21

LO DESPERTÓ LA MÚSICA, y al principio podrían haber sido los latidos de su propio corazón. Se sentó junto a ella y se cubrió los hombros con la chaqueta en el frío de la madrugada; la luz gris en la puerta, el fuego extinguido hacía tiempo.

Unos jeroglíficos fantasmales pululaban delante de él, líneas traslúcidas de símbolos que se ordenaban sobre el fondo neutro de la pared del búnker. Se miró el dorso de las manos; unas tenues moléculas de neón reptaban bajo la piel, obedeciendo al inescrutable código. Alzó la mano derecha y la movió un momento; dejó una débil y agonizante estela de imágenes secundarias intermitentes.

El pelo se le erizó en la nuca y los brazos. Se acuclilló allí, mostrando los dientes, y prestó atención a la música. El pulso se desvanecía, regresaba, moría…

—¿Qué te pasa? —Ella se incorporó, apartándose el pelo de los ojos—. Cariño…

—Tengo ganas… de droga… ¿Tienes?

Ella sacudió la cabeza, lo buscó con las manos, lo sujetó por los brazos.

—Linda, ¿quién te lo dijo? ¿Quién te dijo que yo vendría? ¿Quién?

—En la playa —dijo ella, y algo la obligó a desviar la mirada—. Un muchacho. Lo veo en la playa. Trece años, tal vez. Vive aquí.

—¿Y qué fue lo que dijo?

—Dijo que vendrías. Que tú no me odiarías. Que aquí estaríamos bien; y me dijo dónde estaba el pozo de lluvia. Parece mexicano.

—Brasileño —dijo Case, mientras una nueva ola de símbolos corría pared abajo—. Creo que es de Río. —Se puso de pie y comenzó a forcejear con los tejanos.

—Case —dijo, ella y le tembló la voz—, Case, ¿adónde vas?

—Creo que voy a buscar a ese muchacho —dijo él, junto con una nueva marejada de música; era sólo un ritmo, sostenido y familiar, pero no conseguía reconocerlo.

—No vayas, Case.

—Me pareció ver algo, cuando llegué. Una ciudad a lo lejos, en la playa. Pero ayer ya no estaba. ¿La has visto alguna vez? —Se subió el cierre de la cremallera y rompió de un tirón el nudo imposible de los cordones de los zapatos. Al fin arrojó los zapatos a un rincón.

Ella movió la cabeza, asintiendo, la mirada baja.

—Sí. A veces la veo.

—¿Has ido alguna vez allí, Linda? —Case se puso la chaqueta.

—No —dijo ella—, pero lo he intentado. Al principio, cuando llegué; estaba aburrida. En todo caso pensé que sería una ciudad, y que a lo mejor podía conseguir algo de droga. —Hizo una mueca—. Ni siquiera me sentía mal, sólo tenía ganas. Así que puse comida en una lata y la diluí bastante, porque no tenía otra lata para el agua. Y caminé todo el día, y la podía ver, a veces, la ciudad, y no parecía estar demasiado lejos. Pero nunca llegaba a acercarme. Y luego empecé a acercarme, y vi lo que era. Varias veces, aquel día, me pareció que estaba en ruinas, o tal vez era que nadie vivía allí, y otras veces me pareció ver luces que destellaban de una máquina, de coches o de algo… —calló, arrastrando la voz.

—¿Qué es?

—Esta cosa. —Hizo un ademán que abarcaba al entorno de la chimenea, las paredes oscuras, el amanecer que se insinuaba en la entrada—. Donde vivimos. Se hace cada vez más pequeña, Case, más pequeña, a medida que te acercas.

Deteniéndose una última vez, junto a la entrada:

—¿Se lo has preguntado al muchacho?

—Sí. Dijo que yo no lo entendería, y que no me preocupara. Dijo que era, que era como… un evento. Y que era nuestro horizonte. Lo llamó horizonte de eventos.

Las palabras no tenían ningún significado para él. Salió del búnker y fue ciegamente —lo sabía, de algún modo— en dirección contraria al mar. Ahora los jeroglíficos corrían por la arena, se le escabullían entre los pies, se alejaban de él mientras caminaba.

—Eh —dijo—, se está viniendo abajo. Apuesto que tú también lo sabes. ¿Qué es? ¿El Kuang? ¿Un rompehielos chino comiéndote las entrañas? Tal vez el Dixie Flatline no es tan tonto, ¿eh?

Oyó que lo llamaban. Miró hacia atrás: ella lo seguía, sin tratar de darle alcance; la cremallera rota de sus pantalones militares aleteaba contra el bronceado del vientre: vello púbico enmarcado en tela desgarrada. Parecía una de esas chicas de las viejas revistas que el finlandés tenía en la Metro Holografix, viva, sólo que ella parecía cansada, y triste, y humana; patética en el traje desgarrado, tropezando con montones de algas de plata-sal.

Y entonces, sin saber cómo, estaban en el agua, los tres; y las encías del muchacho eran grandes, rosadas y brillantes en el rostro delgado y moreno. Llevaba pantalones cortos, incoloros y harapientos; las piernas eran demasiado flacas sobre el deslizante fondo gris azul de la marea.

—Yo te conozco —dijo Case, Linda junto a él.

—No —dijo el muchacho con una voz alta y musical—, no me conoces.

—Eres la otra IA. Tú eres Río. El hombre que quiere detener a Wintermute. ¿Cómo te llamas? Tu código Turing. ¿Cuál es?

El muchacho se sostuvo sobre las manos cabeza abajo en la orilla, riendo. Caminó sobre las manos y luego saltó fuera del agua. Los ojos eran los de Riviera, pero no había malicia en ellos.

—Para invocar a un demonio necesitas saber qué nombre tiene. Los hombres soñaron con eso, una vez, pero ahora es una realidad, de otra manera. Tú lo sabes, Case. Tu oficio es aprender los nombres de programas, los largos nombres oficiales, los nombres que los propietarios tratan de esconder. Los nombres verdaderos…

—Un código Turing no es tu nombre.

—Neuromante —dijo el muchacho, entornando los ojos grises y alargados de cara al sol naciente—. El camino a la tierra de los muertos. Donde tú estás, amigo mío. Marie-France, mi señora, ella preparó este camino, pero el señor la estranguló antes de que yo pudiera leer el libro de días de la señora. Neuro, de nervios, los senderos plateados. Ilusionista. Nigromante. Yo invoco a los muertos. Pero no, amigo mío. —Y el muchacho ejecutó unos breves pasos de danza, los pies morenos marcando huellas en la arena—. Yo soy los muertos, y la tierra de los muertos. —Se echó a reír. Una gaviota chilló—. Quédate. Si tu mujer es un fantasma, ella no lo sabe. Tampoco tú lo sabrás.

—Te estás resquebrajando. El hielo se está rompiendo.

—No —dijo el muchacho, de pronto triste, encorvando los hombros frágiles. Se frotó un pie en la arena—. Es mucho más sencillo. Pero eres tú quien decide. —Los ojos grises miraron a Case con gravedad. Una nueva oleada de símbolos cruzó el campo visual de Case, línea a línea. Detrás, el muchacho se retorcía, como visto a través del calor reverberante del asfalto en verano. Ahora el sonido de la música había aumentado, y Case casi podía distinguir las palabras.

—Case, cariño —dijo Linda, y le tocó un hombro.

—No —dijo él. Se quitó la chaqueta y se la dio—. No sé —dijo—, quizás estés aquí. En todo caso, hace frío.

Dio media vuelta y se alejó caminando, y al dar el séptimo paso cerró los ojos observando cómo la música se definía a sí misma en el centro de todo. Volvió la cabeza, una vez, aunque sin abrir los ojos.

No era necesario.

Estaban en la orilla del mar, Linda Lee y el muchacho delgado que decía llamarse Neuromante. Linda sostenía la chaqueta de cuero de él, colgada de la mano, sobre la cresta de las olas.

Case siguió caminando, siguiendo la música.

El sonido dub sionita de Maelcum.

Había un lugar gris, una impresión de finas pantallas que se movían, muaré, grados de semitonos generados por un sencillo programa de gráficos. Un plano prolongado de una toma vía satélite; gaviotas inmovilizadas en vuelo sobre aguas oscuras. Había voces. Había una llanura de espejo negro, que se inclinaba, y él era mercurio, una gota de mercurio que se deslizaba hacia abajo, chocando en los rincones de un laberinto invisible, fragmentándose, juntándose, resbalando de nuevo…

—Case, hombre.

La música.

—Has regresado, hombre.

Le quitaron la música de los oídos.

—¿Cuánto tiempo? —se oyó preguntar, y supo que tenía la boca reseca.

—Cinco minutos, quizás. Demasiado tiempo. Yo quería desconectarte. Mute dijo que no. La pantalla empezó a hacer cosas raras, y entonces Mute dijo que te pusiera los audífonos.

Abrió los ojos. Las facciones de Maelcum estaban cubiertas por cintas de jeroglíficos traslúcidos.

—Y tu medicina —dijo Maelcum—. Dos dermos.

Estaba tendido boca arriba en el suelo de la biblioteca, debajo del monitor. El sionita lo ayudó a incorporarse, pero el movimiento lo arrojó al torrente salvaje de la betafenetilamina; los dermos azules le quemaban en la muñeca izquierda.

—Sobredosis —alcanzó a decir.

—Vamos, hombre. —Las manos poderosas bajo las axilas de Case lo levantaron como si fuera un niño—. Yo y yo tenemos que marcharnos.