El cielo se estaba oscureciendo. Los truenos retumbaban a lo lejos. Grant y los demás se inclinaron sobre las portezuelas del jeep, contemplando la pantalla del tablero de instrumentos:
—¿Emplazamientos de procreación? —inquirió Wu por la radio.
—Nidos —contestó Grant—. Si suponemos que la nidada promedio es de ocho a doce huevos para incubar, estos datos indicarán que los compis tienen dos nidos. Los raptores, dos. Los othis tienen uno. Y los hypsis y los maias tienen uno cada uno.
—¿Dónde están?
—Tendremos que encontrarlos. Los dinosaurios hacen sus nidos en lugares aislados.
—Pero, ¿por qué hay tan pocos animales grandes? —preguntó Wu—. Si hay un nido de maia que contenga de ocho a doce huevos, debería haber de ocho a doce maias nuevos. No únicamente uno.
—Es cierto. Salvo que los raptores y los compis que andan sueltos por el parque probablemente se estarán comiendo los huevos de los animales más grandes… y, quizá, comiéndose a los animales jóvenes recién salidos del huevo también.
—Pero nunca vimos nada así —dijo Arnold por la radio.
—Los raptores son nocturnos. ¿Alguien vigila el parque por la noche?
Hubo un prolongado silencio.
—No pensé que lo hubiera —dijo Grant.
—Sigue sin tener lógica —adujo Wu—. Cincuenta animales adicionales no se pueden mantener con un par de nidos con huevos.
—No —aceptó Grant—. Supongo que están comiendo algo más también. Quizá pequeños roedores. ¿Ratones y ratas?
Se produjo otro silencio.
—Déjeme conjeturar —pidió Grant—: cuando llegaron a la isla tuvieron un problema con las ratas. Pero, a medida que el tiempo pasaba, el problema desaparecía.
—Sí. Es cierto…
—Y nunca pensaron en investigar el por qué.
—Bueno, sencillamente supusimos… —dijo Arnold.
—Pero, miren —terció Wu—, subsiste el hecho de que todos los animales son hembras. No se pueden reproducir.
Grant había estado pensando en eso. Hacía poco se había enterado de un curioso estudio hecho en Alemania Occidental, del que sospechaba que contenía la respuesta:
—Cuando hicieron el ADN de dinosaurio —preguntó—, trabajaban con piezas fragmentarias, ¿no es así?
—Sí —admitió Wu.
—Con objeto de hacer una cadena completa —precisó—, ¿alguna vez incluyeron fragmentos de ADN pertenecientes a otras especies?
—En ocasiones, sí —dijo Wu—. Hicimos apareamientos de cortes distales en las cadenas de ADN. Así que, a veces, incluíamos ADN de ave, procedente de distintos pájaros y, a veces, ADN de reptil.
—¿Algo de ADN de anfibios? Específicamente, ¿ADN de rana?
—Es posible. Tendría que comprobarlo.
—Compruébelo; creo que hallará que ahí está la respuesta.
—¿ADN de rana? ¿Por qué ADN de rana? —se extrañó Malcolm.
Gennaro dijo con impaciencia:
—Escuchen, todo esto es muy enigmático, pero nos estamos olvidando de la pregunta principal: ¿Se escaparon algunos animales de la isla?
—No lo podemos saber con estos datos —repuso Grant.
—Entonces, ¿cómo lo vamos a descubrir?
—Sólo existe una manera de saberlo: tendremos que encontrar los nidos individuales de dinosaurio, inspeccionarlos y contar los fragmentos restantes de huevo. A partir de eso podremos determinar cuántos animales salieron originalmente del cascarón. Y podremos empezar la estimación de si hay alguno que falta.
—Aun así, no sabrán si los animales que faltan fueron muertos, o si murieron por causas naturales o si abandonaron la isla —objetó Malcolm.
—No —admitió Grant—, pero es un comienzo. Y creo que podemos conseguir más información con un vistazo intensivo a los gráficos de población.
—¿Cómo vamos a encontrar esos nidos?
—En realidad, creo que el ordenador nos puede ayudar. De hecho, deberemos de tener una buena perspectiva de esta isla dentro de las próximas veinticuatro a treinta y seis horas.
—¿Podemos volver ahora? —preguntó Lex—. Tengo hambre.
—Sí, volvamos —sonrió Grant—. Has sido muy paciente.
—Podrán comer dentro de unos veinte minutos —anunció Ed Regis, empezando a caminar hacia los dos Cruceros de Tierra.
—Me quedaré un rato —dijo Ellie—, y sacaré fotos del estegosaurio con la cámara del doctor Harding. Esas vesículas de la boca habrán desaparecido mañana.
Grant anunció que quería volver y que iría con los niños. Se le agregó Malcolm. Gennaro, en cambio, decidió quedarse para volver con Harding en su jeep, junto con la doctora Sattler.
Cuando empezaron a caminar, Malcolm preguntó:
—¿Exactamente por qué se queda el abogado?
Grant se encogió de hombros, y repuso:
—Creo que podría tener algo que ver con la doctora Sattler.
—¿De veras? ¿Los pantalones cortos, crees?
—Ya ha sucedido antes.
Cuando llegaron a los Cruceros de Tierra, Tim dijo:
—Quiero viajar en la parte de delante esta vez, con el doctor Grant.
—Por desgracia, el doctor Grant y yo tenemos que hablar —se opuso Malcolm.
—Sólo me sentaré y escucharé. No diré nada —insistió Tim.
—Es una conversación privada —contestó Malcolm.
—Te diré lo que vamos a hacer, Tim —propuso Ed Regis—. Dejemos que se sienten en el coche de atrás, ellos solos. Nosotros lo haremos en el de delante, y podrás usar las lentes para visión nocturna. ¿Alguna vez has utilizado lentes para visión nocturna, Tim?
—No.
—Bueno, son lentes con CCD muy sensibles, que te permiten ver en la oscuridad.
—Estupendo —asintió el chico, y fue hacia el primer coche.
—¡Eh! —gritó Lex—. Yo también las quiero usar.
—No —dijo Tim.
—¡No es justo! ¡No es justo! ¡Tú siempre haces de todo, Timmy!
Ed Regis los observó alejarse y le dijo a Grant:
—Ya me doy cuenta de lo que va a ser el viaje de vuelta. Puede ser que ustedes quieran desconectar la radio que intercomunica los coches: el botón está aquí, debajo del tablero de instrumentos. —Se lo indicó a los investigadores, y agregó—: Los coches volverán solos, de forma automática. Deberemos estar de regreso dentro de unos veinte minutos.
Los hombres subieron al segundo coche. Unas gotas de lluvia salpicaron el parabrisas.
—En marcha —dijo Ed Regis—. Estoy listo para cenar. Y no me vendría mal un buen daiquiri de plátano. ¿Qué me dicen ustedes, muchachos? ¿Les parece bien un daiquiri? —Dio una palmada sobre el panel metálico del coche—: Les veré de vuelta en el campamento —dijo, y empezó a correr hacia el primer coche y trepó a él.
Parpadeó una luz roja que había en el tablero de instrumentos: con un suave zumbido de motor eléctrico, los Cruceros de Tierra se pusieron en movimiento.
Mientras viajaba de regreso bajo una luz que cada vez se hacía más mortecina, Malcolm parecía extrañamente alicaído. Grant comentó:
—Tienes que sentirte reivindicado. Quiero decir, en cuanto a tu teoría.
—Ya que lo mencionas, estoy sintiendo un poco de miedo. Sospecho que nos encontramos en un punto muy peligroso.
—¿Por qué?
—Intuición.
—¿Los matemáticos creen en las intuiciones?
—Absolutamente sí. La intuición es muy importante. En realidad, estaba pensando en los fractales —dijo Malcolm—. ¿Sabes algo sobre fractales?
—No, a decir verdad, no.
—Los fractales son una especie de geometría pero, a diferencia de la euclídea clásica, que todo el mundo aprende en la escuela, cuadrados, cubos y esferas, la geometría fractal parece describir objetos reales del mundo natural. Las montañas y las nubes son formas fractales. Así que es probable que los fractales estén relacionados con la realidad. De alguna manera.
»Pues bien, con sus herramientas geométricas, Mandelbrot descubrió una cosa notable: descubrió que las cosas se veían casi idénticas con escalas diferentes.
—¿Con escalas diferentes?
—Por ejemplo, una montaña grande, vista desde la lejanía, tiene cierta forma escabrosa de montaña. Si te aproximas más, y examinas un pequeño pico de la montaña grande, tendrá la misma forma de montaña. De hecho, puedes reducir la escala hasta llegar a un diminuto grano de roca, vista con un microscopio: tendrá la misma forma fractal básica que la montaña grande.
—Realmente no veo por qué esto te inquieta —comentó Grant. Bostezó. Olió las vaharadas sulfurosas del vapor volcánico: ahora estaban llegando a la sección de camino que pasaba cerca de la línea de la costa, y que dominaba la playa y el océano.
—Es una forma de mirar las cosas —explicó Malcolm—. Mandelbrot halló una igualdad que iba desde lo más pequeño a lo más grande. Y esta igualdad de escala también tiene lugar en los sucesos.
—¿Sucesos?
—Piensa en los precios del algodón: existen buenos registros de precios del algodón, que se remontan a más de cien años. Cuando estudias las fluctuaciones del precio del algodón, encuentras que el gráfico que muestra las fluctuaciones del precio en el transcurso de un día se parece básicamente al gráfico representativo de una semana que, básicamente, se parece al gráfico de un año, o de diez años. Y así es como son las cosas: un día es como toda la vida; empiezas haciendo una sola cosa, pero terminas haciendo algo más; planeas hacer una diligencia, pero nunca llegas adonde pensabas ir… Y, al final de tu vida, la totalidad de tu existencia también tiene esa misma característica aleatoria. Toda tu vida tiene la misma forma que un solo día.
—Supongo que ésa es una de las maneras de ver las cosas —comentó Grant.
—No. Es la única manera de ver las cosas. Es, al menos, la única manera fiel a la realidad. Verás, la idea fractal de igualdad lleva, dentro de ella, una especie de recursión, una especie de volverse sobre sí misma, lo que significa que los sucesos son impredecibles. Que pueden cambiar en forma súbita y sin previo aviso.
—Bien…
—Pero nos hemos autocomplacido imaginando al cambio repentino como algo que ocurre fuera del orden normal de las cosas. Un accidente, como un choque de automóviles. O más allá de nuestro control, como una enfermedad mortal. No concebimos el cambio súbito, drástico, como algo incorporado a la trama misma de nuestra existencia. Y, sin embargo, lo está. Y la teoría del caos nos enseña que la linealidad recta, a la que hemos llegado a dar por sentado en todo, desde la física hasta la ficción, simplemente no existe. La linealidad es una manera artificial de ver el mundo. La vida real no es una serie de sucesos interconectados, que tienen lugar uno después de otro, como cuentas ensartadas en un collar. La vida es, en realidad, una serie de encuentros, en los que un acontecimiento puede alterar los que lo suceden y de una manera totalmente impredecible, hasta devastadora.
Malcolm se reclinó en su asiento, mirando hacia el otro coche, que se encontraba a unos metros de distancia. Prosiguió:
—Hay una profunda verdad en relación con la estructura del universo. Pero, por alguna razón, insistimos en comportarnos como si no fuese cierta.
En ese momento, los coches se detuvieron con una sacudida.
—¿Qué pasa? —preguntó Grant.
Delante de ellos vieron a los niños en el coche, señalando hacia el océano. Mar adentro, debajo de nubes cada vez más bajas, Grant vio el oscuro contorno del barco de suministros, que volvía hacia Puntarenas.
—¿Por qué nos hemos detenido? —preguntó Malcolm.
Grant encendió la radio y oyó a la niña diciendo, con excitación:
—¡Mira ahí, Timmy! ¡Lo ves, está ahí!
Malcolm miró el barco con los ojos entrecerrados:
—¿Están hablando del barco?
—Aparentemente.
Ed Regis se apeó del coche de delante y fue corriendo hasta la ventanilla de los dos hombres:
—Lo siento, pero los niños están completamente excitados. ¿Tienen prismáticos aquí?
—¿Para qué?
—La niña dice que ve algo en el barco. Una especie de animales.
Grant tomó los prismáticos y apoyó los codos en el borde de la ventanilla del Crucero. Escudriñó la larga forma del barco de suministros. Estaba tan oscuro que la nave era casi una silueta. Mientras Grant observaba, las luces de navegación del barco se encendieron, brillantes en el oscuro crepúsculo rosado.
—¿Ve algo? —preguntó Regis.
—No —contestó Grant.
—Están abajo —indicó Lex por la radio—. Mire muy abajo.
Grant bajó los prismáticos, escudriñando la sección del casco que estaba justo por encima de la línea de flotación. El barco de suministros era muy ancho, con un borde antisalpicaduras que recorría toda la longitud de la nave. Pero ahora estaba bastante oscuro y Grant a duras penas podía discernir detalles.
—No, nada…
—Los puedo ver —insistió Lex, impaciente—. Cerca de la parte de atrás. ¡Mire cerca de la parte de atrás!
—¿Cómo puede ver ella algo con esta luz? —preguntó Malcolm.
—Los chicos pueden ver —dijo Grant—. Tienen una agudeza visual que olvidamos que alguna vez tuvimos.
Llevó los prismáticos hacia la popa, desplazándolos con lentitud y, de repente, vio los animales: estaban jugando, lanzándose con rapidez entre las estructuras de la popa, que sólo se veían en silueta. Grant sólo pudo verlos en forma breve pero, incluso a la luz cada vez menos intensa del día, pudo reconocer que andaban erectos, tenían unos sesenta centímetros de alto y que se erguían con rígidas colas que los equilibraban.
—¿Los ve ahora? —preguntó Lex.
—Los veo —contestó Grant.
—¿Qué son?
—Son velocirraptores —informó Grant—. Dos, por lo menos. Quizá más. Ejemplares jóvenes.
—¡Jesús! —exclamó Ed Regis—. Ese barco va a tierra firme.
Malcolm se encogió de hombros y sugirió:
—No se excite. Llame sencillamente a la sala de control y dígales que hagan que vuelva el barco.
Ed Regis metió la mano en el coche y aferró la radio, tomándola del tablero de instrumentos: oyeron una estática sibilante, así como chasquidos, cada vez que Regis cambiaba de canal con rapidez.
—Algo anda mal en éste —dijo—. No funciona.
Salió corriendo hacia el primer Crucero de Tierra. Le vieron hundir la cabeza dentro del vehículo. Después, les miró:
—Algo anda mal en las dos radios —dijo—. No puedo localizar la sala de control.
—Entonces, mejor que nos pongamos en movimiento —aconsejó Grant.
En la sala de control, Muldoon estaba en pie frente a las grandes ventanas frontales, desde las que se dominaba el parque. A las siete en punto, los reflectores de cuarzo, emisores de luz sin sombra, se encendían por toda la isla, convirtiendo el paisaje en una refulgente joya que se extendía hasta desaparecer en el sur. Ése era el momento favorito del día para Muldoon. Oyó el restallar de la estática procedente de las radios.
—Los Cruceros de Tierra se han vuelto a poner en marcha —dijo Arnold—. Van camino a casa.
—Pero, ¿por qué se detuvieron? —preguntó Hammond—. ¿Y por qué no podemos hablar con ellos?
—No lo sé —repuso Arnold—. Estoy tratando de localizarlos.
Revisó los canales, pero sólo obtuvo sibilante estática:
—Quizás apagaron las radios de los coches.
—Probablemente sea la tormenta —arriesgó Muldoon—. Interferencia de la tormenta.
—Estarán aquí dentro de veinte minutos —dijo Hammond—. Es mejor que llamen abajo y se aseguren de que el comedor esté listo para ellos. Esos niños van a estar hambrientos.
Arnold levantó el teléfono y oyó un monótono siseo permanente.
—¿Qué es esto? ¿Qué pasa?
—¡Por Dios, cuelgue eso! —exclamó Nedry—. Va a enloquecer el flujo de datos.
—¿Tomó todas las líneas telefónicas? ¿Incluso las internas?
—Tomé todas las líneas que se comunican con el exterior. Pero las internas todavía deberían funcionar.
Arnold oprimió botones en la consola, uno después de otro: no oyó nada más que un siseo en todas las líneas.
—Parece que usted las tiene todas.
—Lo siento. Al final de la próxima transmisión, dentro de unos quince minutos, les despejaré un par. —Bostezó—. Parece que va a ser un fin de semana largo para mí. Creo que iré ahora a buscar esa «Coca-Cola».
Recogió su mochila y se dirigió hacia la puerta:
—No toquen mi consola, ¿de acuerdo?
La puerta se cerró.
—¡Qué bola de grasa! —comentó Hammond.
—Sí —asintió Arnold—, pero creo que sabe lo que está haciendo.
A lo largo del costado del camino, nubes de vapor volcánico empañaban los arco iris producidos por las brillantes lámparas de cuarzo. Grant dijo, hablando por la radio:
—¿Cuánto tiempo tarda el barco en llegar a tierra firme?
—Dieciocho horas —informó Ed Regis—. Más o menos. Es bastante de fiar. —Le echó un vistazo a su reloj—: Llegará mañana alrededor de las once.
Grant frunció el entrecejo:
—¿Usted y yo podemos hablar por radio, pero no podemos hacerlo con la sala de control?
—No por ahora.
—¿Qué pasa con Harding? ¿Puede localizarlo?
—No, ya lo he intentado. Deberíamos poder comunicarnos con él, pero tal vez tenga su radio apagada.
Malcolm estaba sacudiendo la cabeza, en gesto de negación, y dijo:
—Así que somos los únicos que sabemos que el barco lleva a bordo esos animales.
—Estoy tratando de localizar a alguien —dijo Ed Regis—. Quiero decir, Cristo, no quiero tener esos animales en tierra firme.
—¿Cuánto falta para que regresemos a la base?
—A partir de ahora, otros dieciséis, diecisiete minutos.
Por la noche, todo el camino estaba iluminado por grandes reflectores. A Grant le hacía sentir como si estuvieran viajando a través de un túnel de hojas de color verde brillante. Gotas grandes de lluvia salpicaban el parabrisas.
Grant sintió que el Crucero de Tierra reducía la velocidad; después, se detuvo:
—¿Y ahora qué?
—No quiero parar. ¿Por qué paramos? —preguntó Lex.
Y entonces, en forma repentina, todos los reflectores se apagaron. El camino quedó sumido en la oscuridad. Lex gritó:
—¡Eh!
—Probablemente no es más que un corte de corriente, o algo por el estilo —la tranquilizó Ed Regis—. Estoy seguro de que las luces volverán de un momento a otro.
—¿Qué demonios? —masculló Arnold, mirando con fijeza los monitores.
—¿Qué ha pasado? —preguntó Muldoon—. ¿Ha perdido la energía?
—Sí, pero sólo la del perímetro. Todo lo que hay dentro de este edificio funciona bien. Pero fuera, en el parque, se acabó toda la corriente. Luces, cámaras de televisión, todo.
Sus pantallas estaban iluminadas, salvo los monitores de televisión a distancia, que habían quedado apagados.
—¿Qué hay de los Cruceros de Tierra?
—Detenidos en algún sitio, alrededor del campo cercado del tiranosaurio.
—Bueno —dijo Muldoon—, llame a mantenimiento y haga que se restablezca la corriente.
Arnold levantó uno de sus teléfonos y oyó un siseo: los ordenadores de Nedry que hablaban entre sí.
—¡No hay teléfonos! Ese maldito Nedry… ¡Nedry! ¿Dónde diablos está?
Dennis Nedry abrió de un empujón la puerta con el rótulo de FERTILIZACIÓN. Ahora que se había cortado la corriente del perímetro, todas las cerraduras para tarjeta de seguridad estaban desactivadas. Todas las puertas del edificio se abrían con un empujón.
Los problemas del sistema de seguridad del Parque Jurásico figuraban en los primeros puestos de la lista de defectos. Nedry se preguntaba si alguien habría imaginado alguna vez que no se trataba de un defecto, sino de que él, Nedry, lo había programado de esa manera. Había incorporado un clásico escotillón: pocos programadores de grandes sistemas de proceso de datos podían resistir la tentación de dejarse una entrada secreta. En parte, eso era sentido común: si alguna vez usuarios ineptos trababan el sistema y después llamaban al programador para que les auxiliara, siempre había una manera de entrar y reparar el desbarajuste. Y en parte era una especie de firma: Aquí estuve yo.
Y, en parte, era un seguro para el futuro: Nedry estaba molesto con el proyecto del Parque Jurásico. Bien avanzado el plan de trabajo, «InGen» había exigido que en el sistema se introdujeran amplias modificaciones, pero no había estado dispuesta a pagarlas, aduciendo que había que incluirlas en el contrato original. Hubo amenazas de acciones judiciales; se enviaron cartas a los demás clientes de Nedry, en las que se daba a entender que Nedry no era de fiar. Era chantaje y, al final, Nedry se había visto forzado a comerse sus excedentes en el Parque Jurásico y a introducir los cambios que Hammond quería.
Pero más tarde, cuando se le acercó Lewis Dodgson, de «Biosyn», Nedry estaba dispuesto a escucharle. Y preparado para decir que, en verdad, podía meterse en la seguridad del Parque Jurásico. Podía entrar en cualquier habitación, cualquier sistema, cualquier sitio del parque. Porque lo había programado de esa manera. Por las dudas.
Entró en la sala de fertilización. El laboratorio estaba desierto: tal como lo había previsto, todo el personal estaba cenando. Nedry abrió al cierre de cremallera de su mochila y sacó el tubo de crema para afeitar «Gillette». Desatornilló la base y vio que el interior estaba dividido en una serie de ranuras cilíndricas.
Extrajo un par de guantes con espeso aislamiento y abrió la cámara frigorífica señalada como CONTENIDO BIOLÓGICO VIABLE MANTENER A -10 °C MÍNIMO. La congeladora tenía el tamaño de un pequeño armario, con anaqueles que iban desde el suelo hasta el techo. La mayor parte de los anaqueles tenía reactivos y líquidos contenidos en sacos de plástico. Hacia uno de los lados vio un frigorífico más pequeño de nitrógeno, provisto de una pesada puerta de cerámica. La abrió y, rodeada por una nube blanca de nitrógeno líquido, una ménsula con tubos pequeños se deslizó hacia fuera.
Los embriones estaban dispuestos por especies: Stegosaurus, Apatosaurus, Hadrosaurus, Tyrannosaurus. Cada embrión en un recipiente de vidrio delgado, envuelto en una hoja de aluminio y taponado con polietileno. Con rapidez, Nedry tomó dos de cada uno, deslizándolos en el interior del tubo de crema de afeitar.
Después atornilló la base del tubo, cerrándola herméticamente, y dando vuelta a la parte superior. Se oyó el siseo del gas que se liberaba en el interior, y el tubo se escarchó en las manos de Nedry. Dodgson había dicho que había suficiente refrigerante como para treinta y seis horas. Tiempo más que suficiente para regresar a San José.
Nedry dejó la cámara frigorífica y volvió al laboratorio principal. Dejó caer el tubo de vuelta en su mochila y corrió la cremallera para cerrarla.
Volvió al pasillo. El robo había llevado menos de dos minutos. Nedry podía imaginar la consternación que se produciría arriba, en la sala de control, cuando empezaran a darse cuenta de lo que había pasado. Todos los códigos de seguridad estaban cifrados, para hacerlos ininteligibles, y todas las líneas telefónicas estaban interferidas. Sin la ayuda de Nedry harían falta horas para deshacer el embrollo pero, en nada más que unos pocos minutos, el analista estaría de vuelta en la sala de control, enderezando las cosas.
Y nadie sospecharía siquiera lo que había hecho.
Con una amplia sonrisa, Dennis Nedry bajó por las escaleras hasta la planta baja, saludó con leve inclinación de cabeza al guardia y siguió descendiendo, hasta llegar al sótano. Siguió de largo ante las ordenadas filas de Cruceros de Tierra eléctricos, y se dirigió al jeep impulsado por gasolina estacionado contra la pared. Subió al vehículo, advirtiendo la presencia de unos extraños tubos grises apoyados en el asiento del acompañante: casi parecía un lanzacohetes, pensó mientras daba vuelta a la llave de contacto y ponía en marcha el jeep.
Nedry le echó un vistazo al reloj: desde aquí al parque, y tres minutos justos hasta llegar al muelle del este. Tres minutos desde allí para volver a la sala de control. Seis minutos en total.
Un juego de niños.
—¡Maldita sea! —barbotó Arnold, apretando botones en la consola—. Todo está bloqueado.
Muldoon estaba de pie junto a las ventanas, mirando hacia el Parque. Las luces se habían apagado en toda la isla, salvo en la zona inmediata que rodeaba los edificios principales. Vio a unos cuantos miembros del personal apresurándose para escapar de la lluvia, pero nadie parecía darse cuenta de que algo anduviera mal. Muldoon miró en dirección al pabellón de los visitantes, donde las luces brillaban con toda intensidad.
—Uh, uh —murmuró Arnold—. Tenemos verdaderos problemas.
—¿De qué se trata? —preguntó Muldoon. Se alejó de la ventana y, por eso, no vio salir al jeep del garaje subterráneo y dirigirse hacia el este, hacia el parque, a lo largo del camino de mantenimiento.
—Ese idiota de Nedry apagó los sistemas de seguridad —dijo Arnold—. Todo el edificio está abierto. Ninguna de las puertas está cerrada.
—Informaré a los guardias —dijo Muldoon.
—Eso es lo menos importante: cuando se apaga la seguridad, se apagan las cercas periféricas también.
—¿Las cercas?
—Las cercas eléctricas. Están muertas, toda la isla.
—Usted quiere decir…
—Eso es: ahora los animales pueden salir. —Encendió un cigarrillo, y siguió—: Es probable que no ocurra nada, pero nunca se sabe…
Muldoon empezó a caminar hacia la puerta:
—Es mejor que vaya en el jeep y traiga a la gente que va en esos dos Cruceros de Tierra… por las dudas.
Muldoon bajó con rapidez las escaleras hacia el garaje. Realmente no estaba preocupado por el hecho de que las cercas se hubieran apagado: la mayoría de los dinosaurios había estado en sus campos cercados durante nueve meses, o más, y habían rozado las cercas más de una vez, con notables resultados. Muldoon sabía con cuánta rapidez los animales aprendían a evitar los estímulos procedentes de sacudidas eléctricas: se podía entrenar a una paloma de laboratorio nada más con dos o tres aplicaciones como estímulo. Así que era improbable que los dinosaurios se acercaran ahora a las cercas.
Muldoon estaba más preocupado por lo que haría la gente que iba en los coches. No quería que salieran de los vehículos, porque, una vez que volviera la corriente, los coches se empezarían a mover de nuevo, ya fuera con la gente en su interior, o sin ella. Los pasajeros podrían quedar abandonados. Naturalmente, bajo la lluvia era improbable que abandonaran los coches. Pero, así y todo…, nunca se sabía…
Entró en el garaje y se apresuró a llegar al jeep. Tuvo suerte, pensaba, de haber tenido la previsión de poner el lanzador en el vehículo. Podía salir de inmediato y estar ahí afuera en…
¡No estaba!
—¿Qué demonios…? —Muldoon quedó con la mirada fija en el sitio vacío del estacionamiento, atónito.
¡El jeep no estaba!
¿Qué diablos estaba ocurriendo?