Isla Nubla

Con un gemido, los rotores empezaron a oscilar describiendo círculos sobre el aparato, arrojando sombras sobre la pista del aeropuerto de San José. Grant escuchó el chasquido en sus auriculares cuando el piloto habló con la torre.

Habían recogido a otro pasajero en San José, un hombre llamado Dennis Nedry, que había volado hasta allí para encontrarse con ellos. Era gordo y desaliñado, estaba comiendo una barra de chocolate y tenía los dedos pegajosos y partículas de papel de aluminio en la camisa. Masculló algo respecto de los ordenadores en la isla, y no dio lugar a un apretón de manos.

A través de la burbuja de plexiglás, Grant observaba el hormigón del aeropuerto escabullírsele bajo los pies, y vio la sombra del helicóptero corriendo junto a ellos mientras viajaban hacia el Oeste, hacia las montañas.

—Es un viaje de alrededor de cuarenta minutos —informó Hammond, desde uno de los asientos posteriores.

Grant observó las colinas bajas elevarse y, después, se encontraron pasando a través de nubes intermitentes, para volver a irrumpir a la luz del sol. Las montañas eran abruptas, aunque le sorprendió el grado de deforestación; área tras área de colinas erosionadas, despojadas.

—Costa Rica —informó Hammond— tiene un mejor control de la población que otros países de América Central pero, aun así, la tierra está ferozmente deforestada. La mayor parte de esto tuvo lugar durante los diez últimos años.

Desde las nubes bajaron al otro lado de las montañas, y Grant vio las playas de la costa oeste. Pasaron velozmente sobre una pequeña aldea costera:

—Bahía Añasco —anunció el piloto—. Aldea pesquera. —Señaló hacia el Norte—. Subiendo la costa, allá, se ve la reserva de Cabo Blanco. Tienen hermosas playas.

El piloto enfiló directamente hacia el océano y se estabilizó sobre las aguas que primero se volvieron verdes y después de un aguamarina profundo. El sol brillaba sobre ellas. Eran alrededor de las diez de la mañana.

—Ahora sólo faltan unos minutos para que divisemos Isla Nubla —añadió Hammond y explicó que Isla Nubla no era una verdadera isla; en vez de eso era un guyot, una elevación volcánica de roca proveniente del lecho oceánico.

—Sus orígenes volcánicos se pueden ver por toda la isla —dijo—. Hay chimeneas para escape del vapor en muchos sitios y, a menudo, el suelo se siente caliente bajo los pies. Debido a eso, y también a las corrientes predominantes, Isla Nubla se encuentra en una región neblinosa. Cuando lleguemos ahí lo verán… Ah, ahí estamos.

El helicóptero aceleró su marcha, volando a ras del agua. En esa zona había una tenue neblina suspendida en el aire.

Frente a ellos, Grant vio una isla escabrosa y escarpada, que brotaba del océano abruptamente.

—¡Cristo, parece Alcatraz! —exclamó Malcolm.

Las boscosas laderas de la isla estaban coronadas de niebla, lo que le confería una apariencia misteriosa.

—Mucho más grande, claro —dijo Hammond—, trece kilómetros de largo y cinco de ancho, en su punto más amplio, en total, casi cincuenta y siete kilómetros cuadrados. Lo que la convierte en la reserva animal privada más grande de América del Norte.

El helicóptero empezó a subir y enfiló hacia el extremo norte de la isla. Grant estaba tratando de ver a través de la densa niebla.

—Por lo general, no es tan densa. —La voz de Hammond denotaba preocupación.

En el extremo norte de la isla estaban las colinas más altas, que se elevaban a más de seiscientos metros sobre el nivel del mar. La cumbre de las colinas estaba envuelta en niebla, pero Grant vio acantilados escarpados y el océano que se estrellaba contra ellos, allá abajo. El helicóptero ascendió por encima de las colinas.

—Lamentablemente, tenemos que aterrizar en la isla. No me gusta, porque eso perturba a los animales. Y a veces resulta un tanto estremecedor.

El piloto le interrumpió:

—Iniciamos nuestro descenso ahora. Sujétense, amigos.

El helicóptero empezó a bajar y, de inmediato, quedaron envueltos en la niebla. A través de los auriculares, Grant oía un bip-bip electrónico, pero no veía nada en absoluto; después empezó a distinguir débilmente las ramas verdes de los pinos, que se extendían hacia ellos por entre la neblina. Algunas de las ramas estaban cerca. El helicóptero proseguía su descenso.

—¿Qué diablos está haciendo? —se inquietó Malcolm, pero nadie respondió.

El piloto desplazó su atenta mirada hacia la izquierda; después, hacia la derecha, observando el bosque de pinos. Los árboles seguían estando próximos. El helicóptero descendía con rapidez.

—Ciento cincuenta metros… Ciento veinte metros…

—¡Jesús! —exclamó Malcolm.

—Noventa metros… Sesenta metros…

El bip-bip era cada vez más intenso. Grant miró al piloto. Estaba concentrado.

—Treinta metros… Quince metros…

Grant echó un vistazo hacia abajo y vio una gigantesca cruz fluorescente por debajo de la burbuja de plexiglás, a sus pies. Había luces intermitentes en las esquinas de la cruz. El piloto hizo una leve corrección y tocó tierra en un helipuerto. El sonido de los rotores fue disminuyendo y murió.

Grant suspiró y se desabrochó el cinturón de seguridad.

—Tenemos que bajar deprisa, por allí —urgió Hammond—, debido al viento. A menudo hay fuertes vientos en esta cumbre y…, bueno, estamos a salvo.

Alguien corría hacia el helicóptero, un hombre con una gorra de béisbol y cabello rojo. Abrió la puerta de un empujón y dijo con alegría:

—Hola, soy Ed Regis. Bienvenidos a Isla Nubla. Y vigilen dónde pisan, por favor.

Un estrecho sendero formaba una espiral descendente alrededor de la colina. El aire era frío y húmedo. A medida que descendían, la neblina que los rodeaba se hacía menos espesa, y Grant pudo ver mejor el paisaje. Parecía más bien —pensaba— como el Noroeste del Pacífico, la Península Olímpica.

—La ecología primaria es bosque pluvial de caducifolias —explicó Ed Regis—. Bastante diferente de la vegetación de tierra firme, que es una pluviselva más clásica. Pero este es un microclima que sólo se produce en altura, sobre las laderas de las colinas del Norte. La mayor parte de la isla es tropical.

Bien abajo, podían ver los techos blancos de grandes edificios, acurrucados entre la vegetación. Grant estaba sorprendido: la construcción era compleja. Bajaron aún más, saliendo de la bruma, y entonces pudo ver toda la extensión de la isla, que se prolongaba hacia el sur. Tal como Hammond había dicho, estaba cubierta principalmente de un bosque lluvioso.

Hacia el Sur, elevándose sobre las palmeras, Grant vio un tronco solitario totalmente desprovisto de hojas, nada más que un tocón grande y curvado. Entonces, el tocón se movió y giró para hacer frente a los recién llegados. Grant se dio cuenta de que no estaba viendo un tronco en absoluto.

Estaba viendo el cuello garboso, encorvado, de un ser enorme, que se alzaba hasta una altura de quince metros.

Estaba viendo un dinosaurio.