14

EL PEQUEÑO TREN atravesó el túnel a ochenta kilómetros por hora. Case mantuvo los ojos cerrados. La ducha lo había aliviado, pero perdió el desayuno cuando miró hacia abajo y vio la sangre rosada de Pierre corriendo por las baldosas blancas.

La gravedad disminuía a medida que el huso se estrechaba. A Case se le revolvió el estómago.

Aerol estaba esperando con la moto junto al muelle.

—Hombre, Case, gran problema. —La voz suave se oía débil en los audífonos. Case ajustó el control de volumen con el mentón y miró la lámina frontal Lexan del casco de Aerol.

—Tengo que ir hasta el Garvey, Aerol.

—Sí. Sujétate. Pero se han apoderado del Garvey. Un yate, ya había venido, volvió. Ahora tiene al Marcus Garvey arrinconado.

—¿Turing? ¿Ya había venido? —Case subió a la moto y comenzó a ajustarse los cinturones.

—Yate del Japón. Te trajo un paquete…

Imágenes confusas de avispas y arañas aparecieron en la mente de Case cuando avistaron el Marcus Garvey. El pequeño remolque estaba pegado al grisáceo tórax de una estilizada nave insecto, cinco veces más larga. Los brazos de las grúas se extendían hacia el remendado casco del Garvey en la extraña claridad del vacío y la desnuda luz solar. Una corrugada y pálida galería emergía desde el yate, serpenteaba hacia los lados para esquivar los motores del remolque, y cubría la escotilla de popa. Había algo de obsceno en el montaje, pero más relacionado con la comida que con el sexo.

—¿Qué está pasando con Maelcum?

—Maelcum está bien. Nadie bajó por el tubo. El piloto del yate habló con él, dice que no te preocupes.

Cuando pasaban junto a la nave gris, Case vio el nombre de HANIWA en nítidas mayúsculas blancas bajo una agrupación rectangular de caracteres japoneses.

—No me gusta esto. Estaba pensando que quizá sea hora de largarnos.

—Maelcum pensaba lo mismo, pero así como está, el Garvey no llegaría muy lejos.

Maelcum estaba ronroneándole un acelerado argot a la radio cuando Case entró por la escotilla de proa y se quitó el casco.

—Aerol ha regresado al Rocker —dijo Case.

Maelcum asintió, susurrando aún frente al micrófono.

Case se arrastró por encima de la flotante maraña de cables y empezó a quitarse el traje. Maelcum tenía los ojos cerrados; asintió mientras escuchaba una respuesta en unos audífonos de brillantes almohadillas anaranjadas, la frente arrugada por la concentración. Llevaba unos tejanos andrajosos y una vieja chaquetilla de nailon verde a la que había arrancado las mangas. Case sujetó el traje rojo Sanyo a una hamaca de almacenamiento y se deslizó en la red de gravedad.

—Mira lo que dice el fantasma —dijo Maelcum—. La computadora no hace más que preguntar por ti.

—¿Y quién está ahí arriba, en ese aparato?

—El mismo muchacho japonés que vino antes. Y ahí está con tu señor Armitage, que vino de Freeside…

Case se puso los trodos y conectó.

—¿Dixie?

La matriz le mostró las esferas rosadas del conglomerado de acercas de Sikkim.

—¿En qué andas, muchacho? He estado oyendo historias raras. El Hosaka está conectado con un banco gemelo en el barco de tu jefe. Mucho jaleo. ¿Te ha caído encima alguno del Turing?

—Sí, pero Wintermute los mató.

—Bueno, eso no los detendrá por mucho tiempo. Quedan otros allá. Vendrán todos juntos. Apuesto a que sus consolas están por todo este sector del reticulado como moscas alrededor de la mierda. Y tu jefe, Case, dice que adelante. Adelante con el programa, y ahora.

Case tecleó las coordenadas de Freeside.

—Déjame mirar eso un segundo, Case… —La matriz se borroneó y entró en fase mientras el Flatline ejecutaba una intrincada serie de saltos con una velocidad y precisión que hicieron que Case se estremeciera de envidia.

—Mierda, Dixie…

—Eh, muchacho, yo era así de bueno cuando estaba vivo. No has visto nada aún. ¡Sin manos!

—Es ése, ¿no? Ese rectángulo grande y verde, a la izquierda.

—Correcto. Núcleo de información de la empresa de Tessier-Ashpool S.A.; dos amables IA generan ese hielo. Están al nivel de cualquiera del sector militar, me parece. Es un hielo acojonante, Case, negro como una tumba y resbaloso como vidrio. Te fríe los sesos en cuanto lo miras. Si nos acercamos más, nos pondrá rastreadores en el culo y en las orejas, le dirá a los muchachos de la junta directiva de T-A cuánto calzas y cuánto mide tu aparato.

—Parece un poco jodido, ¿no? Quiero decir, los de Turing están ahí. Estaba pensando que quizá tendríamos que salirnos. Te puedo llevar.

—¿Sí? ¿En serio? ¿No quieres ver de lo que es capaz este programa chino?

—Bueno, es que yo… —Case contempló las verdes paredes del hielo de la T-A—. Bueno, qué mierda. Sí. Adelante.

—Mételo.

—Eh, Maelcum —dijo Case, desconectando—, tal vez me pase ocho horas enchufado. —Maelcum estaba fumando de nuevo. La cabina nadaba en humo—. Así que no podré llegar a la cabeza…

—No hay problema, hombre. —El sionita dio una voltereta combinada con salto mortal, revolvió en un bolso de red con cremallera, y sacó un rollo de sonda transparente y otra cosa, algo sellado en una ampolla esterilizada.

Dijo que era un catéter de Texas, y a Case no le gustó.

Conectó el virus chino, hizo una pausa, y tecleó.

—De acuerdo —dijo—, estamos en marcha. Escucha, Maelcum, si esto se pone raro, me puedes agarrar la muñeca izquierda. Me daré cuenta. Si no, haz lo que el Hosaka te diga, ¿de acuerdo?

—Seguro, hombre. —Maelcum encendió otro joint.

—Y sube el ventilador. No quiero que esa mierda se enrede con mis neurotransmisores. Ya tengo bastante resaca.

Maelcum sonrió. Case volvió a conectar.

—Cristo —dijo el Flatline, mira esto.

El virus chino se desplegaba alrededor. Una sombra polícroma, innumerables capas traslúcidas que se movían y recombinaban. Proteico, enorme, se alzaba sobre ellos, cubriendo el vacío.

—Madre mía —dijo el Flatline.

—Voy a ver cómo está Molly —dijo Case, apretando el interruptor del simestim.

Caída libre. Era como la sensación de sumergirse en aguas perfectamente límpidas. Molly caía, ascendía, por un ancho tubo acanalado de hormigón lunar, iluminado a intervalos de dos metros por anillos de neón blanco.

El enlace era unidireccional. Él no podía hablarle.

Volvió.

—Muchacho, este software sí que es un hijo de puta. Lo mejor que se ha visto desde el agua caliente. Esa maldición es invisible. Acabo de alquilar veinte segundos en ese pequeño cuadrante rosado, cuatro saltos a la izquierda del hielo de la T-A. Eché un vistazo para ver cómo nos vemos. No nos vemos. No estamos ahí.

Case exploró la matriz alrededor del hielo Tessier-Ashpool hasta que encontró la estructura rosada, una unidad comercial común, y tecleó para acercarse más.

—Tal vez sea defectuosa.

—Tal vez, pero lo dudo. Aunque nuestra nena es militar. Y nueva. Sencillamente no registra. Si lo hiciese, nos identificaría como una especie de ataque chino camuflado, pero nadie nos ha descubierto. Tal vez ni siquiera los de Straylight.

Case observó la pared ciega que ocultaba a Straylight.

—Bueno —dijo—, es una ventaja, ¿verdad?

—Puede ser. —La estructura simuló una risa. Case se estremeció al escucharla—. Te verifiqué el Kuang Once otra vez, muchacho. Es de lo más amistoso, siempre que seas tú el que dispare el gatillo, tan cortés y servicial. Además tiene muy buen inglés. ¿Has oído hablar de los virus lentos?

—No.

—Yo sí, en una ocasión. Entonces no eran más que una idea. Pero eso es el viejo Kuang. Aquí no se trata de perforar e inyectar, sino de entrar en interfase con el hielo, tan lentamente que el hielo no se da cuenta. La cara del mecanismo lógico del Kuang se acerca con disimulo, por decirlo así, y muta de tal forma que queda exactamente igual a la trama del hielo. Entonces conectamos y los programas principales empiezan a confundir a los mecanismos del hielo. Antes de que lleguen a ponerse nerviosos, ya somos como hermanos siameses. —El Flatline soltó una risotada.

—Ojalá hoy no te sintieras tan risueño, viejo. Esa risa tuya me crispa bastante.

—Lástima —dijo el Flatline—. Este viejo difunto necesita un poco de buen humor. —Case movió el interruptor del simestim.

Y cayó aparatosamente por una maraña de metal y un olor a polvo; las manos le resbalaron sobre papel liso. Detrás de él, algo se desmoronó ruidosamente.

—Vamos —dijo el finlandés—, relájate un poco.

Case yacía extendido de brazos y piernas sobre una pila de revistas amarillentas: chicas que brillaban en la penumbra de Metro Holografix, una nostálgica galaxia de dientes dulces y blancos. Se quedó allí respirando el olor de las viejas revistas hasta que se le calmó el corazón.

—Wintermute —dijo.

—Sí —dijo el finlandés, desde alguna parte detrás de él—, lo has entendido.

—Vete a la mierda. —Case se sentó, frotándose las muñecas.

—Vamos —dijo el finlandés, saliendo de una especie de nicho en la pared—. Así será mejor para ti, muchacho. —Sacó un Partagás de un bolsillo del abrigo y lo encendió. El olor a tabaco cubano llenó la trastienda—. ¿Te gustaría que yo fuese a buscarte en la matriz como una zarza ardiente? Allí no se te ha perdido nada. Una hora aquí sólo te tomará un par de segundos.

—¿Nunca se te ha ocurrido que me irrita los nervios verte actuar como si me conocieras de toda la vida? —Se levantó, sacudiéndose un polvo pálido de la parte delantera de los tejanos negros. Se volvió para mirar con rabia las polvorientas ventanas del taller, la puerta de calle, cerrada—. ¿Qué hay ahí fuera, Nueva York? ¿O es que ya no hay nada más?

—Bueno —dijo el finlandés—, es como ese árbol, ¿sabes? Cae en medio del bosque, pero tal vez no haya nadie para oír el ruido. —Mostró a Case los dientes enormes, y aspiró una bocanada—. Puedes ir a dar un paseo, si quieres. Todo está allí. O al menos todas las partes que has llegado a ver. Eso es memoria, ¿no es así? Te hago salir, selecciono, y retroalimento.

—No tengo una memoria tan buena —dijo Case, mirando alrededor. Se examinó las manos, volteándolas. Trató de recordar cómo eran las líneas de las palmas, pero no pudo.

—Todo el mundo la tiene —dijo el finlandés, dejando caer el cigarrillo y aplastándolo luego con el talón—, pero pocos acceden a ella. Los artistas sí, la mayoría, si son buenos. Si pudieras poner esta estructura sobre la realidad, la casa del finlandés en el bajo Manhattan, verías una diferencia, pero quizás no tanto como imaginas. La memoria es holográfica, para vosotros. —El finlandés se hurgó una oreja—. Yo soy diferente.

—¿Qué quieres decir con holográfica? —La palabra le recordó a Riviera.

—El paradigma holográfico es lo más cercano que habéis encontrado como representación de la memoria, nada más. Pero nunca habéis hecho nada al respecto. Quiero decir, la gente. —El finlandés dio un paso adelante y ladeó el cráneo aerodinámico para mirar a Case—. Tal vez, si tú hubieses hecho algo, esto no pasaría.

—¿Qué estás diciendo?

El finlandés se encogió de hombros. La maltratada chaqueta de paño le quedaba demasiado ancha de hombros y se le salía por los costados.

—Estoy tratando de ayudarte, Case.

—¿Por qué?

—Porque te necesito. —De nuevo aparecieron los dientes grandes y amarillos—. Y porque tú me necesitas.

—Tonterías. ¿Puedes leerme la mente, finlandés? —Hizo una mueca—. Wintermute, quise decir.

—La mente no se lee. Mira, tú aún conservas los paradigmas que te dio la imprenta, y apenas tienes cultura impresa. Yo puedo acceder a tu memoria, que no es lo mismo que tu mente. —Metió la mano en la desnuda carcasa de un antiguo televisor y sacó un tubo al vacío plateado y negro—. ¿Ves esto? Es como si fuera una parte de mi ADN. —Arrojó el objeto hacia las sombras, y Case oyó el estallido y el tintineo de los añicos—. Siempre estáis construyendo maquetas. Círculos de piedra. Catedrales. Órganos. Máquinas de sumar. No tengo idea de por qué estoy aquí ahora, ¿entiendes? Pero si la operación se lleva a cabo esta noche, habréis logrado por fin lo más importante.

—No sé de qué me estás hablando.

—Hablo de vosotros. De tu especie.

—Mataste a los de Turing.

El finlandés se encogió de hombros.

—Tuve que hacerlo… fue necesario. Tendría que importarte poco; te hubieran liquidado sin pensarlo dos veces. De todos modos, ya que estás aquí, hablemos un poco más. ¿Recuerdas esto? —Y en la mano derecha sostenía el calcinado enjambre de avispas del sueño de Case, y el aire enrarecido de la tienda olía a combustible. Case se tambaleó hacia atrás, contra una pared de basura—. Sí. Era yo. Lo hice con el equipo holográfico montado en la ventana. Otro recuerdo que te saqué cuando te anulé la primera vez. ¿Sabes por qué es importante?

Case negó con la cabeza.

—Porque —y la colmena, de algún modo, había desaparecido— es lo más cercano que tenemos a lo que Tessier-Ashpool querría ser. El equivalente humano. Straylight es como esa colmena, o, por lo menos, se supone que funciona así. Me imagino que te hará sentir mejor.

—¿Sentir mejor?

—Para saber cómo son de verdad. Allá estabas empezando a odiarme. Eso es bueno. Pero, en cambio, ódialos a ellos. La diferencia es la misma.

—Oye —dijo Case, dando un paso hacia adelante—, nunca me hicieron nada. Contigo es diferente… —Pero ya no sentía la rabia.

—Así que los de T-A me obligaron. La chica francesa dijo que estabas vendiendo a la especie. Dijo que eras un demonio. —El finlandés sonrió—. No importa demasiado. Antes de que esto termine tienes que odiar a alguien. —Se volvió y fue hacia la parte de atrás de la tienda—. Bueno, vamos. Te mostraré algo de Straylight ya que estás aquí. —Alzó la esquina de la manta. Una luz blanca entró a raudales—. Mierda, viejo, no te quedes ahí parado.

Case lo siguió, frotándose la cara.

—Bueno —dijo el finlandés, y le aferró el codo.

Fueron impelidos más allá de la lana rancia, en una nube de polvo, hasta la caída libre y un pasillo cilíndrico de hormigón lunar acanalado, con anillos de neón blanco cada dos metros.

—Jesús —dijo Case, tropezando.

—Esta es la entrada principal —dijo el finlandés y la chaqueta de paño aleteó en el aire—. Si esto no fuera una estructura mía, el sitio de la tienda sería el portón principal, junto al eje de Freeside. Será un poco deficiente en detalles, sin embargo, porque no tienes los recuerdos. Con la excepción de esta parte de aquí, que tomaste de Molly…

Case logró enderezarse, pero empezó a dar vueltas en una larga espiral.

—Espera un poco —dijo el finlandés—. Haré que saltemos hacia adelante.

Las paredes se hicieron borrosas. Una sensación de movimiento precipitado que lo mareaba, colores apresurados que corrían por largos pasillos. En un momento pareció que atravesaban metros de pared sólida, un destello de oscuridad total.

—Aquí es —dijo el finlandés—. Ya llegamos.

Flotaban en medio de una habitación perfectamente cuadrada, las paredes y el techo cubiertos con paneles rectangulares de madera oscura. En el suelo había una brillante alfombra cuadrada con un diseño que imitaba a un microchip, los circuitos dibujados con lanas azules y rojas. En el centro exacto de la habitación, alineado perfectamente con el diseño de la alfombra, había un pedestal cuadrado de cristal blanco esmerilado.

—La Villa Straylight —dijo un objeto cubierto de joyas que estaba sobre el pedestal, con una voz que parecía música— es un organismo que ha crecido hacia adentro, un capricho neogótico. Cada uno de los espacios de Straylight es de algún modo secreto, esta infinita serie de habitaciones unidas por pasillos, por cajas de escalera abovedadas como intestinos, donde el ojo queda atrapado en curvas estrechas, y pasa junto a ornamentados biombos, nichos vacíos…

—Es una composición de 3Jane —dijo el finlandés, sacando los Partagás—. La escribió cuando tenía doce años. Un curso de semiótica.

—Los arquitectos de Freeside se esforzaron en esconder el hecho de que el interior del huso está ordenado con la trivial precisión de una habitación de hotel. En Straylight, en la superficie interior del casco, una extrema profusión de estructuras cubre formas que fluyen, alzándose hacia un sólido núcleo de microcircuitos, el corazón corporativo de nuestro clan, un cilindro de silicio atravesado por estrechos túneles de mantenimiento, algunos menos anchos que la mano de un hombre. Los brillantes cangrejos hacen aquí sus madrigueras, y los zánganos, atentos a detectar cualquier tipo de falla micromecánica.

—Fue a ella a quien viste en el restaurante —dijo el finlandés.

—De acuerdo con las normas del archipiélago —continuó la cabeza—, la nuestra es una familia antigua; las circunvoluciones de nuestra casa reflejan esa edad. Pero reflejan también otra cosa. La semiótica de la Villa habla de una involución, un rechazo del brillante vacío que hay más allá del casco.

»Tessier y Ashpool subieron por el pozo de gravedad y descubrieron que odiaban el espacio. Construyeron Freeside para explotar la riqueza de las nuevas islas, se hicieron ricos y excéntricos, y se pusieron a construir un cuerpo extendido en Straylight. Nos aislamos detrás de nuestro dinero, creciendo hacia adentro, generando un inconsútil universo del ser.

»La Villa Straylight no conoce el cielo, ya sea este grabado o de otro tipo.

»En el núcleo de silicio de la villa hay una pequeña habitación, la única sala rectilínea del complejo. Aquí, sobre un sencillo pedestal de cristal, hay un ornamentado busto, de platino y metal esmaltado, incrustrado de lapislázuli y perlas. Los brillantes globos de los ojos proceden del panel de rubí sintético de la nave que trajo al primer Tessier por el pozo, y que volvió a buscar al primer Ashpool…

La cabeza dejó de hablar.

—¿Y? —preguntó Case por fin, casi como si esperase que el objeto le contestara.

—Eso es todo lo que escribió —dijo el finlandés—. No lo terminó. Entonces era sólo una niña. Esto es una especie de terminal ceremonial. Necesito que Molly esté aquí, con la palabra justa en el momento justo. Ese es el quid del asunto. No tiene importancia alguna cuánto podáis penetrar tú y el Flatline con el virus chino, si este objeto no oye la palabra mágica.

—¿Y cuál es la palabra?

—No lo sé. Podría decirse que lo que yo soy se define por el hecho de que no lo sé, porque no puedo saberlo. Yo soy aquello que no conoce la palabra. Si tú la conocieses, viejo, y me la dijeras, yo no podría conocerla. Estoy construido así. Es otra persona quien tiene que aprenderla y traerla hasta aquí, en el momento en que tú y el Flatline se abran paso a través de ese hielo y entremezclen los núcleos.

—¿Y entonces que pasará?

—Dejo de existir, después de eso. Ceso.

—Para mí está bien —dijo Case.

—Claro. Pero ten cuidado, Case. Mi, ah…, mi otra parte nos está siguiendo la pista, parece. Una zarza ardiente se parece mucho a otra zarza ardiente. Y Armitage está comenzando a irse.

—¿Qué quieres decir?

Pero la habitación recubierta de paneles empezó a doblarse en una docena de ángulos imposibles, cayendo por el ciberespacio como una garza de origami.