Aeropuerto

Lewis Dodgson entró en la cafetería del edificio de salidas del aeropuerto de San Francisco, y miró alrededor con rapidez. Su hombre ya estaba allá, esperando junto al mostrador. Dodgson se sentó a su lado y colocó el maletín en el piso, entre los dos.

—Llega tarde, amigo —dijo el hombre. Miró el sombrero de paja que llevaba Dodgson y rió—. ¿Qué es eso, un disfraz?

—Uno nunca sabe —dijo Dodgson, reprimiendo la ira. Durante seis meses, Dodgson había estado cultivando pacientemente a ese hombre, que se hacía más odioso y arrogante en cada entrevista. Pero no podía hacer nada al respecto; los dos sabían con exactitud cuáles eran las apuestas.

El ADN reconstituido por bioingeniería era el material más valioso del mundo. Una sola bacteria microscópica, demasiado pequeña como para verla a simple vista, pero que contuviera los genes de una enzima contra los ataques cardíacos, la estreptoquinasa, los genes de «hielo-menos», que evitaba los daños que la helada producía en las cosechas, podría valer cinco mil millones de dólares para el comprador adecuado.

Y eso había creado un extraño mundo nuevo de espionaje industrial. Dodgson era especialmente diestro en esa actividad: en 1987 convenció a una genetista, descontenta con «Cetus», para que se pasase a «Biosyn» y se llevara consigo cinco cepas de bacterias reconstruidas por bioingeniería. La genetista, sencillamente, se puso una gota de cada una en las uñas de una mano y salió caminando por la puerta.

Pero «InGen» planteaba un desafío más duro. Dodgson quería algo más que un ADN bacteriano, quería embriones congelados, y sabía que «InGen» protegía los embriones con las medidas de seguridad más complejas. Para conseguirlos necesitaba un empleado de «InGen» que tuviera acceso a los embriones, que estuviera dispuesto a robarlos y que pudiera burlar la seguridad. Una persona así no era fácil encontrarla.

Finalmente, a principios de año, Dodgson localizó a un empleado de «InGen» sobornable. Si bien no tenía acceso al material genético, Dodgson mantuvo el contacto, reuniéndose con él todos los meses, en «Carlos and Charlie’s», en el Silicon Valley, ayudándole en pequeñeces. Y ahora que «InGen» estaba invitando a contratistas y asesores para visitar la isla, era el momento que Dodgson había estado esperando… porque significaba que su hombre tendría acceso a los embriones.

—Vayamos al grano —dijo éste—. Faltan diez minutos para que salga mi vuelo.

—¿Quiere repasarlo todo otra vez? —preguntó Dodgson.

—¡Demonios, no, doctor Dodgson! Quiero ver el maldito dinero.

Con rápido movimiento, Dodgson descorrió el cerrojo del maletín y lo abrió unos pocos centímetros. El hombre echó un vistazo con aire indiferente, y preguntó:

—¿Está todo?

—La mitad, setecientos mil dólares.

—Bien. Excelente. —Volvió la cabeza y bebió su café—. Está muy bien, doctor Dodgson.

Dodgson, con rapidez, echó el cerrojo al maletín y dijo:

—Eso es por las quince especies, ya sabe.

—Lo recuerdo. Quince especies, embriones congelados. ¿Y cómo los voy a transportar?

Dodgson le alcanzó un tubo grande de crema de afeitar «Gillette Foamy».

—¿Es esto?

—Es esto.

—Pueden revisar mi equipaje…

Dodgson se encogió de hombros.

—Apriete la parte de arriba.

El hombre lo hizo y una leve bola de crema de afeitar blanca le cayó en la mano.

—No está mal. —Se limpió la espuma en el borde del plato, y repitió—: No está mal.

—El tubo es un poco más pesado que el normal, eso es todo. —El equipo técnico de Dodgson lo había estado montando durante los dos últimos días, trabajando contra reloj. Rápidamente, le mostró al hombre cómo funcionaba.

—¿Cuánto gas refrigerante hay en el interior?

—El suficiente para treinta y seis horas. Los embriones tienen que estar de vuelta en San José para ese momento.

—Eso depende del tipo suyo que vaya en la lancha —dijo el hombre—. Mejor será que se asegure de que tenga un refrigerador portátil a bordo.

—Lo haré —dijo Dodgson.

—Y hagamos un repaso de la subasta…

—El trato es el mismo —dijo Dodgson—. Cincuenta mil al entregar cada embrión. Si son viables, cincuenta mil adicionales por cada uno.

—Está bien. Pero asegúrese de tener la lancha esperando en el muelle este de la isla, el viernes por la noche. No el muelle norte, al que llegan los grandes barcos de suministros. El este; es un pequeño muelle auxiliar. ¿Lo ha entendido?

—Lo he entendido. ¿Cuándo volverá usted a San José?

—Es probable que el domingo. —El hombre se separó del mostrador.

Dodgson se inquietó:

—¿Está seguro de saber cómo se opera el…?

—Lo sé. Créame, lo sé.

—También creemos que la isla mantiene contacto constante por radio con la casa matriz de «InGen» en California, de modo que…

—Mire, tengo ese aspecto cubierto. Limítese a descansar y a tener el dinero listo. Lo quiero todo el domingo por la mañana, en el aeropuerto de San José, en efectivo.

—Le estaré esperando. No se preocupe —aseguró Dodgson.