Entraron en un túnel verde de palmeras que se arqueaban en lo alto; ese túnel conducía hacia el edificio principal para visitantes. Por todas partes, plantíos extensos y desarrollados acentuaban la sensación de que estaban entrando en un mundo nuevo, un mundo tropical prehistórico, y que dejaban atrás el normal.
Ellie le comentó a Grant:
—Tienen muy buen aspecto.
—Sí —asintió Grant—. Quiero verlos de cerca. Quiero levantarles las almohadillas de los dedos de las patas, inspeccionarles las garras, palparles la piel y abrirles las mandíbulas para mirarles los dientes. Hasta que llegue ese momento, no estaré seguro. Pero sí, tienen buen aspecto.
—Supongo que esto cambia un poquito su campo de trabajo —terció Malcolm.
Grant asintió.
—Lo cambia todo —dijo.
Durante ciento cincuenta años, aun desde el descubrimiento de gigantescos huesos de animales en Europa, el estudio de los dinosaurios había sido un ejercicio de deducción científica. La paleontología era, esencialmente, un trabajo de pesquisa, que buscaba indicios en los huesos fósiles y en las huellas dejadas por esos gigantes desaparecidos hacía tanto tiempo. Los mejores paleontólogos eran aquellos que podían extraer las deducciones más inteligentes.
Y todas las grandes disputas de la paleontología discurrían de esa manera, incluyendo el áspero debate relativo a si los dinosaurios eran animales de sangre caliente. Debate en el que Grant fue figura clave.
Los científicos siempre habían clasificado a los dinosaurios como reptiles, seres de sangre fría que cogían de su ambiente el calor que necesitaban para la vida. Un mamífero podía metabolizar alimento para producir calor corporal, pero un reptil no. Al final, un puñado de investigadores, encabezados principalmente por John Ostrom y Robert Baker, de Yale, empezó a sospechar que el concepto de dinosaurios de sangre fría, de movimientos lentos, era inadecuado para explicar el registro fósil. En forma deductiva clásica, extrajeron conclusiones a partir de varias líneas de evidencias.
Primero estaba la postura: las lagartijas y los reptiles eran animales que caminaban tendidos en el suelo, con las extremidades dobladas y abrazando el suelo para obtener calor. Las lagartijas no tenían la energía suficiente para mantenerse sobre las patas traseras más que unos pocos segundos. Pero los dinosaurios se erguían sobre patas rectas, y muchos caminaban erectos sobre las patas traseras. Entre los animales vivientes, la postura erecta sólo se presentaba en los mamíferos y aves, ambos de sangre caliente. Por eso, la postura de los dinosaurios sugería la existencia de sangre caliente.
Después, esos investigadores estudiaron el metabolismo, calculando la presión necesaria para hacer que la sangre ascendiera por el cuello de cinco metros de un braquiosaurio, y llegaron a la conclusión de que esa presión únicamente podía producirla un corazón provisto de cuatro cavidades, un corazón para sangre caliente.
Estudiaron las huellas fósiles de patas que quedaron en el barro, y llegaron a la conclusión de que los dinosaurios corrían tan deprisa como el hombre. Una actividad así entrañaba la existencia de sangre caliente. Encontraron restos de dinosaurios por encima del Círculo Ártico, en un ambiente helado inimaginable para un reptil. Y los nuevos estudios sobre conducta grupal, basados principalmente en el propio trabajo de Grant, sugerían que los dinosaurios tenían una compleja vida social y criaban a sus hijos, cosa que los reptiles no hacían: las tortugas abandonan sus huevos. Pero los dinosaurios probablemente no lo hacían.
La controversia sobre la sangre caliente se mantuvo con encarnizamiento durante quince años, antes de que una nueva concepción de los dinosaurios, la de que eran animales activos y de desplazamiento rápido, se aceptara, pero no sin que quedaran duraderas animosidades; en los simposios todavía había colegas que no se dirigían la palabra.
Pero ahora, si los dinosaurios se podían conseguir por clonación… Vamos, entonces el campo de estudio de Grant iba a cambiar de forma instantánea. El estudio paleontológico de los dinosaurios estaba acabado. Todo el despliegue de esfuerzos, las salas de museo con sus gigantescos esqueletos y las bandadas de escolares con voces retumbantes, los laboratorios universitarios con sus bandejas de huesos, los trabajos de investigación, las publicaciones especializadas, todo eso iba a terminar.
—No parece usted perturbado —dijo Malcolm.
Grant negó con la cabeza:
—Esto ya se discutió en la Universidad. Mucha gente imaginó que esto ocurriría. Pero no tan pronto.
—La historia de nuestra especie —rió Malcolm—; todos sabían que eso ocurriría, pero no tan pronto.
Ya no podían ver los dinosaurios, pero todavía los podían oír, barritando suavemente en la distancia.
—Mi única pregunta es, ¿de dónde sacaron el ADN? —inquirió Grant, que estaba al tanto de que en laboratorios de Berkeley, Tokyo y Londres se había especulado seriamente sobre que, con el transcurso del tiempo, sería posible clonar un animal extinguido, como un dinosaurio… si se pudiera obtener algo de ADN de dinosaurio sobre el que trabajar. El problema era que todos los dinosaurios conocidos eran fósiles, y la fosilización destruía la mayor parte del ADN, remplazándolo por material inorgánico. Claro que, si un dinosaurio estaba congelado, o conservado en un pantano de turba, o momificado en un ambiente desértico, entonces su ADN podía ser recuperable.
Pero nadie había hallado nunca un dinosaurio congelado o momificado. Así que, en consecuencia, la noción era imposible. No había cosa alguna a partir de la cual hacer el clon. Toda la moderna tecnología genética era inservible. Era como tener una fotocopiadora, pero nada que copiar con ella.
—Lo sé —dijo Ellie—. No puedes reproducir un dinosaurio verdadero, porque no puedes obtener verdadero ADN de dinosaurio.
—A menos que haya algún modo en el que no hayamos pensado —caviló Grant.
—¿Como cuál?
—No lo sé. —Más allá de una cerca llegaron a la piscina, que se derramaba formando una serie de cascadas y remansos rocosos de menor tamaño. La zona estaba plantada con enormes helechos.
—¿No es esto extraordinario? —comentó Ed Regis—. En especial en un día brumoso, estas plantas realmente contribuyen a formar la atmósfera prehistórica. Estos son helechos jurásicos auténticos, claro está.
Ellie se detuvo para mirar más de cerca los helechos; sí, era exactamente como Regis había dicho, Serenna Veriformans, planta que se encuentra en abundancia en fósiles de más de doscientos millones de años de antigüedad, ahora solamente comunes en las tierras húmedas de Brasil y Colombia. Pero quienquiera que hubiese decidido ubicar ese helecho en especial al lado de la piscina, evidentemente no sabía que las esporas de Veriformans contenían un alcaloide beta-carbolinólico letal; con sólo tocar las atractivas frondes verdes una persona se sentiría descompuesta y, si un niño simplemente las mordía, casi con seguridad moriría; la toxina era cincuenta veces más letal que la de la adelfa.
La gente era tan ingenua en cuanto a las plantas, pensaba Ellie, simplemente las elegía por el aspecto, del mismo modo que elegiría un cuadro para colgarlo en la pared. Nunca se le ocurría pensar que, en realidad, las plantas eran seres vivos, que realizaban activamente todas las funciones inherentes a la vida, de respiración, ingestión, excreción, reproducción… y defensa.
Además, en la historia de la Tierra, las plantas habían evolucionado de manera tan competitiva como los animales y, en algunos aspectos, con más ferocidad. El veneno de la Serenna Veriformans era un pequeño ejemplo del complejo arsenal de armas químicas que habían desarrollado las plantas. Existían terpenos que las plantas esparcían para envenenar el suelo que las rodeaba e inhibir el desarrollo de las plantas competidoras; alcaloides, que les conferían sabor desagradable para insectos y depredadores (y niños); y feromonas, que se utilizaban para la comunicación: cuando un abeto de Douglas era atacado por escarabajos, producía una sustancia química que le quitaba el carácter alimenticio a la madera, y lo mismo hacían otros abetos de Douglas situados en partes distantes del bosque. Esto ocurría en respuesta a una sustancia aloquímica de advertencia, secretada por los árboles que estaban siendo atacados.
La gente que imaginaba que la vida en la Tierra consistía en animales desplazándose contra un trasfondo verde cometía el grave error de no comprender lo que estaba viendo. Ese trasfondo verde estaba activamente vivo; las plantas crecían, se movían, retorcían y giraban, luchaban por el sol e interactuaban en forma continua con animales, desalentando a algunos con cortezas y espinas, envenenando a otros, y alimentando otros para fomentar su propia reproducción diseminando su polen y sus semillas. Era un proceso dinámico y complejo que Ellie nunca dejaba de hallar fascinante. Y del que sabía que no era comprendido por la mayoría de la gente.
Y si plantar helechos mortíferos al lado de la piscina era indicio de algo, entonces resultaba claro que los diseñadores del Parque Jurásico no habían sido todo lo cuidadosos que debieron de haber sido.
—¿No es sencillamente maravilloso? —estaba diciendo Ed Regis—. Si miran hacia delante verán nuestro Pabellón Safari.
Ellie vio un espectacular edificio bajo, con una serie de pirámides de vidrio sobre el techo.
—Ahí es donde todos ustedes permanecerán durante su estancia en el Parque Jurásico —completó Ed Regis.
La suite de Grant era de tonos beige; los muebles, de caña de la India con motivos verdes relativos a la jungla, y no estaban terminados: había pilas de tablas aserradas en el armario empotrado y trozos de tubo portacables en el piso. Sobre un televisor situado en un rincón se veía una tarjeta:
Canal 2: Tierras Altas del Hipsilofodonte
Canal 3: Territorio del Triceratops
Canal 4: Pantano de Saurópodos
Canal 5: Tierra de los Carnívoros
Canal 6: Sur de los Estegosaurios
Canal 7: Valle del Velocirraptor
Canal 8: Pico del Pterosaurio
Encontró los nombres irritantemente atractivos. Encendió el televisor, pero sólo obtuvo estática. Lo apagó y fue al dormitorio, donde tiró la maleta sobre la cama. Ubicada directamente sobre ésta, una gran claraboya piramidal producía la sensación de estar en una tienda de campaña, como dormir bajo las estrellas. Por desgracia, el vidrio estaba protegido con gruesos barrotes, por lo que sombras rayadas se proyectaban transversalmente sobre la cama, y eso alteraba todo el efecto que causaba la habitación.
Grant se detuvo. Había visto los planos del pabellón y no recordaba los barrotes de la claraboya. De hecho, esos barrotes daban la sensación de ser un añadido bastante tosco: por fuera de las paredes de vidrio se había construido un marco negro de acero, y a ese marco se le habían soldado barrotes.
Perplejo, pasó del dormitorio a la sala de estar. La ventana daba a la piscina.
—A propósito, esos helechos son venenosos —dijo Ellie, entrando en la habitación—. Pero, ¿notaste algo en las habitaciones, Alan?
—Han alterado los planos.
—Así lo creo, sí. —Ellie recorrió la habitación—. Las ventanas son pequeñas, el vidrio es templado y está colocado en un marco de acero. Las puertas están revestidas de acero. Eso no debería ser necesario. ¿Y has visto la cerca cuando entramos?
Grant asintió. Todo el pabellón estaba rodeado por una cerca con barrotes de acero de 2,5 cm de espesor. La cerca estaba elegantemente incorporada al paisaje y pintada de negro mate, para asemejarla al hierro forjado, pero ningún camuflaje podía disfrazar el grosor del metal o sus casi cuatro metros de altura.
—Tampoco creo que la cerca figurase en los planos —continuó Ellie—. Me da la impresión de que convirtieron este lugar en una fortaleza.
—Luego preguntaremos por qué —dijo Grant, mirando su reloj—. La visita empieza dentro de veinte minutos.