Estaba acurrucada dentro de un gran caño de drenaje de un metro de diámetro, que pasaba por debajo del camino. Tenía el guante de béisbol en la boca y se mecía hacia atrás y hacia delante, golpeándose la cabeza repetidamente contra la parte trasera del caño. Ahí dentro estaba oscuro, pero con sus lentes pudo verla con claridad. Parecía no estar herida y él se sintió invadido por el alivio, al haberla encontrado.
—Lex, soy yo, Tim.
No le respondió. Siguió golpeándose la cabeza contra el caño.
—Sal de ahí.
Sacudió la cabeza, haciendo un gesto de negación. Pudo ver que estaba terriblemente asustada.
—Lex, si sales, te dejaré estas lentes para visión nocturna.
Negó con la cabeza.
—Mira lo que tengo —dijo, levantando la mano. La niña lo miró sin entender—. Es tu pelota, Lex, he encontrado tu pelota.
—Y qué.
Intentó otro enfoque:
—Debe de ser incómodo estar ahí. Y debe de hacer frío también. ¿No te gustaría salir?
Volvió a negar con la cabeza y reanudó los cabezazos contra el caño.
—¿Por qué no?
—Hay animales ahí afuera.
Eso le desconcertó un instante: su hermana no había pronunciado la palabra «animales» desde hacía años.
—Los animales se han ido —afirmó para tranquilizarla.
—Hay uno grande. Un tyranosaurus rex.
—Se fue.
—¿A dónde se fue?
—No sé, pero no anda por aquí ahora —aseguró Tim, con la esperanza de estar diciendo la verdad.
Lex no se movió. La oyó dar cabezazos otra vez. Tim se sentó en la hierba que había fuera del caño, en un sitio en el que ella pudiera verle. El suelo estaba mojado donde él estaba sentado; se abrazó las rodillas y esperó. No se le ocurría hacer otra cosa.
—Simplemente me voy a sentar aquí y descansar —declaró.
—¿Está papaíto ahí afuera?
—No —contestó, sintiéndose raro—. Está en casa, Lex.
—¿Está mamaíta?
—No, Lex.
—¿Hay alguna persona mayor ahí afuera?
—Aún no. Pero estoy seguro de que vendrán pronto. Es probable que estén en camino ahora mismo.
Entonces la oyó moverse dentro del caño, y salir, tiritando por el frío, y con sangre seca en el cuero cabelludo y en la frente; pero, aparte de eso, estaba bien.
Miró alrededor, sorprendida, y preguntó:
—¿Dónde está el doctor Grant?
—No lo sé.
—Bueno, estaba aquí antes.
—¿Estaba? ¿Cuándo?
—Antes. Le he visto desde el caño.
—¿A dónde se ha ido?
—¿Y cómo voy a saber yo a dónde se fue? —contestó Lex, arrugando la nariz.
Y empezó a gritar:
—¡Ehhh, ehhh! ¿Doctor Grant? ¡Doctor Grant!
Tim estaba inquieto por el ruido que hacía su hermana —podría atraer al tiranosaurio— pero, un instante después, oyó un grito de respuesta. Venía de la derecha, desde el sitio donde estaba el Crucero de Tierra que había dejado pocos minutos atrás. Con sus lentes, Tim vio, con alivio, que el doctor Grant iba caminando hacia ellos. Tenía un gran desgarrón en la camisa, a la altura del hombro pero, fuera de eso, parecía estar bien.
—Gracias a Dios —dijo—. Los he estado buscando.
Tiritando, Ed Regis se puso de pie, y se quitó el barro de la cara y las manos. Había pasado una malísima media hora, atrapado entre bloques grandes de piedra, en la ladera de la colina situada abajo del camino. Sabía que, como sitio para esconderse, no era gran cosa, pero era presa del pánico y no estaba pensando con claridad. Se había arrojado a ese lugar frío y lleno de barro y había tratado de controlarse, pero en su mente seguía viendo a ese dinosaurio que venía hacia él. Hacia el coche.
Ed Regis no recordaba con exactitud lo sucedido después de eso. Recordaba que Lex decía algo, pero él no se detuvo, no se podía detener, sencillamente siguió corriendo sin parar. Más allá del camino perdió pie y cayó por la colina hasta quedar detenido junto a unos bloques. Y tuvo la impresión de que podía arrastrarse entre esos bloques, y esconderse —había bastante lugar—, así que eso fue lo que hizo. Jadeante y aterrorizado, sin pensar en otra cosa que escapar del tiranosaurio. Y al final, cuando quedó metido ahí adentro como una rata, entre los bloques de piedra, se calmó un poco, y le abrumaron el pavor y la vergüenza, porque había abandonado a esos niños, sencillamente había escapado, sencillamente se había salvado. Sabía que debía regresar al camino, que debía tratar de rescatarles, porque siempre se había imaginado a sí mismo como valiente y frío al estar sometido a presiones, pero cada vez que intentaba controlarse para obligarse a subir de vuelta al camino…, por alguna causa no le era posible. Empezaba a sentir pánico y a tener problemas para respirar, y no podía moverse.
Se dijo a sí mismo que, de todos modos, no había remedio: si los niños seguían estando allá arriba, en el camino, nunca podrían sobrevivir y, por cierto, no había cosa alguna que Ed Regis pudiera hacer por ellos, y muy bien podría quedarse donde estaba. Nadie iba a saber lo ocurrido, excepto él. Y no había nada que él pudiera hacer. No había nada que hubiese podido hacer. Y, por eso, Regis se quedó entre los bloques durante media hora, luchando contra el pánico, evitando cuidadosamente pensar en si los niños habían muerto, o en lo que Hammond hubiese podido hacer cuando lo supiera.
Lo que finalmente le hizo moverse fue la peculiar sensación que percibía en la boca: sentía algo extraño en el costado, una especie de entumecimiento y de hormigueo, y se preguntaba si se habría lesionado durante la caída. Regis se tocó la cara y sintió carne hinchada a un lado de la boca. Era extraño, pero no le dolía en absoluto. Entonces se dio cuenta de que la carne hinchada era una sanguijuela que estaba engordando a medida que le succionaba los labios. Prácticamente estaba dentro de su boca. Estremeciéndose por las náuseas, se la arrancó de un tirón, sintiéndola desgarrarle la carne de los labios, sintiendo el borbollón de sangre tibia en la boca. Escupió y la arrojó con repugnancia hacia el bosque. Vio otra sanguijuela en el antebrazo, y también se la arrancó, lo que dejó una banda de sangre oscura. Jesús, era probable que estuviera cubierto de ellas. Esa caída por la ladera de la colina. Estas colinas de la jungla estaban llenas de sanguijuelas. También lo estaban las hendiduras oscuras de las rocas. ¿Qué era lo que decían los trabajadores?: las sanguijuelas ascendían por los calzoncillos. Les gustaban los sitios oscuros y húmedos. Les gustaba reptar hasta llegar precisamente a…
—¡Holaaa!
Se detuvo. Era una voz, arrastrada por el viento.
—¡Ehhh! ¡Doctor Grant!
Jesús, esa era la niña.
Ed Regis escuchó el tono de voz: no parecía estar asustada ni que padeciese ningún dolor. Simplemente estaba llamando según su estilo insistente.
Y poco a poco se fue dando cuenta de que algo más tenía que haber ocurrido, que el tiranosaurio tuvo que haberse alejado —o, por lo menos, no haber atacado—, y que el resto de la gente todavía podría estar viva. Grant y Malcolm. Todos podían estar vivos. Y la comprensión de eso hizo que se recobrara en un santiamén, del mismo modo que un ebrio se vuelve sobrio al instante cuando los policías le obligan a ponerse de pie, y se sintió mejor, porque ahora sabía lo que tenía que hacer. Y mientras salía a gatas de los bloques, ya estaba preparando el paso siguiente, ya estaba pensando qué diría, cómo manejaría las cosas a partir de ese punto.
Regis se frotó el barro quitándoselo de la cara y las manos: la prueba de que se había ocultado. No estaba avergonzado por haber estado escondido, sino que ahora tenía que hacerse cargo del grupo. Desmañadamente, trepó hasta el camino pero, cuando surgió de la espesura, tuvo un momento de desorientación. No veía los coches por ninguna parte. Pero estaba al pie de la colina. Los Cruceros de Tierra tenían que estar en la cima.
Empezó a subir, a regresar a los coches eléctricos. Todo estaba muy silencioso. Sus pies chapoteaban en charcos llenos de barro. Ya no podía oír a la niñita. ¿Por qué había dejado de llamar? Mientras caminaba, empezó a pensar que quizás algo le había pasado: en ese caso, él no debía volver por ese lado. Quizás el tiranosaurio todavía anduviera por ahí. Ahí estaba él, Ed Regis, al pie de la colina. Muy cerca de casa.
Y todo estaba silencioso. Fantasmal, de tan silencioso.
Ed Regis dio la vuelta y empezó a caminar hacia el campamento.
Alan Grant pasó las manos sobre los miembros de la niña, apretándole brevemente los brazos y las piernas. La niña no parecía tener el menor dolor. Era asombroso: aparte de un golpe en la cabeza, estaba bien.
—Le dije que estaba bien —le reprochó Lex.
—Bueno, tenía que comprobarlo.
El chico no había sido tan afortunado: tenía la nariz hinchada y le dolía; Grant sospechaba que estaba rota. El hombro derecho estaba sumamente magullado y tumefacto. Grant esperaba que no hubiera derrame en la cápsula articular. Pero parecía tener las piernas indemnes. Ambos chicos podían caminar. Eso era lo importante.
Grant mismo estaba completamente bien, salvo por una abrasión de garra en el lado derecho del pecho, donde el tiranosaurio le había pateado. Le ardía cada vez que respiraba, pero no parecía grave y no le limitaba los movimientos.
Se preguntaba si el golpe le había dejado inconsciente, porque sólo tenía un recuerdo nebuloso de los sucesos inmediatamente precedentes al momento en que se incorporó, quejándose, en el bosque, a unos nueve metros del Crucero de Tierra. Al principio el pecho le sangraba, de modo que se metió hojas en la herida y, después de un rato, se formó el coágulo. Luego, empezó a caminar por los alrededores, en busca de Malcolm y los niños. No podía creer que todavía estaba vivo y, cuando algunas imágenes dispersas empezaron a volver a su mente, trató de extraer algún sentido de ellas. El tiranosaurio debería haberles matado a todos con facilidad. ¿Por qué no lo había hecho?
—Tengo hambre —dijo Lex.
—Yo también —contestó Grant—. Tenemos que encontrar el modo de regresar a la civilización. Y tenemos que contarles lo del barco.
—¿Somos los únicos que lo sabemos? —preguntó Tim.
—Sí. Tenemos que volver y decírselo.
—Entonces, desandemos el camino, hacia el hotel —propuso Tim, señalando hacia abajo de la colina—. De esta manera nos encontraremos con ellos cuando vengan por nosotros.
Grant tomó eso en cuenta. Y seguía pensando en una sola cosa: la forma oscura que se había cruzado entre los Cruceros, aun antes de que comenzara el ataque. ¿Qué animal? Sólo se le ocurría una posibilidad: el tiranosaurio pequeño.
—No lo creo, Tim: el camino tiene cercas altas a los lados —contestó Grant—. Si uno de los tiranosaurios está más adelante en el camino, quedaremos atrapados.
—Entonces, ¿debemos esperar aquí? —dijo Tim.
—Sí. Esperemos aquí hasta que alguien venga.
—Tengo hambre —repitió Lex.
—Espero que no pase mucho tiempo —dijo Grant.
—No quiero quedarme —dijo Lex.
Entonces, desde el pie de la colina, oyeron que un hombre tosía.
—Quédate aquí —dijo Grant, y corrió hacia delante, para mirar desde lo alto de la colina.
—Quédate aquí —dijo Tim, y corrió detrás de Grant.
Lex siguió a su hermano:
—No me dejéis aquí, muchachos…
Grant le tapó la boca con la mano. Lex luchó por protestar. Grant le hizo un gesto de negación con la cabeza y señaló sobre la colina para que mirara.
Al pie de la colina, Grant vio a Ed Regis, que estaba de pie, paralizado. El bosque que le rodeaba se había vuelto mortalmente silencioso. El constante zumbido de fondo de las cicadíneas y las ranas había cesado en forma abrupta. Sólo se oía el débil murmullo de las hojas y el gemido del viento.
Lex empezó a decir algo, pero Grant la empujó contra el tronco del árbol más cercano, agachándose entre las nudosas raíces de la base. Tim fue inmediatamente detrás de ellos. Grant se llevó un dedo a los labios, haciéndoles gesto de que permanecieran en silencio y, después, con la máxima precaución, miró al otro lado del árbol.
Abajo, el camino estaba oscuro y, cuando las ramas de los árboles grandes se agitaban con el viento, la luz de luna que se filtraba entre ellas formaba manchas cambiantes. Ed Regis había desaparecido. A Grant le llevó un instante localizarlo: el publicista estaba apretado contra el tronco de un árbol grande, abrazándolo; no se movía en absoluto.
El bosque permanecía silencioso.
Lex tironeó con impaciencia de la camisa de Grant: quería saber qué estaba pasando. En ese momento, desde algún lugar muy cercano, oyeron un soplido suave, como un bufido, apenas más fuerte que el sonido del viento. Lex lo oyó también, porque dejó de moverse.
El sonido volvió a flotar hacia ellos, suave como un suspiro. Grant pensó que era, casi, como la respiración de un caballo.
Grant miró a Regis, y vio las sombras cimbreantes que proyectaba la luna sobre el tronco del árbol. Y fue en ese momento cuando Grant se dio cuenta de que había otra sombra, superpuesta a las demás, pero que no oscilaba: la de un fuerte cuello curvo y de una cabeza cuadrada.
Se volvió a oír el soplido.
Tim se inclinó con cautela, para ver. Lex lo hizo también.
Oyeron un crac, cuando una rama se partió, y en el sendero apareció un tiranosaurio. Era el ejemplar joven: alrededor de dos metros y medio de alto, y se movía con el paso desgarbado de un animal joven, casi como un cachorrito. El joven tiranosaurio recorrió el sendero avanzando con torpeza, deteniéndose a cada paso para olfatear el aire, antes de continuar su marcha. Pasó de largo el árbol en el que se ocultaba Regis, y no dio señal alguna de haberle visto. Grant vio que el cuerpo de Regis se relajaba levemente. Regis volvió la cabeza, tratando de observar al tiranosaurio, que estaba del otro lado del árbol.
Ahora, al tiranosaurio ya no se le veía, pues había desaparecido por el camino. Regis empezó a relajarse, aflojando su abrazo alrededor del tronco. Pero la jungla seguía estando silenciosa. Regis se mantuvo próximo al tronco durante medio minuto más. Después, los sonidos del bosque retornaron: el croar de una rana arbórea, el zumbido de una de las cicadíneas y, después, todo el coro. Regis se separó del árbol, agitando los hombros, relajando la tensión. Salió a la mitad del camino, mirando en la dirección hacia la que había partido el dinosaurio.
El ataque llegó desde la izquierda.
El joven tiranosaurio rugió cuando echó la cabeza hacia delante, haciendo que Regis cayera de espaldas al suelo. El publicista lanzó un alarido y, ayudándose en brazos y piernas, se puso de pie, pero el tiranosaurio le saltó encima en forma repentina, y debió de sujetarle con una pata trasera porque, súbitamente, Regis ya no se movió: estaba sentado en el sendero, gritándole al dinosaurio y agitando las manos ante él, como si pudiese ahuyentarlo. El joven dinosaurio parecía perplejo por los sonidos y los movimientos de su diminuta presa. Inclinó la cabeza hacia Regis, olfateándole con curiosidad, y el hombre lo aporreó en el hocico con los puños.
—¡Lárgate! ¡Fuera! ¡Vamos, fuera! —gritaba Regis a voz en cuello, y el dinosaurio retrocedió, permitiendo que Regis se pusiera de pie.
El hombre seguía gritando:
—¡Sí! ¡Ya me has oído! ¡Atrás! ¡Lárgate! —mientras se alejaba del dinosaurio.
El animal siguió contemplando con curiosidad al extraño y ruidoso animalito que tenía ante él pero, cuando Regis hubo recorrido unos pocos pasos, volvió a precipitarse sobre él y a derribarlo.
«El tiranosaurio está jugando con él», pensó Grant.
—¡Eh! —gritó Regis mientras caía, pero el dinosaurio no le persiguió, permitiéndole que se pusiera de pie. Regis se puso en pie de un salto y siguió retrocediendo:
—Pedazo de estúpido… ¡Atrás! ¡Atrás! Ya me has oído, ¡atrás! —gritaba, como un domador de leones.
La cría de tiranosaurio rugió, pero no atacó, y Regis poco a poco se fue acercando a los árboles y al follaje alto que tenía a la derecha. Con unos pocos pasos más estaría en un escondrijo.
—¡Atrás! ¡Tú! ¡Atrás! —gritó y entonces, en el último instante, el tiranosaurio dio un súbito salto y le hizo caer de espaldas—. ¡Termina con eso! —aulló Regis, y el animal bajó la cabeza en forma repentina. Regis empezó a gritar; no palabras, solamente un chillido estridente.
El grito se cortó en forma abrupta y, cuando el tiranosaurio levantó la cabeza, Grant vio carne desgarrada en sus fauces.
—¡Oh, no! —murmuró.
A su lado, Tim volvió la cara, presa de una repentina náusea. Al hacerlo, sus lentes para visión nocturna le resbalaron de la frente, cayendo al suelo con un tintineo metálico.
La cabeza de la cría de tiranosaurio se levantó como impulsada por un resorte y miró hacia la cima de la colina.
Tim recogió las lentes, mientras Grant aferraba las manos de los chicos y echaba a correr.