Control

Henry Wu entró en la sala de control para encontrar a todos sentados en la oscuridad, escuchando las voces que salían de la radio:

—Cristo, si un animal como ése escapara —estaba diciendo Gennaro, su voz sonaba metálica en el altavoz—, no habría manera de detenerlo.

—No habría manera de detenerlo, no…

—Enorme, sin enemigos naturales…

—Dios, piensen en eso…

En la sala de control, Hammond dijo:

—Maldita sea esta gente: son tan negativos.

—¿Todavía siguen con eso de que escapen animales? No lo entiendo: ya debieran de haber visto que lo tenemos todo bajo control —dijo Wu—. Que fabricamos los animales y que fabricamos el centro de recreo… —Se encogió de hombros.

La idea más arraigada de Wu era que el parque era fundamentalmente de fiar, ya que tenía la convicción de que su paleo-ADN era fundamentalmente digno de confianza. Cualesquiera problemas que pudieran surgir en el ADN eran, en lo esencial, problemas muy localizados que se daban en el código, lo que ocasionaba un problema específico en el fenotipo: una enzima que no empezaba a funcionar, o una proteína específica que no producía efecto. Cualquiera que fuese el problema, siempre se resolvía con un ajuste, de relativamente menor importancia, en la versión siguiente.

De manera análoga, Wu sabía que el Parque Jurásico tenía muchos problemas, pero no eran problemas fundamentales. No eran problemas de control. Nada tan básico, o tan grave, como la posibilidad de que un animal escapara. Wu consideraba ofensivo pensar que alguien creyera que él sería capaz de cooperar con un sistema que permitiera que cosas así sucedieran.

—Es ese Malcolm —dijo Hammond, con tono siniestro—. Está detrás de todo esto. Estuvo contra nosotros desde el principio, ya saben. Tiene su teoría de que los sistemas complejos no se pueden controlar y la naturaleza no se puede imitar. Y por eso tratará por todos los medios de hacer que nuestro parque demuestre que su teoría es cierta. No sé qué problema tiene ese hombre. Demonios, aquí sólo estamos haciendo un zoológico; el mundo está lleno de ellos, y todos funcionan muy bien. Pero él va a demostrar su teoría, o a morir en el intento. Lo único que espero es que no le infunda su pánico a Gennaro y se intente clausurar el parque.

—¿Puede hacer eso? —preguntó Wu.

—No. Pero lo puede intentar. Lo puede intentar y asustar a los inversores japoneses, y conseguir que retiren los fondos. O bien, puede armar un lío con el gobierno de San José. Puede ocasionar problemas.

Arnold aplastó su cigarrillo y dijo:

—Esperemos y veamos qué pasa. Creemos en el parque. Veamos cómo termina todo esto.

Muldoon salió del ascensor, saludó con una breve inclinación de cabeza al guardia de la planta baja, y bajó hacia el sótano. Con rápido movimiento, encendió los interruptores de las luces: el sótano estaba lleno con dos docenas de cruceros de Tierra, dispuestos en ordenadas filas. Éstos eran los coches eléctricos que, con el tiempo, formarían un circuito sinfín, recorriendo el parque y regresando al centro de visitantes.

En el rincón había un jeep con una banda roja, uno de los dos vehículos gasolina —Harding, el veterinario, había sacado el otro esa mañana— que podían ir a todos los sitios del parque, incluso meterse entre los animales. Los jeeps estaban pintados con una banda en diagonal porque, por alguna causa, eso hacía que los triceratops fracasasen en su intento de cargar contra él.

Muldoon pasó al lado del jeep, hacia la parte de atrás. La puerta de acero que daba al arsenal no tenía marcas identificatorias. Abrió la cerradura con su llave y empujó la pesada puerta sobre sus goznes, hasta abrirla del todo: el interior estaba revestido con armeros, de uno de los cuales extrajo un lanzacohetes de hombro Randler y una caja de acero con tubos metálicos cerrados. Bajo su otro brazo acomodó dos cohetes grises.

Después de cerrar la puerta detrás de él, colocó el arma en el asiento trasero del jeep. Mientras abandonaba el garaje, oyó un retumbar lejano de truenos.

—Parece que va a llover —dijo Ed Regis, echándole un vistazo al cielo.

Los Cruceros de Tierra volvieron a detenerse, cerca del pantano de los saurópodos. Una gran manada de apatosaurios estaba paciendo en la orilla de la laguna, comiendo las hojas de las ramas más altas de las palmeras. En el mismo sector había varios hadrosaurios de pico de pato que, por comparación, parecían mucho más pequeños.

Por supuesto, Tim sabía que los hadrosaurios realmente no eran tan pequeños: era, simplemente, que los apatosaurios eran mucho más grandes. Sus diminutas cabezas llegaban hasta una altura de quince metros cuando extendían sus largos cuellos.

—Ahora, eso es un dinosaurio —comunicó Ed Regis.

—Los animales grandes que ven se denominan comúnmente brontosaurios —decía la cinta—, pero, en realidad, son apatosaurios. Pesan más de treinta toneladas: eso significa que un solo animal es tan grande como toda una manada de elefantes modernos. Y pueden observar que la zona que prefieren, junto a la laguna, no es pantanosa. A pesar de lo que los libros dicen, los brontosaurios evitan los pantanos. Prefieren el suelo seco.

—El brontosaurio es el dinosaurio más voluminoso, Lex —dijo Ed Regis, y Tim no se molestó en contradecirlo: en realidad el braquiosaurio era el triple de grande. Y algunos investigadores pensaban que el ultrasaurio y el seismosaurio eran aún más grandes que el braquiosaurio: ¡El seismosaurio pudo haber pesado cien toneladas!

Junto a los apatosaurios, los hadrosaurios, más pequeños, se erguían sobre las patas traseras para llegar al follaje dejándose caer de nuevo sobre las cuatro patas para tragar. Se movían con elegancia, teniendo en cuenta que eran seres tan grandes. Varios hadrosaurios pequeños retozaban alrededor de los adultos, comiendo las hojas que se les caían de la boca a los animales más grandes.

—Los dinosaurios del Parque Jurásico no se reproducen —prosiguió la cinta—. Los animales jóvenes que ven se agregaron hace unos meses, ya salidos del cascarón. Pero los adultos los alimentan de todos modos.

Se oyó un vibrante gruñido de truenos. El cielo estaba más oscuro, más bajo, y amenazador.

—Sí, parece que va a llover, no hay duda —opinó Ed Regis.

El coche empezó su avance y Tim miró los hadrosaurios que dejaban atrás, pensando, una vez más, que esta gira era demasiado rápida, que deseaba quedarse más tiempo observando a los animales. De repente, desde un costado, vio un animal color amarillo pálido que se desplazaba con rapidez. Tenía bandas amarronadas en el lomo. Lo reconoció instantáneamente:

—¡Eh! —gritó—. ¡Detengan el coche!

—¿Qué pasa? —dijo Ed Regis.

—¡Pronto! ¡Detengan el coche!

—Ahora avanzamos para ver el último de nuestros grandes animales prehistóricos, el estegosaurio —continuaba la voz grabada.

—¿Qué pasa, Tim?

—¡Vi uno! ¡Vi uno en aquel campo!

—¿Viste qué?

—¡Un raptor! ¡En el campo!

—Los estegosaurios son animales de mediados del jurásico que se desarrollaron hace ciento setenta millones de años, aproximadamente —proseguía la grabación—. Varios de estos notables herbívoros viven aquí, en el Parque Jurásico.

—¡Oh!, no creo que sea así, Tim —dijo Ed Regis—. No un raptor.

—¡Lo he visto! ¡Detengan el coche!

Se produjo un parloteo en el intercomunicador, cuando la novedad les fue trasmitida a Grant y Malcolm:

—Tim dice que vio un raptor.

—¿Dónde?

—En el campo que dejamos atrás.

—Regresemos y echemos un vistazo.

—No podemos regresar —dijo Ed Regis—. Sólo podemos avanzar: los coches están programados.

—¿No podemos regresar? —repitió Grant.

—No. Lo siento. Verá usted, es una especie de paseo…

—Tim, habla el profesor Malcolm —dijo una voz que se intercaló en el intercomunicador.

—Me está dando hambre —anunció Lex.

—Sí, profesor Malcolm —contestó Tim.

—Tengo una sola pregunta que hacerte sobre este raptor: ¿qué edad dirías que tenía?

—Mayor que el bebé que vimos hoy —contestó Tim—. Y más joven que los grandes adultos que había en el redil. Los adultos medían un metro ochenta: éste medía la mitad, más o menos.

—Está bien.

—Solamente lo vi durante un segundo —aclaró Tim.

—Estoy seguro de que no era un raptor —afirmó Ed Regis—. No existe la menor posibilidad de que fuera un raptor. Tiene que haber sido uno de los othis: siempre están saltando las cercas. Nos hacen sudar tinta.

—Sé que vi un raptor —insistió Tim.

—Tengo hambre —repitió Lex. Estaba empezando a gimotear.

En la sala de control, Arnold se volvió a Wu:

—¿Qué cree que vio el niño?

—Creo que tuvo que ser un othi.

Arnold asintió con la cabeza diciendo:

—Tenemos problemas para hacer el seguimiento de los othis, debido a que pasan tanto tiempo en los árboles. —En verdad, los othis eran una excepción al control habitual que, minuto a minuto, se ejercía sobre los animales. Los ordenadores estaban perdiendo y recuperando constantemente los othis cuando éstos se metían entre los árboles y, después, volvían a bajar.

—Lo que me quema —protestó Hammond— es que hemos hecho este maravilloso parque, este fantástico parque, y nuestros primerísimos visitantes lo recorren como contadores, buscando nada más que problemas. No están experimentando, en modo alguno, la maravilla que es este parque.

—Eso es problema de ellos —dijo Arnold—. No podemos hacer que experimenten esta maravilla.

El intercomunicador chasqueó y Arnold oyó una voz arrastrar las palabras:

—Ah, John, aquí el Anne B desde el muelle. No hemos terminado de descargar, pero estoy mirando esa configuración de tormenta que tenemos al sur. Es mejor que no me quede amarrado aquí si esta agitación de las aguas empeora.

Arnold se volvió hacia el monitor que mostraba el barco de carga amarrado en el pequeño muelle situado en el lado este de la isla. Apretó el botón de la radio:

—¿Cuánto queda, Jim?

—Nada más que los tres contenedores con el equipo final. No he revisado el manifiesto, pero supongo que podrán esperarlo otras dos semanas. No estamos bien atracados aquí, ya sabes, y estamos ciento ochenta y cinco kilómetros mar adentro.

—¿Estás solicitando permiso para partir?

—Sí, John.

—Quiero ese equipo —intervino Hammond—. Es equipo para los laboratorios. Lo necesitamos.

—Sí —dijo Arnold—. Pero usted no quiso poner dinero para construir una barrera antitormentas que protegiera el embarcadero. Por lo que no tenemos un buen puerto. Si la tormenta empeora, el barco será lanzado contra el muelle. He visto perderse barcos de esa manera. Después tiene que hacer frente a los demás gastos: el reemplazo del barco más el salvamento para despejar el muelle… y no puede usar el muelle hasta que…

Hammond hizo un gesto de despedida con la mano:

—Que se vayan.

—Permiso para zarpar, Anne B —dijo Arnold por radio.

—Les veremos dentro de dos semanas —repuso la voz.

En el monitor de televisión vieron la tripulación que, en cubierta, soltaba las amarras. Arnold se volvió hacia el banco de la consola principal: vio los Cruceros de Tierra desplazándose a través de campos de vapor.

—¿Dónde están ahora? —preguntó Hammond.

—Parece que en los campos del sur —informó Arnold—. El extremo sur de la isla tiene más actividad volcánica que el norte. Eso significa que deben de estar casi en el sector de los estegos, en la punta sur de la isla. Estoy seguro de que se detendrán para ver lo que está haciendo Harding.