Tim

Tim Murphy yacía en el Crucero de Tierra, con la mejilla apretada contra la manecilla de la portezuela. Lentamente recuperó la conciencia. Sólo quería dormir. Cambió de posición y sintió el dolor en el pómulo, allí donde se apoyaba contra la portezuela metálica. Le dolía todo el cuerpo. Los brazos, y las piernas, y la mayor parte de la cabeza: tenía un terrible dolor pulsátil en la cabeza. Todo aquel dolor le hacía querer volver a dormir.

Se incorporó apoyándose en un codo, abrió los ojos, tuvo arcadas y vomitó sobre la camisa, así como en el coche. Sintió el gusto amargo de la bilis y se limpió la boca con el dorso de la mano. La cabeza le latía, se sentía mareado y con vértigo, como si el mundo se estuviera moviendo, como si se estuviera meciendo de aquí para allá en un bote.

Tim gimió y rodó sobre la espalda, alejándose del charco de vómito. El dolor de cabeza le hacía respirar con exhalaciones breves, poco profundas. Y seguía sintiendo náuseas, como si todo se estuviera moviendo. Abrió los ojos y miró en derredor, tratando de orientarse. Estaba dentro del Crucero de Tierra. Pero el coche tenía que haberse dado vuelta sobre el costado, porque Tim yacía con la espalda apoyada en la portezuela del acompañante, viendo hacia arriba el volante y, más allá, las ramas de un árbol, que se movían con el viento. La lluvia casi había cesado, pero Tim estaba mojado y le seguían cayendo gotas de agua a través del destrozado parabrisas.

Contempló con curiosidad los fragmentos de vidrio: no podía recordar cómo se había roto. No podía recordar cosa alguna, salvo que habían estado estacionados en el camino y que estaba hablando con el doctor Grant, cuando el tiranosaurio se les echó encima. Eso era lo último que recordaba.

Volvió a sentirse mareado y cerró los ojos hasta que pasó la sensación de náusea. Era consciente de que se oía un sonido rítmico y crujiente, como el de los aparejos de un barco. Mareado y con sensación de náuseas, realmente sentía como si todo el coche se estuviese moviendo debajo de él. Pero, cuando abrió los ojos de nuevo, vio que era cierto: el Crucero de Tierra se estaba moviendo, acostado sobre uno de sus flancos, oscilando hacia atrás y hacia delante.

Todo el coche se estaba moviendo.

A modo de ensayo, se puso de pie. Erguido sobre la portezuela del acompañante atisbó sobre el tablero de instrumentos, mirando por el parabrisas hecho añicos: al principio únicamente vio follaje denso por todas partes, que se movía con el viento. Pero de vez en cuando podía ver huecos y, más allá del follaje, el suelo estaba…

El suelo estaba seis metros más abajo.

Miró sin comprender. El dolor pulsátil de su cabeza creció. Cerró los ojos un instante y respiró con lentitud. Después volvió a mirar, con la esperanza de que no fuera verdad. Pero lo era: el Crucero de Tierra estaba caído de costado, entre las ramas de un árbol grande, a seis metros sobre el suelo, oscilando de un lado a otro por la acción del viento.

—¡Mierda! —exclamó.

¿Qué podía hacer? Se puso de puntillas y atisbo hacia afuera, tratando de ver mejor, y se aferró al volante para tener un punto de apoyo: el volante giró libremente en su mano y, con un fuerte crac, el Crucero cambió de posición, cayendo unos pocos centímetros por las ramas del árbol. El movimiento súbito hizo que Tim se agarrara con fuerza a la columna de dirección y se colgara de ella. A través del vidrio destrozado de la ventanilla de la portezuela del acompañante, miró hacia el suelo, que estaba muy abajo.

—¡Oh, mierda! ¡Oh, mierda! —seguía repitiendo—. ¡Oh, mierda! ¡Oh, mierda!

Otro crac fuerte. El Crucero de Tierra se sacudió y cayó otros treinta centímetros.

Tenía que salir. Se miró los pies: estaba sobre la manecilla de la portezuela. Se agachó, apoyándose sobre manos y rodillas, para mirar la manecilla. No podía ver muy bien en la oscuridad, pero podía discernir que la puerta estaba abollada hacia fuera, por lo que la manecilla no podría girar. Nunca conseguiría abrir la puerta. Trató de bajar la ventanilla, pero estaba atascada también. Después pensó en la portezuela de atrás. Quizá pudiera abrirla. Se inclinó sobre el asiento delantero, y el Crucero se bamboleó como consecuencia del desplazamiento de su peso. Tim se aferró al asiento, aterrado. El Crucero de Tierra se acomodó otra vez.

Con cuidado, Tim extendió el brazo hacia atrás y dio vuelta a la manecilla de la portezuela trasera.

Estaba trabada también.

¿Cómo iba a salir?

Oyó un resoplido y miró hacia abajo. Una forma oscura pasó debajo de él. No era el tiranosaurio: esa forma era rechoncha y producía una especie de resuello mientras caminaba como un pato. La cola se movía con torpeza hacia delante y hacia atrás, y Tim pudo ver unas largas espinas.

Era el estegosaurio, aparentemente recuperado de su malestar. Eso hizo que Tim se preguntara dónde estaba el resto de la gente: Gennaro, Sattler y el veterinario. La última vez les había visto cerca del estegosaurio. ¿Cuánto tiempo había pasado desde entonces? Miró su reloj, pero la esfera estaba resquebrajada: no podía ver los números. Se quitó el reloj y lo tiró a un lado.

El estegosaurio resopló y prosiguió su camino. Ahora, los únicos sonidos eran el viento en los árboles y los crujidos del Crucero de Tierra, cuando se deslizaba hacia atrás y hacia delante.

Tenía que salir de ahí.

Aferró la manecilla y trató de forzarla, pero estaba completamente trabada. No la podía mover en absoluto. En ese momento se dio cuenta de qué era lo que estaba mal: ¡la puerta trasera tenía puesto el seguro! Tim tiró hacia arriba del pasador y dio vuelta a la manecilla. La puerta abierta giró sobre sus bisagras, abriéndose hacia abajo… y se detuvo contra la rama que estaba unas decenas de centímetros más abajo.

La abertura era estrecha, pero Tim pensó que podría salir por ella serpenteando. Al tiempo que retenía el aliento, se arrastró lentamente hacia atrás, hasta el asiento posterior. El Crucero de Tierra crujió, pero mantuvo la posición. Aferrándose a los dos lados del marco de la portezuela, Tim se dejó caer lentamente a través de la estrecha abertura en ángulo que dejaba la portezuela. Pronto estuvo totalmente acostado boca abajo sobre la puerta que estaba en pendiente, con los pies asomándole fuera del coche. Pataleó en el aire, los pies tocaron algo sólido… una rama, y se apoyó en ella con todo su peso.

En cuanto lo hizo, la rama se dobló hacia abajo y la portezuela se abrió más, haciéndole caer fuera del Crucero de Tierra. Tim se precipitó a plomo, sintiendo las ramas que le arañaban la cara. Su cuerpo rebotaba de rama en rama, sintió una sacudida, un dolor lacerante, una luz brillante dentro de la cabeza…

Su caída se detuvo con un golpe muy brusco, que lo hizo quedarse sin aliento. Doblado en U sobre una rama grande, el aliento le volvió en forma de jadeos entrecortados, mientras sentía el estómago presa de un dolor ardiente.

Tim oyó otro crac y alzó la vista hacia el Crucero de Tierra, una gran forma oscura a algo más de un metro por encima de él.

Otro crac. El coche se desplazó.

Tim se forzó a moverse, a descender por el árbol. Le solía gustar subirse a los árboles; era un buen escalador de árboles. Y este era un buen árbol para trepar: las ramas estaban cerca unas de las otras, casi como si fuera una escalera…

Cracccc…

Definitivamente, el coche se estaba moviendo.

Con pies y manos, en forma desordenada, Tim descendía, resbalando sobre las ramas húmedas, sintiendo resina pegajosa en las manos, apresurándose. No había descendido más que unas decenas de centímetros, cuando el Crucero de Tierra crujió con gran estrépito por última vez y, después, con lentitud, con mucha lentitud, se inclinó. Tim pudo ver la gran parrilla verde y los faros, que oscilaban hacia él y, después, el coche cayó a plomo, ganando velocidad mientras iba cayendo hacia el niño, y golpeó estrepitosamente la rama en la que Tim estaba hacía un instante…

Y se detuvo.

La cara del niño, sobre la que cayeron gotas de aceite, quedó a unos centímetros de la rejilla abollada y torcida hacia adentro como una boca maligna, y los faros a modo de ojos.

El chico todavía estaba a unos cuatro metros del suelo. Extendió el brazo hacia abajo, palpó otra rama y descendió. Por encima de él vio la otra rama, que se arqueaba hacia abajo por el peso del Crucero de Tierra y que después se quebró dejando caer el Crucero de Tierra a toda velocidad en pos de Tim, que supo que nunca podría escapar, que nunca podría bajar lo suficiente rápido, así que simplemente se dejó caer.

Cayó a plomo el resto de la distancia.

Se precipitó a tierra golpeando las ramas en su caída, sintiendo dolor en cada parte del cuerpo, oyendo cómo el Crucero se abría paso entre las ramas aplastándolas, yendo tras él como un animal de presa. Después su hombro chocó con la tierra blanda y él rodó lo más rápido que pudo y apretó el cuerpo contra el tronco del árbol, mientras el Crucero se desplomaba produciendo un fuerte estallido metálico y una súbita andanada caliente de chispas eléctricas que aguijonearon la piel de Tim, y chisporrotearon y sisearon en el suelo húmedo que había alrededor.

Con lentitud, se puso de pie. En la oscuridad oyó el resuello y vio al estegosaurio que volvía, aparentemente atraído por la colisión del Crucero de Tierra. El dinosaurio se movía tontamente, la cabeza baja bien tendida hacia delante y las grandes láminas cartilaginosas corriendo en dos hileras a lo largo de la giba del lomo.

A Tim le daba la impresión de que se comportaba como una tortuga que hubiera crecido de más: así era de estúpido. Y de lento.

Recogió una piedra y se la tiró:

—¡Márchate!

La piedra rebotó en las láminas con ruido sordo. El estegosaurio se siguió acercando.

—¡Vamos! ¡Vete!

Arrojó otra piedra, y le alcanzó en la cabeza. El animal gruñó, dio vuelta con lentitud, y arrastrando las patas, se fue en la dirección en que había venido.

Tim se apoyó en el aplastado Crucero de Tierra y miró a su alrededor. Tenía que volver a reunirse con los demás, pero no quería perderse. Sabía que estaba en algún sitio del parque, probablemente no muy lejos del camino principal. Si tan sólo se pudiera orientar. No podía ver mucho, pero…

Y entonces recordó las lentes.

A través del parabrisas roto trepó al interior del Crucero, y halló las lentes para visión nocturna y la radio; la radio estaba rota y en silencio, así que la dejó. Pero las lentes todavía funcionaban. Las encendió: vio la reconfortantemente familiar imagen color verde fosforescente.

Con las lentes puestas, vio la derribada cerca, a su izquierda, y caminó hacia ella. La cerca tenía cuatro metros de alto, pero el tiranosaurio la había aplastado con facilidad. Tim la cruzó presuroso, pasó por un sector de follaje denso, y salió al camino principal.

A través de las lentes vio el otro Crucero de Tierra, caído sobre un costado. Corrió hacia él, tomó aliento y miró en el interior: el coche estaba vacío. No había señales del doctor Grant ni del doctor Malcolm.

¿Dónde habían ido?

¿Dónde se habían ido todos?

Sintió un pánico repentino, de pie, solo, en el camino de la jungla, de noche, con ese coche vacío, y rápidamente giró en círculos, viendo cómo el mundo verde brillante que le mostraban las lentes daba vueltas como un remolino. Algo descolorido que estaba a un lado del camino atrajo su mirada y fue hacia eso con precaución. Lo recogió: era la pelota de béisbol de Lex. Le quitó el barro.

—¡Lex!

Tim gritó lo más fuerte que pudo, sin importarle si los animales le oían. Escuchó, pero sólo le llegó el viento, y el retintín de gotas de lluvia cayendo de los árboles.

—¡Lex!

Vagamente recordaba que su hermana estaba en el Crucero de Tierra cuando el tiranosaurio les atacó. ¿Se había quedado allí? ¿O había huido? Los sucesos del ataque estaban confusos en su mente. No recordaba exactamente lo ocurrido. Tan sólo pensar en eso le inquietaba. Se detuvo en el camino, jadeando de pánico.

—¡Lex!

La noche parecía querer envolverle. Sintiendo pena por sí mismo, se sentó en un frío charco de lluvia del camino y lloriqueó un rato. Cuando finalmente cesó, todavía oía un lloriqueo. También había un sonido extraño, sordo, de algo que golpeaba rítmicamente; era débil, y parecía provenir de algún lugar camino arriba.

—¿Cuánto tiempo ha pasado? —preguntó Muldoon, volviendo a la sala de control. Llevaba una caja metálica negra.

—Media hora.

—El jeep de Hardy ya debería de estar aquí.

Arnold aplastó su cigarrillo:

—Estoy seguro de que llegará en cualquier momento.

—¿Todavía no hay señales de Nedry? —preguntó Muldoon.

—No. Todavía no.

Muldoon abrió la caja, que contenía seis radios portátiles.

—Voy a distribuirlas entre la gente del edificio. —Le alcanzó una a Arnold—. Tome el cargador también. Se les ha agotado la corriente: estas son nuestras radios de emergencia, pero, naturalmente, nadie las enchufó para recargarlas. Déjela que cargue unos veinte minutos y después trate de ver si localiza los coches.

Henry Wu abrió la puerta que indicaba FERTILIZACIÓN, y entró en el oscurecido laboratorio. Allí no había nadie; aparentemente, todos los técnicos todavía estaban cenando. Wu fue directamente a una terminal del ordenador y tecleó los registros cronológicos del ADN. Esos registros tenía que llevarlos el ordenador: el ADN era una molécula tan grande que cada especie necesitaba diez gigabytes de espacio en disco óptico para almacenar detalles de todas las iteraciones. Wu iba a tener que revisar las quince especies. Era una tremenda cantidad de información que había que examinar.

Todavía no veía con claridad por qué Grant había pensado que el ADN de rana era importante. A menudo, Wu mismo no distinguía una clase de ADN de otra. Después de todo, la mayor parte del ADN de los seres vivos era exactamente el mismo. Wu entendía que el ADN era una sustancia increíblemente antigua. Los seres humanos, cuando caminaban por las calles del mundo moderno, levantando por el aire a sus rosados bebés recién nacidos, difícilmente se detenían a pensar que la sustancia que estaba en el centro de todo ello —la que comenzó la danza de la vida— era una sustancia química casi tan antigua como la Tierra misma. La molécula de ADN era muy antigua y su evolución había terminado, esencialmente, hacía más de dos mil millones de años; desde aquel entonces, muy pocas cosas habían tenido lugar. Nada más que unas pocas combinaciones recientes de los antiguos genes… y ni siquiera había mucho de eso.

Cuando se comparaba el ADN del hombre con el de una bacteria inferior, se descubría que sólo el diez por ciento de las cadenas era diferente. Esta innata tendencia conservadora del ADN había animado a Wu a utilizar cualquier ADN que quisiera. Al elaborar sus dinosaurios, manipuló el ADN del mismo modo que un escultor pudiera haberlo hecho con arcilla o mármol. Wu había creado con libertad.

Puso en acción el programa de búsqueda del ordenador, a sabiendas de que le llevaría dos o tres minutos pasar por pantalla. Se puso en pie y recorrió el laboratorio, revisando los instrumentos: eso era fruto de un antiguo hábito. Observó el registrador que había fuera de la puerta de la cámara frigorífica, que hacía el seguimiento de la temperatura del congelador: vio que en el gráfico aparecía un pico. Eso era raro, pensó: significaba que alguien entró en la cámara. Y hacía muy poco, también, en el curso de la última media hora. Pero, ¿quién querría entrar ahí de noche?

El ordenador emitió una señal electrónica audible, breve, indicando que se había completado la primera búsqueda de datos. Wu fue a ver lo que había encontrado y, cuando vio la pantalla olvidó por completo la cámara frigorífica y el pico del gráfico:

ALGORITMO LEITZKE PARA LA BÚSQUEDA DE ADN

ADN: Criterios para la Búsqueda de Versión: RANA (todo, fragmento 1 en >0)

ADN que incorpora
fragmentos de RANA
Versiones
Maiasaurios
Procompsognátidos
Othnielios
Velocirraptores
Hipsilofodontes
2.1-2.9
3.0-3.7
3.1-3.3
1.0-3.0
2.4-2.7

El resultado estaba claro: todos los dinosaurios que se reproducían tenían ADN de rana. Ninguno de los otros animales lo tenía. Wu todavía no entendía qué los había hecho reproducirse, pero ya no se podía negar a reconocer que por alguna razón los dinosaurios se estaban reproduciendo.

Salió deprisa hacia la sala de control.