19

LA VILLA STRAYLIGHT era una estructura parasitaria, recordó Case al pasar junto a las mechas de calafateado y por la escotilla de proa del Marcus Garvey. Straylight chupaba aire y agua de Freeside, y no tenía un ecosistema propio.

El túnel de entrada que se extendía desde el muelle era una versión más elaborada del que había atravesado trabajosamente para llegar al Haniwa, y lo utilizaban en la gravedad de rotación del huso. Era un túnel corrugado, articulado mediante miembros hidráulicos integrales; dos segmentos estaban unidos por anillos de plástico resistentes y antideslizantes, y los anillos servían como peldaños. El túnel serpenteaba alrededor del Haniwa; era horizontal en el punto donde se unía con la antecámara del Garvey, pero se alzaba en una pronunciada curva hacia la izquierda sobre el casco del yate. Ya Maelcum estaba subiendo por los anillos, izándose con la mano izquierda, la Remington en la derecha. Llevaba unos holgados y sucios pantalones militares, chaqueta de nailon verde sin mangas y un par de andrajosas zapatillas de suela rojo brillante. El túnel se sacudía ligeramente cada vez que trepaba a otro anillo.

Las hebillas del improvisado atado de Case se le hundían en el hombro por el peso de la Ono-Sendai y la estructura del Flatline. Ahora sólo sentía miedo, un pavor generalizado. Lo apartó, obligándose a recordar el discurso de Armitage sobre el huso y Villa Straylight. Comenzó a subir. El ecosistema de Freeside tenía límites, no era cerrado. Sión era un sistema cerrado, capaz de funcionar durante años sin la introducción de materiales externos. Freeside producía aire y agua, pero dependía de los constantes suministros de comida, del sostenido aumento de nutrientes terrestres. La Villa Straylight no producía nada en absoluto.

—Hombre —dijo Maelcum en voz baja—, sube aquí, a mi lado. —Case se inclinó de costado en la escalerilla circular y subió los últimos anillos. El corredor terminaba en una compuerta pulida, ligeramente convexa, que medía dos metros de diámetro. Los miembros hidráulicos del tubo desaparecían en unos compartimientos flexibles dispuestos en el marco de la escotilla.

—Bueno, ¿entonces qué…?

Case cerró la boca en cuanto se abrió la escotilla y una leve diferencia de presión le arrojó un chorro de arenisca a los ojos.

Maelcum se acercó a gatas al borde, y Case oyó el menudo ruido metálico del seguro de la Remington.

—Eres tú quien tiene prisa, hombre… —susurró Maelcum, agazapado. Case lo alcanzó.

La escotilla estaba en el centro de una cámara redonda y abovedada, pavimentada con baldosas azules antideslizantes. Maelcum le dio un codazo a Case y señaló un monitor en una pared curva. En la pantalla, un hombre alto y joven con las facciones de los Tessier-Ashpool se cepillaba las mangas de un traje oscuro. Estaba junto a una escotilla idéntica, en una sala idéntica.

—Lo lamento mucho, señor —dijo una voz desde una rejilla del centro de la compuerta. Case miró hacia arriba—. Lo esperaba más tarde, en el muelle axial. Un momento, por favor. —En el monitor el joven movió la cabeza con impaciencia.

Maelcum se volvió rápidamente, pistola en mano, cuando la puerta se abrió, deslizándose hacia la izquierda.

Un euroasiático de corta estatura y vestido con un mono anaranjado salió y los miró con ojos saltones. Abrió la boca, pero no dijo nada. La cerró. Case miró el monitor. En blanco.

—¿Quién? —alcanzó a decir el hombre.

—La Marina Rastafari —dijo Case, poniéndose de pie; la consola del ciberespacio le golpeaba la cadera—. Sólo queremos conectar con vuestro sistema de seguridad.

El hombre tragó saliva.

—¿Es una prueba de lealtad? Tiene que ser una prueba de lealtad. —Se limpió las palmas de las manos en los muslos del traje anaranjado.

—No, hombre. Esto va en serio. —Maelcum se irguió apuntando a la cara del euroasiático con la Remington—. Muévete.

Volvieron a la entrada detrás del hombre, hacia un corredor de paredes de hormigón pulido y suelo irregular de alfombras superpuestas, todo perfectamente familiar para Case.

—Bonitos felpudos —dijo Maelcum, empujando al hombre con la pistola—. Huele a iglesia.

Llegaron frente a otro monitor, un Sony arcaico instalado sobre una consola, con un tablero y un complejo conjunto de paneles de conexión. La pantalla se encendió cuando se detuvieron: el finlandés les sonreía, tenso, desde lo que parecía ser la sala anterior de la Metro Holografix.

—De acuerdo —dijo—; Maelcum, lleva a este tipo por el pasillo hasta el armario de la puerta abierta y mételo ahí; yo la cerraré. Case, ve al quinto enchufe de izquierda a derecha, panel superior. Hay unos adaptadores en el cajón debajo de la consola. Necesitamos un Ono-Sendai de ocho patillas para un Hitachi de cuarenta. —Mientras Maelcum llevaba al hombre a empellones, Case se arrodilló y revolvió entre un surtido de enchufes hasta que dio con el que necesitaba. Una vez que hubo conectado la consola al adaptador, se detuvo un momento.

—¿Tienes que mostrarte así? —preguntó al rostro de la pantalla. La imagen del finlandés fue borrada línea a línea por la imagen de Lonny Zone sobre un fondo de deteriorados afiches japoneses.

—Lo que quieras, cariño —replicó Zone con petulancia—. Nada más date prisa: te lo pide el viejo Lonny…

—No —dijo Case—, utiliza al finlandés. —Cuando la imagen de Zone desapareció, enchufó el adaptador Hitachi, y se ajustó los trodos.

—¿Por qué te retrasaste? —preguntó el Flatline, y rio.

—Te dije que no lo hicieras —dijo Case.

—Era una broma, muchacho —dijo la estructura—. Para mí no pasa el tiempo. Veamos qué tenemos aquí.

El programa Kuang era verde, exactamente del color del hielo de la T-A. Case observó cómo se hacía más opaco, aunque podía ver claramente aquella cosa que parecía un tiburón, negro y espejeado, cuando levantaba la vista. Las líneas de fractura y las alucinaciones habían desaparecido, y la cosa parecía tan real como el Marcus Garvey: una arcaica nave de reacción, sin alas, la lisa superficie bañada en cromo negro.

—Todo bien —dijo el Flatline.

—De acuerdo —dijo Case, y activó el simestim.

—…así. Lo siento —estaba diciendo 3Jane mientras vendaba la cabeza de Molly—. Nuestra unidad dice que no hubo conmoción; tu ojo no ha sufrido daños permanentes. No lo conocías muy bien antes de venir por aquí, ¿verdad?

—No lo conocía en absoluto —dijo Molly secamente. Estaba tumbada boca arriba sobre una cama alta o una mesa acolchada. Case no podía sentir la pierna herida. El efecto sinestésico de la inyección original parecía haberse desvanecido. La bola negra ya no estaba, pero unas cintas suaves que no alcanzaba a ver le inmovilizaban las manos.

—Te quiere matar.

—Se entiende —dijo Molly, mirando hacia el techo tosco, más allá de una luz muy brillante.

—Yo no quiero que lo haga —dijo 3Jane, y Molly volvió la cabeza dolorosamente para mirar los ojos oscuros.

—No juegues conmigo —dijo.

—Pero puede que yo sí quiera hacerlo —dijo 3Jane, y se inclinó para besarle la frente, apartándole el pelo con una mano tibia. Había manchas de sangre en su pálido djellabá.

—¿Dónde ha ido? —preguntó Molly.

—Tal vez otra inyección —dijo 3Jane, irguiéndose—. Estaba impaciente por que llegaras. Creo que podría ser divertido cuidarte hasta que sanes, Molly. —Sonrió, limpiándose distraídamente en la bota la mano ensangrentada. Habrá que escayolarte la pierna, pero podremos hacerlo.

—¿Y Peter?

—Peter. —3Jane sacudió levemente la cabeza. Un mechón de pelo oscuro le cayó sobre la frente—. Peter se ha puesto bastante aburrido. Me parece que en general las drogas son aburridas. —Rio entre dientes—. Al menos en los demás. Mi padre fue un consumidor empedernido, como te habrás dado cuenta.

Molly se puso tensa.

—No te alarmes. —3Jane se acarició la piel de la cintura, por encima de los pantalones de cuero—. Se suicidó porque yo manipulé los márgenes de seguridad de su congelación. Nunca llegué a encontrarme con él, ¿sabes? Fui decantada después de que lo pusieran a dormir por última vez. Pero sí que lo conocía. Los núcleos lo saben todo. Vi cómo mató a mi madre. Te lo mostraré cuando estés mejor. La estrangula en la cama.

—¿Por qué la mató? —El ojo no vendado enfocó el rostro de la muchacha.

—Él no podía aceptar el rumbo por el que ella quería llevar a la familia. Fue ella quien encargó la construcción de las inteligencias artificiales. Era toda una visionaria. Nos imaginó en una simbiosis con las IA, que se encargarían de las decisiones empresariales. De nuestras decisiones conscientes, mejor dicho. Tessier-Ashpool sería inmortal, una colmena, cada uno de nosotros una pieza de una entidad mayor. Fascinante. Te pasaré las cintas; casi mil horas. Pero en realidad nunca llegaré a entenderla, y cuando murió todo se perdió con ella. Nos desorientamos, comenzamos a cavar en nosotros mismos. Ahora apenas aparecemos. Yo soy la excepción.

—Dijiste que trataste de matar a tu padre. ¿Manipulaste sus programas criogénicos?

3Jane asintió.

—Tuve ayuda. De un fantasma. Eso era lo que pensaba cuando era muy joven, que en los núcleos de la empresa había fantasmas. Voces. Una de ellas, la del que tú llamas Wintermute, que es el código Turing de nuestra IA en Berna, aunque la que te está manipulando es una especie de subprograma.

—¿La que me está manipulando? ¿Hay más?

—Una más. Pero ésa no me habla desde hace años. Se dio por vencida, supongo. Sospecho que en ambas culminaron ciertas capacidades que mi madre había hecho diseñar en el software original; pero cuando le parecía necesario era una mujer extremadamente discreta. Toma. Bebe. —Puso un tubo de plástico flexible entre los labios de Molly—. Agua. Sólo un poco.

—Jane, cariño —preguntó Riviera animadamente, fuera del campo de visión de Molly—, ¿te estás divirtiendo?

—Déjanos en paz, Peter.

—Jugando a los doctores… —De pronto Molly se encontró mirando su propia cara, la imagen suspendida a diez centímetros de su nariz. No había ninguna venda. El implante izquierdo estaba hecho añicos, un largo fragmento de plástico plateado, hundido profundamente en una cavidad ocular que parecía un invertido estanque de sangre.

—Hideo —dijo 3Jane, acariciando el estómago de Molly—, hazle daño a Peter si no nos deja tranquilas. Vete a nadar, Peter.

La proyección desapareció.

07:58:40, en la oscuridad del ojo vendado.

—Dijo que tú conoces el código. Peter lo dijo. Wintermute necesita el código. —De pronto Case tuvo conciencia de la llave de Chubb, sujeta a una cinta de nailon, contra la curva interior del pecho izquierdo de Molly.

—Sí —dijo 3Jane, retirando la mano—. Así es. Lo aprendí cuando era niña. Creo que lo aprendí en un sueño… O en un momento de las mil horas de los diarios de mi madre. Pero creo que Peter tiene razón cuando me aconseja que no lo diga. Habría problemas con Turing, si entiendo bien todo esto, y los fantasmas son muy caprichosos.

Case desconectó.

—Es un bichito raro, ¿eh? —El finlandés sonrió a Case desde el anticuado Sony.

Case se encogió de hombros. Vio a Maelcum que volvía por el pasillo con la Remington en la mano. El sionita sonreía, moviendo la cabeza al compás de algún ritmo que Case no podía escuchar. Un par de finos cables amarillos iban desde las orejas hasta un bolsillo lateral de la chaqueta sin mangas.

—El sonido dub de allá, hombre —dijo Maelcum.

—Estás loco de remate —le dijo Case.

—Suena bien, hombre. El dub de los justos.

—Eh, vosotros —dijo el finlandés—. A moverse. Aquí llega vuestro transporte. No será un truco tan bueno como el de la imagen que engañó al portero, pero puedo llevaros hasta las habitaciones de 3Jane.

Case estaba desenchufando el adaptador cuando el vehículo de servicio apareció girando, vacío, bajo el poco elegante arco de hormigón que señalaba el otro extremo del pasillo. Tal vez fuera el que había llevado a los africanos, pero los hombres ya no estaban allí. Justo detrás del asiento bajo y acolchado, con los pequeños manipuladores prendidos en el tapiz, el diodo rojo del pequeño Braun guiñaba a intervalos regulares.

—El bus nos espera —dijo Case a Maelcum.