Cuando el Crucero de Tierra se detuvo, Ellie Sattler contempló, a través de los penachos de vapor, al estegosaurio: estaba de pie, tranquilo e inmóvil. Un jeep con una banda roja permanecía estacionado junto a él.
—Tengo que admitirlo: es un animal de aspecto gracioso —dijo Malcolm.
El estegosaurio medía seis metros de largo y poseía un enorme cuerpo pesado y placas verticales de blindaje que le recorrían la espalda. La cola tenía puntas de casi un metro de largo y aspecto peligroso. Pero el cuello se afinaba hasta rematar en una cabeza absurdamente pequeña, de mirada estúpida, como la de un caballo muy tonto.
Mientras observaban, apareció un hombre dando la vuelta desde detrás del animal.
—Ese es nuestro veterinario, el doctor Harding —informó Regis por radio—. Anestesió al estego, y ésa es la causa de que el animal no se mueva. Está enfermo.
Grant ya estaba bajando del coche y apresurándose por llegar hasta el inmóvil estegosaurio. Ellie se apeó y miró hacia atrás, mientras el segundo Crucero de Tierra se detenía y los dos niños saltaban de él.
—¿De qué está enfermo? —preguntó Tim.
—No están seguros —dijo Ellie.
Las grandes placas coriáceas que corrían a lo largo del lomo del estegosaurio colgaban ligeramente. Respiraba con lentitud, laboriosamente, produciendo un sonido húmedo con cada exhalación.
—¿Es contagioso? —preguntó Lex.
Caminaron hacia la diminuta cabeza del animal, donde Grant y el veterinario estaban de rodillas, escudriñando la boca del estegosaurio.
Lex arrugó la nariz:
—Esta cosa sí que es grande… y olorosa.
—Sí, lo es.
Ellie ya había notado que el estegosaurio tenía un olor peculiar, como de pescado en descomposición. Le hacía recordar algo que conocía, pero que no podía situar del todo. De todos modos, nunca había olido un estegosaurio antes. Quizás ése era su olor característico. Pero la botánica albergaba sus dudas: la mayoría de los herbívoros no despedían un olor fuerte. Ni lo hacían sus excrementos. La emisión de un verdadero hedor quedaba reservada para los comedores de carne.
—¿Es así porque está enfermo? —preguntó Lex.
—Quizá. Y no olvides que el veterinario lo ha anestesiado. —Ésa era la razón de que el estegosaurio estuviera de pie inmóvil. Aparentemente, algunos animales de gran tamaño no se desplomaban cuando los anestesiaban: se quedaban de pie, inmóviles.
—Ellie, échale un vistazo a esta lengua —pidió Grant.
La lengua color púrpura oscuro colgaba laxa de la boca del animal. El veterinario la iluminó con una linterna, de modo que la joven pudiera ver las delicadas ampollas argénteas:
—Microvesículas —dijo Ellie—. Interesante.
—Nos las vemos mal con estos estegos —dijo el veterinario—. Siempre se están poniendo enfermos.
—¿Cuáles son los síntomas? —preguntó Ellie. Raspó la lengua con la uña: de las ampollas rotas exudó un líquido claro.
—¡Ajjj! —hizo Lex.
—Desequilibrio, desorientación, disnea y diarreas graves —enumeró Harding—. Parece ocurrirles alrededor de una vez cada seis semanas, más o menos.
—¿Se alimentan de manera continua?
—¡Oh, sí! Un animal de este tamaño tiene que ingerir un mínimo de doscientos veinte a doscientos setenta kilos de materia vegetal diaria, y eso sólo para mantenerlos en funcionamiento. Son comedores sistemáticos de forraje.
—Entonces no es probable que sea envenenamiento con una planta —dijo Ellie—. Un comedor sistemático de plantas estaría sistemáticamente enfermo, si estuviera consumiendo una planta tóxica. No cada seis semanas.
—Exactamente —asintió el veterinario.
—¿Puedo? —preguntó Ellie.
Tomó la linterna del veterinario:
—¿Tienen efectos pupilares por el tranquilizante? —preguntó, dirigiendo el haz de luz al ojo del estegosaurio.
—Sí. Se produce un efecto miótico, las pupilas se contraen.
—Pero estas pupilas están dilatadas —observó Ellie.
Harding miró. No cabía duda: la pupila del estegosaurio estaba dilatada, y no se contraía cuando le daba la luz de la linterna.
—Quién lo diría —admitió—. Es un efecto farmacológico.
—Sí. —Ellie se puso de pie y miró a su alrededor—. ¿Cuál es el alcance del animal?
—Unas mil trescientas hectáreas.
—¿En esta zona? —preguntó Ellie. Estaban en una especie de pradera abierta, con afloramientos rocosos esparcidos y penachos intermitentes de vapor de agua que surgían del suelo. El suelo estaba caliente. Era al atardecer y el cielo aparecía rosado, por debajo de las nubes grises que descendían cada vez más.
—Principalmente hacia el norte y al este de aquí —dijo Harding—. Pero los animales vienen aquí de vez en cuando.
—¿Y cuándo se ponen enfermos?
—Por lo común, se encuentran por aquí. En este sector en particular.
«Es un interesante enigma», pensó Ellie: ¿cómo explicar el carácter periódico del envenenamiento? Señaló al otro lado del campo:
—¿Ve usted esos arbustos bajos, de aspecto delicado?
—Lila de las Indias Occidentales. —Harding asintió con la cabeza—. Sabemos que es tóxico. Los animales no lo comen.
—¿Está seguro?
—Sí. Los vigilamos por televisión y, para asegurarme, revisé los excrementos. Los estegos nunca comen los arbustos de lila.
La Melia azedarach, llamada acederaque o lila de las Indias Occidentales, contenía varios alcaloides tóxicos. Los chinos usaban la planta como veneno para peces.
Recientemente, Ellie había leído un trabajo en el que se decía que del fruto y de la corteza se había extraído un nuevo alcaloide, la tazelina.
—No lo comen —repitió el veterinario.
—Interesante —dijo Ellie—; porque, en caso contrario, habría dicho que este animal muestra todos los signos clásicos de la intoxicación con melia: letargo, formación de vesículas en las mucosas y dilatación pupilar.
Harding se encogió de hombros:
—Revise las plantas —dijo.
Ellie se dirigió hacia el campo para examinar las plantas más de cerca, con el cuerpo inclinado sobre el suelo:
—Tiene usted razón —admitió—. Las plantas están sanas, no hay señales de que las hayan comido. Ninguna en absoluto.
—Y está el asunto del intervalo de seis semanas —le recordó el veterinario.
—¿Con qué frecuencia vienen aquí los estegosaurios?
—Alrededor de una vez por semana. Describen un circuito lento a través del territorio que constituye su hogar, alimentándose a medida que avanzan. Completan el circuito en una semana, aproximadamente.
—Pero sólo están enfermos una vez cada seis semanas.
—Así es.
—Me aburro —se quejó Lex.
—¡Cállate! —dijo Tim—. La doctora Sattler está tratando de pensar.
—Sin éxito —admitió Ellie—. Estoy confusa. —Empezó a caminar en una dirección que la llevaba más hacia el interior del campo.
Detrás de ella, Lex estaba diciendo:
—¿Alguien quiere jugar a los palillos?
Ellie tenía la vista clavada en el suelo: el campo era rocoso en muchos sitios. Tenían que estar cerca del océano, pensó, porque podía oír el sonido de la rompiente, en algún lugar hacia la izquierda. Había bayas entre las rocas. Quizá los animales estaban comiendo bayas nada más. Pero eso no tenía sentido: las bayas de la lila de las Indias Occidentales eran terriblemente amargas.
—¿Has encontrado algo? —preguntó Grant, acercándose.
Ellie suspiró:
—Sólo rocas. Debemos de estar cerca de la playa, porque todas estas rocas son suaves. Y están formando pilitas extrañas.
—¿Pilitas extrañas? —dijo Grant.
—Por todas partes. Hay una pila ahí, precisamente. —La señaló.
Muchos pájaros y cocodrilos tragaban piedras pequeñas, que recogían en un saco con músculos que tenían en el tracto digestivo, denominado molleja. Apretadas por los músculos de la molleja, las piedras ayudaban a triturar las plantas duras del alimento, antes de que llegaran al estómago y, de esa manera, ayudaban a la digestión. Algunos científicos creían que los dinosaurios también tenían piedras en la molleja: en primer lugar, los dientes de los dinosaurios eran demasiado pequeños, y estaban muy poco gastados como para que se los hubiera utilizado para masticar comida. Se suponía que los dinosaurios tragaban la comida entera y dejaban que las piedras de la molleja hicieran la masticación. Se habían encontrado algunos esqueletos que presentaban una pila de piedras pequeñas en la zona abdominal. Pero eso nunca se había comprobado y…
—Piedras de molleja —dijo Grant.
—Así lo creo, sí. Tragan estas piedras y, al cabo de unas pocas semanas, las piedras se desgastan hasta redondearse, de modo que las regurgitan, dejando esta pilita, y tragan piedras nuevas. Y, cuando lo hacen, tragan bayas también. Y enferman.
—¡Quién lo diría! Estoy seguro de que tienes razón.
Miró la pila de piedras, pasando la mano entre ellas, dejándose llevar por su instinto de paleontólogo.
De pronto, se detuvo:
—Ellie —dijo—. Ven a ver esto.
—¡Ponla aquí, nene! ¡Justo en el guante! —gritó Lex, y Gennaro le tiró la pelota.
La niña la lanzó de vuelta con tanta fuerza que Gennaro sintió un vivo dolor en la mano:
—¡Tranquila! ¡No tengo guante!
—¡Vamos, mariquita! —respondió Lex con desdén.
Fastidiado, Gennaro le disparó la pelota y la oyó producir un intenso ¡pac! en el cuero del guante.
—¡Ahora sí que me gusta! —gritó Lex.
En pie junto al dinosaurio, Gennaro continuó jugando a lanzar pelotas con la niña, mientras conversaba con Malcolm:
—¿Cómo encaja este dinosaurio enfermo en su teoría?
—Estaba pronosticado —contestó Malcolm.
Gennaro sacudió la cabeza, en gesto de desagrado:
—¿Hay algo que no esté pronosticado en su teoría?
—Mire —dijo Malcolm—, esto no tiene nada que ver conmigo. Es la teoría del caos. Pero me doy cuenta de que nadie está dispuesto a escuchar las consecuencias de la matemática. Porque esas consecuencias entrañan otras muy grandes para la vida humana; mucho más grandes que el principio de Heisenberg o el teorema de Godel, con los que todo el mundo arma tanta bulla. En realidad, son reflexiones bastante académicas. Reflexiones filosóficas. Pero la teoría del caos le concierne a la vida cotidiana. ¿Sabe por qué se construyeron originariamente los ordenadores?
—No —dijo Gennaro.
—¡Quémala ahí! —aulló Lex.
—Los ordenadores se construyeron a finales de la década de 1940, porque matemáticos como John von Neumann creían que si se contaba con una computadora, máquina para manejar muchas variables en forma simultánea, se podría predecir el clima local. El clima local finalmente caería dentro del entendimiento humano. Y los hombres creyeron en ese sueño durante los cuarenta años siguientes. Creyeron que la predicción no era más que hacer el seguimiento de las cosas: si se sabía lo suficiente, se podía predecir cualquier cosa. Ésa ha sido una creencia científica muy considerada desde la época de Newton.
—¿Y?
—La teoría del caos la defenestra directamente: dice que, para ciertas situaciones, nunca se puede hacer predicción alguna. Nunca se puede hacer el pronóstico del tiempo más que con unos pocos días de anticipación. Todo el dinero que se gastó en la predicción a largo plazo, alrededor de quinientos mil millones de dólares en las últimas décadas, es dinero desperdiciado. Es una empresa descabellada. Es algo tan carente de sentido como tratar de convertir el plomo en oro. Echamos una mirada retrospectiva a los alquimistas y nos reímos de lo que estaban tratando de hacer, pero las generaciones futuras se reirán del mismo modo. Hemos intentado lo imposible… y gastado mucho dinero haciéndolo. Porque, de hecho, existen grandes categorías de fenómenos que son intrínsecamente impredecibles.
—¿El caos dice eso?
—Sí, y es sorprendente ver cuán poca gente se interesa por oírlo. Le di toda esta información a Hammond, mucho antes de que empezara a excavar aquí. ¿Van a fabricar un montón de animales prehistóricos y a ponerlos en una isla? Muy bien. Un sueño delicioso. Encantador. Pero no va a funcionar del modo planeado. Es intrínsecamente impredecible, del mismo modo que lo son las condiciones meteorológicas.
—¿Usted le dijo esto? —preguntó Gennaro.
—Sí, y también le dije dónde iban a producirse las desviaciones. Evidentemente, la capacidad de los animales para adaptarse al ambiente era uno de los sectores: este estegosaurio tiene cien millones de años de edad. No está habituado a nuestro mundo. El aire es diferente, la radiación solar es diferente, el suelo es diferente, los insectos son diferentes, los sonidos son diferentes, la vegetación es diferente. Todo es diferente. El contenido de oxígeno disminuyó. Este pobre animal es como un ser humano puesto a una altitud de tres mil metros: óigale resollar con dificultad.
—¿Y los otros sectores?
—En términos generales, la capacidad del parque para controlar la diseminación de las formas de vida. Porque la historia de la evolución es que la vida escapa a todas las barreras. La vida evade los encierros. La vida se expande a nuevos territorios. De manera dolorosa, quizás hasta peligrosa, pero la vida encuentra el modo. No pretendo filosofar, pero así son las cosas.
Gennaro miró a lo lejos: Ellie y Grant estaban al otro lado del campo, agitando los brazos y gritando.
—¿Ha traído mi «Coca-Cola»? —preguntó Dennis Nedry cuando Muldoon regresó a la sala de control.
Muldoon no se molestó en contestar. Fue directamente al monitor y miró lo que estaba ocurriendo. Por la radio oyó la voz de Harding diciendo:
—… el estego… finalmente… cuidar en… ahora…
—¿De qué se trata? —preguntó Muldoon.
—Están por abajo, por la punta sur —explicó Arnold—. Ésa es la causa de que se estén dispersando un poco. Los pasaré a otro canal. Pero descubrieron qué era lo que andaba mal con los estegosaurios: comían alguna especie de baya.
Hammond aprobó con la cabeza:
—Sabía que lo resolveríamos más tarde o más temprano —dijo.
—No es muy impresionante —opinó Gennaro. Sostenía el fragmento blanco, no más grande que un sello, entre las yemas de los dedos, bajo la luz que se iba desvaneciendo—. ¿Está usted seguro de eso, Alan?
—Absolutamente seguro —afirmó Grant—. Lo que lo delata es el patrón de la superficie interior, la curva interior: dele la vuelta y observará un sutil patrón de líneas elevadas que trazan, de manera aproximada, formas triangulares.
—Sí, las veo.
—Bueno, extraje dos huevos, con patrones como ése, en mi emplazamiento de Montana.
—¿Está diciendo que éste es un pedazo de cáscara de huevo de dinosaurio?
—Sin lugar a dudas —aseveró Grant.
Harding negó con la cabeza:
—Estos dinosaurios no se pueden reproducir.
—Evidentemente, sí pueden —dijo Gennaro.
—Tiene que ser un huevo de pájaro —insistió Harding—. En la isla tenemos literalmente docenas de especies.
Grant sacudió la cabeza:
—Mire la curvatura: la cáscara es casi plana. Eso corresponde a un huevo muy grande. Y observe el espesor de la cáscara. A menos que en la isla tengan avestruces, este es un huevo de dinosaurio.
—Pero no hay posibilidad alguna de que se reproduzcan —insistió Harding—. Todos los animales son hembras.
—Todo lo que sé —dijo Grant— es que esto es un huevo de dinosaurio.
—¿Puede identificar la especie? —preguntó Malcolm.
—Sí. Es un huevo de velocirraptor.