Nueva York

El doctor Richard Stone, director del Laboratorio de Enfermedades Tropicales del Centro Médico de la Universidad de Columbia, a menudo señalaba que el nombre sugería que se trataba de una institución de mayor importancia de la que realmente tenía. A comienzos del siglo XX, cuando el laboratorio ocupaba todo el cuarto piso del Edificio de Investigaciones Biomédicas, dotaciones de técnicos trabajaban para eliminar el flagelo de la fiebre amarilla, la malaria y el cólera. Pero los éxitos médicos —los antibióticos y las vacunas— y los laboratorios de investigación de Nairobi y San Pablo habían convertido al LET en algo mucho menos importante de lo que lo había sido una vez. Ahora, con una fracción de su tamaño original, solamente empleaba a dos técnicos a tiempo completo, y éstos se dedicaban, primordialmente, al diagnóstico de las enfermedades que padecían los neoyorquinos que habían viajado al exterior. La cómoda rutina del laboratorio no estaba preparada para lo que recibió esa mañana.

—¡Oh, muy agradable! —comentó la técnica del Laboratorio de Enfermedades Tropicales mientras leía el rótulo de la aduana—. Fragmento parcialmente masticado de lagartija costarricense no identificada. —Arrugó la nariz—. Ésta es completamente suya, doctor Stone.

Richard Stone cruzó el laboratorio para inspeccionar el material recién llegado:

—¿Es este el material proveniente del laboratorio de Ed Simpson?

—Sí. Pero no sé por qué nos envían una lagartija a nosotros.

—Llamó su secretaria —repuso Stone—. Simpson está en Borneo, haciendo un viaje de estudio durante el verano y, debido a que con esta lagartija hay una cuestión de enfermedad transmisible, la secretaria le ha pedido a nuestro laboratorio que le eche un vistazo. Veamos qué es lo que tenemos.

El cilindro blanco de plástico tenía el tamaño de un recipiente de leche de dos litros. Llevaba pasadores metálicos de cierre y una tapa a rosca. Un rótulo decía «Recipiente Internacional para Especímenes Biológicos» y estaba completamente cubierto con autoadhesivos y advertencias en cuatro idiomas; las advertencias cumplían el propósito de evitar que el cilindro fuese abierto por funcionarios aduaneros suspicaces.

En apariencia, las advertencias habían funcionado, pues cuando Richard Stone desplazó la gran lámpara, poniéndola sobre el recipiente, pudo ver que los sellos seguían intactos. Después encendió el circuito cerrado de aireación, y se puso guantes de plástico y una mascarilla. Después de todo, hacía poco que el laboratorio había identificado casos de fiebre equina venezolana, encefalitis japonesa B, virus de la Jungla Kiasanur, virus Langat y de Mayaro. Después, desatornilló la tapa.

Se oyó el siseo de gas que escapa y salió una nube de humo blanco. El cilindro se enfrió hasta escarcharse. En su interior, Stone encontró una bolsa plástica para sándwiches, con cierre de cremallera, que contenía algo verde. Extendió un campo quirúrgico sobre la mesa y sacó el contenido de la bolsa, sacudiéndolo; un animal congelado golpeó la mesa con ruido sordo.

—¡Ajj! —exclamó la técnica—. Parece mordido.

—Sí —asintió Stone—. ¿Qué quieren de nosotros?

La técnica consultó los documentos adjuntos:

—La lagartija está mordiendo a los niños de la localidad. Piden la identificación de la especie de lagartija, y les preocupan las enfermedades que pudiera transmitir la mordedura. —La mujer extrajo el dibujo infantil de una lagartija, que llevaba la firma TINA en la parte superior—. Uno de los niños hizo un dibujo del animal.

Stone miró el dibujo:

—Evidentemente, no podemos identificar la especie, pero podemos comprobar las enfermedades con bastante facilidad, si podemos sacar algo de sangre de este fragmento. ¿Cómo llaman a este animal?

Basiliscus amoratas con anomalía genética consistente en tres dedos en las patas posteriores —dijo la mujer, leyendo.

—Muy bien. Empecemos. Mientras usted espera a que se descongele, tómele unas placas de rayos X y hágale unas fotos con la «Polaroid» para el registro. Una vez tengamos sangre, empiece a someterla a una batería de pruebas para determinación de anticuerpos, hasta que obtengamos algunas coincidencias. Hágame saber si hay problemas.

Antes del almuerzo el laboratorio tenía la respuesta: la sangre de la lagartija no mostraba una reactividad importante ante ningún antígeno vírico o bacteriano. También trazaron perfiles de toxicidad y encontraron solamente uno positivo: la sangre era levemente reactiva al veneno de la cobra real de la India. Pero una leve interreactividad era frecuente entre las especies de reptiles, y el doctor Stone no lo consideró digno de atención como para agregarlo al facsímil que la técnica le envió al doctor Martin Gutiérrez esa misma tarde.

Nunca se hizo pregunta alguna sobre la identificación de la lagartija. Eso tendría que esperar al regreso del doctor Simpson. No se le esperaba hasta dentro de varias semanas, y su secretaria preguntó si el LET tendría la gentileza de guardar el fragmento de lagartija mientras tanto El doctor Stone lo volvió a meter en la bolsa con cierre de cremallera y lo metió en el frigorífico.

Martin Gutiérrez leyó el facsímil que provenía del Centro Médico Columbia/Laboratorio de Enfermedades Tropicales. Era breve:

SUJETO: Basiliscus amoratus con anomalía genética (enviado desde la oficina del doctor Simpson).

MATERIALES: segmento posterior, animal parcialmente comido.

PRUEBAS EFECTUADAS: rayos X, RTX microscópico, inmunológico para determinación enfermedad vírica, parasitaria, bacteriana.

HALLAZGOS: no hay evidencias histológicas ni inmunológicas de existencia de ninguna enfermedad vírica, parasitaria, bacteriana.

HALLAZGOS: no hay evidencias histológicas ni inmunológicas de existencia de ninguna enfermedad transmisible al hombre en esta muestra de Basiliscus amoratus.

(firmado)

RICHARD A. STONE, doctor en medicina, director.

Sobre la base de este memorándum, Gutiérrez hizo dos conjeturas: la primera, que su identificación de la lagartija como basilisco quedaba confirmada por los científicos de la Universidad de Columbia. Y la segunda, que la ausencia de enfermedades trasmisibles quería decir que los recientes episodios de mordeduras esporádicas de lagartijas no entrañaban consecuencias graves para la salud de Costa Rica. Por el contrario, pensó que su punto de vista original era correcto, que una especie de lagartija se había visto empujada a salir de la jungla para ocupar un nuevo hábitat, y que se estaba poniendo en contacto con la gente de las aldeas. Gutiérrez estaba seguro de que dentro de unas pocas semanas más, la lagartija se calmaría y los episodios de mordeduras acabarían.

La lluvia tropical caía formando grandes láminas que calaban hasta el tuétano, martilleando sobre el techo acanalado del edificio de la clínica de Bahía Añasco. Era casi medianoche; la corriente eléctrica se había interrumpido por la tormenta, y la partera Elena Morales estaba trabajando iluminándose con una linterna, cuando oyó un sonido chirriante, como un gorjeo. Con la idea de que se trataba de una rata, rápidamente aplicó una compresa en la frente de la madre y fue a la habitación contigua para confirmar que el bebé recién nacido estaba bien. Cuando su mano tocó el pomo de la puerta, volvió a oír el gorjeo, y Elena se agachó. Evidentemente, no era más que un pájaro, que había entrado por la ventana para escapar de la lluvia. Los costarricenses dicen que cuando un pájaro viene a visitar a un recién nacido, trae consigo buena suerte.

Elena abrió la puerta e iluminó el interior de la habitación con su linterna. No vio un pájaro.

El bebé estaba acostado en una cuna de mimbre apoyada en el suelo, envuelto únicamente en una manta liviana, con la cara descubierta. Alrededor del borde de la cuna, tres lagartijas de un color verde oscuro se agachaban como gárgolas. Cuando vieron a Elena levantaron la cabeza y la contemplaron con curiosidad, pero no huyeron. A la luz de su linterna, Elena vio la sangre que les goteaba del hocico. Al tiempo que gorjeaba con suavidad, una de las lagartijas se inclinó y, con una rápida sacudida de la cabeza, arrancó un trozo de carne del bebé.

Elena avanzó, gritando, y las lagartijas escaparon hacia la oscuridad. Pero mucho antes de llegar hasta la cuna pudo ver lo que le había ocurrido a la cara del bebé, y supo que el niño tenía que estar muerto. Las lagartijas se dispersaron en la lluviosa noche, gorjeando y chirriando, dejando huellas sangrientas de patas de tres dedos, como las de los pájaros.