—¿Más café? —preguntó Hammond con cortesía.
—No, gracias —dijo Henry Wu, retrepándose en su silla. Se palmeó el vientre, y agregó—: No podría comer nada más.
Estaban sentados en el comedor de la casa de campo de Hammond, en un rincón apartado del parque, no lejos de los laboratorios. Wu tuvo que admitir que la casa campestre que Hammond se había hecho construir era refinada, de líneas depuradas, casi japonesa. Y la cena había sido excelente, teniendo en cuenta que el comedor todavía no contaba con todo el personal.
Pero había algo en Hammond que Wu encontraba preocupante. El anciano era diferente en algún sentido…, sutilmente diferente. Durante todo el desarrollo de la cena, Wu trató de decidir qué era. En parte, una tendencia a irse por las ramas, a repetirse a sí mismo, a volver a contar antiguas anécdotas. En parte, una inestabilidad emocional, llameante ira en un momento, sentimentalismo lloroso en el siguiente. Pero todo eso se podía entender como propio de la edad. Después de todo, John Hammond tenía casi setenta y siete años.
Pero había algo más. Una obstinada tendencia a evadirse. Una insistencia en tener siempre la razón. Y, como remate, un total rechazo a lidiar con la situación que se le planteaba al parque.
Wu había quedado pasmado por las evidencias (todavía no se permitía creer que el caso estuviera demostrado) de que los dinosaurios se estaban reproduciendo. Después de que Grant preguntase sobre el ADN de los anfibios, Wu intentó ir directamente a su laboratorio y revisar los registros del ordenador concernientes a los diversos ensamblajes de ADN. Porque si los dinosaurios realmente se estaban reproduciendo, entonces todo lo que había en Parque Jurásico se podía cuestionar: sus métodos de desarrollo genético, sus métodos de control genético, todo. Incluso se podía sospechar de la dependencia de la lisina. Y, si los animales en verdad se podían reproducir, y también podían sobrevivir en estado silvestre…
Henry Wu quería revisar los datos de inmediato. Pero Hammond había sido obstinado en que Wu le acompañara a cenar.
—Vamos, vamos, Henry, tienes que dejar lugar para el helado —dijo Hammond, apoyándose en el borde de la mesa y dándose un leve pulso hacia atrás, para separarse de ella—. María hace el helado de jengibre más maravilloso del mundo.
—Muy bien. —Wu miró a la bella y silenciosa muchacha que les servía. Sus ojos la siguieron cuando abandonaba la habitación Y, después, echó un vistazo al único monitor de televisión montado en la pared. Estaba oscuro—: Su monitor está apagado —anunció.
—¿Lo está? —Hammond lo miró rápidamente—. Debe de ser la tormenta. —Extendió el brazo por detrás de Wu, para tomar el teléfono—. Lo comprobaré con John Arnold, en control.
Wu pudo oír el ruido de estática y de chasquidos en la línea. Hammond se encogió de hombros y puso el receptor de vuelta sobre la horquilla.
—Las líneas tienen que estar descompuestas —comentó—. O, a lo mejor, Nedry todavía está haciendo su transmisión de datos. Tiene unos cuantos defectos de programación que arreglar este fin de semana. Nedry es un genio a su manera, pero tuvimos que apretarle con mucha dureza al final para asegurarnos de que hiciera las cosas bien.
—Quizá deba ir yo a la sala de control y comprobar lo que pasa —propuso Wu.
—No, no. No hay motivo. Si hubiera algún problema, ya nos estaríamos… ¡Ah!
María regresó a la habitación, llevando dos platos de helado.
—Tienes que probar un poco, Henry: está hecho con jengibre fresco, traído de la parte este de la isla. El helado es el vicio de un viejo. Pero, así y todo…
Obediente, Wu hundió su cuchara. Fuera, los relámpagos destellaban y se oía el penetrante estallido de los truenos.
—Ése estuvo cerca —murmuró—. Espero que la tormenta no esté asustando a los niños.
—No lo creo —contestó Hammond. Probó el helado—. Pero no puedo dejar de albergar ciertos temores relativos a este parque, Henry.
En su interior, Wu se sintió aliviado: quizás el anciano fuera a enfrentarse con los hechos, después de todo.
—¿Qué clase de temores?
—Ya sabes, el Parque Jurásico realmente se hizo para los niños. Los niños del mundo aman los dinosaurios, y los niños se deleitarán, escúchame bien, deleitar, en este lugar. Sus caritas se iluminarán con la dicha de ver, por fin, esos maravillosos animales. Pero tengo miedo… Puedo no estar vivo para verlo, Henry. Puedo no estar vivo para ver la dicha en sus caritas.
—Creo que hay otros problemas también —observó Wu, frunciendo el entrecejo.
—Pero ninguno que me obsesione como éste: que puedo no vivir para ver sus caritas iluminadas, encantadas. Y, no obstante, este parque es nuestro triunfo. Hemos hecho todo lo que nos habíamos propuesto hacer. Y, si lo recuerdas, nuestra intención original era utilizar la tecnología recientemente surgida de la ingeniería genética para ganar dinero. Mucho dinero.
Wu sabía que Hammond estaba a punto de lanzarse a perorar sobre uno de sus antiguos temas. Por eso, alzó la mano y dijo:
—Estoy familiarizado con eso, John…
—Si estuvieses a punto de crear una compañía dedicada a la bioingeniería, Henry, ¿qué elaborarías? ¿Harías productos para ayudar a la Humanidad, para luchar contra los males y las enfermedades? Válgame Dios, no. Ésa es una idea terrible. Es un uso muy malo de la nueva tecnología. —Hammond sacudió la cabeza con tristeza—: Y, sin embargo, recordarás que las compañías que originalmente se dedicaron a la ingeniería genética, como «Genentech» y «Cetus», empezaron, todas, por elaborar fármacos. Nuevas medicinas para la Humanidad. Noble, noble propósito. Desgraciadamente, las medicinas tienen que hacer frente a toda clase de obstáculos: nada más que los ensayos de la FDA requieren de cinco a ocho años… si hay suerte. Peor aún, hay fuerzas en acción en el mercado: supón que hicieras una medicina peligrosa contra el cáncer o para las enfermedades cardíacas, como hizo «Genentech». Supón, ahora, que quieres cobrar mil dólares, o dos mil dólares, por la dosis. Podrías imaginar que ése es tu privilegio. Después de todo, tú inventaste la medicina, tú pagaste la investigación y las pruebas; tú deberías poder cobrar lo que quisieras. ¿Pero realmente crees que el Estado te permitirá hacerlo? No, Henry, no te lo permitirán. Los enfermos no van a pagar mil dólares la dosis por la medicación que necesitan…, no van a mostrarse agradecidos, estarán indignados. La Cruz Azul no lo pagaré: gritarán que es un asalto a mano armada. Así que esto es lo que ocurrirá: se te negará la solicitud de la patente; se te demorarán los permisos. Algo te obligará a entrar en razón… y a vender la medicina a menor costo. Desde un punto de vista empresarial, eso hace que ayudar a la Humanidad sea una empresa muy arriesgada. Personalmente, nunca ayudaría a la Humanidad.
Wu había escuchado ese razonamiento antes. Y sabía que Hammond tenía razón: algunos nuevos fármacos producidos mediante la bioingeniería realmente habían padecido demoras inexplicables y problemas de patente.
—Ahora bien —prosiguió Hammond—, piensa en lo distintas que son las cosas cuando produces entretenimiento. Nadie necesita entretenimiento. Ésa no es cuestión que requiera la intervención del Estado. Si cobro cinco mil dólares por día por mi parque, ¿quién me va a detener? Después de todo, nadie necesita venir aquí. Y, lejos de ser un asalto a mano armada, una etiqueta con precio elevado realmente aumenta el atractivo del parque: una visita se convierte en un símbolo de posición social, y les gusta a todos los norteamericanos lo mismo que a los japoneses y, claro está, los japoneses tienen mucho más dinero.
Hammond terminó su helado y María le retiró el plato.
—Ella no es de aquí, ¿sabes? —explicó—. Es haitiana. Su madre es francesa. Pero, en todo caso, Henry, recordarás que el propósito original que animaba la intención de guiar mi compañía en esta dirección en primer lugar, fue evitar la intervención del Estado, en cualquier parte del mundo.
—Y hablando del resto del mundo…
—Ya hemos alquilado una gran porción de las Azores, para el Parque Jurásico de Europa. —Hammond sonrió—. Y sabes que hace mucho conseguimos una isla cerca de Guam, para el Parque Jurásico de Japón. La construcción de los dos Parques Jurásicos siguientes comenzará a principios del año que viene. Todos se inaugurarán dentro de cuatro. En ese momento, los ingresos directos superarán los diez mil millones de dólares anuales, y los derechos de comercialización, de televisión y subsidiarios deberán duplicar esa cifra. No veo motivo alguno para molestarnos haciendo mascotas para los niños, cosa que, según se me informa, Lew Dodgson piensa que estamos planeando hacer.
—Veinte mil millones de dólares al año —dijo Wu en voz baja, sacudiendo la cabeza.
—Y eso hablando con moderación —aclaró Hammond. Sonrió—: No hay razón para hacer especulaciones alocadas. ¿Más helado, Henry?
—¿Le han encontrado? —dijo Arnold con brusquedad, cuando el guardia entró en la sala de control.
—No, señor Arnold.
—Encuéntrenlo.
—No creo que esté en el edificio, señor Arnold.
—Entonces busquen en el pabellón. Busquen en el edificio de mantenimiento, busquen en el cobertizo de equipos, miren en todas partes, pero encuéntrenlo.
—El asunto es que… —El guardia vaciló—: El señor Nedry es el hombre gordo, ¿no es así?
—Así es. Es gordo. Un gordo desaliñado.
—Bueno, pues Jimmy, que estaba abajo, en el vestíbulo principal, vio al gordo entrar en el garaje.
Muldoon giró sobre sí mismo.
—¿Entrar en el garaje? ¿Cuándo?
—Hará unos diez, quince minutos.
—¡Jesús! —dijo Muldoon.
El jeep se detuvo con un chirrido de neumáticos.
—Lo siento —dijo Harding.
A la luz de los faros, Ellie vio una manada de apatosaurios avanzando pesadamente por el camino. Había seis animales, cada uno del tamaño de una casa pequeña, y un bebé tan grande como un caballo adulto. Los apatosaurios se movían en silencio, sin prisa, sin mirar jamás al jeep y sus brillantes faros. En un momento dado, el bebé dejó de lamer agua de un charco del camino para proseguir su marcha.
Una manada similar de elefantes se hubiese sobresaltado por la llegada de un automóvil, habría barritado y formado un círculo para proteger al bebé. Pero esos animales no mostraban miedo.
—¿No nos ven? —preguntó Ellie.
—No exactamente, no —dijo Harding—. Por supuesto, en sentido literal sí nos ven, pero realmente no significamos nada para ellos. Raramente sacamos automóviles durante la noche y, por eso, no tienen experiencia con ellos. No somos más que un objeto extraño, oloroso, en su ambiente. Que no representa una amenaza y, por consiguiente, que está desprovisto de interés. En ocasiones salí de noche y, cuando volvía, estos tipos obstruían el camino durante una hora o más.
—¿Qué hace entonces?
Harding sonrió de oreja a oreja.
—Paso una cinta que contiene el rugido de un tiranosaurio: eso les hace ponerse en movimiento. No es que les preocupen mucho los tiranosaurios: estos animales son tan grandes que realmente no tienen depredadores; pueden romperle el cuello a un tiranosaurio con un golpe circular de su cola. Y lo saben… también lo sabe el tiranosaurio.
—Pero si nos ven… Quiero decir, si nos apeamos del coche…
Harding se encogió de hombros:
—No lo recomiendo, pero el hecho es que probablemente no reaccionen. Los dinosaurios tienen una excelente agudeza visual, pero es el sistema visual de un anfibio: está sintonizado con el movimiento. Directamente no ven bien las cosas que no se mueven.
Los animales avanzaron, la piel brillante bajo la lluvia. Harding puso el automóvil en marcha.
—Creo que ahora podemos seguir.
—Aun así —dijo Wu—, sospecho que puede haber presiones sobre su parque, del mismo modo que las hay sobre las medicinas de «Genentech».
Él y Hammond pasaron a la sala de estar, y estaban observando cómo la tormenta azotaba las grandes ventanas de vidrio.
—No veo de qué manera —repuso Hammond.
—Los científicos pueden querer restringirlo. Incluso, detenerlo.
—Bueno, no pueden hacerlo. —Hammond agitó el dedo ante Wu—. ¿Sabes por qué los científicos podrían tratar de hacerlo? Es porque quieren hacer investigaciones, naturalmente. Eso es todo lo que siempre quieren, hacer investigaciones. No para lograr algo. No para avanzar. Nada más que investigaciones. Pues entonces les espera una sorpresa.
—No estaba pensando en eso —aclaró Wu.
Hammond suspiró:
—Estoy seguro de que para los científicos sería interesante hacer investigaciones. Pero se llega al punto en que estos animales sencillamente son demasiado costosos como para que se los utilice en investigaciones. Un proyecto como este, con los costos subyacentes, ha ido más allá del alcance de las investigaciones. Esta es una maravillosa tecnología, Henry, pero también es una tecnología terriblemente costosa. El hecho es que únicamente se puede mantener como entretenimiento. —Hammond se encogió de hombros, y agregó—: Así son las cosas, sencillamente.
—Pero si hubiera intentos de clausurar…
—Haz frente a los malditos hechos, Henry. —Hammond se mostró irritado—. Esto no es Norteamérica. Esto ni siquiera es Costa Rica. Esta es mi isla. Yo la poseo. Y nada me va a impedir que inaugure el Parque Jurásico para todos los niños del mundo. —Lanzó una risita quebrada—: O, por lo menos, para los niños ricos del mundo. Y, te lo digo, les va a encantar.
En el asiento trasero del jeep, Ellie Sattler miraba por la ventanilla. Habían estado viajando a través de la jungla empapada por la lluvia durante los últimos veinte minutos y no habían visto nada desde que los apatosaurios cruzaron el camino.
—Ahora estamos cerca del río que pasa por la jungla —informó Harding, mientras conducía—. Está por ahí, en alguna parte hacia nuestra izquierda.
Abruptamente, aplicó los frenos otra vez. El automóvil patinó hasta detenerse frente a un hato de pequeños animales verdes:
—Bueno, parece que esta noche tienen todo un espectáculo —comentó—. Estos son compis.
Procompsognátidos, pensó Ellie, deseando que Grant estuviera allí para verlos. Este era el animal del que habían visto el facsímil electrónico, allá en Montana. Los pequeños procompsognátidos de color verde oscuro se escabulleron hacia el otro lado del camino; después, se pusieron en cuclillas sobre sus patas traseras para mirar el jeep, olfateando brevemente, antes de escapar velozmente hacia la noche.
—Qué extraño —dijo Harding—. Me pregunto a dónde van: no es habitual que los compis se desplacen de noche, ¿saben? Trepan a un árbol y esperan la luz del día.
—Entonces, ¿por qué han salido ahora? —preguntó Ellie.
—No me lo puedo imaginar. Como sabrán, los compis son carroñeros, como los buitres. Son atraídos por un animal agonizante, y tienen un olfato tremendamente sensible: pueden oler un animal agonizante a kilómetros de distancia.
—¿Entonces, se dirigen hacia un animal agonizante?
—Agonizante, o ya muerto.
—¿Los seguimos?
—Siento curiosidad. Sí, ¿por qué no? Vayamos a ver hacia dónde se dirigen.
Hizo girar el auto y enfiló hacia atrás, hacia los compis.