treinta segundos; la memoria ya debía de estar limpia. Volvió a llevar el interruptor principal de corriente a la posición de encendido.
No ocurrió nada.
El estómago se le contrajo en una arcada. Llevó el interruptor a la posición de apagado y, después, de vuelta a la de encendido: todavía seguía sin pasar nada. Sintió sudor en el entrecejo.
—¿Qué pasa? —preguntó Gennaro.
—¡Oh, demonios! —masculló Arnold. En ese momento recordó que había que encender de nuevo los interruptores de seguridad antes de restaurar el paso de la corriente. Con cortos movimientos nerviosos puso los tres interruptores en encendido, y los volvió a cubrir con los cerrojos. Después, contuvo el aliento y accionó el interruptor principal.
Las luces de la sala se encendieron.
El ordenador lanzó la señal electrónica corta y penetrante de activación.
Las pantallas zumbaron.
—¡Gracias a Dios! —suspiró Arnold. Se apresuró a ir hacia el monitor principal. En la pantalla aparecían hileras de rótulos:
PARQUE JURÁSICO - PUESTA EN MARCHA DEL SISTEMA | ||||||
PUESTA EN MARCHA AB(0) |
PUESTA EN MARCHA CN/D |
|||||
Principal Seguridad |
Principal Monitores |
Principal Instrucciones |
Principal Eléctrico |
Principal Hidráulico |
Principal Maestro |
Principal Zoolog. |
Poner Rejillas NL |
Vista VBB |
Acceso TNL |
Calefacción/ Refrigeración |
Interfaz Plegar Puerta |
Alr SAAG |
Almacena- miento/ Reparaciones |
Cerraduras Críticas |
TeleComs. VBB |
Restaurar/ Invertir |
Ilum. Emergencia |
Principal IIGAS/VLD |
Interfaz Común |
Principal Estado |
Franquia Control |
DRS TeleCom |
Principal Plantillas |
Paráms. FNCC |
Pel. Explosión Incendio |
Principal Esquemáticos |
Seguridad/ Salud |
Gennaro tomó el teléfono, pero estaba muerto. No había siseo de estática esta vez: simplemente no había nada.
—¿Qué es esto?
—Deme un segundo —contestó Arnold—. Después de una inicialización, todos los módulos del sistema tienen que ser activados en forma manual. —Con prontitud, volvió al trabajo.
—¿Por qué en forma manual? —quiso saber Gennaro.
—¿Me va a dejar trabajar, por el amor de Dios?
Wu explicó:
—Nunca se pensó que hubiera que paralizar el sistema. Por eso, si se desactiva, eso supone que existe un problema en alguna parte, y exige que el operador lo ponga todo en marcha en forma manual: caso contrario, si hubiera un cortocircuito en alguna parte, el sistema se pondría en marcha, entraría en cortocircuito y se pararía, volvería a arrancar, entraría nuevamente en cortocircuito, parándose, y así continuamente, en un ciclo interminable.
—Muy bien —dijo Arnold—. Estamos funcionando.
Gennaro levantó el teléfono y empezó a marcar cifras de llamada, cuando se detuvo en forma súbita.
—Jesús, miren eso —dijo, estaba señalando uno de los monitores de televisión.
Pero Arnold no lo escuchaba: tenía la vista fija en el mapa, donde un abigarrado enjambre de puntos que había junto a la laguna se había empezado a desplazar en forma coordinada. Se desplazaba rápido, describiendo una especie de remolino.
—¿Qué está pasando? —dijo Gennaro.
—Los picos de pato —dijo Arnold, con voz apagada—, están en estampida.
Los hadrosaurios pico de pato iban a la carga con sorprendente velocidad, sus enormes cuerpos formaban un enjambre apretado, graznando y rugiendo, las crías chillaban, tratando de evitar meterse en el camino de los adultos. La manada levantaba una gran nube de polvo amarillo. Grant no podía ver al tiranosaurio.
Los hadrosaurios corrían directamente hacia donde estaba el grupo de humanos.
Llevando todavía a Lex, Grant corrió con Tim hacia un afloramiento rocoso sobre el que había un bosquecillo de grandes coníferas. Corrían con afán, sintiendo la tierra sacudirse bajo sus pies. El sonido de la manada que se acercaba era ensordecedor, como el sonido de aviones de reacción en un aeropuerto; llenaba el aire y hacía que les doliesen los oídos. Lex gritaba algo, pero Grant no podía oír lo que decía y, mientras trepaban con pies y manos sobre las rocas, la manada les rodeó.
Grant vio las inmensas patas de los primeros hadrosaurios, que pasaban junto a él a la carga, cada animal con un peso de cinco toneladas y después, el grupo de seres humanos quedo envuelto en una nube tan densa, que Grant no pudo ver cosa alguna; tenía la impresión de que había cuerpos inmensos, extremidades gigantescas, gritos atronadores de dolor, mientras los animales giraban y formaban un círculo. Uno de los hadrosaurios golpeó contra un bloque de roca, que pasó rodando frente a Grant y los niños, para caer en el campo que se extendía más allá.
Inmersos en la densa nube de polvo, no podían ver casi nada más allá de las rocas. Se aferraron a los bloques, oyendo los alaridos y graznidos y el amenazador rugido del tiranosaurio. Lex hundió las uñas en el hombro de Grant.
Otro hadrosaurio azotó con su enorme cola las rocas, dejando una salpicadura de sangre caliente. Grant esperó hasta que los sonidos de la pelea se hubieron desplazado hacia la izquierda y, después, empujó a los niños, para que empezaran a trepar por el árbol más grande. Subieron con celeridad, buscando las ramas a tientas, mientras los animales corrían alrededor en estampida, en medio del polvo. Subieron unos seis metros y, en ese momento, Lex se aferró a Grant y se negó a seguir adelante. Tim también estaba cansado y Grant pensó que estaban suficientemente altos. A través del polvo pudieron ver el ancho lomo de los animales que pasaban allá abajo, mientras describían giros y emitían graznidos. Grant se afianzó contra la áspera corteza del tronco, tosió por el polvo, cerró los ojos, y esperó.
Arnold ajustó la cámara, mientras la manada se alejaba. El polvo se despejó lentamente: vio que los hadrosaurios se habían dispersado y que el tiranosaurio había dejado de correr, lo que únicamente podía significar que había cazado una presa. Ahora estaba cerca de la laguna. Arnold miró el monitor de televisión y dijo:
—Lo mejor es hacer que Muldoon vaya ahí afuera y vea cómo están las cosas.
—Voy por él —dijo Gennaro, y abandonó la sala.