Control

Los compis se escabullían en la noche siguiendo el margen del camino. El jeep de Harding los siguió a corta distancia. Ellie señaló algo que estaba en el camino, más adelante:

—¿Eso es una luz?

—Podría ser —contestó Harding—. Parecen los faros de un automóvil.

La radio zumbó súbitamente y chasqueó. Oyeron a John Arnold decir:

—¿… ustedes ahí?

—Ah, ahí está —dijo Harding—. Por fin. —Apretó el botón—: Sí, John, estamos aquí. Estamos cerca del río, siguiendo a los compis. Es bastante interesante.

Más chasquidos. Después:

—…sita su coche…

—¿Qué ha dicho? —preguntó Gennaro.

—Algo ha dicho de coche —aclaró Ellie. En la excavación de Grant, en Montana, era ella quien operaba el radioteléfono: después de años de experiencia, se había vuelto ducha en la comprensión de transmisiones ininteligibles—. Creo que ha dicho que necesitaba su vehículo, Harding.

Harding apretó el botón.

—¿John? ¿Estás ahí? No le recibimos muy bien, John.

Hubo un destello de relámpagos, seguido por un largo chirrido de estática radial; después, la voz tensa de Arnold:

—… ¿Dónde están… des…?

—Estamos a algo más de kilómetro y medio de la dehesa de los hypsis. Cerca del río, siguiendo algunos compis.

—No… malditamente bien… regresar… ¡ahora!

—Se lo oye como si tuviese un problema —dijo Ellie, frunciendo el entrecejo. No había posibilidad de error: en esa voz había tensión—. Quizá debamos volver.

Harding se encogió de hombros:

—Es frecuente que John tenga algún problema. Ya sabe cómo son los ingenieros. Quieren que todo salga como dice el libro. —Apretó el botón de la radio—: ¿John? Dígalo otra vez, por favor…

Más chasquidos.

Más estática. El fuerte estallido del trueno. Después:

—Muldoo… necesita su coche… ra…

Gennaro frunció el entrecejo:

—¿Está diciendo que Muldoon necesita su coche?

—Eso es lo que pareció decir.

—Bueno, pues eso no tiene el menor sentido —manifestó Harding.

—… otros… atascados… Muldoon quiere coche…

—Lo entiendo —dijo Ellie—: los demás coches están atascados en el camino, en la tormenta, y Muldoon quiere ir a buscarlos. Harding se encogió de hombros.

—¿Por qué no toma el otro jeep? —Apretó el botón de la radio—: ¿John? Dígale a Muldoon que tome el otro coche. Está en el garaje.

La radio estalló:

—… no… escuchen… estúpidos… coche…

Harding apretó el botón de la radio:

—He dicho «está en el garaje», John. El coche está en el garaje.

Más estática:

—…edry tiene… el… altante…

—Temo que esto no nos lleva a ninguna parte —comentó Harding—. Muy bien, John. Vamos para allá ahora. —Apagó la radio e hizo virar el jeep, agregando—: Cómo me gustaría saber cuál es el motivo de la urgencia.

Puso el jeep en marcha y volvieron estruendosamente por el camino, envueltos por la oscuridad. Pasaron otros diez minutos antes de que vieran las luces del Pabellón Safari, que les daban la bienvenida. Y, mientras Harding frenaba ante el centro de visitantes, vieron a Muldoon que corría hacia ellos: iba gritando y agitando los brazos.

—¡Maldita sea, Arnold, pedazo de hijo de puta! ¡Maldita sea, haga que este parque vuelva a funcionar! ¡Ahora! ¡Haga que mis nietos vuelvan aquí! ¡Ahora! —John Hammond estaba en pie en la sala de control, gritando y golpeando el suelo con los pies. Hacía dos minutos que se mostraba descontrolado, mientras Henry Wu permanecía de pie en el rincón, dando la impresión de estar atontado.

—Bueno, señor Hammond —dijo Arnold—, Muldoon acaba de salir en este preciso instante para hacer exactamente eso.

Arnold se volvió y encendió otro cigarrillo. Hammond era igual que cualquier otro de los ejecutivos que Arnold conocía. Ya se tratara de Disney o de la Armada, los tipos que estaban en la gerencia siempre se comportaban de la misma manera: nunca entendía las cuestiones técnicas y creían que gritar era el único método para lograr que las cosas se hicieran. Y, a lo mejor, tenían razón, si le gritaban a la secretaria para que les consiguiera una limusina.

Pero los gritos no tenían la menor influencia sobre los problemas con los que Arnold se enfrentaba. Al ordenador no le importaba que le gritaran. A la red de corriente no le importaba que le gritaran. Los sistemas técnicos eran completamente indiferentes a toda esa explosión de emociones humanas. Si los gritos tenían algún efecto, éste era contraproducente, porque Arnold ya tenía la virtual certeza de que Nedry no iba a regresar, lo que quería decir que él mismo tenía que entrar en el código del ordenador y decidir cuidadosamente qué era lo que había fallado. Sería un trabajo delicado y necesitaría estar tranquilo y tener cuidado.

—¿Por qué no baja a la cantina —propuso— y pide una taza de café? Le llamaremos cuando tengamos más noticias.

—No quiero un Efecto Malcolm aquí —protestó Hammond.

—No se preocupe por el Efecto Malcolm. ¿Me va a dejar volver al trabajo?

—¡Mal rayo le parta! —Hammond no trataba de dominarse.

—Señor, le llamaré cuando tenga noticias de Muldoon.

Apretó unos botones en su consola y vio cambiar las familiares pantallas de control:

*/Módulos Principales Parque Jurásico/

*/

*/Llamar Bibls.

Incluye: bioesta.sys

Incluye: sisrom.vst

Incluye: red.sys

Incluye: corr.mdl

*/

*/Inicializar

SetMain [42]2002/9A{total CoreSysop %4 [vig. 7*tty]]

if ValidMeter(mH) (**mH).MeterVis return

Term Cali 909 c.lev [void MeterVis $303] Random (3#*MaxFid)

on SetSystem(iDn) set shp_val.obj to lim(Val[d] SumVal

if SetMeter(mH) (**mH). ValdidMeter(Vdd) return

on SetSystem(!Telcom) set mxcpl.obj to lim(Val {pd])NextVal

Arnold ya no estaba operando con el ordenador; ahora había entrado detrás de las bambalinas para mirar el código, las instrucciones que, renglón por renglón, le decían al ordenador cómo comportarse. Era desdichadamente consciente de que el programa completo del Parque Jurásico contenía más de medio millón de líneas de código, la mayor parte de las cuales no estaba documentada y carecía de especificaciones.

Wu se acercó:

—¿Qué estás haciendo, John?

—Revisando el código.

—¿Por inspección visual? Tardarás una eternidad.

—Dímelo a mí —contestó Arnold—. Dímelo a mí.