—Dios mío… —murmuró Ellie. Todos tenían la vista fija en el animal que sobresalía por encima de los árboles—. ¡Dios mío!
El primer pensamiento de la botánica fue que el dinosaurio era extraordinariamente hermoso. Los libros los representaban como seres de tamaño exagerado, rechonchos, pero ese animal de largo cuello tenía garbo, casi dignidad, en sus movimientos. Y era rápido, no había nada de tosco o torpe en su conducta. El saurópodo los atisbaba con expresión alerta y emitió un sonido bajo, como de trompeta, bastante parecido al barritar del elefante. Un instante después, una segunda cabeza se alzó sobre el follaje, y después una tercera, y una cuarta.
—¡Dios mío! —dijo Ellie otra vez.
Gennaro estaba sin habla. Todo el tiempo había sabido qué esperar, lo había sabido durante años pero, de algún modo, nunca creyó que ocurriría y ahora, enfrentado con la realidad, la impresión lo hizo enmudecer. La pasmosa potencia de la nueva tecnología genética, a la que, al principio, había considerado como pura palabrería de una sobrecargada propaganda comercial, súbitamente le resultó clara. ¡Esos animales eran tan grandes! ¡Eran enormes! ¡Grandes como una casa! ¡Y tantos de ellos! ¡Dinosaurios reales, mal rayo los parta! Y tan reales como uno quisiera.
Entonces pensó: «Vamos a hacer una fortuna con este lugar. Una re-maldita fortuna».
Rogaba a Dios que la isla fuera segura.
Grant se detuvo en el sendero que corría sobre la ladera de la colina, con la bruma en la cara, contemplando los grises cuellos estirados que sobresalían por encima de las palmeras. Se sintió mareado, como si el suelo estuviera bajando en una pendiente demasiado empinada. Tenía problemas para recuperar el aliento. Porque estaba viendo algo que nunca había esperado ver en su vida. Y, sin embargo, lo estaba viendo. Era un dinosaurio, y estaba vivo.
Aturdido, su mente catalogó con torpeza lo que estaba viendo: los animales que estaban en la bruma eran apatosaurios perfectos, saurópodos de tamaño mediano. Herbívoros de América del Norte, horizonte jurásico tardío. Comúnmente llamados «brontosaurios». Descubiertos, por vez primera, por E. D. Cope en Montana, en 1876. Especímenes relacionados con los estratos de formación de Morrison en Colorado, Utah y Oklahoma. Recientemente, Berman y McIntosh los habían vuelto a clasificar como Diplodocus, sobre la base del aspecto del cráneo. Tradicionalmente se pensaba que el brontosaurus se pasaba la mayor parte del tiempo en agua poco profunda, lo que le ayudaría a sostener su gran volumen. Aunque resultaba claro que ese animal no estaba en el agua, se desplazaba de manera demasiado veloz, con la cabeza y el cuello moviéndose por encima de las palmeras de forma muy activa, de una forma sorprendentemente activa.
Grant empezó a reír.
—¿Qué pasa? —inquirió Hammond, preocupado—. ¿Algo anda mal?
Grant sólo negó con la cabeza, y siguió riendo. No les podía decir que lo que resultaba gracioso era que había visto al animal nada más que unos pocos segundos, pero ya había empezado a aceptarlo… y a utilizar sus observaciones para responder, en el terreno, antiguas preguntas.
Todavía estaba riendo, cuando vio un quinto, y un sexto cuello empinarse por encima de las palmeras. Los saurópodos observaban a la gente que llegaba. A Grant le hicieron pensar en jirafas sobredimensionadas: tenían la misma mirada simpática y bastante estúpida.
—Supongo que no son muñecos electrónicos —dijo Malcolm—. Parecen muy reales.
—Sí, por cierto que lo son —contestó Hammond—. Bueno, deben serlo, ¿no?
Desde la distancia volvieron a oír el trompeteo. Primero lo emitió uno de los animales, y después se le unieron los demás.
—Esa es su llamada —dijo Ed Regis—. Dándonos la bienvenida a la isla.
Grant se detuvo y escuchó un momento, fascinado.
—Es probable que ustedes quieran saber qué va a pasar después —estaba diciendo Hammond, mientras seguía bajando por el sendero—. Hemos organizado para ustedes una visita completa a las instalaciones, y un viaje para que vean a los dinosaurios en el parque más tarde, después del mediodía. Me reuniré con ustedes para cenar y responderé entonces a cualquier pregunta que quieran hacer. Ahora, si van con el señor Regis…
El grupo siguió a Ed Regis hasta los edificios más cercanos. Sobre el sendero, un cartel burdo, pintado a mano, rezaba: «Bienvenidos al Parque Jurásico».