Muldoon tomó la curva muy deprisa; el jeep patinó en el barro. Sentado junto a él, Gennaro apretaba los puños: iban a toda velocidad por el camino de cornisa, muy por encima del río, que ahora estaba oculto en la oscuridad, debajo de ellos. Muldoon aceleró. Su cara estaba tensa.
—¿Cuánto falta aún? —preguntó Gennaro.
—Tres, quizá cuatro kilómetros.
Ellie y Harding estaban de vuelta en el centro de visitantes. Gennaro se había ofrecido para acompañar a Muldoon. El jeep se desvió con brusquedad.
—Ya ha pasado una hora —dijo Muldoon—. Una hora, sin que hayamos oído palabra de los demás coches.
—Pero tienen radios —objetó Gennaro.
—No hemos podido localizarlos.
Gennaro frunció el entrecejo:
—Si estuviera sentado en un coche durante una hora, bajo la lluvia, es seguro que intentaría utilizar la radio para llamar a alguien.
—Lo mismo haría yo.
—¿Realmente cree que les puede haber pasado algo?
—Hay posibilidades de que estén perfectamente bien, pero me sentiré más feliz cuando les vea. Eso debe de ser de un momento a otro.
El camino describía una curva y, después, subía por una colina. En la base de la colina, Gennaro vio algo blanco, caído entre los helechos que había al lado del camino.
—Deténgase —dijo, y Muldoon pisó el freno.
Gennaro se apeó de un salto y corrió hacia delante, iluminado por los faros del jeep, para ver qué era: parecía un trozo de ropa, pero había…
Gennaro se detuvo.
Ya desde menos de dos metros de distancia, pudo ver con claridad lo que era. Avanzó con más lentitud.
Muldoon inclinó el torso fuera del jeep y preguntó:
—¿Qué es?
—Es una pierna.
La carne de la pierna era de color blanco azulado pálido, y terminaba en un desgarrado muñón sanguinolento, correspondiente al lugar en que había estado la rodilla. Por debajo de la pantorrilla vio un calcetín blanco y un mocasín marrón. Era como el zapato que Ed Regis usaba.
En ese momento, Muldoon ya había salido del jeep; corrió, pasando de largo a Gennaro, para agacharse sobre la pierna:
—¡Jesús! —dijo, y levantó la pierna, extrayéndola del follaje y levantándola para exponerla a la luz de los faros: un chorro de sangre del muñón le cayó en la mano. Gennaro todavía estaba a un metro de distancia. Rápidamente se dobló sobre sí mismo, puso las manos sobre las rodillas, cerró los ojos con fuerza e inspiró profundamente, tratando de no ser presa de las náuseas.
—Gennaro. —La voz de Muldoon era penetrante.
—¿Qué?
—Apártese: está tapando la luz.
Gennaro tomó una bocanada de aire y se apartó. Cuando abrió los ojos vio a Muldoon estudiando el muñón con ojo crítico:
—Desgarrado en la línea de la articulación —dijo éste—. No lo mordió… lo retorció y lo arrancó. Sencillamente le arrancó la pierna, rasgándosela.
Se puso en pie, sosteniendo la seccionada pierna invertida, para que la sangre que quedaba en su interior goteara sobre los helechos. Su mano ensangrentada manchó el calcetín blanco cuando tomó la pierna por el tobillo. Gennaro volvió a sentir náuseas.
—No hay duda sobre lo que ha ocurrido —estaba diciendo Muldoon—: T-rex le agarró. —Miró hacia lo alto de la colina; después, nuevamente a Gennaro—: ¿Se siente bien? ¿Puede seguir?
—Sí. Puedo seguir.
Muldoon caminaba de vuelta hacia el jeep, llevando la pierna:
—Creo que es mejor que nos llevemos esto —dijo—. No me parece bien dejarlo aquí. Dios, va a ensuciar todo el vehículo. Vea si hay algo en la parte trasera, por favor. Una lona o un periódico…
Gennaro abrió la portezuela de atrás y buscó entre las cosas que había detrás del asiento posterior. Se sintió agradecido por pensar en algo más durante unos instantes. El problema de cómo envolver la pierna seccionada se expandió hasta llenarle toda la mente, relegando todos los demás pensamientos. Encontró una bolsa de lona con un juego de herramientas, una llanta, una caja de cartón, y…
—Dos telas impermeables —anunció. Eran de plástico y estaban cuidadosamente plegadas.
—Deme una —dijo Muldoon, todavía fuera del jeep. Envolvió la pierna y le pasó el ahora informe bulto a Gennaro. Al sostenerlo en la mano, Gennaro se sorprendió por lo pesado que lo sentía.
—Póngalo en la parte de atrás —indicó Muldoon—. Si hay alguna manera de sujetarlo, ya sabe, de modo que no vaya rodando…
—Está bien. —Gennaro puso el envoltorio en la parte trasera y Muldoon se situó detrás del volante. Aceleró; las ruedas giraron sin avanzar sobre el barro, para después dejar una zanja detrás de ellas. El jeep ascendió la colina a toda velocidad y, durante unos momentos, al llegar a la cima, las luces de los faros todavía apuntaban hacia arriba, hacia el follaje. Después bajaron, y Gennaro pudo ver el camino que se extendía delante de ellos.
—¡Jesús! —exclamó Muldoon.
Gennaro vio un solo Crucero de Tierra, caído de lado, en el centro del camino. No pudo ver el segundo Crucero.
—¿Dónde está el otro coche?
Muldoon miró brevemente alrededor; señaló hacia la izquierda:
—Allí. —El segundo Crucero de Tierra estaba a seis metros de distancia, aplastado como un acordeón, al pie de un árbol.
—¿Qué está haciendo ahí?
—El T-rex lo lanzó ahí.
—¿Lo lanzó?
El gesto de Muldoon era sombrío.
—Terminemos con esto —dijo, apeándose del jeep.
Apuraron la marcha para llegar hasta el segundo Crucero de Tierra. Sus linternas oscilaban de un lado a otro, en medio de la noche.
Cuando se acercaron, Gennaro vio hasta qué punto estaba destrozado el coche. Tuvo el cuidado de permitir que Muldoon mirara primero al interior.
—Yo no me preocuparía —dijo Muldoon—. Es muy improbable que encontremos a alguien.
—¿No?
—No.
Explicó que, durante sus años en África, había visitado el escenario de una media docena de ataques de animales a humanos en los chaparrales. Un ataque de leopardo: por la noche, el leopardo había abierto una tienda de punta a punta, desgarrándola, y se había llevado a un niño de tres años. Después, un ataque de búfalo en Amboseli; dos ataques de león, uno de cocodrilo en el Norte, cerca de Meru. En todos los casos quedaba una cantidad sorprendentemente reducida de evidencias de lo ocurrido.
La gente inexperta imaginaba que habría horribles pruebas del ataque de un animal: miembros desgarrados que quedaran en la tienda, rastros de gotas de sangre que conducían hacia la espesura, ropa manchada de sangre, no muy lejos del campamento. Pero la verdad era que, por lo común, no quedaba nada, en especial si la víctima era de pequeño tamaño, como un bebé o un niño. La persona sencillamente parecía desaparecer, como si hubiera entrado en el chaparral y nunca hubiera regresado. Un depredador podía matar a un niño sólo con sacudirlo, rompiéndole el cuello. Por lo común, no había nada de sangre.
Y la mayor parte de las veces nunca se encontraban otros restos de las víctimas. A veces, un botón de camisa, o un trocito de goma de un zapato. Pero, la mayor parte de las veces, nada.
Los depredadores se llevaban a los niños —preferían a los niños— y no dejaban nada detrás. Así que Muldoon pensó que era sumamente improbable que encontraran alguna vez restos de los niños.
Pero cuando miró adentro, tuvo una sorpresa:
—¡Quién lo diría! —murmuró.
Muldoon trató de reconstruir la situación: el parabrisas del Crucero de Tierra estaba hecho añicos, pero no había mucho vidrio en las proximidades. Había observado fragmentos de vidrio allá atrás, en el camino: así que el parabrisas tuvo que haberse roto allá atrás, antes de que el tiranosaurio levantara el coche y lo arrojara allí. Pero el vehículo había sufrido una tremenda paliza. Muldoon iluminó el interior con su linterna.
—¿Vacío? —preguntó Gennaro, con tensión.
—No del todo —contestó Muldoon: la luz de su linterna se reflejó sobre un equipo microtelefónico aplastado y, en el suelo del coche, vio algo más, algo curvo y negro. Las portezuelas anteriores estaban abolladas y atascadas por el impacto, pero Muldoon trepó por la portezuela trasera y se arrastró por sobre el asiento para recoger el objeto negro.
—Es un reloj —dijo, escudriñándolo a la luz de la linterna. Era un reloj digital barato, con pulsera de caucho sintético. La esfera de la LCD estaba hecha añicos. Pensó que el chico pudo haber estado usándolo, aunque no estaba seguro. Pero era el tipo de reloj que tendría un niño.
—¿Qué es eso, un reloj? —preguntó Gennaro.
—Sí. Y hay una radio, pero está rota.
—¿Eso es importante?
—Sí. Y hay algo más… —Muldoon husmeó el aire: dentro del coche había un olor agrio. Movió la luz en derredor, hasta que vio el vómito que chorreaba del panel lateral de la puerta. Lo tocó: todavía estaba fresco.
—Uno de los chicos todavía puede estar vivo —dijo.
Gennaro le miró de soslayo:
—¿Qué le lleva a decir eso?
—El reloj. El reloj lo demuestra. —Se lo alcanzó a Gennaro, que lo sostuvo a la luz de la linterna y le dio vueltas en las manos.
—El cristal está rajado —declaró Gennaro.
—Así es. Y la pulsera está intacta.
—¿Lo que significa…?
—Que el chico se lo quitó.
—Eso pudo haber pasado en cualquier momento —objetó Gennaro—. En cualquier momento anterior al ataque.
—No. Estos cristales de LCD son resistentes: hace falta un fuerte golpe para romperlos. La esfera del reloj fue destrozada durante el ataque.
—Así que el chico se quitó el reloj.
—Píenselo —insistió Muldoon—. ¿Si le atacase un dinosaurio, usted se detendría para quitarse el reloj?
—Quizá se lo arrancó.
—Es casi imposible arrancar el reloj de la mano de alguien, sin arrancar la mano también. Sea como fuere, la pulsera está intacta. No, el chico se lo quitó por sí mismo; miró el reloj, vio que estaba roto y se lo quitó. Tuvo tiempo para hacerlo.
—¿Cuándo?
—Sólo pudo ser después del ataque. El chico debía de estar en el coche después del ataque. Y la radio estaba rota, así que la dejó atrás también. Es un niño brillante y sabía que no le eran útiles.
—Si es tan brillante, ¿a dónde se fue? Porque yo me quedaría aquí y esperaría a que me recogieran.
—Sí, pero, a lo mejor, no pudo quedarse aquí. Quizás el tiranosaurio volvió. O algún otro animal. Sea como fuere, algo le hizo marcharse.
—Entonces, ¿a dónde se fue?
—Veamos si podemos averiguarlo —dijo Muldoon, y avanzó a zancadas hacia el camino principal.
Gennaro le observó escudriñar el suelo con su linterna: su cara estaba a no más de unos centímetros del barro, atenta a la búsqueda. Muldoon realmente creía que estaba yendo hacia algo, que por lo menos uno de los chicos todavía estaba vivo. Gennaro seguía impávido: el impacto que significó hallar la pierna seccionada había dejado en él la inflexible determinación de clausurar el parque y destruirlo. No importaba lo que Muldoon dijera, Gennaro sospechaba que ese hombre padecía de un entusiasmo y una esperanza injustificados.
—¿Ha observado las huellas? —preguntó Muldoon, todavía mirando el suelo.
—¿Qué huellas?
—Estas huellas de pisadas. ¿Las ve, viniendo hacia nosotros desde el camino? Y son huellas que, por su tamaño, son de un adulto. Un zapato con suela de goma. Observe la característica impresión estriada…
Gennaro sólo vio barro. Charcos que atrapaban la luz procedente de las linternas. Empezó a decir:
—Escuche…
—Puede ver —continuó Muldoon— que las huellas de adulto vienen hasta aquí, donde se les unen otras pisadas. Pequeñas y de tamaño mediano… que se desplazan en círculos, superponiéndose… como si estuvieran juntos, hablando… Pero ahora están aquí, parecen estar corriendo… —Señaló a distancia—: Hacia allá. Hacia el parque.
Gennaro negó con la cabeza:
—En este barro se ve lo que uno quiera ver.
Muldoon se puso de pie y retrocedió. Miró el suelo y suspiró:
—Diga lo que quiera, apuesto a que uno de los chicos sobrevivió. Y quizás ambos. Quizás hasta un adulto también, si es que estas huellas grandes corresponden a otra persona que no fuera Regis. Tenemos que registrar el parque.
—¿Esta noche? —dijo Gennaro.
Pero Muldoon no le escuchaba: se había alejado hacia un terraplén de tierra blanda, cerca de un caño de desagüe para lluvia. Se volvió a poner en cuclillas:
—¿Qué era lo que llevaba la niña?
—Cristo —dijo Gennaro—. No lo sé.
Avanzando con lentitud, Muldoon fue más hacia un costado del camino. Y, en ese momento, oyó un jadeo. Era, definitivamente, un sonido animal.
—Escuche —dijo Gennaro—. Creo que es mejor que nos…
—Shh —susurró Muldoon.
Se detuvo, escuchando.
—No es más que el viento —dijo Gennaro.
Volvieron a oír el jadeo sibilante, pero esta vez con claridad. No era el viento. Provenía de los matorrales que estaban directamente frente a ellos, al lado del camino. No parecía el sonido producido por un animal, pero Muldoon avanzó con cautela. Agitó su luz hacia todos lados, y gritó, pero el jadeo no cambió. Muldoon empujó a un lado las frondas de una palmera.
—¿Qué es? —preguntó Gennaro.
—Es Malcolm —repuso Muldoon.
Ian Malcolm yacía sobre la espalda, con la piel cenicienta, la boca abierta con laxitud. Respiraba con dificultad, emitiendo jadeos sibilantes. Muldoon le pasó la linterna a Gennaro y, después, se inclinó para examinar el cuerpo:
—No encuentro herida —dijo—. Cabeza bien, pecho, brazos…
Entonces, Gennaro dirigió la luz a las piernas:
—Se puso un torniquete.
El cinturón de Malcolm estaba retorcido sobre el muslo derecho. Gennaro recorrió la pierna con la luz: el tobillo derecho estaba doblado hacia fuera, formando un ángulo imposible con la pierna; los pantalones estaban aplastados, empapados de sangre, Muldoon tocó el tobillo con suavidad, y Malcolm gimió.
Muldoon retrocedió y trató de decidir qué hacer después: Malcolm podría tener otras lesiones. La espalda podría estar rota. Moverlo podría significarle la muerte pero, si le dejaban ahí moriría por la insuficiencia circulatoria: que no hubiera muerto desangrado se debía exclusivamente a que había tenido la presencia de ánimo suficiente para hacerse un torniquete.
Y era probable que ya estuviera sentenciado. Que lo movieran no cambiaría las cosas en absoluto.
Gennaro ayudó a Muldoon a levantar al hombre, al que colgó desmañadamente sobre los hombros. Malcolm gimió y su respiración se transformó en jadeos entrecortados.
—Lex… —murmuró—. Lex… fue… Lex…
—¿Quién es Lex? —preguntó Muldoon.
—La niña —dijo Gennaro.
Trasladaron a Malcolm de vuelta al jeep y forcejearon para instalarlo en el asiento trasero. Gennaro le ajustó el torniquete alrededor de la pierna. Malcolm se volvió a quejar. Muldoon le remangó la pernera y, debajo de la tela, vio la carne pulposa, las blancas astillas de hueso que sobresalía.
—Tenemos que llevarlo de vuelta —anunció.
—¿Se va a ir de aquí sin los niños?
—Si han entrado en el parque, son más de cien kilómetros cuadrados. La única manera de que podamos encontrar algo ahí afuera es con los sensores de movimiento: si los niños están vivos y desplazándose por ahí, los sensores los localizarán y podremos ir directamente hacia ellos y traerlos de vuelta. Pero, si no llevamos inmediatamente al doctor Malcolm de regreso, morirá.
—Entonces, tenemos que volver.
—Sí, así lo creo.
Subieron al jeep. Gennaro preguntó:
—¿Le va a decir a Hammond que los chicos están perdidos?
—No —dijo Muldoon—. Se lo dirá usted.