Planos

—Esto acaba de llegar —dijo Ellie al día siguiente, yendo hacia la parte de atrás de la casa rodante, con un grueso sobre de papel manila—. Uno de los muchachos lo trajo al volver de la ciudad. Es de Hammond.

Mientras abría el sobre, Grant observó el logotipo azul y blanco de «InGen». En el interior no había una carta explicatoria, sólo una pila de papeles dentro de una carpeta. Al abrirla, Grant descubrió que eran copias heliográficas reducidas, formando un libro grueso. En la tapa se leía: INSTALACIONES PARA HUÉSPEDES CENTRO RECREO ISLA NUBLA (JUEGO COMPLETO: PABELLÓN SAFARI).

—¿Qué demonios es esto? —preguntó.

Mientras hojeaba el libro, cayó una hoja de papel:

Queridos Alan y Ellie:

Como podréis imaginar, todavía no tenemos mucho, en cuanto a materiales formales para promoción. Pero esto os dará una cierta idea del proyecto de Isla Nubla. ¡Creo que es muy emocionante!

¡Estoy ansioso aguardando el momento de discutir esto con vosotros! ¡Espero que os reunáis con nosotros!

Saludos,

JOHN

—No lo entiendo —dijo Grant. Hojeó las páginas—. Esto son planos de arquitectura. —Volvió a la primera página:

CENTRO VISITANTES/
PABELLÓN
RECREO ISLA NUBLA
CLIENTE InGen Inc., Palo Alto. Calif.
ARQUITECTOS Dunning, Murphy & Associates, Nueva York. Richard Murphy, socio diseñador Theodore Chen, diseñador principal; Sheldon James, socio administrativo.
INGENIEROS Harlow, Whitney & Fields, Boston, análisis estructural; A. T. Misikawa, mecánico.
PAISAJISTAS Shepperton Rogers, Londres; A. Ashikiga, H. leyasu, Kanazawa.
SISTEMA ELÉCTRICO N.V. Kobayashi, Tokio. A. R. Makasawa, consultor jefe.
COMPUTER C/C Integrated Computer System Inc., Cambridge, Mass. Dennis Nedry, supervisor de proyecto.

Grant volvió a los planos en sí. Llevaban el sello SECRETOS INDUSTRIALES NO COPIAR y PRODUCTO CONFIDENCIAL DE OBRA - NO PARA DISTRIBUCIÓN. Cada página estaba numerada, y en la parte superior decía: «Estos planos representan las creaciones confidenciales de «InGen Inc». Para estar en posesión de ellas tiene que haberse firmado el documento 112/4A; en caso contrario, se corre el riesgo de hacer frente a acciones procesales».

—Me da la impresión de algo bastante paranoide —comentó Grant.

—A lo mejor existe un motivo —dijo Ellie.

La página siguiente era un mapa topográfico. Mostraba la Isla Nubla con forma de lágrima invertida, la parte más ancha hacia el Norte, ahusándose hacia el Sur. La isla tenía unos trece kilómetros de largo, y el mapa la dividía en varias secciones grandes.

La sección norte estaba identificada como zona para visitantes, y contenía estructuras señaladas como «Llegada de visitantes», «Centro Visitantes / Administración», «Energía / Desalinización / Apoyo», «Res. Hammond», y «Pabellón Safari». Grant pudo ver el contorno de una piscina, los rectángulos de campos de tenis, y los garabatos redondos que representaban plantas y arbustos.

—Parece un centro de recreo, sin duda —dijo Ellie.

A continuación, seguían planos detallados del Pabellón Safari en sí. En los bocetos en alzado, el pabellón tenía una apariencia espectacular: un largo edificio bajo, con una serie de formas piramidales en la azotea. Pero había poco sobre los demás edificios de la zona para visitantes.

Y el resto de la isla era aún más misterioso. Por lo que Grant pudo apreciar, apenas sí había algo más. En su mayor parte era espacio abierto. Una red de caminos, túneles y edificios apartados, y un largo lago estrecho que parecía ser artificial, provisto de represas y barreras de hormigón. Pero, en su mayor parte, la isla estaba dividida en grandes zonas curvas, en las que se veían muy pocas señales de urbanización. Cada zona estaba señalada con códigos: /P/PROC/V/2A, /D/TRIC/L/5(4A+1), /LN/OTHN/C/4(3A+1), /VV/HADR/X/11 (6A+3 + 3DB).

—¿Hay alguna explicación para los códigos? —preguntó Ellie.

Grant pasó las páginas con rapidez, pero no pudo dar con ella.

—Quizá la han retirado —dijo Ellie.

—Ya te digo, paranoide.

Observó las grandes divisiones curvas, separadas una de la otra por una red de caminos. Cada división individual tenía varios kilómetros cuadrados de ancho. En toda la isla solamente había seis divisiones, y cada división estaba separada del camino por un foso de hormigón. Por fuera de cada foso había una cerca, al lado de la cual se veía un pequeño signo de rayo. Ese símbolo les desconcertó hasta que, finalmente, pudieron darse cuenta de que indicaba que las cercas estaban electrificadas.

—Esto es raro —se extrañó Ellie—. ¿Cercas electrificadas en un centro de recreo?

—Kilómetros de ellas. Cercas electrificadas junto a fosos. Y, por lo general, también con un camino a lo largo de ellos.

—Exactamente igual que en un zoológico —observó Ellie.

Grant volvió al mapa topográfico y miró detenidamente las curvas de nivel. Una cadena de montañas recorría la isla desde el centro hacia abajo, con praderas descendentes a cada lado. Pero los caminos estaban dispuestos de manera extraña; el camino principal iba en dirección norte-sur, pasando justo por las colinas centrales de la isla, incluida una sección de camino que parecía estar literalmente cortada en la cara de un acantilado, por encima de un río. Era como si se hubiese hecho un esfuerzo deliberado por dejar esas zonas abiertas como si fuesen grandes recintos, separados de los caminos por fosos y cercas electrificadas. Y los caminos se encontraban elevados con respecto al nivel del suelo, de modo que se pudiera ver por encima de las cercas…

—¿Sabes? —observó Ellie—, algunas de estas dimensiones son inmensas. Mira esta. Este foso de hormigón tiene nueve metros de ancho. Es como una fortificación militar.

—Lo mismo que estos edificios —dijo Grant. Había notado que cada división abierta tenía pocas construcciones, situadas, por lo general, en esquinas que no estorbaban el paso. Pero los edificios estaban hechos íntegramente de hormigón, con paredes gruesas. En las vistas laterales en alzado parecían ser como búnkeres de hormigón con ventanitas.

Ellie tenía razón, eran como las casamatas circulares nazis de las antiguas películas bélicas.

En ese momento oyeron una explosión sorda, y Grant hizo los papeles a un lado:

—De vuelta al trabajo —dijo.

¡Fuego!

Se produjo una leve vibración y, después, curvas de nivel amarillas cruzaron a través de la pantalla del ordenador. Esta vez la resolución fue perfecta, y Alan Grant tuvo una fugaz visión del esqueleto, muy bien definido, el largo cuello arqueado hacia atrás. Se trataba, de modo incuestionable, de un velocirraptor joven, y parecía hallarse en perfecto…

La pantalla quedó en blanco.

—¡Maldita sea, odio los ordenadores! —comentó Grant, parpadeando bajo el sol—. ¿Qué ha pasado ahora?

—He perdido la entrada del integrador —explicó uno de los muchachos—. Sólo tardaré un minuto.

El muchacho se inclinó para mirar la maraña de cables que iban hasta la parte trasera del ordenador portátil de pilas. Habían colocado el ordenador sobre un cajón de cerveza, en la cima de la Colina Cuatro, no lejos del dispositivo al que llamaban Golpeador.

Grant se sentó en la ladera de la colina y miró su reloj. Le susurró a Ellie:

—Vamos a tener que hacer esto a la antigua.

Uno de los muchachos alcanzó a oírlo y contestó:

—¡Oh, Alan!

—Miren —dijo Grant—, tengo que tomar un avión. Y quiero el fósil protegido antes de irme.

Poca gente entendía que, una vez que se empezaba a exponer un fósil al aire, había que continuar, o arriesgarse a perderlo. Los visitantes imaginaban que el paisaje de las tierras malas era inmutable pero, a decir verdad, se estaba desgastando todo el tiempo, literalmente ante los ojos del observador; durante todo el transcurso del día se podía oír el entrechocamiento de guijarros que caían rodando por la ladera desmenuzada de la colina. Y siempre existía el riesgo de un temporal; hasta un chaparrón breve arrastraría un fósil delicado. Por eso, el esqueleto parcialmente expuesto de Grant estaba en peligro, y había que protegerlo hasta que el paleontólogo volviera.

Por lo común, la protección de los fósiles consistía en tender una tela impermeable sobre el emplazamiento de la excavación y abrir una zanja alrededor del perímetro del emplazamiento, para controlar el drenaje del agua. La cuestión era saber lo grande que debía ser la zanja que precisaba el fósil del velocirraptor. Para decidirlo estaban empleando tomografía sonora con ayuda del ordenador, o CAST. Éste era un nuevo procedimiento, en el que el Golpeador disparaba un balín blando de plomo al suelo, produciendo ondas de choque que el ordenador leía y con las que armaba una especie de imagen radiográfica de la ladera. El grupo de Grant había estado utilizando ese procedimiento durante todo el verano, con distintos resultados.

Ahora, Golpeador se encontraba a seis metros de distancia. Era una gran caja plateada sobre ruedas, con una sombrilla en la parte superior. Parecía un carrito de helados, incongruentemente estacionado en las tierras malas. El Golpeador tenía dos jóvenes asistentes que le estaban cargando el siguiente perdigón blando de plomo.

Hasta entonces, el programa CAST se limitaba a localizar la extensión de los hallazgos, ayudando al equipo de Grant a excavar de manera más eficiente. Pero los muchachos afirmaban que, dentro de unos pocos años, sería posible generar una imagen tan detallada que la excavación sería redundante; se podría obtener una imagen perfecta de los huesos, en tres dimensiones, y prometía un nuevo mundo de arqueología sin excavaciones.

Pero nada de eso había ocurrido aún. Y el equipo, que funcionaba de manera impecable en el laboratorio de la Universidad, demostró ser lastimosamente delicado e inestable en el trabajo de campo.

—¿Cuánto tiempo más? —preguntó Grant.

—Lo tenemos ahora, Alan. No está mal.

Grant fue a mirar la imagen que aparecía en la pantalla del ordenador. Vio el esqueleto completo, trazado en amarillo brillante. Era un espécimen joven, ciertamente. La característica destacada del velocirraptor, la garra de un solo dedo que, en el animal adulto, era un arma curva, de quince centímetros de largo, capaz de abrir en canal la presa, era, en ese bebé, no más grande que la espina de un rosal; a duras penas era visible en la pantalla. Y el velocirraptor era, en cualquier caso, un dinosaurio de complexión ligera, un animal con huesos tan finos como los de un pájaro, y posiblemente de la misma inteligencia.

Aquí el esqueleto aparecía en perfecto orden, salvo que la cabeza y el cuello estaban doblados hacia atrás, hacia la zona posterior del animal. Tal flexión del cuello era tan frecuente en los fósiles, que algunos científicos habían formulado una teoría para explicarla, sugiriendo que los dinosaurios se habían extinguido debido a que se habían envenenado con los alcaloides que se estaban desarrollando en las plantas. Se pensaba que el cuello torcido significaba la agonía mortal de los dinosaurios. Grant, finalmente, había rebatido esa teoría, al demostrar que muchas especies de pájaros y reptiles experimentaban una contracción postmortem de los ligamentos posteriores del cuello, lo que hacía que la cabeza se doblara hacia atrás en forma característica. Nada tenía que ver con la causa de la muerte, tenía que ver con la forma en que el cadáver se secaba al sol.

Por añadidura, Grant observó que el esqueleto también se había torcido en sentido lateral, de modo que la pata y el pie derecho estaban elevados por encima de la columna vertebral.

—Parece algo así como distorsionado —dijo uno de los muchachos—. Pero no creo que sea el ordenador.

—No —dijo Grant—. Sólo es el tiempo. Montones y más montones de tiempo.

Grant sabía que la gente no podía imaginar el tiempo geológico. La vida humana se vivía en una escala temporal por completo diferente. Una manzana se ponía marrón en pocos minutos; los cubiertos de plata se ennegrecían en pocos días. Un montón de abono se descomponía en una estación; un niño crecía en una década. Ninguna de estas experiencias humanas cotidianas preparaba a la gente para que pudiera imaginar el significado de ochenta millones de años, la duración del tiempo que había transcurrido desde la época en que ese animalito vivía.

En el aula, Grant había intentado dar diferentes comparaciones; si se imaginaba que la edad humana de sesenta años se comprimía en un día, entonces un tiempo de ochenta millones de años todavía serían tres mil seiscientos cincuenta y dos años, más que las pirámides. El velocirraptor había estado muerto durante mucho tiempo.

—No tiene la apariencia de ser muy temible —opinó uno de los muchachos.

—No lo era —dijo Grant—. No hasta que creciera, al menos.

Era probable que ese bebé se hubiera alimentado de carroña, comiendo de los cadáveres de presas muertas por los adultos, después de que los animales grandes se hubieran saciado, y que se complacieran en tenderse al sol. Los carnívoros podían consumir tanto como el veinticinco por ciento de su peso corporal en una sola comida, y eso les dejaba luego somnolientos. Los bebés juguetearían y gatearían sobre los cuerpos indulgentes, adormecidos, de los adultos, y pellizcarían bocaditos del animal muerto. Los bebés probablemente eran animales bonitos.

Pero un velocirraptor adulto era algo por completo diferente. Kilogramo por kilogramo, el velocirraptor fue el dinosaurio más depredador de los que existieron. Aunque relativamente pequeño, unos noventa kilogramos, el tamaño de un leopardo, el velocirraptor era rápido, inteligente y valiente, capaz de atacar con mandíbulas afiladas, antebrazos dotados de garras poderosas y la devastadora garra única de la pata.

Esos animales cazaban en manadas, y Grant pensaba que debió de haber sido todo un espectáculo ver una docena de velocirraptores corriendo a toda velocidad, saltando sobre el lomo de un dinosaurio mucho más grande, despedazando el cuello y cortando, como con un cuchillo, a la altura de las costillas y del vientre…

—Se nos acaba el tiempo —anunció Ellie, devolviéndole a la realidad.

Grant dio instrucciones para hacer la zanja. Por la imagen que les daba el ordenador, sabían que el esqueleto yacía en una zona relativamente limitada, una zanja que rodeara un cuadrado de dos metros sería suficiente. Mientras tanto, Ellie dejó caer con fuerza la tela impermeable que cubría la ladera de la colina. Grant la ayudó a colocar las estacas finales.

—¿Cómo murió el bebé? —preguntó uno de los muchachos.

—Dudo que lo sepamos —repuso Grant—. La mortandad infantil en estado silvestre es alta. En los parques africanos alcanza el setenta por ciento entre algunos carnívoros. Pudo haber sido cualquier cosa: enfermedad, separación del grupo, cualquier cosa. O hasta pudo atacarle un adulto. Sabemos que estos animales cazaban en manada, pero no sabemos nada sobre su conducta social en un grupo.

Los alumnos asintieron con la cabeza. Todos habían estudiado conducta animal y sabían que, por ejemplo, cuando un nuevo macho se apoderaba de la jefatura de una manada de leones, lo primero que hacía era matar a todos los cachorros. Aparentemente, el motivo era de orden genético; el macho había evolucionado para diseminar sus genes de la forma más amplia posible y, al matar los cachorros, ponía a todas las hembras en celo, para poder fecundarlas. También evitaba que las hembras perdieran el tiempo criando la prole de otro macho.

Quizá la manada de caza de los velocirraptores también estaba regida por un macho dominante. ¡Sabían tan poco sobre los dinosaurios!, pensaba Grant. Después de ciento cincuenta años de investigaciones y excavaciones por todo el mundo, todavía no sabían casi nada sobre cómo habían sido realmente.

—Tenemos que irnos —dijo Ellie—, si queremos llegar a Choteau a eso de las cinco.