Planicies áridas se extendían hacia distantes oteros negros. El viento de la tarde arrastraba polvo y hierbas sobre el hormigón resquebrajado. Grant estaba en pie con Ellie cerca del jeep, esperando mientras el lustroso reactor «Grumman» describía círculos para aterrizar.
—Odio estar de pie como un camarero lustroso esperando la llegada de los ricos —gruñó Grant.
Ellie se encogió de hombros:
—Es parte del trabajo.
Aunque muchos campos de la ciencia, como la Física y la Química, recibían ahora fondos federales, la Paleontología seguía dependiendo en gran parte de los patrocinadores privados. De modo absolutamente independiente de su propia curiosidad en cuanto a la isla, Grant entendió que, si John Hammond le pedía ayuda, él se la daría. Así era como funcionaba el mecenazgo… así era como siempre había funcionado.
El pequeño reactor aterrizó y rodó con rapidez hacia ellos. Ellie cargó su bolsa al hombro. El avión se detuvo y una azafata vestida con uniforme azul abrió la portezuela.
Una vez en el interior, Grant se sorprendió por lo reducido del espacio, a pesar del lujoso equipamiento. Tuvo que inclinarse mucho cuando fue a estrechar la mano de Hammond:
—Doctores Grant y Sattler —dijo Hammond—, son muy amables por haberse unido a nosotros. Permítanme que les presente a mi socio, Donald Gennaro.
Gennaro era un hombre robusto y fornido que andaba por los treinta y cinco años de edad, vestía un traje de Armani y llevaba gafas con montura de metal. A Grant le disgustó en cuanto le vio. Le estrechó la mano con rapidez. Cuando lo hizo Ellie, Gennaro dijo, sorprendido:
—Usted es una mujer.
—Estas cosas suelen ocurrir —repuso Ellie, y Grant pensó: «A ella tampoco le gusta».
Hammond se volvió hacia Gennaro:
—Usted sabe, por supuesto, quiénes son el doctor Grant y la doctora Sattler. Son paleontólogos. Desentierran dinosaurios. —Y entonces se echó a reír, como si encontrara la idea muy graciosa.
—Ocupen sus asientos, por favor —dijo la azafata, cerrando la portezuela. De inmediato, el avión empezó a moverse.
—Tendrán que disculparnos —explicó Hammond—, pero estamos un tanto apurados. Donald cree que es importante que lleguemos allá enseguida.
El piloto anunció un tiempo de vuelo de cuatro horas hasta Dallas, donde se reabastecerían de combustible y, después, seguirían hasta Costa Rica, donde llegarían a la mañana siguiente.
—¿Y cuánto tiempo estaremos en Costa Rica? —preguntó Grant.
—Bueno, eso realmente depende —dijo Gennaro—. Tenemos que aclarar algunas cosas.
—Acepte mi palabra —añadió Hammond, volviéndose a Grant—; no estaremos más que cuarenta y ocho horas.
Grant se abrochó el cinturón de seguridad:
—Esta isla suya a la que nos dirigimos… nunca oí hablar de ella. ¿Es una especie de secreto?
—En cierto sentido —contestó Hammond—. Hemos sido sumamente cuidadosos asegurándonos de que nadie sepa nada de ella hasta el día en el que, finalmente, la inauguraremos ante un público sorprendido y encantado.