15

—¿ESTÁS TRATANDO DE BATIR mi récord, hijo? —preguntó el Flatline—. Tu cerebro estuvo muerto otra vez, cinco segundos.

—Agárrate fuerte —dijo Case, y movió el interruptor de simestim.

Ella estaba acuclillada, en la oscuridad, las palmas de las manos contra hormigón áspero.

CASE CASE CASE CASE. El display digital pulsaba el nombre en caracteres alfanuméricos; Wintermute le informaba sobre la conexión.

—Bonito —dijo ella. Se balanceó sobre los tobillos y se frotó las manos, haciendo crujir los nudillos—. ¿Por qué te demoraste?

AHORA MOLLY AHORA.

Ella apretó la lengua contra los dientes de abajo. Uno se movió apenas, activando los amplificadores de los microcanales; el movimiento aleatorio de fotones en la oscuridad se convirtió en una pulsación de electrones; el áspero hormigón de alrededor era ahora pálido y granulado.

—De acuerdo, cariño. Ahora salimos a jugar.

El escondite resultó ser una especie de túnel de servicio. Ella salió, reptando, por una ornamentada rejilla abisagrada de bronce manchado. Él alcanzó a verle los brazos y las piernas, y se dio cuenta de que llevaba puesto otra vez el traje de policarbono. Bajo el plástico, sintió la tensión familiar del cuero delgado y apretado. Tenía algo colgado bajo el brazo, en un arnés o una funda. Molly se puso de pie, abrió la cremallera del traje y tocó el plástico ajedrezado de una culata de pistola.

—Oye, Case —dijo, apenas dando voz a las palabras—, ¿me estás escuchando? Te contaré algo… Una vez anduve con un chico. A veces me recuerdas… —Se volvió para vigilar el pasillo—. Johnny, se llamaba.

El vestíbulo, bajo y abovedado, tenía docenas de estanterías de museo contra las paredes, cajas con frentes de cristal de aspecto arcaico. Parecían estar fuera de lugar, contra las curvas orgánicas de las paredes del vestíbulo, como si las hubiesen ordenado allí obedeciendo a alguna razón ya olvidada. Opacos apliques de bronce sostenían globos de luz blanca a intervalos de diez metros. El suelo era irregular. Cuando ella echó a andar por el pasillo, Case vio cientos de alfombras y pequeños tapetes puestos en el suelo, como al azar. En ciertos sitios había hasta seis, uno encima del otro; el suelo era una suave colcha de retazos de lana tejida a mano.

Molly prestó poca atención a los armarios y a lo que éstos contenían, lo cual lo irritó; tuvo que contentarse con las miradas poco interesadas de Molly, que le permitieron observar brevemente fragmentos de cerámica, armas antiguas, un objeto con tantos clavos herrumbrados incrustados en él que era irreconocible, pedazos de tapices rasgados…

—Este Johnny, sabes, era inteligente; un chico muy listo. Comenzó su carrera de receptor de datos en Memory Lane: tenía circuitos en la cabeza y la gente le pagaba para esconder allí información. Los Yakuza estaban detrás de él, la noche en que le conocí, y yo me encargué del asesino que ellos habían enviado. Fue más suerte que otra cosa, pero me lo saqué de encima, y después de eso, todo fue dulce y caramelo, Case. —Apenas movía los labios. Case sentía cómo ella formaba las palabras; no necesitaba escucharlas en voz alta—. Armamos un monitor para poder leer las huellas de todo lo que él había almacenado alguna vez. Registramos todo en una cinta y empezamos a controlar a nuestros clientes selectos, exclientes. Yo era agente, guardaespaldas y perro guardián. Me sentía muy feliz. ¿Has sido feliz alguna vez, Case? Él era mi muchacho. Trabajábamos juntos. Socios. Haría unas ocho semanas que yo me había largado de la casa de títeres cuando lo conocí… —Hizo una pausa, dio una brusca media vuelta, y siguió adelante. Más armarios lustrosos de madera; los lados de los muebles eran de un color que le hacía pensar en alas de cucaracha.

»Íntimo, dulce, marchábamos perfectamente. Como si nadie pudiese herirnos. Yo no iba a permitir que eso ocurriera. Supongo que los Yakuza todavía querían el pellejo de Johnny. Porque yo había matado al hombre de ellos. Porque Johnny los había quemado. Y los Yak pueden darse el lujo de ir muy despacio, viejo: son capaces de esperar años y años. Te dan una vida entera, sólo para que cuando vengan a quitártela tengas más que perder. Son pacientes como las arañas. Arañas Zen.

»Entonces, yo no lo sabía. O si lo sabía, pensaba que no sería nuestro caso. Quiero decir… Cuando eres joven, crees que eres único. Yo era joven. Entonces llegaron, cuando nosotros estábamos pensando que tal vez ya habíamos trabajado bastante, que era hora de terminar con todo, irnos a Europa tal vez. Ninguno de los dos sabía bien qué haríamos allá, sin nada que hacer. Pero vivíamos bien entonces, cuentas orbitales suizas, y una madriguera llena de juguetes y muebles. Le quita el gusto amargo a tu trabajo.

»El primero que enviaron era de los mejores. Reflejos increíbles, injertos, más estilo que diez hampones comunes. Pero el segundo era, no sé, como un monje. Un clono. Un asesino de piedra, hasta la última célula. Era parte de él, la muerte, aquel silencio; lo envolvía como una nube… —La voz de Molly se apagó, el corredor se había bifurcado en dos idénticas escaleras descendentes. Ella fue por la de la izquierda.

»Una vez, yo era una niñita, estábamos ocupando ilegalmente una casa, cerca del Hudson, y las ratas eran enormes. Por los productos químicos que llevaban dentro. Eran tan grandes como yo; y una noche una de ellas había estado escarbando debajo de la casa donde vivíamos. Cuando ya era casi de madrugada, alguien vino acompañando a un hombre viejo que tenía costuras en las mejillas y los ojos rojos. Traía un paquete de cuero grasiento, como los que se utilizan para guardar herramientas, para que no se herrumbren. Lo abrió: tenía un viejo revólver y tres cartuchos. El viejo puso una bala en el cargador y empezó a caminar de un lado a otro. Nosotros nos quedamos contra las paredes.

»Iba y venía. De brazos cruzados, cabizbajo, como si se hubiese olvidado del arma. Atento a los ruidos de la rata. No hacíamos ningún ruido. El viejo daba un paso. La rata se movía. La rata se movía, y él daba otro paso. Una hora así, y luego pareció recordar el revólver. Lo apuntó hacia el suelo, sonrió y apretó el gatillo. Volvió a hacer su paquete y se fue.

»Más tarde me metí debajo del suelo. La rata tenía un agujero entre los ojos. —Molly estaba mirando las puertas selladas que había a intervalos a lo largo del pasillo—. El segundo, el que vino por Johnny, era como aquel viejo. No era viejo, pero era así. Mataba igual que él. —El pasillo se ensanchó. El océano de suntuosas alfombras ondulaba suavemente bajo una enorme araña de cristal cuyo cairel más bajo llegaba casi al suelo. Un tintineo de cristal cuando Molly entró en el vestíbulo. TERCERA PUERTA A LA IZQUIERDA, titiló el display.

Ella giró a la izquierda, evitando el árbol invertido de cristal.

—Lo vi sólo una vez. Cuando entraba en la casa. Él salía. Vivíamos en una fábrica restaurada, muchas jóvenes promesas de la Senso/Red, ese tipo de cosa. El sistema de seguridad ya era bueno, y yo lo había reforzado. Sabía que Johnny estaba allá arriba. Pero aquel hombrecito me llamó la atención cuando salía. No dijo una palabra. Bastó con que nos miráramos para que yo entendiera. Un hombrecito común, ropa común, sin ningún orgullo, humilde. Me miró y se metió en un taxi. Yo lo supe. Subí y encontré a Johnny sentado junto a la ventana, con la boca entreabierta, como si estuviese a punto de hablar.

La puerta que Molly tenía enfrente era antigua, una plancha tallada de teca tailandesa que parecía haber sido aserrada en dos para ajustarla al dintel. Bajo un dragón rampante había un rudimentario cerrojo mecánico de chapa inoxidable. Ella se arrodilló, sacó de un bolsillo interior un pequeño hatillo de apretada gamuza negra, y seleccionó un pico fino como una aguja.

—Después de eso, no volví a encontrar a nadie que me gustara.

Insertó el pico y trabajó en silencio, mordisqueándose el labio inferior. Parecía guiarse por el mero tacto, los ojos desenfocados; la puerta era una borrosa mancha de madera clara. Case escuchó el silencio del vestíbulo, puntuado por el tenue tintineo de la araña de cristal. ¿Velas? Straylight era una contradicción. Recordó la historia de Cath acerca de un castillo con estanques y nenúfares, y las cuidadas palabras de 3Jane que la cabeza recitara musicalmente. Un lugar que había crecido sobre sí mismo. Había en Straylight un ligero olor a humedad, un ligero olor a perfume, como en una iglesia. ¿Dónde estaban los Tessier-Ashpool? Él había esperado encontrarse con una pulcra colmena de actividad disciplinada, pero Molly no había visto a nadie. El monólogo de ella había hecho que se sintiera incómodo; nunca le había contado tanto acerca de sí misma. Aparte de la historia del cubículo, rara vez había dicho algo que indicase tan siquiera que había tenido un pasado.

Molly cerró los ojos. Se oyó un ruido. Más que escucharlo, Case lo sintió. Le hizo recordar los cerrojos magnéticos de la puerta del cubículo de Molly, en la casa de títeres. La puerta se había abierto para él, pese a que llevaba el chip equivocado. Había sido cosa de Wintermute, manipulando el cerrojo como había manipulado el microligero automático y el jardinero robot. El sistema de cerraduras de la casa de títeres era una subunidad del sistema de seguridad de Freeside. Este sencillo cerrojo mecánico plantearía un verdadero problema a la IA, ya que requería algún tipo de autómata, o bien un agente humano.

Molly abrió los ojos, guardó el pico en la gamuza, enrolló el paquete cuidadosamente, y lo metió de nuevo en el bolsillo.

—Eres un poco como él —dijo—. Creéis que nacisteis para correr. Creo que lo que hacías en Chiba era una versión más burda de lo que harías en cualquier parte. A veces la mala suerte te hace esas jugadas: te reduce a los rudimentos. —Se levantó, se estiró y se sacudió—. Sabes, pienso que el hombre que Tessier-Ashpool mandó tras Jimmy, el muchacho que robó la cabeza, tiene que ser el mismo a quien los Yak encargaron que matase a Johnny. —Sacó la pistola de dardos de la funda y puso el cañón en automático.

La fealdad de la puerta impresionó a Case cuando ella se acercó. No la puerta en sí, que era hermosa, o que una vez había sido parte de algo más hermoso, sino el modo en que la habían aserrado para adaptarla a una abertura determinada. Hasta la forma estaba mal: un rectángulo entre curvas de hormigón pulido. Habían importado todo aquello, pensó, y luego lo habían ajustado a la fuerza. Pero nada ajustaba. La puerta era como los desacertados armarios, como el descomunal árbol de cristal. Entonces recordó la composición de 3Jane, e imaginó que los enseres habían sido traídos por el pozo para dar cuerpo a algún plan maestro, un sueño perdido tiempo atrás, en un compulsivo afán por llenar los espacios, obtener una réplica de una imagen familiar del yo. Recordó la colmena destrozada, las cosas ciegas que se retorcían…

Molly apretó una de las patas delanteras del dragón tallado y la puerta se abrió con facilidad.

La habitación en la que entraron era pequeña, abarrotada, poco más que un armario. Apoyadas contra una pared curva, había grises estanterías de acero para guardar herramientas. Una luz se había encendido automáticamente en la pared. Molly cerró la puerta y fue hasta los armarios.

TERCERO A LA IZQUIERDA, pulsó el chip óptico: Wintermute estaba otra vez manipulando el cronómetro de Molly, CINCO HACIA ABAJO. Pero Molly abrió primero el cajón de arriba. No era más que una simple bandeja. Vacía. El segundo también estaba vacío. El tercero, más profundo, contenía unas bolitas opacas de metal de soldadura y un pequeño objeto marrón que parecía un dedo humano. El cuarto cajón guardaba el ejemplar, hinchado por la humedad, de un obsoleto manual técnico en francés y japonés. En el quinto, detrás del guantelete blindado de un pesado traje neumático, encontró la llave. Era como una moneda de bronce opaco, con un tubo corto y hueco soldado en el borde. Ella la hizo girar lentamente en la mano y Case vio incisiones y rebordes en el interior del tubo. Una de las caras tenía grabadas las letras CHUBB; la otra era lisa.

—Él me contó —susurró ella—. Wintermute. Cómo esperó durante años. Entonces no tenía verdadero poder, pero podía usar los sistemas de seguridad y vigilancia de la Villa para averiguar dónde estaba todo, cómo se movían las cosas, adónde iban. Vio que alguien perdía esta llave hace veinte años, y se las arregló para que otro la dejara aquí. Luego lo mató, al chico que la trajo. Tenía ocho años. —Cerró los dedos blancos sobre la llave—. Para que nadie la encontrara. —Sacó un cordón de nailon negro del bolsillo del traje y lo pasó por el orificio circular, sobre las letras. Hizo un nudo y se colgó la llave al cuello—. Siempre estaban fastidiándolo con lo anticuados que eran, dijo, con todos sus trastos del siglo diecinueve. Se veía igual al finlandés en la pantalla de aquella madriguera de títeres de carne. Si no me hubiera cuidado, habría creído que era el finlandés. —El display destelló la hora: caracteres alfanuméricos sobre los cofres de acero gris—. Dijo que si se hubiesen convertido en lo que querían habría podido largarse hace mucho tiempo. Pero no fue así. Se jodieron. Locos como 3Jane. Así la llamó, pero parecía que la apreciaba.

Se volvió, abrió la puerta y salió, acariciando la empuñadura ajedrezada de la pistola enfundada.

Case volvió a la matriz.

El Kuang Grado Mark Once estaba creciendo.

—Dixie, ¿crees que esta cosa funcionará?

—¿Cagan los osos en el bosque? —El Flatline los envió hacia arriba a través de móviles estratos multicolores.

Algo oscuro se estaba formando en el núcleo del programa chino. La densidad de información saturó la textura de la matriz, desencadenando imágenes hipnagógicas. Unos tenues ángulos caleidoscópicos se desplegaron alrededor de un punto focal de plata oscura. Case vio símbolos infantiles, símbolos de maldad y mala suerte que salían atropelladamente de planos traslúcidos: cruces gamadas, cráneos y huesos cruzados, destellantes ojos de serpiente. Si miraba directamente al punto muerto no había ningún entorno. Hizo falta una docena de rápidas tomas periféricas para conseguirlo: la de un tiburón, brillante como obsidiana: los espejos negros de los flancos reflejaban luces débiles y distantes que no tenían relación con la matriz de alrededor.

—Eso es el aguijón —dijo la estructura—. Cuando el Kuang haya alcanzado el núcleo de Tessier-Ashpool, podremos entrar.

—Tenías razón, Dix. Una especie de manipulación paralela del sistema interno mantiene controlado a Wintermute. Hasta donde esto sea posible —agregó.

—Él —dijo la estructura—. Él. Mira eso. Eso. No hago más que decírtelo.

—Es un código. Una palabra. Alguien tiene que decirlo frente a una sofisticado terminal, en una determinada habitación, mientras nosotros nos las vemos con lo que nos está esperando detrás de ese hielo.

—Pues te queda tiempo de sobra, muchacho —dijo el Flatline—. El viejo Kuang es lento pero seguro.

Case desconectó.

Se encontró frente a Maelcum, que lo miraba.

—Estuviste muerto un buen rato, hombre.

—Pasa a veces —dijo Case—. Me estoy acostumbrando.

—Estás jugando con la oscuridad, hombre.

—Es la única diversión en el pueblo, parece ser.

—A ti te encanta, Case —dijo Maelcum, y volvió a su módulo de radio. Case miró la maraña de mechas, las fibras de músculo alrededor de los oscuros brazos del hombre.

Conectó de nuevo.

Y volvió a la matriz.

Molly trotaba por un pasillo que podría haber sido el mismo que había recorrido antes. Los armarios de vidrio ya no estaban, y Case concluyó que avanzaban hacia la punta del huso; la gravedad era cada vez más débil. No tardó en encontrarse rebotando en ondulantes prominencias alfombradas. Débiles punzadas en la pierna…

De pronto, el pasillo se estrechó; una curva, una bifurcación.

Molly dobló a la derecha y subió por una escalera caprichosamente empinada. En lo alto, el techo estaba forrado de rollos y atados de cables, como ganglios de colores codificados. Había manchas de humedad en las paredes.

Llegó a un rellano triangular y se detuvo para frotarse la pierna. Más pasillos estrechos de paredes forradas de tapices. Se separaban en tres direcciones.

IZQUIERDA.

Molly se encogió de hombros.

—Déjame echar un vistazo, ¿está bien?

IZQUIERDA.

—Calma. Hay tiempo. —Entró por el pasillo que desviaba hacia la derecha.

PARA.

REGRESA.

PELIGRO.

Molly vaciló. Una voz salió de la puerta de roble entreabierta en el fondo del pasadizo; una voz fuerte e inarticulada, como de borracho. Case pensó que había hablado en francés, pero era demasiado indistinta. Molly dio un paso, luego otro, deslizando la mano dentro del traje para tocar la culata. Al entrar en el campo de disrupción neural, le zumbaron los oídos: un tono alto y fino que recordó a Case el sonido de la pistola de dardos. Molly cayó hacia adelante, los estriados músculos flojos, y se golpeó la cabeza contra la puerta. Se retorció y quedó tendida de espaldas, los ojos desenfocados, sin aliento.

—¿Qué es esto? —dijo la voz poco clara—. ¿Un disfraz? —Molly metió una mano temblorosa en el traje, encontró la pistola y la sacó—. Ven a visitarme, hija. Ahora.

Ella se puso de pie lentamente, los ojos fijos en el cañón de una negra pistola automática. La mano del hombre era firme ahora; el cañón del arma parecía estar atado al cuello de Molly con un cordel tenso e invisible.

El hombre era viejo, muy alto, y las facciones le recordaron a Case la chica que había visto fugazmente en el Vingtième Siècle. Llevaba un pesado albornoz de seda marrón, acolchado en los largos puños, y una bufanda al cuello. Tenía un pie descalzo, el otro enfundado en una zapatilla negra con una cabeza de zorro bordada en oro sobre el empeine.

—Despacio, querida. —La habitación era grande, abarrotada con una cantidad de cosas que para Case no tenían ningún sentido. Vio una estantería de acero gris, con anticuados monitores Sony, una ancha cama de bronce repleta de pieles de oveja y de almohadas parecidas a las alfombras que había en los pasillos. Los ojos de Molly saltaron de una enorme consola de entretenimientos Telefunken a anaqueles de antiguos discos grabados, los destartalados lomos enfundados en plástico transparente, y a una amplia mesa de trabajo cargada de láminas de silicio. Case registró el tablero de ciberespacio y los trodos, pero la mirada de Molly se deslizó sobre ellos sin detenerse.

—Correspondería —dijo el anciano— que te matara en este momento. —Case sintió la tensión en el cuerpo de Molly, lista para moverse—. Pero esta noche me daré un gusto. ¿Cómo te llamas?

—Molly.

—Molly. Mi nombre es Ashpool. —El anciano se reclinó en la blandura de un enorme sillón de cuero de patas cuadradas y cromadas, pero sosteniendo firmemente el arma. Puso la pistola de dardos sobre una mesa de bronce junto al sillón, volcando una ampolla de plástico que contenía unas pastillas rojas. La mesa estaba abarrotada de ampollas, botellas de licor, sobres de plástico que derramaban unos polvos blancos. Case vio una anticuada hipodérmica de vidrio y una sencilla cuchara de acero.

—¿Cómo haces para llorar? Veo que escondes los ojos. Tengo curiosidad. —El hombre tenía los ojos bordeados de rojo, la frente brillante de sudor. Estaba muy pálido. Enfermo, resolvió Case. O drogas.

—Nunca lloro mucho.

—¿Pero cómo harías para llorar, si alguien te hiciera llorar?

—Escupo —dijo ella—. Los canales me llegan hasta la boca.

—Entonces ya has aprendido una lección muy importante para alguien tan joven. —Apoyó la mano con la pistola sobre la rodilla y cogió una botella cualquiera de la mesa que tenía al lado. Bebió. Coñac. Un hilo de líquido le corrió por la barbilla—. Así es como se encarga uno de las lágrimas. —Volvió a beber—. Esta noche estoy ocupado, Molly. He construido todo esto, y ahora estoy ocupado. Muriéndome.

—Podría irme por donde vine —dijo ella.

Él rio: un ruido alto y áspero.

—¿Te entremetes en mi suicidio y luego quieres irte sin más? De veras me sorprendes. Una ladrona.

—Es mi vida, jefe, y es todo lo que tengo. Sólo quiero salir de aquí en una pieza.

—Eres una muchacha muy maleducada. Aquí los suicidios se hacen con decoro. Es lo que estoy haciendo, ¿entiendes? Pero es posible que esta noche te lleve conmigo, al infierno… Sería algo muy egipcio de mi parte. —Bebió otro trago—. Acércate, entonces. —Extendió la botella, la mano temblando—. Bebe.

Ella dijo que no.

—No está envenenado —dijo el viejo, pero dejó el coñac sobre la mesa—. Siéntate. Siéntate en el suelo. Hablaremos.

—¿De qué? —Ella se sentó. Case sintió que las cuchillas se movían, apenas, bajo las uñas.

—De lo que se nos ocurra. Lo que se me ocurra. Es mi fiesta. Los núcleos me despertaron. Hace veinte horas. Algo estaba sucediendo, dijeron, y me necesitaban. ¿Eras tú ese algo, Molly? Con seguridad no me necesitaban para que me encargase de ti; no lo creo… Otra cosa… Pero estaba soñando, ¿sabes? Durante treinta años. Tú no habías nacido cuando me acosté a dormir por última vez. Nos dijeron que no soñaríamos con el frío. También nos dijeron que nunca sentiríamos frío. Locuras, Molly. Mentiras. Por supuesto que soñé. El frío dejaba entrar lo que estaba afuera, de eso se trataba. Lo de afuera. Durante toda la noche construí esto para escondernos. Al principio no era más que una gota, un granito de noche que se colaba, atraído por el frío… Otros lo seguían, y me llenaban la cabeza, como la lluvia llena una piscina vacía. Recuerdo los lirios. Los estanques eran de terracota, las niñeras de cromo, y había brazos y piernas que titilaban al atardecer cruzando los jardines… Soy muy viejo, Molly. Tengo más de doscientos años, si cuentas el frío. El frío. —De pronto, alzó el cañón de la pistola, atento. Los tendones de los muslos de Molly estaban rígidos como alambres.

—El frío puede llegar a quemarte —dijo ella, cautelosa.

—Allí nada se quema —dijo el anciano, impaciente, bajando el arma. Los pocos movimientos que hacía eran cada vez más escleróticos. Tenía que esforzarse para no menear continuamente la cabeza—. Nada se quema. Ahora lo recuerdo. Los núcleos me dijeron que nuestras inteligencias han enloquecido. Con todos los millones que pagamos, hace tanto tiempo. Cuando la inteligencia artificial era sobre todo un concepto de vanguardia. Dije a los núcleos que me haría cargo. La verdad es que escogimos mal el momento, con 8Jean allá en Melbourne y nadie más que la dulce 3Jane para ocuparse del negocio. O tal vez lo escogimos muy bien. ¿Cómo saberlo, Molly? —Alzó de nuevo el arma—. Ahora ocurren cosas extrañas en la Villa Straylight.

—Jefe —preguntó Molly—, ¿conoce a Wintermute?

—Un nombre. Sí. Para hacer conjuros, quizás. Un señor del infierno, seguramente. En mis tiempos, querida Molly, llegué a conocer a muchos señores nobles. Y a no pocas damas. Incluso a una reina de España, una vez, en este mismo lecho… Pero estoy divagando. —Tosió convulsivamente sacudiendo el cañón de la pistola. Escupió sobre la alfombra cerca del pie descalzo—. Cuánto divago… A través del frío. Pero pronto se acabará. Ordené que descongelaran a una Jane, cuando desperté. Es extraño, llevarse a la cama, cada tantas décadas, a la que en términos legales es tu propia hija. —Miró más allá de ella, hacia la hilera de monitores ciegos. Pareció estremecerse—. Los ojos de Marie-France —dijo con voz débil, y sonrió—. Hacemos que el cerebro tenga una reacción alérgica a algunos de sus propios neurotransmisores, lo que resulta en una imitación bastante manejable del autismo. —La cabeza se inclinó a un lado; se enderezó—. Tengo entendido que el efecto se obtiene hoy más fácilmente con un microchip implantado.

La pistola se le deslizó entre los dedos y rebotó en la alfombra.

—Los sueños crecen como hielo lento —dijo. Tenía la cara azulada. Volvió a hundir la cabeza en el respaldo de cuero y empezó a roncar.

De pie, Molly recogió el arma. Recorrió la habitación, con la automática de Ashpool en la mano.

Un vasto edredón o cubrecama estaba apilado junto al lecho, en medio de un gran charco de sangre coagulada, espesa y brillante, sobre el estampado de las alfombras. Al levantar una esquina del edredón, vio el cuerpo de una muchacha, los omóplatos blancos cubiertos de sangre. La habían degollado. La hoja triangular de una especie de espátula destellaba en el estanque oscuro junto a la muchacha. Molly se arrodilló, evitando tocar la sangre, y volteó a la chica de cara a la luz. El rostro que Case había visto en el restaurante.

Se oyó un ruido metálico, en el centro de todo, y el mundo se inmovilizó. La transmisión simestim de Molly se convirtió en una imagen fija: unos dedos sobre la mejilla de la muchacha. La imagen duró tres segundos, y luego el rostro de la muerta cambió: la cara de Linda Lee.

Otro ruido metálico, y la habitación se borroneó. Molly estaba de pie, mirando un disco de láser dorado junto a una pequeña consola, sobre el mármol de la mesita de noche. Una cinta de fibra óptica corría desde la consola hasta un enchufe en la base del cuello estilizado.

—No me has engañado, hijo de puta —dijo Case, sintiendo que movía los labios, en algún lado, muy lejos. Sabía que Wintermute había alterado la transmisión. Molly no había visto el rostro de la chica muerta que se arremolinaba como humo hasta parecer la máscara mortal de Linda.

Molly se volvió. Cruzó la habitación, hasta el sillón de Ashpool. La respiración del viejo era lenta y entrecortada. Miró el montón desordenado de drogas y alcohol. Dejó el arma, cogió la pistola de dardos, la preparó para un solo tiro, y con sumo cuidado disparó un dardo de toxina al centro del párpado izquierdo del anciano. Un único espasmo, la respiración interrumpida en plena aspiración. El otro ojo, marrón y profundo, se abrió lentamente.

Seguía abierto cuando ella se volvió y dejó el cuarto.