Control

Mientras caminaba de regreso a la sala de control, Malcolm se acercó a Wu:

—Tengo una sola pregunta más, doctor: ¿cuántas especies diferentes han fabricado hasta ahora?

—No estoy seguro. Creo que, en estos momentos, la cantidad es de quince. Quince especies. ¿Lo sabe usted, Ed?

—Sí, quince —asintió Ed Regis.

—¿No lo sabe con seguridad? —dijo Malcolm, aparentando asombro.

—Dejé de contar después de la primera docena —sonrió Wu—. Y usted debe comprender que, a veces, creemos que tenemos un animal correctamente hecho, desde el punto de vista del ADN, que es nuestro trabajo básico, el animal crece durante seis meses y, entonces, ocurre una adversidad. Y nos damos cuenta de que hubo algún error. Un gen de liberación no está operando; una hormona no se está secretando; o hay algún otro problema en la secuencia de desarrollo. Así que tenemos que volver al tablero de dibujo con ese animal, por así decirlo. —Sonrió, agregando—: En una época yo creía que tenía más de veinte especies. Pero, ahora, no hay más que quince.

—Y una de las quince especies es un… —Malcolm se volvió hacia Grant— ¿cómo era el nombre?

Procompsognathus —informó Grant.

—¿Ustedes hicieron algunos procompsognatusos, o como quiera que se llamen? —preguntó Malcolm.

—¡Oh, sí! —dijo Wu de inmediato—. Los compis son animales muy característicos. Y fabricamos una cantidad extraordinariamente grande de ellos.

—¿Por qué?

—Bueno, porque queremos hacer del Parque Jurásico un ambiente tan real como sea posible, tan auténtico como sea posible, y los procompsognátidos eran verdaderos carroñeros del período jurásico. Casi como los chacales. Así que quisimos tener a los compis por ahí, para hacer la limpieza.

—¿Quiere usted decir «para deshacerse de los animales muertos»?

—Sí, en caso de que los hubiera. Pero con nada más que doscientos treinta y tantos animales en nuestra población total, no tenemos muchos animales muertos de los que deshacernos. Ése no era el objetivo primordial. En realidad, queríamos a los compis para otra clase, totalmente distinta, de eliminación de residuos.

—¿Cuál?

—Bueno, en esta isla tenemos algunos herbívoros muy grandes. De manera específica hemos intentado no engendrar los saurópodos más grandes pero, aun así, obtuvimos varios animales de más de treinta toneladas que andan por ahí afuera, así como muchos otros que se hallan en el orden de las cinco a diez toneladas. Eso nos plantea dos problemas: uno es el de alimentarlos; de hecho, cada dos semanas tenemos que importar comida a la isla. No hay forma alguna de que una isla tan pequeña pueda mantener esos animales durante cualquier espacio de tiempo.

»Pero el otro problema son las excreciones. No sé si usted vio alguna vez excrementos de elefante —dijo Wu—, pero son cuantiosos. Cada rastro tiene el tamaño aproximado de una pelota de fútbol. Imagínese las deyecciones de un brontosaurio, que es diez veces más grande. Ahora imagínese los excrementos de una manada, de esos animales, como la que tenemos aquí. Y los animales más grandes no digieren sus alimentos terriblemente bien, por lo que defecan muchísimo. Y, en los sesenta millones de años transcurridos desde que los dinosaurios desaparecieron, aparentemente desaparecieron también las bacterias que se especializaban en descomponer sus excrementos. Al menos, los excrementos de saurópodo no se descomponen con facilidad.

—Ése es un problema.

—Le aseguro que lo es —afirmó Wu, sin sonreír—. Nos vimos en dificultades para tratar de resolverlo. Probablemente usted sabe que en África hay un insecto específico, el escarabajo pelotero, que come excrementos de elefante. Muchas otras especies grandes tienen seres, asociados con ellas, que evolucionaron para comer los excrementos de esas especies. Pues bien, resulta que los compis comen las deyecciones de los grandes herbívoros y las vuelven a digerir. Y los excrementos de los compis son fácilmente descompuestos por las bacterias contemporáneas. Así que, dada una cantidad suficiente de compis, nuestro problema quedó resuelto.

—¿Cuántos compis hicieron?

—Olvidé la cantidad exacta, pero creo que el objetivo era una población de cincuenta animales. Y logramos eso, o algo que estaba muy cerca de eso. En tres tandas. Hicimos una tanda cada seis meses, hasta que tuvimos la cantidad buscada.

—Cincuenta animales —comentó Malcolm—. Son muchos para hacer su seguimiento.

—La sala de control está construida para hacer exactamente eso. Le mostrarán cómo se hace.

—Estoy seguro —contestó Malcolm—. Pero si uno de estos compis se escapase de la isla, si se evadiera…

—No se pueden evadir.

—Ya lo sé, pero supongamos que uno lo hiciera…

—¿Quiere usted decir como el animal que se encontró en la playa? —Wu alzó las cejas—. ¿El que mordió a la chica norteamericana?

—Sí, por ejemplo.

—No sé cuál será la explicación en cuanto a ese animal, pero sé que no hay posibilidad de que sea uno de los nuestros.

—¿Ni siquiera una sombra de duda?

—Ninguna. Y, una vez más, por dos razones. La primera, los procedimientos de control. A nuestros animales se les cuenta por ordenador cada pocos minutos; si faltara uno, lo sabríamos de inmediato.

—¿Y la segunda razón?

—La tierra firme está a más de ciento ochenta kilómetros de distancia. Se tarda casi un día en llegar a ella en lancha. Y, en el mundo exterior, nuestros animales morirían en un lapso de doce horas.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque me aseguré de que ocurriera eso, precisamente —dijo Wu, mostrando finalmente signos de irritación—. Mire, no somos estúpidos. Entendemos que estos son animales prehistóricos. Son parte de una ecología que desapareció, de una compleja trama de vida que se extinguió hace millones de años. Podrían no tener depredadores en el mundo contemporáneo, no tener impedimentos para su crecimiento. No queremos que sobrevivan en estado silvestre. Así que los fabriqué con dependencia de la lisina; introduje un gen que produce una sola enzima defectuosa en el metabolismo de las proteínas. Como resultado, los animales no pueden elaborar el aminoácido lisina; tienen que ingerirlo desde el exterior. A menos que obtengan una fuente dietética rica en lisina exógena, provista por nosotros en forma de tabletas, entrarán en estado de coma en doce horas, y morirán. Estos animales están genéticamente diseñados para ser incapaces de sobrevivir en el mundo real. Sólo pueden vivir aquí, en el Parque Jurásico. No son libres en absoluto. Esencialmente, son nuestros prisioneros.

—Aquí está la sala de control —dijo Ed Regis—. Ahora que saben cómo se hacen los animales, querrán ver la sala desde donde se controla el parque en sí, antes de que salgamos de…

Se detuvo. A través de una ventana de vidrio grueso, la sala estaba a oscuras. Los monitores estaban apagados, con la salvedad de tres, que exhibían números que giraban y la imagen de un barco grande.

—¿Qué pasa? —preguntó Ed Regis—. ¡Oh, demonios, están atracando!

—¿Atracando?

—Cada dos semanas, el barco de suministros viene de tierra firme. Una de las cosas que esta isla no tiene es un buen puerto, ni siquiera un buen muelle. Es un tanto peliagudo hacer que el barco entre cuando hay mar gruesa. Podría tardar algunos minutos. —Dio unos golpes cortos y secos en la ventana, con los nudillos, pero los hombres que estaban dentro no le prestaron atención. Entonces dijo—: Creo que tenemos que esperar.

Ellie se volvió hacia el doctor Wu:

—Usted mencionó antes que, a veces, fabrica un animal y ese animal parece ir bien pero, cuando se desarrolla, resulta ser defectuoso…

—Sí —asintió Wu—. No creo que haya modo alguno de evitarlo. Podemos duplicar el ADN en el espacio, pero no lo podemos duplicar con toda seguridad en el tiempo. Lo que quiero decir es que el ADN que empieza en el espermatozoide y en el huevo es algo más que las especificaciones de un organismo dado; es, también, las instrucciones de cómo construirlo. Y el control. Hay mucha sincronización en el desarrollo, y no sabemos si algo está funcionando a menos que realmente veamos que un animal se desarrolla en forma correcta.

—¿Cómo saben si se está desarrollando en forma correcta? Nadie ha visto nunca a estos animales antes —intervino Grant.

—He pensado a menudo en eso. —Wu sonrió—. Supongo que es un poco paradójico. Con el tiempo, espero, paleontólogos como usted mismo compararán nuestros animales con el registro fósil, para comprobar la secuencia de desarrollo.

—Pero el animal que acabamos de ver, el velocirraptor, ¿usted dijo que era de la especie mongoliensis? —inquirió Ellie.

—Por la localización del ámbar; proviene de China.

—Interesante —comentó Grant—. Justo yo estaba desenterrando un antirrhopus muy joven… ¿Hay aquí algunos raptores adultos?

—Sí —afirmó Ed Regis, sin vacilar—. Ocho hembras adultas. Las hembras son las verdaderas cazadoras. Cazan en manada, como sabe.

—¿Las veremos en nuestra gira?

—No —contestó Wu, dando la impresión de estar súbitamente incómodo. Y se produjo un silencio embarazoso. Wu miró a Regis.

—No por un tiempo —añadió Regis de buena gana—. Los velocirraptores todavía no se han integrado en el ambiente del parque. Los mantenemos en un redil de retención.

—¿Puedo verlos ahí? —preguntó Grant.

—Sí, claro, por supuesto. A decir verdad, mientras aguardamos —le echó un vistazo a su reloj—. Podría interesarle a usted hacer un recorrido y echarles un vistazo.

—Por cierto que sí.

—Sin duda —confirmó Ellie.

—Yo quiero ir también —terció Tim con avidez.

—Vayan simplemente hasta la parte de atrás de este edificio, pasando la instalación de apoyo, y verán el redil. Pero no se acerquen demasiado a la cerca. ¿Quieres ir también? —le preguntó a la niña.

—No —contestó Lex. Miró a Regis como evaluándolo, y dijo—: ¿Quieres jugar un poco a los palillos? ¿Arrojar algunos?

—¡Pues claro! ¿Por qué tú y yo no vamos abajo y hacemos justamente eso, mientras esperamos que se abra la sala de control?

Junto con Ellie y Malcolm, Grant dio la vuelta a la parte trasera del edificio principal, con el niño pegado a ellos. A Grant le gustaban los chicos; resultaba imposible que no le gustase un grupo tan abiertamente entusiasta de los dinosaurios. Grant solía observar a los grupos de chicos en los museos, cuando contemplaban, boquiabiertos, los enormes esqueletos que se alzaban ante ellos. Se preguntaba qué era lo que representaba realmente la fascinación de esos niños. Al final, decidió que a los chicos les gustaban los dinosaurios porque esos gigantescos seres personificaban la fuerza incontrolable de la autoridad importante y amenazadora. Eran padres simbólicos. Fascinantes y aterradores, como los padres. Y los niños los amaban, así como amaban a sus padres.

Grant también sospechaba que ése era el motivo de que incluso niños pequeños aprendieran los nombres de los dinosaurios. Nunca dejaba de asombrarle que un niño de tres años dijera, con su voz chillona, «¡Stegosaurus!». Decir esos nombres complicados era una manera de ejercer poder sobre los gigantes, una manera de tenerlos bajo control.

—¿Qué sabes de los velocirraptores? —le pregunto Grant a Tim para darle conversación.

—Es un carnívoro pequeño que cazaba en manada, como el Deinonychus —contestó Tim.

—Eso es —respondió Grant—, aunque Deinonychus es considerado en la actualidad de los velocirraptores. Y la prueba de cazar en manada es por completo circunstancial. Deriva, en parte, del aspecto de los animales, que eran rápidos y fuertes, pero pequeños para ser dinosaurios: nada más que unos setenta a ciento cuarenta kilos cada uno. Suponemos que cazaban en grupos, si es que pretendían abatir presas más grandes. Y hay algunos hallazgos de fósiles en los que un solo animal de presa está junto con varios esqueletos de raptor, lo que sugiere que cazaban en manadas. Y, claro está, los raptores tenían cerebro grande, eran más inteligentes que la mayoría de los dinosaurios.

—¿Muy inteligentes? —preguntó Malcolm.

—Depende de a quién le hables. Así como los paleontólogos han llegado a la idea de que los dinosaurios probablemente tenían sangre caliente, muchos de nosotros estamos empezando a creer que algunos de ellos pudieron haber sido bastante inteligentes también. Pero nadie lo sabe con seguridad.

Dejaron atrás el sector para visitantes y pronto oyeron el fuerte zumbido de los generadores, y olieron el opresivo olor de la gasolina. Pasaron un bosquecillo de palmeras y vieron una barraca grande y baja, de hormigón, que tenía techo de acero. El ruido parecía provenir de allí.

—Tiene que ser un generador, sugirió Ellie.

—Es grande —opinó Grant, atisbando en el interior.

En realidad, la planta motriz se extendía dos pisos por debajo del nivel del suelo. Un vasto complejo de gimientes turbinas, y de cañerías que penetraban en la tierra, el conjunto iluminado por deslumbrantes lámparas eléctricas.

—No pueden necesitar todo esto nada más que para un centro de recreo —terció Malcolm—. Aquí están generando suficiente energía para una ciudad pequeña.

—¿Quizá sea para los ordenadores?

—Quizá.

Grant oyó un balido y caminó algunos metros hacia el Norte. Llegó hasta un cercado que contenía cabras. Mediante un rápido cómputo, estimó que había cincuenta o sesenta cabras.

—¿Para qué es eso? —preguntó Ellie.

—Ni idea.

—Probablemente se las dan de comer a los dinosaurios —aventuró Malcolm.

El grupo siguió caminando por un polvoriento sendero de ladrillo que pasaba a través de un denso matorral de bambúes. Al otro lado vieron una cerca doble, reforzada, de unos cuatro metros de altura y hecha de eslabones, con espirales de alambre de púas en la parte superior. A lo largo de la cerca exterior se oía un zumbido eléctrico.

Más allá de las cercas, Grant vio densos apiñamientos de helechos grandes, de un metro y medio de alto. Oyó un resoplido, una especie de husmeo. Después, el sonido crujiente de pisadas que aplastaban follaje, y que se acercaban.

Luego, un prolongado silencio.

—No veo nada —susurró Tim, finalmente.

—Ssshhh.

Grant esperó. Pasaron varios segundos. Algunas moscas revoloteaban por el aire. Todavía no veía cosa alguna.

Ellie le golpeó suavemente en el hombro y señaló con el dedo.

Entre los helechos, Grant vio la cabeza de un animal. Estaba inmóvil, parcialmente escondido en las frondas, los dos grandes ojos oscuros observándoles con frialdad.

La cabeza tenía algo más de medio metro de largo. Desde un hocico rematado en punta, una larga hilera de dientes se extendía hacia atrás, hasta el agujero del meato auditivo, que actuaba a guisa de oído. A Grant la cabeza le recordaba la de una lagartija grande o, quizá, la de un cocodrilo. Los ojos no pestañeaban y el animal no se movía. Su piel era coriácea, con textura granulosa y, básicamente, la misma coloración que la del ejemplar juvenil, amarillo-marrón con marcas rojizas más oscuras, como las bandas de un tigre.

Mientras Grant observaba, un solo miembro superior se extendió hacia arriba muy lentamente, para apartar los helechos que había al lado de la cara del animal. El miembro, pudo ver Grant, estaba dotado de músculos fuertes. La mano tenía tres dedos prensiles, cada uno rematado en garras curvas. Suave, lentamente, la mano empujó a un lado los helechos.

Grant sintió escalofríos y pensó: «Nos está cazando».

Para un mamífero como el hombre, había algo indescriptiblemente antinatural en el modo en que los reptiles cazaban sus presas. No sin razón el hombre odiaba a los reptiles: la inmovilidad, la frialdad, el ritmo, todo, estaba mal. Encontrarse entre cocodrilos u otros reptiles grandes era recordar una clase diferente de vida, ahora desaparecida de la Tierra. Naturalmente, ese animal no se dio cuenta de que lo habían localizado, de que…

El ataque llegó en forma repentina, desde la izquierda y la derecha. Los animales, corriendo a la carga, cubrieron los nueve metros que había hasta la cerca con desconcertante velocidad.

Grant tuvo la borrosa impresión de cuerpos poderosos de un metro ochenta de alto, de rígidas colas que los equilibraban, de patas armadas con garras curvas, de mandíbulas abiertas con hileras de dientes de sierra.

Los animales gruñían mientras avanzaban y, después, saltaron a la vez, levantando sus patas traseras armadas con esas grandes garras que parecían dagas. Enseguida chocaron contra la cerca que tenían frente a ellos, despidiendo dos estallidos simultáneos de chispas calientes.

Los velocirraptores cayeron al suelo de espaldas, siseando. Todos los visitantes se desplazaron hacia delante, fascinados. Sólo entonces atacó el tercer animal, dando un salto, para chocar contra la cerca a la altura del pecho. Tim lanzó un alarido de terror, cuando las chispas estallaron a su alrededor. Las bestias emitieron un siseo bajo de reptil, giraron sobre sí mismas y brincaron hacia atrás, para volver a meterse entre los helechos. Después, desaparecieron, dejando detrás de ellas un tenue olor de podredumbre, y un humo acre que quedó flotando en el aire.

¡La gran mierda! —exclamó Tim.

—Fue tan rápido —dijo Ellie.

—Cazadores en manada —agregó Malcolm. Su voz denotaba admiración—. Cazadores en manada para los cuales la emboscada es un instinto… Fascinante.

—Terrorífico —murmuró Ellie.

—Yo no diría que son tremendamente inteligentes —dijo Malcolm.

Al otro lado de la cerca oyeron resoplidos entre las palmeras. Varias cabezas surgieron lentamente del follaje. Grant contó tres… cuatro… cinco…

Los animales les observaban. Contemplándoles fríamente.

Un negro con un mono de trabajo llegó corriendo hasta ellos:

—¿Están bien?

—Estamos bien —dijo Grant.

—Las alarmas se activaron. —El hombre miró la cerca, torcida y chamuscada—. ¿Ellos les atacaron?

—Tres de ellos lo hicieron, sí.

El negro asintió con la cabeza:

—Lo hacen una y otra vez. Golpean la cerca, reciben una sacudida eléctrica. Nunca parece importarles.

—No son demasiado inteligentes, ¿verdad? —dijo Malcolm.

El negro vaciló. A la luz de la tarde miró a Malcolm con los ojos entrecerrados y repuso:

—Dé gracias de que haya estado esa cerca, señor —contestó, y volvió la cabeza.

Desde el principio hasta el final, todo el ataque no pudo producirse en más de seis segundos. Grant todavía estaba tratando de organizar sus impresiones. La velocidad era pasmosa; los animales eran tan rápidos que apenas sí los había visto desplazarse.

Mientras caminaban de regreso, Malcolm dijo:

—Son notablemente rápidos.

—Sí —dijo Grant—. Mucho más rápidos que cualquier reptil viviente. Un aligátor toro se puede desplazar con rapidez, pero sólo una corta distancia, un metro cincuenta o un metro ochenta. Los lagartos grandes como los dragones de Komodo, de metro y medio de largo, de Indonesia, avanza a velocidades que, medidas con cronómetro, son de cincuenta kilómetros por hora, lo suficientemente rápido como para perseguir y capturar a un hombre. Y matan hombres sin descanso. Pero yo opinaría que el animal que estaba detrás de la cerca corría más del doble de esa velocidad.

—La velocidad de un guepardo —dijo Malcolm—, noventa y siete, ciento diez kilómetros por hora.

—Exactamente. Pero parecieron lanzarse por el aire hacia delante —señaló—. Casi como pájaros.

—Sí.

En el mundo contemporáneo, únicamente mamíferos muy pequeños, como la mangosta, que lucha con cobras, tenía reacciones tan rápidas. Mamíferos pequeños y, por supuesto, pájaros; el pájaro secretario de África que es un cazador de serpientes, o el casuario. A decir verdad, el velocirraptor transmitía la misma impresión de amenaza letal, veloz, que Grant había visto en el casuario, el pájaro parecido a un avestruz, pero con garras, de Nueva Guinea.

—Así que estos velocirraptores parecen reptiles, con la piel salpicada de bultitos y el aspecto general de reptiles, pero se mueven como pájaros, con la velocidad y la inteligencia depredadora de pájaros. ¿Es más o menos así? —dijo Malcolm.

—Sí —aprobó Grant—. Diría que exhiben una mezcla de rasgos.

—¿Eso le sorprende?

—En realidad, no. A decir verdad, se aproxima mucho a lo que los paleontólogos creían hacía mucho tiempo.

Cuando se encontraron los primeros huesos gigantescos, en las décadas de 1820 y 1830, los científicos se sintieron impulsados a explicar los huesos como pertenecientes a alguna variedad sobredimensionada de una especie moderna. Eso se debió a que se tenía la creencia de que ninguna especie podría extinguirse, ya que Dios no habría de permitir que una de sus creaciones muriera.

Con el tiempo, resultó claro que este concepto de Dios era erróneo y que los huesos pertenecían a animales ahora extinguidos pero, ¿qué clase de animales?

En 1842, Richard Owen, el principal anatomista británico de su época, los llamó Dinosauria, que significa «lagartos terribles». Owen reconoció que los dinosaurios parecían combinar características de lagartijas, cocodrilos y pájaros. En particular, la cadera de los dinosaurios era parecida a la de los pájaros, no a la de las lagartijas. Y, a diferencia de las lagartijas, muchos dinosaurios parecían mantenerse erguidos. Owen imaginó que los dinosaurios eran seres activos, de movimientos rápidos, y su punto de vista se aceptó durante los cuarenta años siguientes.

Pero, cuando se desenterraron hallazgos verdaderamente gigantescos —animales que habían pesado cien toneladas en vida—, los científicos empezaron a considerar a los dinosaurios como gigantes estúpidos, de movimientos lentos, destinados a la extinción. La imagen del reptil de sangre fría, lerdo, predominó gradualmente sobre la imagen del pájaro de movimientos rápidos. En años recientes, científicos como Grant habían empezado a desplazarse hacia la idea de dinosaurios más activos. Los colegas de Grant le consideraban drástico en su concepto de la conducta de los dinosaurios. Pero, ahora, Grant tenía que admitir que ni sus propios conceptos llegaban a aproximarse a la realidad de estos grandes e increíblemente veloces cazadores.

—En realidad, a lo que yo estaba apuntando era a esto —dijo Malcolm—, ¿es éste, para usted, un animal convincente? ¿Es, de hecho, un dinosaurio?

—Diría que sí, sí.

—¿Y la conducta de ataque coordinado…?

—Cabía esperarla. Según los registros fósiles, manadas de velocirraptores eran capaces de derribar animales que pesaban mil toneladas, como el Tenontosaurus, que podía correr tan deprisa como un caballo. ¿Para eso se precisaría coordinación?

—¿Cómo hacen eso sin un lenguaje?

—¡Oh, el lenguaje no es necesario para efectuar una cacería coordinada! —intervino Ellie—. Los chimpancés lo hacen todo el tiempo. Un grupo de chimpancés se acerca con cautela a un mono más pequeño y lo mata. Toda la comunicación se hace a través de los ojos.

—¿Y esos dinosaurios nos estaban atacando de verdad? —preguntó Malcolm.

—Así lo creo.

—El motivo de mi pregunta —siguió Malcolm— es que tengo entendido que los depredadores grandes, como los leones y los tigres, no son antropófagos innatos. ¿No es cierto? Estos animales tienen que haber aprendido en algún momento de su vida que es fácil matar a los seres humanos. Sólo después se convirtieron en antropófagos.

—Sí, creo que es así —asintió Grant.

—Bueno, estos dinosaurios tienen que ser todavía más reacios que los leones y los tigres. Después de todo, provienen de una época en la que los seres humanos y los grandes mamíferos ni siquiera existían. Sólo Dios sabe lo que piensan cuando nos ven. Así que me pregunto, ¿han aprendido, en algún momento, que es fácil matar a los seres humanos?

El grupo permaneció en silencio mientras caminaba.

—Sea como fuere —dijo Malcolm—, estoy interesado en extremo por ver ahora la sala de control.