Blanco de la oportunidad

La «Biosyn Corporation» de Cupertino, California, nunca había convocado una reunión de emergencia de su junta directiva.

Los diez directores ahora sentados en la sala de conferencias estaban irritables e impacientes. Eran las ocho de la noche. Habían estado hablando entre sí durante los diez últimos minutos, pero lentamente se habían ido quedando en silencio. Revisando papeles. Mirando sus relojes de manera significativa.

—¿Qué estamos esperando? —preguntó uno de ellos.

—Uno más —dijo Lewis Dodgson—. Necesitamos uno más.

Echó un vistazo a su reloj. La oficina de Ron Meyer había dicho que llegaba en el avión de las seis, proveniente de San Diego. Para estos momentos debería estar aquí, incluso tomando en cuenta el tráfico que venía desde el aeropuerto.

—¿Se necesita quórum? —preguntó otro director.

—Sí —contestó Dodgson—. Lo necesitamos.

Eso le hizo callar durante unos instantes. Quórum significaba que se les iba a pedir que tomaran una decisión importante. Y Dios sabe qué les iban a pedir que la tomaran, aunque Dodgson hubiese preferido no convocar la reunión en absoluto. Pero Steingarten, el presidente de «Biosyn», se había mostrado inflexible:

—Tendrás que contar con su aprobación para esto, Lew —declaró.

Según quién fuese la persona consultada, Lewis Dodgson era famoso por ser el genetista más emprendedor de su generación, o el más imprudente. De treinta y cuatro años de edad, con la calvicie incipiente, rostro aguileño y vehemente, John Hopkins le había despedido, siendo licenciado en Biología, por haber planeado un tratamiento genético en pacientes humanos sin haber obtenido los protocolos adecuados de la FDA. Contratado por «Biosyn», condujo el controvertido ensayo de la vacuna para la rabia, en Chile. Ahora estaba a cargo de la sección de desarrollo de productos de «Biosyn» lo que, presuntamente, consistía en hacer «ingeniería retrospectiva»: tomar el producto de un competidor, desmenuzarlo, aprender cómo funcionaba y, después, elaborar la versión «Biosyn». En la práctica, eso entrañaba hacer espionaje industrial, mucho del cual estaba dirigido contra la compañía «InGen».

Las compañías de ingeniería genética más grandes de Norteamérica, como «Genentech» y «Cetus», se habían iniciado en la década de 1970 para elaborar productos farmacéuticos. Pero, en la década de 1980, algunas empresas pequeñas habían comenzado con otros fines: «Biogen» y «Genrac» estaban elaborando semillas y cosechas resistentes a las plagas, para la agricultura. «Techlog» y «Algol» hacían componentes para un bioordenador compuesto de tejido vivo. E «InGen» y «Biosyn» estaban desarrollando lo que se denominaba «productos biológicos para consumo».

Los productos biológicos para consumo eran el equivalente de los productos electrónicos para consumo. En la década de 1980, unas pocas compañías dedicadas a la ingeniería genética habían empezado a preguntarse:

—¿Cuál es el equivalente biológico del «Walkman» de «Sony»?

Esas compañías no estaban interesadas ni por fármacos ni por la salud sino por los entretenimientos, los deportes, las actividades del tiempo libre, los cosméticos y las mascotas. Se habían dado cuenta de que la demanda que habría de productos biológicos de consumo en la década de 1990 sería elevada.

«Biosyn» ya había tenido algún éxito al producir una nueva trucha de color claro, mediante un contrato establecido con el Departamento de Caza y Pesca del Estado de Idaho. Esa trucha era de más fácil localización en los cursos de agua y se decía que representaba un paso adelante en la pesca con caña. (Por lo menos, eliminó las quejas que se le hacían al Departamento de Caza y Pesca, relativas a que no había truchas en los ríos.) El hecho de que, en ocasiones, muriese quemada por el sol y que su pálida carne fuese pastosa e insípida fue algo de lo que ni se habló. «Biosyn» todavía estaba trabajando en esos aspectos, y…

La puerta se abrió y Don Meyer entró en la sala, deslizándose en un asiento. Ahora Dodgson ya tenía su quórum. Se puso en pie de inmediato.

—Señores —anunció—, nos encontramos aquí esta noche para examinar un blanco de oportunidad: «InGen».

Dodgson repasó rápidamente los antecedentes: la iniciación de «InGen» en 1983, con inversores japoneses. La adquisición de tres superordenadores «Cray XMP». La adquisición de Isla Nubla, en Costa Rica. La acumulación de ámbar. Las inusitadas donaciones a los zoológicos de todo el mundo, desde la Sociedad Zoológica de Nueva York hasta el Parque de Vida Silvestre de Ranthapur, de la India.

—A pesar de todos estos indicios —dijo Dodgson—, todavía no teníamos la menor idea de hacia dónde podría estar dirigiéndose «InGen». Era obvio que la compañía se dedicaba a los animales, y que habían contratado investigadores cuyo campo de acción era el pasado: paleobiólogos, filogenetistas del ADN, y otros por el estilo. La utilización de una ingente potencia para el procesamiento de datos, y el interés de «InGen» por los zoológicos, nos llevó a pensar en algunas atrevidas posibilidades.

Entonces, en 1987, «InGen» compró una compañía desconocida llamada «Millipore Plastic Products», situada en Nashville, Tennessee. Esta compañía trabajaba en el ramo de los productos agrícolas y en época reciente había patentado un plástico nuevo que presentaba las características de la cáscara de un huevo de pájaro. A este plástico se le podía dar la forma de un huevo y se podía usar para desarrollar embriones de pollo. A partir del año siguiente, «InGen» acaparó toda la producción de plástico miliporoso para su propio uso.

—Doctor Dodgson, todo esto es muy interesante…

—Al mismo tiempo —prosiguió Dodgson— se iniciaron construcciones en la Isla Nubla. Éstas entrañaron el movimiento de enormes cantidades de tierra, entre las que figuraban un lago de poca profundidad y tres kilómetros de largo, en el centro de la isla. Los planos correspondientes a instalaciones de recreo se dieron a conocer con un elevado grado de reserva, pero pudimos conseguir algunos detalles. Parece ser que «InGen» construyó un zoológico de grandes dimensiones en la isla.

Uno de los directores se inclinó hacia delante y dijo:

—Doctor Dodgson, ¿y con eso, qué?

—No es un zoológico común y corriente —dijo Dodgson—. Este zoológico es único en todo el mundo. Parece ser que «InGen» hizo algo bastante extraordinario; se las arreglaron para clonar animales extintos del pasado.

—¿Qué animales?

—Animales que salen de huevos y necesitan mucho lugar en un zoológico.

—¿Qué animales?

—Dinosaurios. Están haciendo clones de dinosaurios.

La consternación que siguió a esas palabras estuvo completamente fuera de lugar, en opinión de Dodgson. El problema de los hombres que manejan dinero es que no sabían comportarse; habían invertido en un campo, pero no sabían qué era posible hacer.

De hecho, ya en 1982 había habido discusiones técnicas sobre la clonación de dinosaurios. Cada año que pasaba, la manipulación del ADN se hacía más fácil. Ya se había extraído material genético de momias egipcias, así como del cuero de una cuaga, animal africano parecido a la cebra, extinguido en la década de 1880. Para 1985 parecía posible que el ADN de la cuaga se pudiera reconstruir y hacer que creciera un nuevo animal. De ser así, habría sido el primer ser vivo recuperado de la extinción merced, exclusivamente, a la reconstrucción de su ADN. Si eso era posible, ¿qué otras cosas lo eran? ¿El mastodonte? ¿El tigre de dientes de sable? ¿El dodo?

¿O hasta un dinosaurio?

Por supuesto, no se sabe que exista ADN de dinosaurio en parte alguna del mundo. Pero, al moler grandes cantidades de huesos de dinosaurio podría ser posible extraer fragmentos de ADN. Antaño se pensaba que la fosilización eliminaba todo el ADN. Ahora se admitía que eso no era cierto. Y si se recuperaban suficientes fragmentos de ADN, quizá fuese posible obtener, por clonación, un animal vivo.

Allá por 1982 los problemas técnicos habían parecido desalentadores. Pero la teoría no mostraba obstáculos. Hacerlo resultaba simplemente difícil, costoso y era improbable que funcionara. Pero era posible, si alguien tenía interés en intentarlo.

Aparentemente, «InGen» había decidido intentarlo.

—Lo que han hecho —dijo Dodgson— ha sido construir la más grande atracción turística, concentrada en un solo sitio, de la historia del mundo. Como ya saben, los zoológicos gozan de suma popularidad: el año pasado fue mayor la cantidad de norteamericanos que visitaron zoológicos que la cantidad de los que fueron a todos los juegos profesionales de béisbol y rugby juntos. Y a los japoneses les encantan los zoológicos; hay cincuenta en Japón y se están construyendo más. Y, por este zoológico, «InGen» puede cobrar lo que quiera. Dos mil dólares por día, diez mil dólares por día… —Hizo una pausa—. Y después está la cuestión de la comercialización derivada: los libros, las camisetas, los videojuegos, las gorras, los muñecos de paño, las revistas de historietas y las mascotas.

—¿Mascotas?

—Claro. Si «InGen» puede hacer dinosaurios de tamaño real, también los puede hacer de tamaño pigmeo, para que sirvan como mascotas domésticas. ¿Qué niño no querría un dinosaurio pequeño como mascota? Un animalito patentado de propiedad exclusiva del niño. «InGen» vendería millones. E «InGen» los elaboraría genéticamente de manera que esas mascotas únicamente comieran alimento para dinosaurios elaborado por «InGen»…

—¡Jesús! —exclamó alguien.

—Exactamente —acotó Dodgson—. El zoológico es la parte central de una enorme empresa.

—¿Dijo usted que esos dinosaurios estarán patentados?

—Sí. Ahora los animales creados por ingeniería genética se pueden patentar. El Tribunal Supremo falló al respecto en favor de Harvard, en 1987. «InGen» será propietaria de los dinosaurios y, legalmente, nadie más los puede elaborar.

—¿Qué nos impide crear nuestros propios dinosaurios? —preguntó alguien.

—Nada, salvo que ellos nos llevan una delantera de cinco años. Será casi imposible ponerse a la par antes de fin de siglo.

Hizo una pausa, y prosiguió:

—Naturalmente, si pudiéramos conseguir muestras de sus dinosaurios, podríamos analizarlos mediante nuestra ingeniería retrospectiva y hacer los nuestros propios, con suficientes modificaciones en el ADN como para evitar las patentes de «InGen».

—¿Podemos conseguir ejemplos de sus dinosaurios?

Dodgson se detuvo un instante, y después asintió:

—Yo creo que podemos, sí.

Alguien se aclaró la garganta:

—No habrá nada ilegal en ello…

—¡Oh, no! —se apresuró a afirmar Dodgson—. Nada ilegal. Estoy hablando de una legítima fuente de su ADN: un empleado disgustado, o algunos desperdicios eliminados de manera inadecuada, o algo por el estilo.

—¿Tiene usted una fuente legítima, doctor Dodgson?

—La tengo. Pero temo que hay cierta urgencia en cuanto a la decisión, porque «InGen» está experimentando una pequeña crisis, y mi fuente tendrá que actuar dentro de las veinticuatro próximas horas.

Un prolongado silencio cayó sobre la sala. Los hombres miraron a la secretaria, que tomaba notas, y al grabador colocado sobre la mesa que estaba frente a ella.

—No veo la necesidad de llegar a una resolución formal respecto de esto —prosiguió—. Nada más que lo que siente la sala, en el sentido de si ustedes opinan que debo seguir adelante…

Con lentitud, las cabezas se movieron en señal de aprobación.

—Gracias por venir, señores —concluyó—. A partir de este momento me hago cargo yo.