Alan Grant se agachó al máximo, con la nariz a unos centímetros del suelo. La temperatura era de más de treinta y ocho grados. Las rodillas le dolían, a pesar de las almohadillas que llevaba, hechas de alfombra gruesa. Los pulmones le ardían con el áspero polvo alcalino. El sudor de la frente le caía al suelo en gotas. Pero a Grant le daba lo mismo la incomodidad; toda su atención se concentraba en el cuadrado de tierra de quince centímetros que tenía ante él.
Al trabajar pacientemente con un mondadientes y un cepillo de pelo de camello, de los que usan los pintores, dejó al descubierto el diminuto fragmento, en forma de L, de una quijada. Medía nada más que unos tres centímetros de largo y no era más grueso que el meñique. Los dientes eran una hilera de puntas pequeñas, y tenía la característica torsión en ángulo en el centro. Pedacitos de hueso se desprendían en escamas, mientras Grant cavaba. Se detuvo un momento para pintar el hueso con pasta de caucho, antes de seguir exponiéndolo al aire libre. No había la menor duda de que era la quijada de un bebé dinosaurio carnívoro. Su dueño había muerto hacía setenta y nueve millones de años, a la edad de alrededor de dos meses. Con algo de suerte, también podría hallar el resto del esqueleto. De ser así, sería el primer esqueleto completo de un dinosaurio carnívoro bebé…
—¡Eh, Alan!
Alan Grant miró hacia arriba, parpadeando deprisa bajo la luz del sol. Se bajó las gafas ahumadas y se secó la frente con el brazo.
Estaba acuclillado en una ladera erosionada de las tierras yermas que estaban en las afueras de Snakewater, Montana. Debajo de la gran concavidad azul del cielo, colinas obtusas, afloramientos de caliza desmenuzada, se extendían kilómetros y más kilómetros en todas direcciones. No había un árbol ni un arbusto. Nada, salvo roca árida, sol caliente y viento ululante.
Los visitantes encontraban las tierras malas depresivamente sombrías pero, cuando Grant contemplaba ese paisaje, veía algo por completo diferente Esa tierra árida era lo que quedaba de otro mundo, muy diferente, que se había desvanecido ochenta millones de años atrás. En los ojos de su mente, Grant se veía en el cálido y pantanoso brazo de río que conformaba la línea de ribera de un gran mar interior. Ese mar interior tenía mil novecientos kilómetros de ancho, y se extendía sin solución de continuidad desde las recientemente elevadas Montañas Rocosas hasta las agudas y escabrosas cumbres de los Apalaches. Todo el oeste norteamericano estaba bajo las aguas.
En ese entonces había nubes delgadas en el alto cielo, oscurecido por el humo de los volcanes cercanos. La atmósfera era más densa, más rica en bióxido de carbono. Las plantas crecían con rapidez a lo largo de la línea de la ribera. No había peces en esas aguas, pero sí almejas y caracoles. Los pterosaurios se abalanzaban en picado para recoger algas de la superficie. Unos pocos dinosaurios carnívoros merodeaban por las pantanosas orillas del lago, desplazándose entre las palmeras. Y costa afuera había una isla pequeña, de unos ocho mil metros cuadrados. Circundada por densa vegetación esa isla fue un santuario en el que manadas de dinosaurios herbívoros con hocicos como pico de pato ponían sus huevos en nidos comunales, y criaban a su chillona descendencia.
En el transcurso de los millones de años siguientes, el lago alcalino color verde pálido se hizo menos profundo y, por último, se desvaneció. La tierra desnuda se combó y se resquebrajó, sometida al calor. Y la isla, junto con sus huevos de dinosaurio, se convirtió en la ladera erosionada del norte de Montana, en la que Alan Grant estaba ahora practicando más excavaciones.
—¡Eh, Alan!
Se puso en pie; era un hombre fornido de cuarenta años con barba. Oyó el resoplido entrecortado y constante del generador portátil, y el lejano martilleo de la perforadora neumática abriéndose paso en la roca densa de la colina siguiente. Vio a los chicos que trabajaban alrededor de la perforadora, apartando los pedazos grandes de roca después de revisarlos para ver si contenían fósiles. Al pie de la colina divisó las seis tiendas cónicas, de estilo indio, de su campamento, la tienda en la que comían el rancho, sacudida por el viento, y la casa rodante que actuaba a guisa de laboratorio de campaña. Y vio a Ellie, haciéndole gestos con los brazos, desde la sombra del laboratorio de campaña:
—¡Visitante! —voceó, y señaló hacia el Este.
Grant vio la nube de polvo, y el «Ford» sedán azul que, dando saltos sobre el camino quebrado por zanjas, avanzaba hacia ellos. Le echó un vistazo al reloj de pulsera. Justo a tiempo. En la otra colina, los muchachos miraban, interesados. No recibían muchos visitantes en Snakewater y se había especulado mucho respecto de cuál sería el motivo por el que un abogado del Ente de Protección Ambiental querría ver a Alan Grant.
Pero Grant sabía que la Paleontología, el estudio de las formas extinguidas de vida, había cobrado en los últimos años una inesperada utilidad para el mundo moderno. El mundo moderno estaba cambiando deprisa, y a menudo parecía que cuestiones urgentes relacionadas con el clima, la deforestación, el calentamiento del globo o la capa de ozono se podían responder —en parte, por lo menos— con información del pasado. Era información que los paleontólogos podían brindar. En los últimos años, a Grant mismo le habían citado dos veces como experto pericial.
Grant empezó a bajar la colina para reunirse con el coche.
Mientras cerraba la portezuela, el visitante tosió en medio del polvo blanco:
—Bob Morris, EPA —dijo, tendiendo la mano—. Estoy en la oficina de San Francisco.
Grant se presentó y observó:
—Parece acalorado. ¿Quiere una cerveza?
—¡Jesús, sí! —Morris estaba cerca de los treinta años, llevaba corbata y los pantalones que correspondían a un traje de calle. Sostenía una cartera. Sus zapatos, de punta cuadrada y reforzada, hacían crujir las rocas mientras caminaban hacia la casa rodante.
—Cuando pasé la colina por primera vez, creí que era una reserva india —comentó, señalando las tiendas cónicas.
—No —dijo Grant—. Sólo es la mejor manera de vivir aquí.
Y explicó que en 1978, el primer año de las excavaciones, habían usado tiendas octaédricas «North Slope», las más evolucionadas que existían en ese entonces. Pero el viento se las llevaba siempre. Probaron con otros tipos de tienda, siempre con el mismo resultado. Al final, empezaron a levantar tiendas indias cónicas, que eran más amplias en el interior, más confortables y más estables ante la acción del viento.
—Estas son tiendas de los pies negros, levantadas alrededor de cuatro palos. Las de los sioux se levantaban alrededor de tres. Pero este solía ser territorio de los pies negros, por lo que pensamos…
—Ajá —asintió Morris—. Muy apropiado. —Con los ojos entrecerrados, observó el desolado paisaje y sacudió la cabeza—. ¿Cuánto tiempo han estado aquí?
—Alrededor de sesenta cajones —contestó Grant. Cuando Morris denotó sorpresa, le explicó—: Medimos el tiempo con cerveza. Comenzamos en junio con cien cajones. Hasta ahora hemos liquidado alrededor de sesenta.
—Sesenta y tres, para ser exactos —precisó Ellie Sattler, cuando llegaron a la casa rodante. A Grant le divirtió ver cómo Morris quedaba boquiabierto ante Ellie, que usaba vaqueros recortados y una camisa de trabajo anudada a mitad del torso; tenía veinticuatro años y estaba muy tostada por el sol. Llevaba el rubio cabello peinado hacia atrás.
—Ellie nos mantiene en movimiento —dijo Grant, presentándola—. Es muy buena en lo que hace.
—¿Y qué hace?
—Paleobotánica —dijo Ellie—. Y también hago los preparados típicos de campaña. —Abrió la puerta y entraron.
El aire acondicionado de la casa rodante sólo bajó la temperatura a treinta grados, pero parecía fresco después del calor del mediodía. La casa tenía una serie de mesas largas de madera, sobre las que había pulcramente dispuestos diminutos especímenes óseos, etiquetados y rotulados. Más allá había platos de cerámica y restos de artefactos de alfarería. Olía con intensidad a vinagre.
Morris echó un vistazo a los huesos:
—Pensé que los dinosaurios eran grandes —dijo.
—Lo eran —contestó Ellie—. Pero todo lo que ve aquí proviene de bebés. Snakewater es importante, principalmente, por la cantidad de lugares de anidamiento de dinosaurios. Hasta el momento en que iniciamos este trabajo, apenas sí se conocían dinosaurios bebés. Solamente se había encontrado un nido en el desierto de Gobi. Nosotros descubrimos una docena de nidos diferentes de hadrosaurios en los que estaba todo, huevos y huesos de bebés incluidos.
Mientras Grant iba a la nevera, Ellie le mostró a Morris los baños de ácido acético, que se usaba para disolver la caliza de los delicados huesos.
—Parecen huesos de pollo —dijo Morris, atisbando dentro de los platos de cerámica.
—Sí —dijo Ellie—. Son muy parecidos a los de pájaro.
—¿Y qué pasa con esos? —preguntó Morris, señalando, a través de la ventana de la casa rodante, montones de huesos grandes que estaban fuera, envueltos en plástico grueso.
—Material rechazado —explicó Ellie—. Huesos demasiado fragmentados cuando los desenterramos. Antes los descartábamos, pero ahora los enviamos para que se les someta a ensayos genéticos.
—¿Ensayos genéticos? —repitió Morris.
—Ahí va —interrumpió Grant, arrojando una cerveza a las manos de Morris. Le dio otra a Ellie, que tragó la suya de una sola vez, sin darse pausa para respirar al hacerlo, echó el largo cuello hacia atrás. Morris se quedó mirándola fijo.
—Somos bastante informales aquí —dijo Grant—. ¿Quiere pasar a mi oficina?
—Por supuesto —contestó Morris. Grant le condujo al extremo de la casa rodante, en el que había una cama despanzurrada, una silla hundida en el medio y una mesa auxiliar desvencijada. Grant se dejó caer sobre la cama, que crujió y exhaló una nube de polvo calizo. El paleontólogo se reclinó, puso los pies sobre la mesa auxiliar, que hizo un ruido al golpearla con las botas y, con un gesto, invitó a Morris a sentarse en la silla:
—Póngase cómodo.
Grant era profesor de Paleontología en la Universidad de Denver, y uno de los principales investigadores en su actividad, pero nunca se había sentido cómodo con las sutilezas sociales. Se veía a sí mismo como a un hombre destinado a trabajar al aire libre y sabía que, en Paleontología, todo el trabajo importante se hace al aire libre, con las manos. Grant tenía poca paciencia con los aspectos académicos, con los conservadores de museos, con lo que él denominaba Cazadores de Dinosaurios durante la Hora del Té. Y se esmeró un poco por distanciarse, en cuanto a vestimenta y comportamiento, de los Cazadores de Dinosaurios durante la Hora del Té llegando, inclusive, a dictar sus clases con vaqueros y zapatillas.
Grant observó cómo Morris desempolvaba escrupulosamente el asiento antes de sentarse. El hombre del EPA abrió su maletín, revolvió entre los papeles y volvió a echarle un vistazo a Ellie, que, con pinzas de punta fina, estaba levantando huesos del baño de ácido en el otro extremo de la casa rodante, sin prestarles atención.
—Probablemente se pregunta por qué estoy aquí.
Grant asintió con la cabeza:
—Hay un trecho muy largo hasta aquí, señor Morris.
—Bueno —comenzó Morris—, para ir directamente al grano, al EPA le preocupan las actividades de la Fundación Hammond. Usted recibe algunos fondos de ella.
—Treinta mil dólares anuales durante los últimos cuatro o cinco años.
—¿Qué sabe de la fundación? —preguntó Morris.
Grant se encogió de hombros:
—La Fundación Hammond es una respetada fuente de subvenciones académicas. Concede fondos a las investigaciones que se hacen en todo el mundo, comprendiendo varios investigadores de los dinosaurios. Sé que brindan apoyo a Bob Kerry, del Tyrrell en Alberta, y a John Weller en Alaska. Es probable que a más gente.
—¿Sabe por qué la Fundación Hammond respalda tantas investigaciones sobre dinosaurios?
—Claro que sí, porque el viejo John Hammond es un entusiasta fanático de los dinosaurios.
—¿Le ha visto personalmente?
Grant se encogió de hombros:
—Una o dos veces. Viene aquí para hacer visitas breves. Es bastante anciano, sabe usted. Y excéntrico, de la manera en que a veces lo es la gente rica. Pero siempre se muestra muy entusiasta. ¿Por qué?
—Bueno, pues la Fundación Hammond es, realmente, una organización bastante misteriosa. —Extrajo la fotocopia de un planisferio, marcada con puntos rojos, y se la entregó a Grant—. Estas son las excavaciones que la fundación financió el año pasado. ¿Nota algo extraño en ellas? Montana, Alaska, Canadá, Suecia… Todos son emplazamientos situados en el Norte. No hay nada por debajo del paralelo cuarenta y cinco. —Morris sacó más mapas—. Es lo mismo, año tras año. Los proyectos de búsqueda de dinosaurios que se deban hacer en el Sur, en Utah, Colorado o México, nunca obtienen fondos. La Fundación Hammond sólo presta su apoyo a las excavaciones que se hacen en clima frío. Nos gustaría saber por qué.
Grant ojeó los mapas con rapidez. Resultaban coherentes. Y si era cierto que la fundación sólo respaldaba las excavaciones en clima frío, entonces aquél era un comportamiento extraño, porque algunos de los mejores investigadores que buscaban dinosaurios estaban trabajando en climas cálidos, y…
—Y hay otros enigmas —añadió Morris—. Por ejemplo, ¿cuál es la relación que hay entre los dinosaurios y el ámbar?
—¿Ámbar?
—Sí. Es la resina amarilla dura, procedente de la savia seca del árbol…
—Sé lo que es —interrumpió Grant—. Pero, ¿por qué lo pregunta?
—Porque —dijo Morris— en el transcurso de los últimos cinco años Hammond compró enormes cantidades de ámbar en América, Europa y Asia, incluyendo muchas joyas merecedoras de estar en un museo. La fundación gastó diecisiete millones de dólares en ámbar. Ahora posee la provisión privada más grande del mundo de este material.
—No lo entiendo —dijo Grant.
—Nadie lo entiende. Al parecer, no tiene el menor sentido. El ámbar se sintetiza con facilidad, no tiene valor comercial ni militar. No hay motivo para hacer acopio de él. Pero eso es justamente lo que Hammond ha hecho durante muchos años.
—Ámbar —dijo Grant, meneando la cabeza en gesto de negación.
—¿Y qué pasa con la isla que Hammond tiene en Costa Rica? —continuó Morris—. Diez años atrás, la Fundación Hammond le alquiló una isla al Gobierno de Costa Rica. Al parecer, para iniciar una reserva biológica.
—No sé nada de eso —dijo Grant, frunciendo el entrecejo.
—No pude encontrar gran cosa —añadió Morris—. La isla se halla a ciento ochenta y cinco kilómetros, mar adentro, de la Costa Oeste. Aparentemente es muy escarpada y está en una zona del océano en la que la combinación de viento y corriente marina hacen que esté envuelta en niebla en forma perpetua. La solían llamar Isla Nubla, por estar siempre cubierta de nubosidad. En apariencia, a los costarricenses les asombró que alguien la quisiera.
Morris buscó en su maletín:
—El motivo por el que le menciono esto es —prosiguió— porque, de acuerdo con los registros, a usted le pagaron honorarios como consultores en relación con esa isla.
—¿Me pagaron? —preguntó Grant.
Morris le entregó una hoja de papel. Era una fotocopia de un cheque librado, en marzo de 1984, por «InGen Inc.», Farallon Road, Palo alto, California. Estaba extendido a la orden de Alan Grant, por un monto de doce mil dólares. En la esquina inferior del cheque había una inscripción: SERVICIOS DE CONSULTOR/COSTA RICA/HIPERESPACIO CRÍAS.
—Pues claro —asintió Grant—, ya lo recuerdo. Era más misterioso que el demonio, pero lo recuerdo. Y no tenía nada que ver con una isla.
Alan Grant encontró la primera nidada de huevos de dinosaurio en 1979, y muchos más en los dos años posteriores, pero no tuvo tiempo para publicar sus hallazgos hasta 1983. Su trabajo, en el que se informaba sobre una manada de diez mil dinosaurios con hocicos de pico de pato, que vivían a lo largo de la ribera de un vasto mar interior, que construían en el barro nidos comunales para los huevos, que criaban a los dinosaurios bebés en la manada, fue lo que hizo de Grant una celebridad de la noche a la mañana. La noción de la existencia de instintos maternales en dinosaurios gigantescos —y los dibujos de encantadoras crías recién nacidas asomando el hocico fuera de los huevos— resultaron atractivos en todo el mundo. Grant se veía acosado con solicitudes de entrevistas, conferencias, libros. Como era característico en él, las rechazó todas ya que lo único que quería era continuar sus excavaciones. Pero fue durante esos frenéticos días de mediados de la década de 1980 cuando se le acercó la compañía «InGen», haciéndole una propuesta para que les prestara servicios como consultor.
—¿Había oído hablar antes de «InGen»? —preguntó Morris.
—No.
—¿Cómo se pusieron en contacto con usted?
—Llamada telefónica. Fue un hombre llamado Gennaro o Gennino, algo así.
Morris asintió con la cabeza:
—Daniel Gennaro —dijo—. Es el asesor jurídico de «InGen».
—Como sea. Quería saber cosas respecto de los hábitos alimentarios de los dinosaurios. Y me ofreció honorarios para que empezara a redactar un trabajo.
—¿Por qué usted?
Grant bebió su cerveza, puso la lata en el suelo.
—Gennaro estaba particularmente interesado por los dinosaurios jóvenes. Recién nacidos y crías ya capaces de valerse por sí mismas. Qué comían. Supongo que pensaba que yo sabría algo de eso.
—¿Y lo sabía?
—No, en realidad, no. Se lo dije. Habíamos encontrado montones de material esquelético, mas teníamos muy pocos datos sobre la dieta. Pero Gennaro dijo que sabía que no lo habíamos publicado todo, y quería lo que fuera que tuviésemos. Y me ofreció honorarios muy altos, cincuenta mil dólares.
Morris extrajo un grabador de cinta y lo puso sobre la mesa auxiliar:
—¿Le molesta?
—No, adelante.
—Así que Gennaro le telefoneó en 1984. ¿Qué pasó entonces?
—Bueno; aquí ve usted nuestra operación. Cincuenta mil nos permitirían realizar excavaciones dos veranos completos. Le dije que haría lo que pudiera.
—Así que acordó prepararle un trabajo.
—Sí.
—¿Sobre los hábitos alimentarios de los dinosaurios jóvenes?
—Sí.
—¿Se encontró con Gennaro?
—No. Sólo hablamos por teléfono.
—¿Dijo Gennaro por qué quería esta información?
—Sí —contestó Grant—. Estaba planeando un museo para niños y quería presentar, de manera destacada, dinosaurios bebés. Dijo que estaba contratando a varios consultores académicos, y dijo quiénes eran; había paleontólogos como yo, un matemático de Texas llamado Ian Malcolm, y un par de ecólogos. Un analista de sistemas. Buen grupo.
Morris asintió con la cabeza, tomando notas:
—¿Así que usted aceptó el cargo de consultor?
—Sí. Acordé enviarle un resumen de nuestro trabajo, lo que sabíamos sobre los hábitos de los hadrosaurios de pico de pato que habíamos encontrado.
—¿Qué clase de información envió? —preguntó Morris.
—Todo; pautas de conducta de anidamiento, extensión del territorio, conducta alimentaria, conducta social. Todo.
—¿Y cómo respondió Gennaro?
—Siguió llamando una y otra vez. A veces en mitad de la noche. ¿Comerían esto los dinosaurios? ¿Comerían aquello? ¿La exposición debería incluir esto? Nunca pude entender por qué estaba tan excitado. Quiero decir que yo también creo que los dinosaurios son importantes, pero no tan importantes. Han estado muertos durante sesenta y cinco millones de años; cabría pensar que las llamadas de ese hombre bien podrían haber esperado hasta la mañana.
—Entiendo —dijo Morris—. ¿Y los cincuenta mil dólares?
Grant negó con la cabeza:
—Me cansé de Gennaro y le puse fin a todo ese asunto. Lo arreglamos en doce mil. Eso debe de haber sido como a mediados de 1985.
Morris hizo una anotación:
—¿E «InGen»? ¿Algún otro contacto con ellos?
—No desde 1985.
—¿Y cuándo empezó la Fundación Hammond a financiar sus investigaciones?
—Tendría que mirarlo. Pero fue alrededor de ese momento. Mediada la década de 1980.
—Y usted conoce a Hammond como un rico entusiasta de los dinosaurios.
—Sí
Morris hizo otra anotación.
—Mire —dijo Grant—. Si al EPA le preocupa tanto John Hammond y lo que está haciendo, los emplazamientos para excavación de dinosaurios en el Norte, las adquisiciones de ámbar, la isla en Costa Rica, ¿por qué no van, simplemente, y le preguntan al respecto?
—Por el momento no podemos.
—¿Por qué no?
—Porque no tenemos prueba alguna de que se estén cometiendo actos ilícitos. Pero, personalmente, creo que resulta indiscutible que John Hammond está intentando eludir la ley.
—Quien primero estableció contacto conmigo —explicó Morris— fue la Oficina de Transferencia de tecnología. La OTT vigila los embarques de tecnología norteamericana que pudieran tener importancia militar. Me llamó para decir que la «InGen» presentaba dos sectores en los que habría una posible transferencia ilegal de tecnología. Primero, «InGen» había despachado tres «Cray XMP» a Costa Rica. InGen había definido ese envío como transferencia entre divisiones de la propia compañía, y dijo que esas máquinas no iban a la reventa. Pero la OTT no podía imaginar para qué demonios necesitaría alguien esa potencia en Costa Rica.
—Tres «Cray». ¿Es un tipo de ordenador?
Morris asintió con la cabeza:
—Superordenadores muy poderosos. Para darle una idea, tres «Cray» representan más potencia para el procesamiento electrónico de datos que la que pueda tener cualquier otra compañía privada norteamericana. E «InGen» envió las máquinas a Costa Rica. Cabe preguntarse por qué.
—Me rindo. ¿Por qué? —dijo Grant.
—Nadie lo sabe. Y los «Hood» son todavía más preocupantes —prosiguió Morris—. Los «Hood» son secuenciadores automatizados de genes, máquinas que resuelven por sí solas la secuencia del código genético del ADN. Son tan nuevos que todavía no figuran en las listas de equipos restringidos. Pero es probable que cualquier laboratorio de ingeniería genética cuente con uno de esos secuenciadores, si es que puede pagar el medio millón de dólares que cuesta ese equipo. —Con un rápido movimiento del índice, Morris pasó las hojas de sus anotaciones—. Bueno, parece que «InGen» envió veinticuatro secuenciadores «Hood» a su isla de Costa Rica. Una vez más dijeron que era una transferencia interdivisiones, y no una exportación —dijo Morris—. No hubo mucho que la OTT pudiese hacer. Oficialmente, a ellos no les interesa el uso. Pero resultaba obvio que la «InGen» estaba montando una de las instalaciones de ingeniería genética más poderosas del mundo en un oscuro país de América Central. Un país sin reglamentaciones. Esa clase de cosas ya ocurrió antes.
Ya se habían dado casos de compañías norteamericanas, dedicadas a la bioingeniería, que se mudaban a otro país para no verse obstaculizadas por reglamentos y disposiciones jurídicas. El caso más descarado, explicó Morris, fue el de la rabia Biosyn.
En 1986, la «Genetic Biosyn Corporation», de Cupertino, ensayó una vacuna contra la rabia, vacuna elaborada por bioingeniería en una granja de Chile. La empresa no había informado al Estado chileno ni a los trabajadores de la granja que tomaron parte en el ensayo, sencillamente lanzaron la vacuna.
La vacuna consistía en un virus activo de la rabia, genéticamente modificado para que no fuese virulento. Pero no se habían hecho pruebas para comprobar la falta de virulencia. «Biosyn» no sabía si el virus todavía podía seguir ocasionando la rabia, o no podía hacerlo ya. Peor aún, el virus se había modificado. Por lo común, la rabia no se puede contraer a menos que a uno le haya mordido un animal enfermo. Pero «Biosyn» había modificado el virus de la rabia de manera que pudiera cruzar los alvéolos pulmonares: la infección se podía contraer sólo con inhalarlo. El personal de «Biosyn» había llevado el virus vivo de la rabia a Chile, en un vuelo comercial y dentro de un bolso de mano. Morris se preguntaba a menudo qué habría ocurrido si la cápsula se hubiera roto durante el vuelo; todos los que se hallaban a bordo del avión hubiesen podido contraer la rabia.
Era atroz. Demostraba irresponsabilidad. Era negligencia penalmente punible… Pero ninguna acción se entabló contra «Biosyn». Los granjeros chilenos, que, inadvertidamente, habían arriesgado la vida, eran campesinos ignorantes, el Gobierno de Chile tenía una crisis económica de la que preocuparse; y las autoridades norteamericanas estaban fuera de jurisdicción. Así que Lewis Dodgson, el genetista responsable del ensayo, todavía estaba trabajando en «Biosyn». «Biosyn» seguía siendo tan imprudente como siempre. Y otras compañías norteamericanas se estaban apresurando a montar instalaciones en países que no tenían profundos conocimientos de ingeniería genética; países que consideraban la ingeniería genética como si fuera cualquier otro progreso de alta tecnología y, por eso, le daban la bienvenida a su tierra, sin darse cuenta de los peligros que entrañaba.
—Así que por eso iniciamos nuestra investigación sobre «InGen» —dijo Morris—. Hace unas tres semanas.
—¿Y qué es lo que encontraron en realidad? —preguntó Grant.
—No mucho —admitió Morris—. Cuando yo vuelva a San Francisco, probablemente tendremos que cerrar la investigación. Y creo que ya he terminado. —Empezó a devolver sus cosas al maletín—. A propósito, ¿qué quiere decir «hiperespacio para crías»?
—No es más que un rótulo extravagante para mi informe: «Hiperespacio» es un término para denominar un espacio multidimensional, como un ta-te-ti tridimensional. Si se tomaran en cuenta todas las pautas de conducta de un animal, su alimentación, su desplazamiento y su sueño, se podría representar el animal dentro del espacio multidimensional. Algunos paleontólogos hacen referencia a la conducta de un animal diciendo que tiene lugar en un hiperespacio ecológico. «Hiperespacio para crías» se referiría, sencillamente, a la conducta de los dinosaurios jóvenes… si uno quisiera ser lo más presuntuoso posible.
En el otro lado de la casa rodante, el teléfono sonó. Ellie lo cogió y respondió:
—En este preciso momento está en una reunión. ¿La puede llamar él?
Con un sonido seco, Morris cerró su maletín y se puso en pie.
—Gracias por su ayuda y la cerveza —dijo.
—No tiene importancia —repuso Grant.
Grant caminó con Morris por la casa rodante hasta la puerta situada en el extremo opuesto. Morris dijo:
—¿Alguna vez Hammond le pidió material físico de su excavación? ¿Huesos, o huevos, o cosas como ésas?
—No. ¿Por qué?
—¿Sufrió algún robo aquí?
—¿Robos aquí? —dijo Grant, señalando el paisaje con un ademán.
—Creo que no —dijo Morris, sonriendo—. La doctora Sattler dijo que ustedes hacen algo de investigación genética aquí…
—Bueno, no es así exactamente. Cuando descartamos los fósiles que están rotos o que, por alguna otra razón, no son aptos para su conservación en un museo, enviamos los huesos a un laboratorio, que los muele y trata de extraer proteínas para nosotros. Después, se identifican las proteínas y el informe se nos envía de vuelta.
—¿Qué laboratorio es ése?
—«Servicios Médicos Biológicos», en Salt Lake.
—¿Cómo lo eligieron?
—Por licitación.
—¿No tiene que ver con «InGen»? —preguntó Morris.
—No, que yo sepa —dijo Grant.
Llegaron hasta la puerta de la casa rodante. Grant la abrió y sintió la acometida del aire caliente proveniente del exterior. Morris se detuvo para ponerse sus gafas para sol.
—Una última cosa —dijo—. Supongamos que «InGen» no estuviera realmente preparando una exposición de museo, ¿hay algo más que podría haber hecho con la información que contenía el informe que usted les dio?
Grant rió:
—Claro que sí. Podría haber alimentado a un hadrosaurio bebé.
Morris rió también:
—Un bebé hadrosaurio. Eso sería interesante. ¿Qué tamaño tenían?
—Algo así —dijo Grant, separando las manos unos quince centímetros—. Como una ardilla.
—¿Y cuánto tiempo pasa hasta que adquiere el tamaño adulto?
—Tres años —dijo Grant—. Año más, año menos.
Morris le tendió la mano:
—Bueno, gracias por su ayuda.
—Conduzca de regreso con calma —aconsejó Grant. Observó unos momentos, mientras Morris caminaba de vuelta a su auto, y después cerró la puerta de la casa rodante.
Una vez dentro preguntó:
—¿Qué te parece?
Ellie se encogió de hombros y dijo:
—Ingenuo.
—¿Te gusta la parte en la que John Hammond es el maligno archivillano? —Grant rió—. John Hammond es casi tan siniestro como Walt Disney. A propósito, ¿quién llamó?
—Ah, era una mujer llamada Alice Levin. Trabaja en el Centro Médico de Columbia. ¿La conoces?
—No.
—Bueno, era algo relativo a la identificación de unos restos. Quiere que la llames de inmediato.