El cartel decía CERCA ELECTRIFICADA DIEZ MIL VOLTIOS NO TOCAR, pero Nedry la abrió con la mano desnuda y destrabó el cerrojo del portón, abriéndolo de par en par. Volvió al jeep, lo llevó a través del portón y, después, volvió caminando para cerrar a sus espaldas.
Ahora estaba dentro del parque, a no más de un kilómetro y medio del muelle este. Pisó el acelerador y se encorvó sobre el volante, atisbando a través del parabrisas castigado por la lluvia, mientras conducía el jeep por el estrecho camino. Conducía rápido, demasiado, pero se tenía que ajustar a su horario. Estaba completamente rodeado por la negra jungla, pero pronto debería de poder ver, hacia su izquierda, la playa y el océano.
«Esta maldita tormenta», pensó. Podría complicarlo todo. Porque si la lancha de Dodgson no le estuviera esperando en el muelle este cuando llegara allí, todo el plan quedaría arruinado. Nedry no podía esperar mucho, o notarían su ausencia en la sala de control. Toda la idea subyacente al plan era que el analista de sistemas pudiera llegar conduciendo hasta el muelle este, dejar los embriones y regresar al cabo de pocos minutos, antes de que alguien se diera cuenta. Era un buen plan, un plan inteligente. Nedry lo había elaborado cuidadosamente, afinando cada detalle. Ese plan iba a hacer que se volviera un millón y medio de dólares más rico, uno coma cinco mega. Eso significaba diez años de ingresos de un solo tiro, libres de impuestos, e iba a cambiar su vida. Había sido cuidadoso en extremo, hasta el punto de hacer que Dodgson se reuniese con él en el aeropuerto de San Francisco en el último minuto, con la excusa de querer ver el dinero. En realidad, Nedry quería grabar su conversación con Dodgson y llamarle por su nombre en la cinta. Nada más que para que Dodgson no olvidara que debía el resto del dinero. Nedry incluía una copia de la cinta con los embriones. En síntesis, había pensado en todo.
Todo salvo en esa maldita tormenta.
Algo cruzó velozmente el camino, un resplandor blanco bajo la luz de los faros del vehículo. Tenía el aspecto de una rata grande. Se escurrió dentro del monte bajo, arrastrando una cola gorda. Oposum. Resultaba sorprendente que un oposum pudiera sobrevivir allí: cualquiera pensaría que los dinosaurios liquidarían a un animal como ése.
¿Dónde estaba el maldito muelle?
Iba conduciendo deprisa y ya llevaba fuera cinco minutos. Ya debería haber llegado al muelle en ese momento. ¿Había tomado por un camino equivocado? No lo creía así: en el camino no había visto bifurcación alguna.
Entonces, ¿dónde estaba el muelle?
Fue una impresión terrible tomar una curva y ver que el camino terminaba en una barrera de hormigón gris, de un metro ochenta de alto y que presentaba vetas oscuras por la lluvia. Clavó los frenos, el jeep coleó, perdiendo tracción en un trompo de punta a punta y, durante un instante de horror, Nedry pensó que se iba a estrellar contra la barrera —sabía que se iba a estrellar— y giró el volante frenéticamente; el jeep resbaló hasta quedar detenido, con los faros a unos treinta centímetros nada más de la pared de hormigón.
Se detuvo allí, escuchando el rítmico batir de los limpiaparabrisas. Inhaló profundamente y exhaló con lentitud. Miró hacia el camino que tenía atrás: era obvio que había tomado un camino equivocado en alguna parte. Podía desandar sus pasos, pero eso le tomaría demasiado tiempo.
Sería mejor que descubriera dónde demonios estaba.
Salió del jeep, sintiendo que pesadas gotas de lluvia le salpicaban la cabeza. Era una verdadera tormenta tropical, y llovía tan intensamente que dolía. Le echó un vistazo al reloj, apretando el botón para iluminar la esfera digital: habían pasado seis minutos. ¿Dónde demonios estaba? Caminó alrededor de la barrera de hormigón y, al otro lado, junto con la lluvia, oyó el sonido de agua gorgoteante. ¿Podía ser el océano? Nedry corrió hacia delante, sus ojos se adaptaban a la oscuridad a medida que avanzaba. Jungla densa por todos lados. Gotas de lluvia abofeteando las hojas.
El sonido de gorgoteo se hizo más intenso, atrayéndole hacia delante. De pronto salió del follaje, sintió que los pies se le hundían en tierra suave y vio la corriente oscura del río. ¡El río! ¡Estaba en el río de la jungla!
«Maldita sea», pensó. ¿En qué parte del río? El río recorría kilómetros a través de la isla. Volvió a mirar su reloj: habían pasado siete minutos.
—Tienes un problema, Dennis —dijo en voz alta.
Como en respuesta a sus palabras, se oyó el suave ulular de un búho en el bosque.
Nedry apenas sí se dio cuenta; estaba preocupado por su plan. El hecho liso y llano era que el tiempo se le había agotado. Ya no había opción. Tenía que abandonar su plan original. Todo lo que podía hacer era regresar a la sala de control, volver a poner en funcionamiento el ordenador y, de alguna manera, tratar de ponerse en contacto con Dodgson y arreglar la cita en el muelle este para la noche siguiente. Nedry tenía que pasar por terreno escabroso para que ese nuevo plan funcionara, pero creía que podría lograrlo. En forma automática, el ordenador hacía el registro cronológico de todas las llamadas: después de que Nedry consiguiera comunicarse con Dodgson, tendría que volver a entrar en el ordenador y borrar el registro de la llamada. Pero una cosa era segura: ya no podía permanecer en el parque más tiempo, porque se darían cuenta de su ausencia.
Nedry empezó a volver, dirigiéndose hacia el fulgor de los faros del jeep. Estaba calado hasta los huesos y se sentía desdichado. Oyó el suave ulular una vez más y, esta vez, se detuvo: realmente eso no sonaba como si fuera un búho. Y le parecía que estaba cerca, en la jungla, en algún lugar hacia su derecha.
Mientras escuchaba, oyó el sonido de ramas que se rompían en el parque bajo. Después, silencio. Aguardó y volvió a oír: sonaba claramente como algo grande, que se movía lentamente por la jungla hacia él.
Algo grande, algo cercano. Un dinosaurio grande.
Vete de aquí.
Nedry empezó a correr. Hizo mucho ruido mientras corría pero, aun así, pudo oír al animal que venía entre el follaje, aplastándolo a su paso. Y ululando.
Se estaba acercando.
Tropezando con las raíces de los árboles en la oscuridad, abriéndose camino a arañazos por entre las goteantes ramas, vio el jeep ahí delante, y las luces que brillaban alrededor de la pared vertical de la barrera le hicieron sentirse mejor: Dentro de un instante estaría en el jeep y, entonces, se largaría de allí a toda velocidad. Dio vuelta a la barrera gateando y, entonces, quedó congelado.
El animal estaba ahí.
Pero no estaba cerca. El dinosaurio se erguía a unos doce metros de distancia, en el borde de la zona iluminada por los faros. Nedry no había hecho la gira, de modo que no conocía los diferentes tipos de dinosaurios, pero este tenía un aspecto extraño: el cuerpo, de tres metros de alto, era amarillo con puntos negros y, a lo largo de la cabeza, corría un par de crestas rojas con forma de V. El dinosaurio no se movió pero, una vez más, emitió su suave ulular.
Nedry esperó para ver si el animal atacaba. No lo hizo. Quizá los faros del jeep le asustaban, forzándole a mantenerse a distancia, como si fuera una fogata.
El dinosaurio le clavó la mirada y, entonces, avanzó y retrajo la cabeza con un solo movimiento veloz. Nedry sintió que algo golpeaba en forma sorda y húmeda contra su pecho. Miró hacia abajo y vio una pringosa mancha de espuma en su camisa empapada por la lluvia. La tocó con curiosidad, sin comprender…
Era un escupitajo.
El dinosaurio le había escupido.
Era horrible, pensó. Volvió a mirar al dinosaurio y vio la cabeza moverse otra vez y, de inmediato, sintió otro chasquido húmedo contra el cuello, justo debajo de la cabeza. Se lo quitó con la mano.
Jesús, es repugnante. Pero la piel del cuello ya le estaba empezando a hormiguear y quemar. Y en la mano sentía un hormigueo también. Era, casi, como si le hubieran arrojado ácido.
Nedry abrió la portezuela del auto, le echó una ojeada al dinosaurio para asegurarse de que el animal no fuera a atacar, y sintió un dolor súbito, agudísimo, en los ojos, que le pinchaba como clavos contra el fondo del cráneo; apretó los ojos con fuerza y jadeó por la intensidad de ese dolor; levantó rápidamente las manos para cubrirse los ojos y sintió la resbaladiza espuma que le corría a ambos lados de la nariz.
Escupitajo.
El dinosaurio le había escupido en los ojos.
Aunque se dio cuenta de eso, el dolor le abrumó y cayó de rodillas desorientado, respirando con dificultad. Se desplomó sobre el costado, la mejilla apretada contra el suelo húmedo, el aliento saliéndole en débiles silbidos a través del dolor constante, que le hacía gritar sin descanso y que determinaba la aparición de puntos destellantes de luz por detrás de sus párpados fuertemente cerrados.
La tierra tembló debajo de él y supo que el dinosaurio se estaba moviendo; podía oír el suave ulular y, a pesar del dolor, se forzó a abrir los ojos y, aun así, no vio otra cosa más que puntos centelleantes contra un fondo negro. Lentamente, comprendió la verdad.
Estaba ciego.
El ulular se hizo más intenso cuando Nedry bregó por ponerse de pie y, tambaleándose, volvió hacia el coche, apoyándose contra el panel lateral, mientras una oleada de náuseas y vértigo le envolvía. El dinosaurio estaba cerca ahora; podía sentir que se acercaba; era oscuramente consciente del jadeo del animal.
Pero no podía ver.
No podía ver nada y su terror era extremo.
Extendió las manos, agitándolas en todas direcciones para evitar el ataque que sabía tenía que llegar.
Entonces hubo un nuevo dolor, quemante, como si tuviera un cuchillo de fuego en el vientre, y Nedry se tambaleó, buscando, sin ver, la parte inferior de su cuerpo, para tocar el extremo desgarrado de la camisa y, después, una masa espesa, resbaladiza, que resultaba sorprendentemente tibia y, con horror, súbitamente se dio cuenta de que estaba sosteniendo sus propios intestinos en las manos: el dinosaurio le había abierto en canal. Los intestinos habían salido de su cuerpo.
Nedry cayó al suelo y aterrizó sobre algo escamoso y frío, era la pata del animal y, después, sintió un nuevo dolor a ambos lados de la cabeza. El dolor se hizo más intenso y, mientras era levantado y puesto en pie, supo que el dinosaurio le había tomado la cabeza entre las mandíbulas, y al horror de esa comprensión le sucedió un deseo final de que todo terminara pronto.