Puntarenas

—Creo que está bastante mejor ahora —dijo el doctor Cruz, bajando la solapa plástica de la tienda de oxígeno que rodeaba a Tina, mientras la niña dormía.

Mike Bowman estaba sentado junto a la cama, cerca de su hija. Mike pensó que el doctor Cruz probablemente era muy competente: hablaba un excelente inglés, producto de su preparación en centros médicos de Londres y Baltimore. El doctor Cruz irradiaba competencia, y la «Clínica Santa María», el moderno hospital de Puntarenas, era inmaculada y eficiente.

Pero, aun así, Mike Bowman se sentía nervioso. El hecho incontestable era que su única hija estaba gravemente enferma, y que estaban lejos de casa.

Cuando Mike llegó hasta Tina, la niña estaba gritando histéricamente entre las raíces de mangle. Tenía el brazo izquierdo sangrante, cubierto con profusión de mordeduras pequeñas, cada una del tamaño de una huella de pulgar. Y había salpicaduras de algo pegajoso en el brazo, como si fuera una saliva espumosa.

La llevó por la playa. Casi de inmediato, el brazo empezó a enrojecer y a hincharse, y Mike no olvidaría en mucho tiempo ese frenético viaje de vuelta a la civilización, el «Land Rover» de tracción en las cuatro ruedas resbalando y patinando por el embarrado sendero que llevaba a las colinas, mientras Tina gritaba presa del miedo y del dolor, y el brazo cada vez se le hinchaba y enrojecía más. Mucho antes de que llegaran a los límites del parque, la tumefacción se le había extendido al cuello y, entonces, la niña empezó a tener dificultades para respirar…

—¿Estará bien ahora? —preguntó Ellen, mirando con fijeza a través de la tienda plástica de oxígeno.

—Así lo creo —la tranquilizó el doctor Cruz—. Le he administrado otra dosis de esteroides y su respiración es mucho más fácil. Y pueden ver que el edema del brazo está sumamente reducido.

Mike Bowman terció:

—En cuanto a las mordeduras…

—Todavía no tenemos la identificación —aclaró el médico—. Yo tampoco he visto mordeduras así antes. Pero notarán que están desapareciendo; ya resulta bastante difícil distinguirlas. Afortunadamente he tomado fotografías, como referencia. Y le hice un lavado de los brazos para recoger muestras de esa saliva viscosa, una para que se haga el análisis aquí, una segunda para enviarla a los laboratorios de San José, y la tercera se conservará congelada, en caso de que haga falta. ¿Tienen el dibujo que hizo la niña?

—Sí —dijo Mike Bowman. Le entregó al médico el boceto que Tina había hecho, en respuesta a preguntas formuladas por el personal de admisión.

—¿Este es el animal que la mordió? —preguntó el doctor Cruz, mirando el dibujo.

—Sí —respondió Mike Bowman—. Dijo que era una lagartija verde, del tamaño de una gallina o de un cuervo.

—No conozco lagartijas así —contestó el médico—. La dibujó levantada sobre las patas traseras…

—Así es. Dijo que caminaba sobre las patas traseras.

El doctor Cruz frunció el entrecejo. Contempló el dibujo un rato más:

—No soy un experto. Le he pedido al doctor Gutiérrez que nos visite aquí; es el investigador jefe de la Reserva Biológica de Carara, que está al otro lado de la bahía. Quizá pueda identificar el animal.

—¿No hay alguien de Cabo Blanco? —preguntó Bowman—. Ahí es donde mi hija fue mordida.

—Por desgracia, no. Cabo Blanco no tiene personal permanente y ningún investigador trabaja allí desde hace algún tiempo. Es probable que ustedes fueran las primeras personas que caminaban por esa playa después de varios meses. Pero estoy seguro de que encontrarán que el doctor Gutiérrez tiene amplios conocimientos sobre el tema. —Echó un vistazo a su reloj—. Llamé a la estación de Carara hace tres horas, cuando llegó su hija. El doctor Gutiérrez debe de estar a punto de llegar.

El doctor Gutiérrez resultó ser un hombre barbado que llevaba pantalones cortos y camisa caqui. La sorpresa fue que era norteamericano. Cruz se lo presentó a los Bowman, a quienes dijo con suave acento sureño:

—Señor y señora Bowman, ¿cómo están ustedes?, es un placer conocerles. —Y después pasó a explicarles que era biólogo de campo de Yale, y que había estado trabajando en Costa Rica durante los cinco últimos años.

Marty Gutiérrez examinó a Tina concienzudamente, levantándole el brazo con delicadeza, escudriñando de cerca cada una de las mordeduras con una linterna, para medirlas después con una pequeña regla de bolsillo. Después de unos momentos, Gutiérrez retrocedió, asintiendo para sí con la cabeza, como si hubiera entendido algo. Después inspeccionó las instantáneas «Polaroid» e hizo varias preguntas respecto de la saliva, de la que Cruz le dijo que todavía estaban examinándola en el laboratorio.

Finalmente, se volvió a Mike Bowman y su esposa, que esperaban, en tensión:

—Creo que Tina se pondrá bien. Pero quiero aclarar algunos pocos detalles —dijo, tomando notas con mano firme—. ¿Su hija dice que la mordió una lagartija verde, de treinta centímetros de alto aproximadamente, que caminaba erguida por la playa después de haber salido del pantano de mangles?

—Así es, sí.

—¿Y la lagartija produjo una especie de sonido oral?

—Tina dijo que gorjeaba o chirriaba.

—¿Como un ratón, dirían ustedes?

—Sí.

—Bien, pues conozco esta lagartija. De las seis mil especies de lagartijas que hay en el mundo, no más de una docena de especies caminan erguidas. De esas especies, solamente cuatro se hallaron en América Latina y, a juzgar por la coloración, la lagartija únicamente podría ser una de las cuatro. Estoy seguro de que esta lagartija era un Basiliscus amoratus, un basilisco veteado, que se encuentra aquí, en Costa Rica, y también en Honduras. Cuando se yerguen sobre las patas traseras, a veces llegan a medir unos treinta centímetros.

—¿Son venenosas?

—No, señora Bowman. En absoluto. —Gutiérrez explicó que la tumefacción del brazo de Tina se debió a una reacción alérgica—. Según la bibliografía, el catorce por ciento de la gente es intensamente alérgica a los reptiles —dijo—, y su hija parece pertenecer a ese porcentaje.

—Estaba gritando, decía que era doloroso.

—Probablemente lo era. La saliva de los reptiles contiene serotonina, que ocasiona un dolor tremendo. —Se volvió hacia Cruz—: ¿La presión sanguínea le bajó con antihistamínicos?

—Sí, rápidamente.

—Serotonina —dijo Gutiérrez—. No cabe duda alguna.

Aun así, Ellen Bowman seguía intranquila:

—¿Pero por qué una lagartija mordería a mi hija, en primer lugar?

—Las mordeduras de lagartija son muy comunes —dijo Gutiérrez—. En los zoológicos, el personal que atiende a los animales recibe mordeduras con mucha frecuencia. Sin ir más lejos, el otro día oí que una lagartija había mordido a un bebé en su cuna, en Amaloya, a unos cien kilómetros de donde estaban ustedes. Así que las mordeduras sí se producen. Pero no sé por qué su hija tiene tantas. ¿Qué estaba haciendo en ese momento?

—Nada. Dijo que estaba sentada muy quieta porque no quería espantar al animal.

—Sentada muy quieta —dijo Gutiérrez, frunciendo el entrecejo. Sacudió la cabeza, en un gesto de negación—. Bueno, no creo que podamos decir con exactitud lo que pasó. ¡Los animales silvestres son tan impredecibles!

—¿Y qué hay sobre la saliva espumosa que tenía en el brazo? —preguntó Ellen—. Sigo pensando en la rabia…

—No, no. Un reptil no transmite la rabia, señora Bowman. Su hija padeció una reacción alérgica a la mordedura de un basilisco. Nada grave.

Entonces, Mike Bowman le mostró el dibujo que había hecho Tina. Gutiérrez asintió con la cabeza:

—Yo aceptaría esto como la ilustración de un basilisco —dijo—. Unos pocos detalles están mal, claro: el cuello es demasiado largo y la niña dibujó las patas traseras con tres dedos nada más, en vez de cinco. La cola es demasiado gruesa y está demasiado elevada pero, aparte de eso, ésta es una lagartija, perfectamente útil, de la especie de la que estamos hablando.

—Pero Tina dijo específicamente que el cuello era largo —insistió Ellen Bowman—. Y dijo que tenía tres dedos en la pata.

—Tina es muy observadora —agregó Mike Bowman.

—Estoy seguro de que es todo eso —dijo Gutiérrez, sonriendo—. Pero sigo creyendo que a su hija la mordió un Basiliscus amoratus vulgar, y que tuvo una grave reacción herpetológica. El tiempo normal de evolución de la enfermedad es, con medicación, de doce horas. Debería estar perfectamente bien por la mañana.

En el moderno laboratorio situado en el sótano de la Clínica Santa María corrió la voz de que el doctor Gutiérrez había identificado al animal que mordió a la niña norteamericana, estableciendo que era un inofensivo basilisco. De inmediato se detuvo el análisis de la saliva, aun cuando una destilación fraccionada preliminar demostró la presencia de varias proteínas de peso molecular extremadamente alto y de acción biológica desconocida. Pero el técnico del servicio nocturno estaba ocupado, y puso las muestras de saliva en un estante de frigorífico.

A la mañana siguiente, el empleado de día revisó el contenido del estante, comparándolo con la lista de los pacientes a los que iba a dar de alta. Al ver que BOWMAN, CHRISTINA L. iba a ser dada de alta esa mañana, el empleado tiró las muestras de saliva. En el último momento se dio cuenta de que una de las muestras tenía la etiqueta roja, lo que quería decir que esa muestra debía ser enviada al laboratorio de la Universidad, en San José. El empleado sacó el tubo de ensayo del cesto de los desperdicios y lo mandó adonde tenía que ir.

—Adelante. Dile «gracias» al doctor Cruz —indicó Ellen Bowman, y empujó a Tina hacia delante.

—Gracias, doctor Cruz —dijo Tina—. Me siento mucho mejor ahora. —Alzó la mano y estrechó la del médico. En ese momento, dijo—: Lleva una camisa diferente.

Durante unos instantes, el médico frunció el entrecejo. Después asintió:

—Cierto, Tina. Cuando trabajo toda la noche en el hospital, por la mañana me cambio de camisa.

—¿Pero no la corbata?

—No. Solamente la camisa.

Ellen Bowman intervino:

—Le dije que es observadora.

—Por cierto que lo es. —El doctor Cruz sonrió y estrechó la mano de la niñita con aire grave—. Que pases unas buenas vacaciones, Tina. Disfruta los días que te quedan en Costa Rica.

—Lo haré.

La familia Bowman ya se retiraba, cuando el doctor Cruz dijo:

—Ah, Tina, ¿recuerdas a la lagartija que te mordió?

—Aja.

—¿Recuerdas sus patas?

—Aja.

—¿Tenían dedos?

—Sí.

—¿Cuántos dedos tenían?

—Tres.

—¿Cómo lo sabes?

—Porque lo miré. De todos modos, todos los pájaros de la playa dejaban huellas de tres dedos en la arena, así. —Levantó la mano, con los tres dedos de en medio bien separados—. Y la lagartija también dejó esas huellas en la arena.

—¿La lagartija dejó huellas como de pájaro?

—Aja. Y caminaba como un pájaro, también. Sacudía la cabeza así, para arriba y para abajo. Dio unos pasos, subiendo y bajando la cabeza con movimientos cortos y convulsivos.

Una vez que los Bowman hubieron partido, el doctor Cruz decidió informar de esta conversación a Gutiérrez, que estaba en el departamento de biología:

—Debo admitir que el relato de la niña me deja perplejo —dijo Gutiérrez—. Yo mismo estuve haciendo algunas comprobaciones. Me alegro de que se haya recuperado, pero ya no estoy seguro de que la haya mordido un basilisco. No estoy nada seguro.

—Entonces, ¿qué pudo haber sido?

—Bueno —dijo Gutiérrez—, no hagamos especulaciones prematuras. A propósito, ¿te enteraste de que en el hospital haya habido otros casos de mordedura de lagartija?

—No, ¿por qué?

—Házmelo saber, amigo mío, si te enteras.